—¿MUERTO?
El tipo largo y huesudo del camisón amarillo lo observó con aire incrédulo. Tenía un aspecto bastante desaliñado. En opinión de Søren, aquel pelo rubio y finústico llevaba varias semanas pidiendo a gritos un buen corte. Se le había aplastado en revueltos mechones grasientos que dejaban entrever un cuero cabelludo sonrosado como el de un polluelo recién salido del cascarón. Peter Erhardsen había empezado a sudar la gota gorda nada más ver entrar al subcomisario en la habitación, pero cuando recibió la noticia del cadáver fue como si acabasen de asestarle un puñetazo en plena cara.
—¿Está seguro? —preguntó moviendo la cabeza rápidamente de un lado a otro—. Quiero decir… ¿de qué ha muerto?
—Aún no lo sabemos, pero el cuerpo tenía tal nivel de radiactividad que lo hemos localizado gracias a los contadores Geiger.
Peter Erhardsen dejó escapar una especie de hipido y se quedó embelesado en la contemplación de las palmas de sus manos, como si esperase encontrar en ellas algún tipo de explicación.
—La primera vez que estuvo usted en el taller fue el lunes 11 de mayo. ¿Estoy en lo cierto?
Erhardsen asintió, se aclaró la garganta y levantó las pálidas manos hasta ponerlas de canto sobre la mesa que los separaba. Se sentó en el sillón que había junto a la ventana en lugar de quedarse en la cama y trató de conferir cierto aire de normalidad a la situación ofreciéndole un café que, cuando el policía lo aceptó, no pudo proporcionarle. Ya estaba prácticamente curado y solamente lo habían ingresado para hacerle unas pruebas de seguimiento, pero no le permitían abandonar la habitación. En aquel instante parecía desesperado por tener entre las manos una taza de café.
—Recibí una llamada de un conocido que había visto a unos gitanos en Strøget —explicó—. Mi amigo es… bueno, quería ayudarlos. Les preguntó si necesitaban ropa, medicamentos y cosas así. No es ningún secreto que esta gente tiene dificultades en Dinamarca. Por eso piden limosna.
Observó a Søren como si esperase algún tipo de protesta por su parte. Tenía los ojos de un azul clarísimo y al subcomisario le pareció adivinar una obstinación casi agresiva tras aquel exterior desharrapado. También intuyó que Peter Erhardsen no sería un vecino de mesa muy agradable en una cena.
—Pero esos gitanos… al principio no querían nada con nadie. Aunque mi amigo solamente pretendía ayudar, parecían casi enfadados con él. Sin embargo, al cabo de unos días lo llamaron de repente, presas del pánico. Decían algo de un chico que se había puesto enfermo y querían que alguien fuera a verlo. Por eso fui, y también llamé a una enfermera que conozco de…
Se interrumpió con la mirada perdida de nuevo.
—¿Era este el chico?
Søren le tendió una copia ampliada del pasaporte que había encontrado en el zapato del muerto. Peter la estudió con el ceño fruncido.
—No lo sé. Nunca me dejaron acercarme mucho a él. Cuando mi amigo me llamó era por la mañana y yo estaba en el trabajo, no tuve posibilidad de acercarme por allí hasta por la tarde, pero para entonces ya se habían echado atrás. No me permitieron entrar a verlo. Lo tenían en una especie de trastienda. Me dejaron asomar la cabeza, pero estaba muy oscuro y salía una peste de mil demonios. A vómitos y a mierda, para no andarnos con rodeos. Entonces llamé a Nina, que es enfermera.
—¿Y no llegó a verlo?
—Bueno, vi que había un tipo tumbado en un colchón. Ya le he dicho que estaba muy oscuro porque habían cegado las ventanas, pero se adivinaba una silueta acurrucada; además, lo oí. Jadeaba y de vez en cuando gritaba un montón de cosas. Pero decían que era algo del estómago. No pensé que fuese nada grave, y como Nina también dijo que… —De pronto Peter Erhardsen pareció horrorizado—. A lo mejor en esos momentos ya estaba agonizando.
Ocultó el rostro entre las manos y permaneció en silencio al otro lado de la mesa. Después se irguió y volvió a mirar a Søren.
—Lo siento —se disculpó—. Es que ha sido una semana muy dura.
El policía asintió, pero no le dedicó ninguna palabra de consuelo. No tenía el más mínimo interés en aliviar sus remordimientos.
—Entonces no puede decir si era el tipo de la foto, ¿no?
—No. —Peter alzó la mano en un cansado gesto de disculpa, empujó la silla hacia atrás y se levantó—. Tengo una reunión en el Departamento Técnico Municipal a las once —anunció señalando la esfera de su reloj con un índice largo y huesudo—. Si ya hemos terminado, ¿podría irme…?
Permaneció en pie con una sonrisita nerviosa en los labios. Se pasó la mano por el pelo, fino y revuelto. Debía de medir casi dos metros, pensó Søren. Largo y desgarbado como un adolescente y, al parecer, con idéntica falta de conciencia de la situación. Estuvo en el taller cuando la fuente probablemente aún se encontraba en el foso, vio quiénes estaban allí, y ahora pretendía irse a una reunión.
