SØREN ENTRÓ en la sala de reuniones con una sensación de rabia que no sabía contra quién descargar. Presentarse en el hospital para interrogar a Nina Borg sin saber una palabra de la agresión que había sufrido su hija adolescente había sido un error casi imperdonable, pero la explicación era tan sencilla que difícilmente podía pagarlo con nadie.
—La agresión fue denunciada por un tal Morten Sindahl Christensen —le había informado la joven inspectora que atendió su llamada a la salida del hospital—. No pone nada de ninguna Nina Borg. —Søren la oía teclear en el ordenador—. Puedo enviar el caso para allá ahora mismo.
Nada más llegar a su despacho imprimió el informe y tuvo el tiempo justo para echarle un vistazo antes de la reunión. Mierda. Los tres individuos que habían irrumpido en casa de la enfermera la noche del sábado al domingo no lo habían destrozado todo ni habían violado a la chiquilla, pero habían estado a punto. Y no tenía más que catorce años. Aparte de la violencia y el componente sexual de la agresión, resultaba evidente que no se trataba del clásico allanamiento. No habían robado nada más que la mochila y algunos papeles personales de la niña, y uno de los tres agresores, que hablaban en inglés, había preguntado por Nina en repetidas ocasiones, lo que hacía doblemente irritante que los responsables del caso no hubiesen reaccionado de inmediato. La madre que los parió. El informe decía también que el marido de Nina explicó que su mujer estaba ingresada en el hospital y no volvería a su domicilio porque habían decidido separarse, y que además no tenía la menor idea de por qué tres perfectos desconocidos habían irrumpido en su casa preguntando por su mujer. Si hubiesen escarbado un poquito más… Había enviado a Mikael Nielsen a ver si la hija reconocía la fotografía de Sándor Horvath y había pedido a la Policía que le diera prioridad absoluta al caso. No había mucho más que hacer y no existía motivo alguno para perder el tiempo en depurar responsabilidades.
Paseó una mirada ceñuda por la sala de reuniones. Además de los suyos, había cuatro investigadores extra asignados al caso con carácter de emergencia y un hombre de la Unidad de Análisis que Torben les había endilgado «para que todos estén al tanto de los antecedentes».
—Adelante, Gert —comenzó el subcomisario—. Cuéntanos.
Gert Sørensen era un afable cuarentón con unos rizos de color rojo encendido que no acababan de encajar con su carácter apagado y su discreto aspecto de hombre de gris. No se había formado en la Academia, sino en la facultad de Ciencias Políticas, y tenía a su cargo a los talentos más teóricos del PET, los hombres de la Unidad de Análisis. Los que leían periódicos. Se acercó al proyector y activó la primera pantalla de su presentación en el ordenador.
—Noviembre de 1995. Separatistas chechenos entierran una fuente de cesio-137 en un parque de Moscú. La fuente está provista de un detonador que, sin embargo, no llega a ser accionado. No hay heridos.
Clic.
—Diciembre de 1998. Los servicios de inteligencia chechenos encuentran un receptáculo con material radiactivo de tipo mixto. El receptáculo, con una mina explosiva adosada, ha sido colocado en un área del extrarradio de la ciudad chechena de Argún. No hay heridos.
Otro clic.
—Junio de 2003. La Policía tailandesa detiene a varios hombres por posesión de grandes cantidades de cesio-137. Se sospecha que su intención era fabricar una bomba sucia.
Apagó el proyector para no tener que forzar la voz a causa del zumbido del ventilador. Søren encendió un par de lámparas del techo.
—Nos consta, además, que al menos en una ocasión Al-Qaeda ha intentado utilizar esta misma sustancia para hacer explotar una bomba en los Estados Unidos. Las bombas sucias son un tipo de armamento terrorista al que hemos de enfrentarnos, aunque el mundo aún no ha sufrido un atentado de estas características, pero el hallazgo concreto de actividad radiactiva en el taller de Valby no nos deja más opción que tomarlo muy en serio. Los de Higiene Radiológica han informado de que han encontrado trazas de cloruro de cesio, y en estos momentos el cesio es una de las sustancias radiactivas que se pueden conseguir más fácilmente, sobre todo en el antiguo bloque soviético. En Higiene Radiológica no están en condiciones de hacer una estimación de la cantidad de material radiactivo que ha podido haber en el taller, ya que el grado de contaminación depende en gran medida de lo protegida que haya estado la fuente.
