38

DESDE LA PARTIDA del agente del PET, la mente de Nina había quedado sumida en un extraño silencio. Le dolía un poco la cabeza y oía un débil zumbido y unos latidos que le recordaban al ruido que hacían las cañerías que discurrían por debajo de su dormitorio de adolescente en casa de sus padres, en Viborg. Apartó la bandeja con carne y zanahorias cocidas frías que había dejado intacta, se recostó y cerró los ojos. No podía dormir, pero como tampoco tenía nada agradable en que pensar, decidió sumirse en la penumbra gris de pálpitos y zumbidos que había al otro lado de sus párpados.

Un segundo antes de que ocurriera, lo oyó.

La puerta que se abría casi imperceptiblemente, unas suelas de goma blanda rozando apenas el suelo de linóleo —primero junto a la entrada, después más cerca— y de nuevo el suave chasquido de la puerta al cerrarse tras la silueta que había en la habitación. De pronto sintió algo grande y caliente contra la boca. Solo entonces abrió los ojos. La presión era tan grande que la almohada donde apoyaba la cabeza casi le sofocaba el rostro y la sensación de asfixia hizo que se dejara llevar por el pánico de inmediato. Era inútil intentar mover la cabeza, porque la figura que se erguía por encima de ella la aplastaba con el peso de todo el cuerpo mientras Nina braceaba y pataleaba desesperadamente. Intentó alcanzar el rostro, el pelo, el cuello y los brazos de su agresor, pero era un hombre rápido y esquivaba los golpes. Además, le apretaba con el dedo meñique por debajo de la nariz obligándola a ganarse cada partícula de aire que lograba hacer llegar a sus pulmones. Era como respirar a través de algodón mojado. En mitad de aquel pánico enloquecido y galopante, alcanzó a ver el rostro chupado y sonriente que flotaba sobre ella. Los ojos brillantes; la mirada perdida y exaltada. Se droga, alcanzó a pensar. Un drogadicto a la caza de morfina, o quizá un loco extraviado en la planta equivocada. Su aliento, denso y acre, olía a tabaco y a menta. El hombre se esforzaba en captar su mirada, cosa que, por alguna razón, hizo que ella bajase el ritmo. Intentó golpearlo con más tino, con más fuerza, pero la mano que le aplastaba la boca no cedía ni un milímetro y al final decidió permanecer inmóvil ella también intentando respirar por el único lado de la nariz que tenía más o menos libre.

Al parecer, eso era precisamente lo que el hombre había estado esperando.

Aflojó ligeramente la presión mientras buscaba algo con la mano libre. Nina trataba de seguir sus movimientos con la mirada, pero seguía teniendo la cabeza tan incrustada en la almohada que lo poco que alcanzaba a adivinar a ambos lados de la cara eran dos montañas blancas. No veía mucho más que el techo, el brazo de aquel hombre y parte de su cabeza y su torso. Hasta los sonidos quedaban ahogados por aquella masa blanda y sofocante. La idea de escapar le pasó por la mente. Su atacante aún le estaba tapando la boca con una mano, pero eso solo le dejaba el otro brazo libre para sujetarla. Tal vez pudiera soltarse y llegar hasta el cordón de alarma que colgaba justo encima de la cama.

De repente apareció en su campo visual un objeto negro. Tardó unos segundos en enfocar aquel chisme y un instante más en comprender lo que era: un teléfono móvil. Estaba encendido y en la pantalla se veía una imagen con un fondo oscuro, casi negro. En primer plano había una persona fotografiada desde arriba. Su pálido rostro resplandecía en la oscuridad. Tenía los párpados algo entornados y las facciones congeladas en la mueca de obstinación que siempre hacía cuando no quería llorar.

Ida.

Nina no gritó.

Se dio cuenta de que aquel hombre esperaba que lo hiciera, porque antes de apretar el botón le aplastó la mano contra la boca con más fuerza. Pero no podía gritar, estaba completamente paralizada por dentro. Todo había quedado reducido a silencio, frío y la imagen que danzaba en el teléfono negro. Empezó a moverse. Ruido de pasos en un suelo que sonaba extrañamente hueco. El hombre que grababa dijo algo, pero Nina no lo oyó con claridad; Ida dio un paso hacia atrás, como si tratase de desaparecer en la oscuridad. ¿Dónde? Nina intentó desesperadamente identificar el escenario de la grabación. En casa no estaban, la pared que aparecía por detrás de su hija era de un espantoso color morado. Más pistas no tenía.

Cambió el ángulo. Ahora el cámara se encontraba frente a Ida y volvía a decirle algo.

Say hi to mama. Smile.

La chiquilla dirigió una mirada vacilante hacia el objetivo; después clavó los ojos en el hombre que sostenía el teléfono y levantó la barbilla llena de rabia.

Smile.

Ida sacudió la cabeza de un lado a otro y retrocedió hasta tropezar con la pared morada. El móvil se aproximó hasta pegarse a su cara. Un dedo empezó a deslizarse muy lentamente por su barbilla, intentó abrirse camino entre sus labios y continuó hacia la comisura. Después la forzó hacia arriba en una grotesca sonrisa de payaso.

Smile for mama.

