«LA PIEL BLANCA como la nieve, los labios rojos como la sangre…»
Por alguna razón, las palabras del cuento fueron lo primero que le vino a la cabeza a Søren cuando retiró la manta del rostro del muchacho. Hasta con la mascarilla puesta le llegaba el hedor dulzón de la putrefacción.
«Y los cabellos negros como el ébano.»
Blancanieves en el infierno, pensó al ver aquellos rizos largos y sucios adheridos a la frente del cadáver. El fino rostro resplandecía pálido a la luz de los focos que habían instalado los de Emergencias y por el mentón le corrían varios hilillos de sangre seca que salían de la nariz y de la boca. En una de las sienes, donde le nacía el pelo, tenía una brecha abierta que combinaba varios tonos de verde y blanco; otra herida más reciente en el pómulo parecía ser la fuente de las anchas líneas parduzcas que le surcaban las mejillas a modo de desdibujadas pinturas de guerra indias. Søren no pudo dejar de preguntarse si se habrían desdibujado antes o después. Al asomarse al lóbrego tanque de combustible subterráneo del que acababan de sacar al chico, no pudo reprimir un escalofrío.
—¿Algo que decir acerca de la causa de la muerte?
Uno de los peritos de la Científica que habían colocado al muchacho en la camilla se encogió de hombros. Tenía la nariz y la boca protegidas por una máscara negra parecida a las antigás, y los reflejos del cristal de la visera impedían que el subcomisario le viera los ojos con claridad, pero los brazos le colgaban inertes a los lados del cuerpo y parecía cansado. Llevaban casi veinticuatro horas trabajando en el taller, pero hasta las tres de la madrugada no habían abierto la escotilla que daba acceso al antiguo tanque.
—Es demasiado pronto para saberlo, pero así, a simple vista, no parece que le hayan disparado, ahorcado ni golpeado, así que yo diría que lo que ha acabado con su vida han sido las radiaciones o la falta de oxígeno. Personalmente me inclino más por lo primero.
Søren arqueó las cejas por detrás de la máscara. El perito se inclinó sobre el cadáver y le levantó con cuidado la camisa para que el subcomisario pudiera verle parte del tórax. Involuntariamente se echó hacia atrás. El chico tenía el pecho salpicado de hematomas de color marrón oscuro. Como inmensas magulladuras, pensó sintiendo la acometida de las náuseas. En varios puntos los hematomas se habían convertido en heridas abiertas que se pegaban a la tela de cuadros de la camisa.
—Yo no soy médico —dijo el perito—, pero eso no tiene buen aspecto. El forense está en camino.
Al volver a observar las borrosas líneas ensangrentadas de las mejillas del chico, Søren notó que el panecillo medio congelado que había logrado engullir en el coche durante el trayecto hasta Valby empezaba a darle vueltas en el estómago. Allí, echado en la camilla bajo la luz de los focos, parecía que el muchacho había llorado sangre y se la había restregado por la cara, como habría hecho con sus lágrimas un mocoso de cinco años. Llevaba ya casi veinticinco años de servicio, pero a veces se le quedaban grabadas algunas imágenes que preferiría no haber visto. Se sorprendió a sí mismo esperando de todo corazón que al menos el chiquillo estuviera muerto cuando lo enterraron. Cualquier otra posibilidad le parecía más de lo que era capaz de soportar.
Según los datos de que disponía, la Policía y Gestión de Emergencias habían abierto el caso la mañana del día anterior. Sin embargo, el punto de partida de las investigaciones fue que el grupo de gitanos húngaros que se alojaban en el taller había sufrido una intoxicación y la causa parecía ser algún tipo de chatarra radiactiva procedente de Europa del Este. Esa teoría empezó a cobrar fuerza cuando, al bajar al interior del foso del taller, los contadores Geiger enloquecieron. La fuente en sí no había aparecido, pero todavía quedaban pequeñas cantidades de arena radiactiva que revelaron el lugar donde supuestamente la habían almacenado. Cuando encontraron el cadáver en el tanque se dispararon todas las alarmas, sobre todo a causa del pasaporte que llevaba escondido en un zapato. La Policía había hecho una comprobación de rutina en sus ordenadores y después se había puesto en contacto con el PET.
Søren se pasó una mano por el pelo como si pretendiera ahuyentar el cansancio de la mañana, que aún le pesaba un poco, aunque también percibía los pequeños impulsos de energía y máxima alerta que su instinto de cazador le enviaba hacia los músculos y el cerebro. Porque el nombre que figuraba en aquel pasaporte húngaro era «Sándor Horvath», lo que relacionaba, de un modo particularmente aciago, el hallazgo que habían hecho en Valby con la investigación de Khalid Hosseini y el armamento.
Echó a andar hacia la barrera policial que habían dispuesto un par de cientos de metros más allá. El rígido mono de protección amarillo crujía y le dificultaba el paso, pero no pudo retirar la cinta aislante plateada que lo sellaba a la altura de las muñecas y los tobillos hasta que no estuvo al otro lado de los destellos de los coches patrulla. Tras entregarle los guantes, el mono y la máscara a un joven vestido de marciano que supuso que trabajaría para Emergencias o para el Instituto de Higiene Radiológica, se dejó conducir a una caseta móvil que habían montado aprisa y corriendo, y pudo darse una ducha.
