EL AGENTE DEL PET no podía tener un aspecto menos emocionante. Nina no tenía muy claro qué había imaginado, pero seguro que algo mucho más misterioso, más enigmático. Un traje negro, tal vez; un corte de pelo militar y gafas oscuras. En cambio, el hombre que se presentó en su habitación del hospital tenía un aire de lo más apacible: un cincuentón de cabello entrecano, fibroso y musculado bajo la camiseta negra y con unas gafitas que a intervalos regulares se le escurrían por la nariz aguileña. No había entendido bien su nombre, pero le daba lo mismo. Era él quien pretendía sonsacarle información a ella, no al contrario. Alguien había llevado café, tazas de plástico y un cuenco de crema en polvo amarillenta. Instalado junto a la mesita del rincón, el tipo se sirvió la primera taza sin aguardar a que Nina tomara asiento en la otra silla.
—¿Le importa?
Sacó una pequeña y reluciente grabadora digital, pulsó el botón de «rec» y la dejó sobre la mesa sin esperar su respuesta. Luego se aclaró la garganta y clavó en ella un par de ojos de un sorprendente azul-Paul Newman.
—Valby… Ha informado usted a los de Gestión de Emergencias de que creía que la fuente se encontraba en el foso del taller. ¿Cómo ha llegado a esa conclusión? ¿Vio algo?
Nina tenía una extraña sensación de sequedad en la boca, aunque no estaba muy segura de que se debiera a las radiaciones. Se había pasado casi toda la mañana mirando el teléfono como una boba, aunque en el fondo sabía de sobra que Morten no iba a llamar. Aún notaba el sabor de las lágrimas. Finalmente se obligó a sí misma a enfrentar la mirada del agente del PET.
—Antes que nada, querría saber cómo están los niños.
Eso lo pilló por sorpresa. Tuvo que sacar una carpeta de la cartera y hojear rápidamente su contenido.
—Ayer, domingo 17 de mayo, el servicio de Emergencias evacuó un taller mecánico abandonado, sito en el número 35 de Gasbetonvej, 2500 Valby. Entre los evacuados había un total de veintidós hombres, cinco mujeres y siete niños de edades comprendidas entre los tres y los dieciocho años. Los siete niños quedaron ingresados en el servicio de Medicina Infecciosa del hospital de Bispebjerg. Cuatro de los menores presentaban síntomas de envenenamiento por radiación de leves a moderados y se desestimó la necesidad de que recibieran ulteriores tratamientos. Otro menor estaba ligeramente deshidratado a causa de una prolongada indisposición y un cuadro de vómitos de varios días de duración. Actualmente está recibiendo un tratamiento de rehidratación. Se considera que todos ellos están en vías de recuperación.
Nina sintió un enorme alivio. Desde que habían descubierto lo que le ocurría no había vuelto a tener noticias de los niños. Las enfermeras no sabían nada y los médicos del Instituto de Higiene Radiológica se comportaban como si se tratase de un secreto de Estado del más alto nivel. Ni siquiera Magnus había logrado sonsacarles una palabra a sus colegas de Bispebjerg.
El agente del PET la observó con calma.
—Nada parece indicar que los niños hayan sufrido daños graves, de modo que, volviendo a la pregunta: ¿Vio la fuente?
—No. Aquello estaba oscurísimo. Además, no sé qué aspecto se supone que debería tener.
—Supongo que lo del foso se le ocurrió porque usted y los niños bajaron, ¿no?
Ella asintió y se revolvió inquieta en la silla. Hacía calor y los muslos se le pegaban al plástico del asiento. Se sentía muy incómoda allí sentada, con el camisón medio abierto, aquellas bragas de abuela y las piernas al aire. Habían tirado su ropa y no podía mandar a nadie a casa a traerle más. Morten había dicho que la habían precintado. Recordó la imagen de su espalda saliendo por la puerta. Después respiró hondo para borrarla de su mente y trató de concentrarse en la conversación. El foso.
—Sí. Cuando fui allí el viernes por la noche, a los niños y a mí nos ordenaron que bajásemos. Yo diría que para ellos no era la primera vez.
—Les ordenaron, dice. ¿Quiénes?
Ella se encogió de hombros.
—Vino gente. Los gitanos los llamaban boss-men.
—O sea, que había más de uno.
—Sí. Los oí discutir, pero no llegué a entender lo que decían. Parecía algo de dinero, el alquiler, tal vez. Supongo que no estaba permitido tener niños en el taller, ni gente como yo. Peter… me refiero a Peter Erhardsen… tuvo una experiencia parecida.
—¿Y no vio usted a esos boss-men?
—No.
A pesar de la grabadora, el agente hizo una anotación en sus papeles. Sacó de la carpeta una funda de plástico y se la mostró. Contenía un único folio impreso con lo que parecía una fotografía de pasaporte.
—¿Lo conoce?