—¿Y qué hace exactamente una bomba sucia que no puedan hacer otras bombas?
En los ojos oscuros de Gitte Nymand brillaba algo a medio camino entre la curiosidad profesional y la preocupación.
—Aparte de que, evidentemente, explotan y pueden ocasionar una importante cantidad de daños personales y materiales, todo ello en función de la potencia del explosivo, su objetivo es diseminar material radiactivo por la zona afectada —explicó el analista pelirrojo—. Eso no tiene por qué aumentar la mortalidad necesariamente. Lo preocupante es más bien el tipo de mortalidad del que estamos hablando, así como los efectos a largo plazo. Y, sobre todo, los efectos psicológicos que puede llegar a tener en la población civil.
Søren se había puesto en pie.
—No hace falta que os vuelva a echar mi charla antiterrorista, ¿verdad? —preguntó; un lamento a medio sofocar recorrió la sala.
El terrorismo se llama terrorismo porque…
—Porque su objetivo es el terror —contestaron varias voces prácticamente al unísono.
—Exacto. Y eso es precisamente lo que convierte las bombas sucias en armas terroristas altamente eficaces. Son perfectas para sembrar el terror.
—Cabezas cortadas —sentenció de repente Mikael Nielsen—. En Antioquía los cruzados utilizaron catapultas para lanzar contra la ciudad las cabezas cortadas de sus enemigos. No es nada nuevo.
A veces ese hombre sabía las cosas más asombrosas, se dijo Søren. Le había correspondido el dudoso honor de escoltar el cadáver desde el tanque de gasolina hasta el Instituto Forense y presenciar la autopsia, de modo que no era raro que el cerebro le patinara un poquito más de lo normal.
—Vamos a intentar dejar esto listo lo antes posible, Mikael — zanjó el subcomisario—. ¿El informe de la autopsia?
Mikael se levantó. Parecía cansado, pero no era de extrañar; como casi todos sus compañeros, llevaba en pie desde las cuatro de la madrugada.
—Según el informe provisional, murió a causa de la radiación, probablemente el jueves o a primera hora del viernes.
—¿No más tarde? Por ejemplo, ¿el sábado por la noche o el domingo?
—No.
Mikael se aclaró la garganta y bebió un poco de agua. Jytte, la de la cafetería, también había subido una bandeja de smørrebrød[7], pero, al parecer, no andaba muy sobrado de apetito.
—Los forenses y los de Higiene Radiológica están más o menos de acuerdo en que se expuso a una radiación muy potente hace dos o tres semanas. Por accidentes en otros puntos del mundo sabemos que el proceso suele comenzar con náuseas y vómitos, fiebre y, en los casos más graves, también diarrea. Después es posible experimentar una mejoría, pero si la exposición ha sido muy elevada, por ejemplo entre cuatro y seis grays, el sistema inmune queda destruido, de modo que al cabo de unos días se presentan infecciones, más fiebre, hemorragias, heridas… —Mikael buscó la mirada de Søren—. Ya lo viste, cuando le abrieron la boca casi no tenía encías. ¡La leche!
Ese último comentario quedó en el aire algo más de la cuenta y el subcomisario se vio obligado a ahuyentar otra vez de su pensamiento las desagradables imágenes de Valby.
—¿Saben cómo llegó a quedar expuesto?
—Sí. Por lo visto, la mayor parte de la radiación la absorbió a través de las manos. Los forenses han encontrado en ellas una especie de heridas, de modo que todo parece indicar que él mismo manipuló la fuente radiactiva.
—¿Se le ha identificado?
—¿No había un pasaporte por ahí? Sándor Horvath. Por eso anoche te despertaron a las mil y gallo, ¿no? —preguntó Gitte.
—Yo creo que no es él —replicó Søren—. La enfermera ha reconocido al tipo de la foto. Si es Sándor Horvath, el sábado a última hora seguía vivo, porque le curó una pequeña herida en un ojo. Vivo y en Dinamarca. Además, Horvath pasa de los veinte años y yo diría que nuestro muerto es algo más joven. Más o menos un adolescente.
—Le faltaba un colmillo en la mandíbula superior —apuntó Mikael Nielsen—. Por desgracia, el forense cree que nunca fue al dentista. Al menos no tenía ningún empaste. Es algo bastante típico entre los gitanos del este de Europa con menos medios.
—O sea, que no hay ficha dental —concluyó Søren—. Pero tiene que existir alguna relación entre él y Sándor Horvath. Si aún no lo hemos hecho, mándales una fotografía suya a los del NBH.