—Siéntese —ordenó el policía, consciente de que no estaba logrando ocultar su irritación—. Necesitamos saber cómo se llama su amigo.
A Peter Erhardsen se le borró de la cara aquella sonrisa nerviosa y optimista y se dejó caer en la silla.
—Preferiría no…
—Su amigo, con quién habló en el taller, números de teléfono… todo. Y también queremos ir a su casa.
Algo semejante al pánico brillaba en la mirada de Peter.
—Este asunto es muy serio, para usted también —le advirtió Søren—. Sospechamos que pueden estar llevándose a cabo actividades terroristas en territorio danés, de modo que yo en su lugar me esforzaría por explicar con exactitud cómo llegó a la conclusión de que Nina Borg y usted podían ayudar a un grupo de gitanos en Valby.
La enfermera jefe le había proporcionado un despacho y una taza con una foto de un ceñudo gato persa gris. Agradecido, Søren fue dando cuenta del café casi mohoso del termo sin reparar en calidades —lo que le interesaba era su efecto— mientras hojeaba sus notas y las torpes descripciones que había logrado arrancarle a Peter Erhardsen. Seguro que el pobre hombre hizo lo que pudo, pero no por eso dejaba de ser una auténtica porquería: «Gitano de unos cincuenta años, probablemente sin un diente en la mandíbula superior, jersey de color burdeos sucio. Habla un poco de inglés. Gitana de entre veinte y treinta años, tiene uno o más hijos, aproximadamente 1,65 de estatura, muy delgada…».
Ocho personas y dos teléfonos móviles que dejó en manos de Mikael Nielsen de inmediato. Uno de ellos resultó ser un terminal apagado que funcionaba con tarjeta, el otro al parecer lo habían dado de baja hacía una semana. Ninguna de las dos cosas les era de gran ayuda en esos momentos y las descripciones podrían servirles, como mucho, para hacer un primer sondeo entre los gitanos del grupo que tenían en la comisaría de City, que ya rondaba los setenta individuos. Los de aduanas también habían atrapado a unos cuantos en el puente de Øresund, así que tenían trabajo más que de sobra. En el mejor de los casos les llevaría varias horas, tal vez días, identificar al grupo del taller. Además, aun en el caso de que lograran dar con la mayoría de ellos, no tenían ninguna seguridad de que eso los hiciera avanzar en el caso.
El primer informe de Gitte era igual de desalentador. Todos los gitanos que habían detenido en el taller se negaban a decir una palabra, independientemente del idioma en que se dirigieran a ellos. La Policía se vio obligada a recurrir a la fuerza con cierta discreción para poder enviar a los niños al hospital de Bispebjerg. Según Gitte, que los había acompañado, a los adultos les aterrorizaba perderlos de vista.
—Se callan como si les fuera la vida en ello —había dicho la joven. Søren se recostó un poco más en la silla preguntándose si los gitanos estarían asustados porque tenían algo que ver con la fuente radiactiva o porque los espantaba el menor contacto con las autoridades. Lo uno era tan probable como lo otro. En algunos lugares del este de Europa, las gitanas que acudían al hospital a dar a luz se arriesgaban a salir con las trompas de Falopio seccionadas. Y ¿no decían que Suecia había separado a los niños gitanos de sus familias sistemáticamente hasta bien entrados los años setenta? Lo había leído tiempo atrás, cuando la Policía intentaba analizar los problemas de integración en Elsinor. Y luego estaba Peter Erhardsen, que se negaba en redondo a dar el nombre de ese amigo que lo había puesto en contacto con los gitanos de Valby. Søren estaba cada vez más convencido de que «el amigo» era el propio Peter. No tenía una idea muy clara de por qué intentaba hacer una maniobra tan torpe para no figurar como primer contacto con el taller de Valby, pero era un punto a investigar y ya había pedido un mandato judicial para poder registrar la casa de aquel tipo.
No parecía el clásico terrorista, de acuerdo, pero con los tiempos que corrían ya nadie podía estar seguro de nada. Al buscarlo en el POLSAG descubrieron que Erhardsen había sido detenido hacía algunos años en relación con una manifestación en el campamento de Sandholm. Varios centenares de activistas invadieron las instalaciones después de romper la valla, probablemente con la única intención de garantizar a los refugiados mejores condiciones de vida, lo que en principio convertía a Erhardsen en un hombre que defendía una causa humanitaria. Sin embargo, no dejaba de ser un activista; además al subcomisario no acababa de convencerlo aquel brillo religioso que le parecía haber distinguido en la mirada de Peter Erhardsen.
La alarma de su móvil empezó a sonar. Un afeitado de emergencia con útiles prestados y quince minutos de café y reflexión eran cuanto podía permitirse, y ya habían pasado. Era el momento de conocer a la compañera de fatigas de Peter Erhardsen, la enfermera Nina Borg.