La imagen se volvió negra y Nina sintió que el agresor suavizaba la presión de la mano con la que le tapaba la boca y, finalmente, la retiraba. Al volver la cabeza hacia él pudo verlo bien por vez primera. Por debajo de la camiseta se intuía un tipo no mucho más alto que ella y bastante flaco, pensó. Llevaba unos Levi’s azules muy desteñidos, sujetos por un ancho cinturón de cuero con remaches, y una gigantesca hebilla con una calavera que brillaba débilmente. El pelo rubio oscuro le llegaba a la altura de los hombros y parecía recién lavado. El resto de su persona era desaliñado y estaba consumido y estragado por el tabaco, aunque no debía de pasar de la treintena. Tenía la nariz hinchada y negra por un lado, y los ojos grandes, febriles. Seguro que se había metido una raya de metanfetamina hacía no muchas horas, se dijo Nina con odio. Al pensar en lo corta y miserable que sería su vida, sintió un estremecimiento de satisfacción. Su cuerpo se iría llenando de heridas ulcerosas, chillaría y suplicaría ayuda y misericordia, y moriría solo en medio de terribles dolores. Lo habría matado allí mismo de haber tenido ocasión. Por lo que le había hecho a Ida. Le asestó un golpe sin fuerza que le dio de refilón en el cuello. Él le sujetó la mano y la inmovilizó.

Easy, girl.

Hablaba en voz baja y en tono condescendiente, como se habla a los perros o a los niños. Luego la soltó y permitió que se incorporase un poco en la cama. Sacó una bolsita de plástico transparente de la bolsa de deporte que había dejado en el suelo, junto a la cama, y la echó encima del edredón.

—Póntelo —ordenó en inglés.

Nina entreabrió el ruidoso plástico con dos dedos y echó un vistazo al contenido. Parecía una especie de chándal. Los pantalones azules aún conservaban la etiqueta del Føtex.

—¿Dónde está?

Él la miró sonriente.

—Tienes una hija muy simpática. Se parece un poco a ti, solo que con la carne más prieta. Menuda potrita, da gusto tocarla.

Hablaba con un fuerte acento, como si tuviese la boca llena de piedrecitas, pero su dominio del lenguaje resultaba de lo más convincente.

Se sintió derrotada. Cuánta dureza había en sus palabras, cuánta maldad. Sintió que sus defensas menguaban, como si alguien hubiese abierto la compuerta de una esclusa. La angustia que había empezado a destilar en su interior nada más ver a Ida en el teléfono ahora se desbordaba a raudales y se manifestaba en cada uno de sus pensamientos, componía inoportunas imágenes y escenas de una película sonora que se repetía incansablemente en un bucle infinito. Ida en casa, sin ropa, frente a sus tres agresores. Ida desnuda y abierta de piernas en un sótano. Ida en el retrovisor, una silueta menuda y negra pedaleando en la oscuridad de la calle. Esa fue la última vez que la vio.

Intentó respirar. Intentó pensar. ¿Debería tratar de ganar tiempo? ¿Tirar del cordón de alarma? No podría impedírselo. En realidad, no tenía más que levantar el brazo.

De pronto se oyeron pasos en el pasillo y el individuo se sentó en la silla que había junto a la cama. Rápidamente sacó de la bolsa de deporte un escuálido ramito de tulipanes y lo dejó sobre la cama. El agua que escurría de los tallos verdes envueltos en celofán dejó una enorme mancha de humedad en el edredón blanco. Nina observó que no estaba nervioso. Todos sus movimientos parecían tranquilos y naturales. Como si aquel no fuese más que otro día cualquiera en su vida.

Por la ventanita de la puerta asomó el rostro de una enfermera en el preciso instante en que el agresor se inclinaba sobre la cama y colocaba la mano libre sobre la mano de la enferma. Con la cara sonriente pegada a la de la paciente, consiguió incluso sacarse de la manga algo parecido a un gesto solícito. Dos largas líneas encarnadas le corrían de la oreja a la mejilla. Nina no pudo evitar pensar en las uñas pintadas de negro de su hija.

My poor baby —dijo él.

Nina vio desaparecer el rostro de la enfermera por detrás de su atacante. El taconeo de sus zuecos blancos se alejó velozmente por el pasillo. Bajaba a dar cuenta de las últimas noticias sobre la extraña paciente que permanecía aislada. A esas alturas, todo el mundo habría leído la historia de sus problemas matrimoniales en la última edición del Ekstra Bladet. Un hombre llevándole flores sería una grata novedad para la pausa del almuerzo.

Al mirar a su agresor, supo que no opondría resistencia. No se atrevía. Tenían a Ida.

El hombre se incorporó, apartó el edredón y le lanzó el chándal a la cabeza con un gruñido.

—¡Póntelo! ¡Ya!

Nina se puso la ropa por encima del camisón del hospital sin protestar y evitando mirarlo. Solo de pensar que había sujetado a Ida, que la había tocado, sentía un hormigueo de repugnancia por todo el cuerpo. Sus intenciones con ella misma no eran nada al lado de lo que pudiera ocurrírsele hacerle a Ida. Con el rabillo del ojo le vio abrir el armario que había junto a la cama y hurgar entre las sábanas de los estantes mientras maldecía en voz baja.

—¿Dónde coño han metido tus zapatos?

Nina se apoyó en la cama. El esfuerzo de vestirse había hecho que la habitación empezase a rotar usándola a ella como eje.

—Los han destruido —contestó—. Por las radiaciones.

El tipo volvió a maldecir. Luego sacó del armario unos calcetines blancos y se los lanzó.

Put them on, and don’t try any shit.

Ella obedeció. Ahora llevaba un chándal azul marino que le quedaba grande y unos calcetines blancos. El hombre se colocó a su espalda. Sentía el calor de su aliento en la oreja.

And now, we go. Camina como si te encontrases bien y llevases zapatos —le ordenó—. Como si no fueses tú.