—Está mandada —contestó Gitte—. La verdad es que han sido amabilísimos. Nos envían a uno de sus hombres para colaborar en la búsqueda de Sándor Horvath y han puesto a dos agentes más a investigar a su familia y su círculo de amistades en Budapest. Nos mantendrán informados.
—¿Y cómo le va a nuestro amigo Khalid?
—No muy bien.
La respuesta llegó de boca de Bjørn Steffensen, un chico duro de Amager de toda la vida, con la lengua tan larga como la barba, que solía trabajar en el Centro de Lucha contra el Crimen Organizado. Era uno de los colaboradores «prestados» que había conseguido Torben y no parecía hacerle demasiada gracia estrenarse en su nuevo equipo con tan malas noticias.
—Esa pista es una puta mierda —afirmó Søren con cara de estar pensando que la defensa era el mejor ataque—. Los informáticos llevan desde las cinco de la mañana con su ordenador y todo parece indicar que no tiene nada que ver con este asunto. Para empezar, el ordenador utilizado para entrar en contacto con Sándor Horvath no es el suyo. O al menos no es el mismo que le hemos incautado, porque siempre puede tener otro en algún sitio.
Søren tenía la desagradable sensación de que algo se le estaba escapando de las manos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Creía que eso ya había quedado resuelto.
—La dirección MAC no corresponde, los detalles tendrás que pedírselos a los del departamento de informática. Hemos mandado a uno de los expertos a examinar la red del Politécnico y nos ha dicho que tienen el sistema de seguridad más agujereado que un colador. Se ve que el responsable de TIC del centro tiene cosas mejores que hacer. También da clases de lengua y de inglés.
Lo último lo dijo con un mohín de desprecio, como si en este mundo no hubiera nada más ridículo que un profesor de lengua como responsable de Tecnologías de la Información y la Comunicación.
—Christian no tuvo ninguna dificultad para acceder a la red inalámbrica del Politécnico desde su propio portátil —añadió Mikael Nielsen—. La seguridad era tan mala que no le hizo falta nombre de usuario ni contraseña, lo que quiere decir que cualquiera en un radio de treinta metros puede haber usado la dirección IP del centro para entrar en esa porquería de páginas.
—Ya he ido a buscar las grabaciones de las cámaras de seguridad que vigilan el exterior del recinto —dijo Bjørn.
Søren los escuchaba con una creciente sensación de que todo se desmoronaba.
—Pero si no había sido él, ¿por qué se negaba a dejarnos ver su ordenador? —preguntó.
Bjørn soltó una risita misteriosa.
—Como ya he dicho, existe la posibilidad de que tenga otro ordenador y necesitara tiempo para intercambiar uno por otro. Sin embargo, personalmente creo que solo estaba preocupado por su otro negocio. En mi vida había visto tantas copias piratas de archivos de música. Ya solo por eso se le puede caer el pelo, así que no me extraña.
Søren se contuvo para no emprenderla a patadas con lo primero que cayera entre sus manos. Bjørn, por ejemplo. No hay que matar al mensajero, repitió para sus adentros. Pero por lo menos podía haber disimulado un poquito la sonrisa, ¿no?
—¿Y qué dicen las cámaras de seguridad?
—Sabemos que nuestro posible comprador se conectó el sábado 2 de mayo a las 20.52 por espacio de unos cuarenta minutos. En el mismo intervalo de tiempo, estacionado junto al Politécnico solamente se ve un coche, que abandona el lugar inmediatamente después. Es completamente imposible leer el número de la matrícula, pero por suerte el coche es una auténtica tartana, un Opel Rekord E de principios de los ochenta, probablemente, y de esos no quedan demasiados registrados. Unos doscientos en todo el país, ciento dieciocho de ellos en Copenhague y aledaños.
Bueno, se dijo el subcomisario. Ya era algo. Un punto de partida.
—Investígalo. Pero también quiero gente alrededor del instituto. Averiguad exactamente dónde podría haberse situado una persona, aparte de en el coche. ¿Qué hay de los demás edificios de la zona? ¿Se puede acceder a la red desde ellos? Hablad con los vecinos. Y preguntad también si alguien se fijó en ese coche o si hubo otros vehículos aparcados mucho tiempo en la zona la tarde en cuestión. Las cámaras de seguridad tienen ángulos muertos.