No había demasiada personalidad en aquel rostro tenso y sobreexpuesto a la luz, pero sí, estaba segura de haberlo visto antes. ¿Sería uno de los hombres del taller? Intentó recordar sus caras a la fría luz parpadeante del fluorescente, pero se confundían unas con otras hasta convertirse en máscaras de ojos hostiles.
De repente cayó. La herida de la ceja. Solo lo había visto embadurnado de sangre a la luz amarillenta del interior del coche. Ignoraba cómo se llamaba, por qué había ido hasta allí y dónde se encontraba en esos momentos. Lo único que sabía era que con toda probabilidad tenía que seguirle doliendo el costado izquierdo.
—Estaba… estaba allí —dijo—. ¿Quién es?
—Esperábamos que usted lo supiera.
—No. Se había metido en una pelea y le curé una ceja partida, eso es todo. Era amable. Y hablaba inglés bastante bien.
De pronto lo comprendió. Había estado en su coche, había ido con ella hasta Fejøgade y se había bajado allí, en su casa. Y unas horas más tarde…
—¡Dios mío!
El agente no preguntó nada, se limitó a aguardar con una calma implacable.
—Mi hija —continuó Nina al fin—. Mi hija ha sufrido una agresión. Unos hombres entraron en casa. ¿Es uno de ellos?
Su cara de halcón no dejaba traslucir nada. ¿Es que no podía ser un poquito más humano, joder?
—¿Cuándo tuvo lugar la agresión? —preguntó.
—¡Lo saben mejor que yo! Mi marido presentó una denuncia y la Policía estuvo en casa interrogándola… ¿Fue él?
Estaba levantando el tono y su voz sonaba chillona, inestable; se daba cuenta ella misma, pero no podía hacer nada por evitarlo. Y el maldito hombre de hierro allí, mirándola, y tomando buena nota de todo ello.
—No siempre nos transmiten todos los datos inmediatamente —le explicó el agente—. Dígame, ¿cuándo tuvo lugar la agresión? ¿Y dónde?
—El sábado por la noche. En casa, en Fejøgade. ¡Si se lo acabo de decir!
—Gracias —se limitó a contestar; después prosiguió como si nada hubiera pasado—. Cuénteme por qué fue a Valby.
Nina intentó respirar con calma. Si no se tranquilizaba vomitaría de nuevo.
—Fui a ver a un amigo que no se encontraba bien —comenzó—. Él me contó que también había varios niños enfermos, así que después pasé a echarles un vistazo.
—¿Ese amigo era Peter Erhardsen?
—Sí.
—¿Habían ido otras veces a visitar enfermos?
La enfermera maldijo para sus adentros. Por lo visto el hombre de la máscara de hierro estaba decidido a hurgar en su vida y ella no sabía cómo salir del paso. Por suerte, los gitanos húngaros eran ciudadanos comunitarios y, por ello, algo menos ilegales que otros «clientes» de la red. Ayudarlos con unos medicamentos que cualquiera podía comprar sin receta no era una acción directamente punible. Lo de Peter ya era otra cuestión; ocultaba a inmigrantes ilegales en su casa con regularidad y si la Policía metía las narices en serio en el asunto podía dar lugar a una causa penal. Y todas esas malditas listas suyas, y presupuestos, y carpetas… ¿A cuántos pobres desgraciados encontrarían gracias a ese filón? Mierda. Ojalá aún no hubiesen puesto patas arriba la casa de Vanløse.
—Solo creemos que hay que tratar a la gente como es debido — contestó vagamente—. Lo siento, no me encuentro muy bien.
No le costaba fingir que se sentía mal. Llevaba media hora fuera de la cama y tenía sudores fríos de puro agotamiento. ¿Cuándo había tomado por última vez algo que no fuese dentro de una bolsa de suero? Recordó el pan con salchicha del sábado por la mañana en la puerta del barracón de exploradores. Por aquel entonces estaba casada, era una madre más o menos buena, a pesar de todo, y tenía un piso en el barrio de Østerbro. Ahora era lunes y Morten la había dejado. Sus náuseas dejaron de ser fingidas y pequeñas moscas negras empezaron a revolotearle de nuevo ante los ojos.
El agente del PET continuaba inmóvil frente a ella. Sobre la curva de su nariz, sus gafas reflejaban la luz que entraba por la ventana.
—No tengo ni tiempo ni paciencia para estos jueguecitos — dijo—. Si va a vomitar, vomite, pero déjese de tonterías. Alguien ha introducido material radiactivo en Dinamarca y en estos momentos tenemos poderosas razones para creer que quien lo ha hecho pretende perjudicar a otras personas. Por eso estamos dispuestos a ir mucho más lejos que la Policía si tropezamos con un testigo poco dispuesto a cooperar. Podría, por ejemplo, mantenerla en prisión preventiva hasta seis meses.