Ya vestido de nuevo con su ropa, esta vez con el pelo húmedo a pesar del frío, lo arrastraron hasta un minibús verde que había aparcado calle abajo. Junto al vehículo, y rodeado por un grupo de policías que mantenían una acalorada discusión, había un hombrecillo anguloso con un teléfono móvil en una mano y un montón de papeles grapados en la otra.
—Ya, pero es que no puede —gruñó el hombre al teléfono—. Tendrá que hacerlo más tarde. ¡Lo necesito ahora! —Ante la llegada de Søren, levantó la vista—. Esto es imposible. ¡La mitad de la gente que hace falta está haciendo cursos SENet! ¿Eres de Higiene Radiológica?
—Me temo que no. Søren Kirkegård, del PET.
Cuando le tendió la mano, el hombrecillo se quedó mirándola con escepticismo, como si creyera que se trataba de un objeto potencialmente contaminado. Finalmente la estrechó y le hizo un breve saludo con la cabeza.
—Birger Johansen. Sí, tengo entendido que ahora vosotros también estáis en el ajo. ¿Qué necesitas saber?
—Ante todo, a qué sustancia nos enfrentamos y para qué sirve.
—Cloruro de cesio, creía que lo sabíais.
—Sí —contestó el subcomisario pacientemente—, pero ¿eso qué quiere decir? ¿Se puede usar, por ejemplo, para fabricar bombas?
Johansen, indignado ante su infinita ignorancia, dejó escapar un bufido.
—Una bomba atómica, no. Completamente excluido.
Søren asintió. Hasta ahí sus suposiciones eran correctas.
—¿Y como ingrediente de una bomba sucia? —inquirió—. ¿Serviría?
Por primera vez, Birger Johansen pareció apearse de su podio de sapiencia sin fin.
—En realidad, para eso se puede usar cualquier tipo de material radiactivo —contestó—. La fuerza explosiva procede de materiales convencionales, la radiactividad no es más que… una manera de hacer que los efectos sean más desagradables a largo plazo.
—Y el cloruro de cesio ¿sería muy eficaz?
—Lamentablemente, se trata de una de las sustancias más adecuadas, por decirlo de alguna forma. Al ser un polvo y no un metal, interacciona enseguida con su entorno y reacciona, por ejemplo, ante cualquier forma de humedad.
Søren sintió una opresión en el pecho y recordó las lágrimas ensangrentadas de Blancanieves. Vamos, que mejor saltar por los aires.
—¿Y no habéis podido localizar la fuente principal?
—No. Suponemos que la han tenido en el foso al menos varios días, porque hemos encontrado pequeñas cantidades de arena altamente radiactiva y, además, el nivel de radiación general de la zona es elevadísimo.
—¿Qué hace falta para moverla?
—¿A qué te refieres?
—¿Qué equipo? ¿Un vehículo de qué tamaño? ¿Qué es lo que estamos buscando, a un idiota en solitario con una carretilla o a un grupo organizado con camiones y elevadores de horquilla?
Johansen levantó unas cejas finas y descoloridas. El reflejo de las ventanillas del minibús hacía que los escasos pelos de su coronilla pareciesen fosforescentes.
—Esa es una pregunta sin respuesta.
—¿Por qué?
—Porque depende del tipo de blindaje que hayan utilizado, y podría ser cualquier cosa, desde setenta u ochenta kilos de plomo hasta unos sacos de arena. La fuente en sí no es muy grande.
Søren trató de reprimir su irritación. El tipo no era poco colaborador a propósito, pero sus maneras condescendientes hacían que lo pareciera.
—Esa arena radiactiva que habéis encontrado ¿podría proceder del blindaje?
—Es una posibilidad. El plomo o el hormigón serían más indicados, pero si estuviésemos tratando con profesionales la contaminación no sería tan elevada —explicó Johansen—. Es evidente que no tenían la menor idea de cómo conservar correctamente este tipo de materiales.
Por lo que Søren había visto hasta el momento, ni Horvath ni Khalid parecían demasiado profesionales, aunque, por desgracia, no era un requisito indispensable para hacer estallar una bomba sucia, pensó. Además, tenía la impresión de que para completar el cuadro habría que incluir a alguien más que esos dos. Si el muerto que acababan de sacar del tanque de combustible era Horvath, en esos momentos la fuente de cesio tenía que estar en manos de otra persona. Y según el equipo de vigilancia que seguía a Khalid, él no había estado en Valby.
—¿A cuánta gente habéis detenido en la nave? —quiso saber.
Birger Johansen lo miró con aire cansado antes de volverse hacia los dos policías más cercanos. No iban de uniforme, de modo que Søren adivinó que serían agentes de la zona.
—A cerca de veinte adultos y un par de niños —contestó uno de ellos—, pero aún no hemos podido interrogarlos. No hablan ni alemán ni inglés, así que estamos buscando intérpretes cualificados.
—¿Y cuántos eran?