Como la gente, pensó. De acuerdo, Khalid se lo había puesto en bandeja con sus nervios y su pequeña exhibición de desobediencia civil, pero no podían permitirse más errores de ese calibre.
—HC no estaba muy contento que digamos —dijo Gitte con calma—. Cuando descubrió que lo habíamos sacado del simulacro para interrogar a un piratilla informático deslenguado, le sentó como un tiro.
—El humor de HC no es nuestra mayor preocupación —replicó el subcomisario—. Pero de acuerdo, le pediré disculpas. Supongo que ya hemos soltado a Khalid, ¿no?
Gitte asintió.
—A las 11.23 de esta mañana. Su tío pretendía presentar una denuncia por retención ilegal, pero Khalid lo ha convencido de que era mejor dejar las cosas como estaban. Imagino que no le apetecerá demasiado hablar de sus copias pirata con el fiscal…
Adiós Khalid, se dijo Søren. Aún conservaba en la retina la imagen del joven que le había invitado a fumar y a beber con tanto aplomo como si fuera el amo del café. Esperaba que el aviso de los informáticos hubiese detenido el interrogatorio antes de que HC le apretase mucho las tuercas.
—¿Y los terrenos de Valby? ¿Algún resultado?
—Acaban de llamar de recepción —le informó Gitte—. Una tal Birgitte Johnsen, del NEC, viene hacia aquí para hablar contigo.
—¿Del NEC? —preguntó Søren observándola por encima de las gafas de lectura. El NEC era la Agencia Nacional de Investigaciones de la Policía—. Y ellos ¿qué narices pintan en este caso?
La joven encogió sus anchos hombros de nadadora.
—Es de la unidad que investiga la trata de blanca y el proxenetismo —añadió.
Birgitte Johnsen era una mujer increíblemente azul marino, pensó Søren. Falda azul marino, chaqueta azul marino, medias de nailon azul marino y zapatos azul marino con unas hebillas doradas de dimensiones desorbitadas. La blusa que asomaba por debajo de la chaqueta era blanca, pero no se había permitido otro desliz.
Se estrecharon la mano y el subcomisario la condujo hasta una salita de reuniones que había junto a recepción. En el PET no estaba permitido que las visitas corretearan por los pasillos, ni siquiera las de colegas.
—Me dicen que traes información sobre el número 35 de Gasbetonvej que podría interesarnos, ¿no es así? —comenzó mientras señalaba con la mano hacia una silla—. Siéntate, por favor. ¿Café?
—No, gracias —contestó ella—. Pero si tenéis agua mineral…
—Por supuesto.
Le abrió una botella de Ramlösa. Las letras de la etiqueta eran de lo más apropiadas, azul marino.
—El edificio es propiedad de una tal Malee Rasmussen, una vieja conocida. Es natural de Tailandia y está casada con Hans Jørgen Rasmussen, un antiguo operario que cobra una pensión de invalidez. Creemos que se trata de un matrimonio pro forma, pero no hemos podido demostrarlo. En cambio sí fue condenada por proxenetismo, lleva ya muchos años metida en el mundo de la prostitución.
—¿Prostitución? Pero… no usarían para eso el taller de Valby, ¿no?
—Te sorprendería ver a qué lugares puede llegar a ir la gente voluntariamente a comprar sexo —contestó Johnsen—. Pero no, independientemente de las preferencias sexuales de cada quien, los suelos de cemento y los fosos mecánicos no son lo más adecuado para un burdel. No tenemos motivo alguno para creer que ese tipo de actividades hayan tenido lugar allí. Es más bien lo que parece: durante el verano se lo alquila a gitanos y otros ciudadanos del este de Europa que pagan entre ochenta y cien coronas por noche a cambio de pernoctar en unas condiciones que harían amotinarse hasta a los reclusos de Vridsløselille.
—Caramba, pues sí que le ha dado un giro a su carrera. ¿Y la propiedad es suya de verdad o solo actúa de testaferro de otro?
—Yo creo que hay una mano que mueve los hilos detrás de ella. Pero lo cierto es que ese giro en su carrera, como tú lo llamas, no es tan insólito. La crisis ha hecho que los beneficios del sector de la prostitución caigan en picado.
—¿Se sabe por qué?
—Menos cursos, menos conferencias, menos dietas. Una mayor necesidad de seguridad. En estos momentos el danés de a pie no puede permitirse tener problemas con su mujercita. Simultáneamente, la oferta de prostitutas crece al ritmo que la penuria se extiende por países que se están viendo aún más afectados por la crisis que el nuestro. Malee y el hombre que se oculta tras ella no son los únicos que están diversificando sus negocios.