Nina lo observó sin terminar de dar crédito a lo que acababa de oír. Nada de guantes de seda, no señor; el tipo tenía un puño de hierro metido en un guante también de hierro.
—Lo que yo haya podido hacer o dejar de hacer con Peter Erhardsen no tiene absolutamente nada que ver con el taller de Valby —replicó—. Ya le he contado todo lo que necesita saber sobre este asunto.
Por primera vez, la irritación del agente resultaba palpable. Sus movimientos seguían siendo pausados y totalmente controlados, pero a medida que hablaba su mirada se iba tornando más sombría.
—En estos casos no son los testigos quienes deciden qué necesito saber, sino yo —dijo con frialdad—. Yo hago preguntas y usted responde lo mejor que sepa, así son las reglas en estos momentos. Si tiene algún problema con ellas, ya le he dicho que puedo meterla entre rejas una temporada.
Nina sintió un sabor acre en la boca. Ahí estaba, frente a un agente del PET, con un camisón tan corto y tan raquítico que a duras penas llegaba a ocultar sus bragas de rejilla de cintura alta marcadas con el sello de RED DE HOSPITALES METROPOLITANOS en gruesas letras de color verde oscuro. Llevaba dos días devolviendo, le habían precintado la casa y no tenía la menor idea de adónde iría si algún día se recuperaba lo bastante como para abandonar aquel aséptico cuarto gris con cortinas ochenteras. Y ahora un tipo que apestaba a loción de afeitar y a vulgaridad la estaba amenazando con mandarla a la cárcel. Como si fuese una delincuente.
—Peter Erhardsen trabaja como ingeniero en el Ayuntamiento de Copenhague —prosiguió él impertérrito, haciendo caso omiso de su expresión petrificada—, no parece el lugar más a propósito para entrar en contacto con un montón de gitanos húngaros. Sospechamos que el señor Erhardsen se dedica de manera sistemática a la inmigración ilegal. ¿Sabe algo al respecto?
¿Se estaba quedando con ella? Le bastó una sola ojeada al rostro sereno y decidido de aquel hombre para convencerse de lo contrario. De pronto, para su disgusto, sintió un nudo en la garganta que le impedía tragar. Estaba a punto de romper a llorar por segunda vez en el mismo día. La primera había sido nada más despertarse, al imaginarse a Morten, Anton e Ida en Greve. Había vomitado en el suelo. Las enfermeras lo recogieron todo y lo retiraron en unas escandalosas bolsitas de color amarillo reservadas para los residuos peligrosos, pero al menos después la habían dejado llorar a gusto en el enorme almohadón del hospital. Pero ponerse a hipar como una histérica con aquella roca del PET ahí, clavándole su maldita mirada expectante por encima del borde de las gafas… Decidió tragarse las lágrimas costase lo que costase y notó, no sin cierto alivio, que la rabia venía a reemplazarlas.
—¿Pero qué se ha creído? —masculló al tiempo que trataba de ponerse en pie lentamente. Le temblaban las rodillas y tuvo que apoyar una mano en la pared para recuperar el equilibrio, pero no le importó—. No he hecho nada que pueda molestarle, ni a usted ni a nadie. Mi único crimen consiste en haberles llevado pastillas contra la diarrea, sal, azúcar y agua a unos pobres niños gitanos que estaban en Valby.
No le quedó más remedio que hacer una pausa para respirar. El esfuerzo y la rabia latían en sus sienes.
—Espero que encuentren lo que están buscando, pero por lo que se refiere al resto de mis actividades… no es asunto suyo, y no tengo la más mínima intención de contarle nada de nada. Si quiere llevarme de los pelos hasta la cárcel, adelante. Total, no tengo donde vivir.
Trató de no pensar en su camisón, sus maxibragas y sus piernas lechosas y le indicó el camino hacia la salida con un dedo tembloroso. Aunque el agente intentara cumplir su amenaza, no le permitirían sacarla de la cama así como así, en plena convalecencia. Nina ya no tenía nada más que decirle y por fortuna él parecía haber llegado a la misma conclusión.
—Mi tarjeta —dijo tendiéndole un papelito pálido con discretas letras negras. Søren Kirkegård, ponía. Subcomisario—. Por si cambia de idea.
Permaneció unos segundos con el brazo extendido hasta que decidió dejar la tarjeta en la mesa junto a la taza vacía. Luego guardó sus cosas en el maletín con mucha calma, se despidió con un breve cabeceo y desapareció. La puerta se cerró tras él con un discreto chasquido. Nina se quedó inmóvil. Después se tambaleó hasta la cama y se sentó tratando de controlar la respiración.
—Todo se va a arreglar —se dijo—. Todo se va a arreglar.
No estaba muy segura de qué era aquello que se iba a arreglar. Los problemas con el PET, el asunto de la casa, lo de las náuseas o el tema con Morten. Todo, pensó. Y, a ser posible, pronto.