Johansen se colocó bien las gafas de cerca y hojeó los papeles que sostenía en la mano.
—A juzgar por la cantidad de colchones y sacos, nos faltan por lo menos otros treinta inquilinos, si es que se les puede llamar así. No sé cómo lo han hecho esos gitanos, pero cuando hemos llegado ya no estaban y no han vuelto a asomar la nariz por aquí. Alguien debe de haberles avisado. A esa gente no le hace demasiada gracia la Policía…
Mientras giraba un bolígrafo entre los dedos, señaló hacia los policías de paisano.
—Todos los coches patrulla de la ciudad están buscando gitanos y de momento han pescado a unos sesenta entre la estación central, el barrio de Vesterbro y la calle peatonal, Strøget, pero solo eso ya supone el doble de lo que necesitamos y no tenemos ni idea de si son los que buscábamos. Por lo visto, ni siquiera son todos húngaros. Unos cuantos están ahora mismo en la comisaría de City, pero se niegan a decir ni mu en un idioma más o menos comprensible. Eso parece un gallinero.
Søren asintió.
—Entonces tendré que empezar por los testigos daneses — dijo—. Tengo entendido que el soplo acerca del material radiactivo os lo pasó una mujer.
—Bueno, soplo, lo que se dice soplo… —objetó Johansen arisco—. La ingresaron con un envenenamiento por radiación la madrugada del domingo y tuvo la amabilidad de indicarnos dónde había estado. Enfermera. Había ido a examinar a varios de los niños, por lo visto de un modo no del todo legal. Las radiaciones la han dejado en un estado lamentable, de modo que no fue fácil hablar con ella. Yo en tu lugar empezaría por su «colega».
Johansen dibujó en el aire unas comillas imaginarias con una sonrisa condescendiente que, por alguna razón, a Søren le reventó. La ignoró.
—¿Que se llama…?
—Peter algo. Lo tienes todo ahí —contestó señalando hacia el papel; después volvió a sacar el móvil y marcó un número—. Si te quedan más preguntas puedes llamar más tarde.
El subcomisario dobló la hoja por la mitad y echó a andar hacia su coche.
—Dudo mucho que consigas sacarles algo útil a esos dos —le advirtió Birger Johansen. Estaba detrás de él con las piernas ligeramente separadas y agitando el teléfono a la altura de la cara—. Son de esos sentimentales de izquierdas que creen que van a salvar el mundo.
Søren se volvió a medias y le sonrió con toda la educación que pudo. Al distinguir las luces de los coches patrulla y los camiones de bomberos, le pasó fugazmente por delante la imagen de Blancanieves en el tanque de combustible. Las heridas húmedas que parecían cráteres, el líquido amarillento que empapaba la camisa del muchacho y las lágrimas. Las lágrimas de sangre. Con él, Birger Johansen había desperdiciado su sarcasmo. Si alguien se presentaba voluntario para salvar al mundo, por él chapó. No vendría mal.
Llamó a Gitte y la despertó.
—¿Sí? —contestó ella con esa voz de pecera que se le pone a la gente cuando la arrancaban bruscamente de las profundidades del sueño.
—Detén a Khalid Hosseini y que lo interrogue el chico más duro que tengas por ahí. HC, por ejemplo. Y dile a Christian que necesito todo lo que pueda sacar de ese ordenador para ya.
—HC está en las maniobras de entrenamiento para la cumbre —objetó Gitte.
—Pues que vuelva, joder. Ahora mismo no hay nada más importante que esto. No, espera. Primero tendrás que hablar con Torben. Dile que ya lo llamo yo luego y le explico. Pero ahora, id a por Khalid. Y hace falta un informe fresco con todo lo que tenemos de él: contactos telefónicos, vigilancia… obras completas. Y quiero enterarme de todo lo que podáis averiguar acerca de esta dirección de Valby: Gasbetonvej, 35. Quién es el propietario, quiénes lo utilizan y para qué.
—Yes, boss. ¿Algo más?
No era sarcasmo, era Gitte en estado puro.
—Sí. Los de Emergencias han sacado a unos gitanos húngaros del taller de Valby. Averigua qué ha sido de ellos e intenta ver si te cuentan algo las mujeres, que para eso hablas idiomas.
—Pero húngaro no.
—Eso es lo de menos, lo importante es que sabes ganarte la confianza de la gente. Reúne todas las piezas que puedas. Y pregúntales si han visto el cesio ese del demonio. A lo mejor Birger Johansen, de Gestión de Emergencias, te puede contar qué aspecto tiene. Presiónalo hasta que te dé alguna respuesta concreta.
Le dictó el número de Johansen.
—De acuerdo. ¿Más?
—Tenemos que ponernos en contacto con Hungría y conseguir que el NBH nos facilite más información sobre Sándor Horvath. Pero eso creo que puedo dejárselo a Torben. No, para ti nada más. Y perdona que te haya despertado.
—Non fa niente —contestó ella en perfecto italiano—. Pero boss, ¿qué es lo que está pasando? Así, por encima.
—Que se va a armar la de Dios —dijo Søren sin más—. Nos vemos en la reunión de las doce. Antes tengo que martirizar a un par de testigos.