—De acuerdo. ¿Alguna hipótesis sobre la identidad de esa mano negra?
—La hemos interrogado, por supuesto. Como ves, he traído una grabación. Pero antes me gustaría mostrarte otro vídeo anterior de la investigación del caso de proxenetismo. Ya han pasado cinco años y en esas imágenes se acercaba ya a los cuarenta años.
Birgitte Johnsen introdujo un DVD en su portátil y lo giró para que Søren pudiese ver mejor la pantalla. Apareció una mujer de cabellos negrísimos con unos vivarachos ojos oscuros, vital, expresiva. Su actitud y su apariencia, sus joyas, su maquillaje vistoso pero no exagerado, dejaban traslucir todo su aplomo. Y sus ojos negros relampagueaban cuando las preguntas le tocaban la fibra sensible.
—¿… eso ha dicho?
Su cantarín acento tailandés era muy marcado; su mirada, clara y pronta para la lucha. Soltó una carcajada breve y dura y resopló con desprecio. Cuando el agente a cargo del interrogatorio le preguntó por una conocida suya, chasqueó la lengua.
—Miente. Es una mentirosa. ¡Y una envidiosa!
Johnsen detuvo la grabación y abrió otro archivo.
—Mira este otro. Es la grabación de esta mañana.
Al principio Søren creyó que se había equivocado de vídeo. No era la misma mujer. Aunque, en el fondo, sí. La sonrisa de Malee Rasmussen era tan tensa que su rostro recordaba a una de aquellas grotescas máscaras balinesas que Susse, su exmujer, compró en un viaje a principios de los noventa. Si en el primer vídeo tenía menos de cuarenta años, en este no podía pasar de cuarenta y dos o cuarenta y tres, pero parecía diez años mayor. Con ese maquillaje era el estereotipo de la prostituta, tanto que casi parecía una actriz de teatro, y aunque su voz seguía siendo clara y cantarina, en su semblante petrificado ya no quedaba una pizca de vitalidad.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó—. ¿Está… está enferma o algo así?
—No, que nosotros sepamos. Pero corre el rumor de que está con otro hombre. Y dicen que este le ha enseñado trucos nuevos, de los duros. Sin embargo, como ves ya no se muestra tan comunicativa.
La cámara amplió un poco el plano hasta captar a Malee Rasmussen de cuerpo entero. Un vestido de color menta con flores en el escote ceñía su figura menuda y compacta; llevaba zapatos de tacón a juego. Tenía las piernas cruzadas y las manos inmóviles en el regazo, pero movía el pie de un lado a otro con inquietud a medida que las preguntas se repetían una y otra vez. ¿Quién estaba utilizando el taller? ¿A quién le había dado las llaves? ¿Por qué lo había comprado? ¿De dónde había sacado el dinero?
Bajo su artificial peinado, la frente de Malee brillaba de sudor. Seguía sonriente y de vez en cuando se animaba a contestar, pero solo para reiterar lo que ya había dicho.
—No sabía que viviera gente en el taller. Fue una inversión. No he vuelto por allí desde febrero. No sabía que hubiera gente… El taller no es más que una propiedad inmobiliaria. Una inversión.
—Fíjate en sus ojos ahí.
Birgitte Johnsen retrocedió unos segundos y volvió a poner el vídeo en funcionamiento. Søren observó la pantalla, la mirada que vacilaba nerviosa en medio de aquella máscara petrificada.
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—No sé de quién o de qué tiene miedo esta vez, desde luego de nosotros no. No creo que saquemos mucho más en claro de ella, pero le he pedido a los de Investigación de Delitos Económicos que escarben un poco más en sus finanzas. A lo mejor encontramos algún nombre.
—Algo le ha ocurrido —insistió él—. Estaría bien saber de qué se trata.
—Sí. No es que antes fuese precisamente un amor, siempre ha sido de lo más expeditiva con sus chicas, pero ahora…
El subcomisario no apartaba la vista de la pálida máscara de la pantalla.
—Ahora ¿qué?
Birgitte Johnsen cerró el ordenador y lo guardó en su cartera.
—No es que sepamos gran cosa, pero hemos estado hablando con chicas que trabajaban para ella y se niegan a testificar. Dicen que quien no hace lo que dice Malee acaba enterrado vivo. En «La caja».
Enterrado vivo… Søren se acordó de Blancanieves.