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LA MANO izquierda era el único vínculo de Sándor con la realidad. Él habría preferido perderse en las negras brumas que envolvían su conciencia, pero el doloroso pálpito de las heridas de la mano era un ancla que se resistía a despegar del suelo. Estaba paralizado, a pesar de que ya habían transcurrido muchas horas —no tenía la menor idea de cuántas— desde que Tommi se aferrara a su mano y tirase de ella hasta arrancarla de los clavos, que quedaron incrustados en el parqué. Nada de sierras ni de alicates, no, simplemente un tirón fuerte y húmedo que, para su desgracia, ni siquiera le había hecho perder el sentido.

Estaba tendido en el suelo, en un cuarto contiguo a la sala de estar de color berenjena, sobre una manta que despedía un fuerte olor a perro. De la habitación de al lado le llegaban las voces de los dos hombres, discutiendo durante el desayuno. Ya sabía por qué hablaban en inglés. Tommi no era danés, sino un finlandés con la cabeza hueca, según su amigo. «¿Es que no puedes meterte en esa cabeza hueca de finlandés que…?», le decía.

Frederik había vuelto hacía ya una hora de su casa de Søllerød, de dormir con su mujer y sus dos hijos y medio, trayendo pan recién hecho, café soluble, zumo y periódicos.

—Ahora toca hacer un plan —anunció en tono entusiasta, como si se tratara de organizar una carrera de orientación para el grupo scout del barrio. Sin embargo, aquel ambiente de dinamismo no tardó en dejar paso a ciertas tiranteces.

—… pues claro que quiero dinero —gritaba Frederik—. Tengo facturas que pagar, ha ocurrido lo de Valby y esta mierda de sitio no nos sirve para nada mientras esté ese chisme en el garaje. Y por si aún no te has enterado, te diré que hay una crisis financiera.

—Entonces ¿dónde está el problema? Podemos dejarlo tirado en cualquier sitio y quedarnos a dos velas o podemos largárselo al comprador y marcharnos con medio millón. Además, si tienes mucho interés en hacer de ciudadano ejemplar, siempre podemos llamar después a la pasma.

—El problema, pedazo de mendrugo, es que no tenemos comprador. He pasado por delante de la casa de la enfermera y toda la calle está acordonada y atestada de policías. Y ella es la única que sabe dónde está la puta cazadora del gitano.

—¿Y no podríamos vendérselo a otro?

—¿Conoces a alguien interesado en comprar una lata de cesio caliente? Porque si es así, no tienes más que decírmelo.

Guardaron silencio. Al cabo de un rato, el finlandés preguntó:

—¿No has comprado leche? Joder, sabes que sin leche no me gusta.

—Tommi, cierra la boca y da gracias a que haya pan.

Silencio de nuevo. Después se oyó el crujido de las páginas del periódico.

Holy shit! —exclamó Frederik.

—¿Qué pasa?

—Es ella. ¡Tiene que ser ella!

—¿Quién?

El otro no contestó. Se oyó cómo arrastraban una mesa o una silla y al cabo de unos segundos apareció junto a Sándor.

—¡Mira! —le ordenó al tiempo que le ponía el periódico en las narices—. ¿No es ella?

El joven abrió los ojos con desgana. La primera plana de la edición matutina proclamaba a los cuatro vientos una noticia dramática en grandes titulares rojos, pero la diana del enloquecido dedo índice de Frederik era la fotografía que los acompañaba.

Una foto de aspecto oficial en la que aparecía una mujer seria de cabello corto y oscuro con una intensa mirada gris. Era ella, la enfermera que le había curado la ceja. La enfermera que tenía su cazadora.

—¿Y bien?

Frederik empezó a darle golpecitos en el hombro con insistencia. Una oleada de dolor le recorrió el brazo hasta las yemas de los dedos.

—A lo mejor. Sí —se limitó a contestar Sándor con la esperanza de que lo dejara en paz.

El danés regresó al salón y dejó caer el periódico delante de Tommi.

—Por lo menos ya sabemos dónde está —dijo.