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SÁNDOR NO ENTENDÍA una palabra de lo que decía aquel presentador de televisión de aspecto preocupado, pero por lo visto sus dos carceleros sí.

Fuck —bufó Frederik justo antes de estampar su lata de cerveza contra el cristal de la mesita del sofá—. Shit, shit, shit.

Con un rápido movimiento, volvió a hacerse con la lata para arrojarla con furia hacia la ventana. Tras un blando y decepcionante choque contra el plástico, la cerveza rodó hasta el suelo. El olor a alcohol fermentado llenó la sala de estar.

Tommi no dijo nada, se limitó a propinarle una patada a la mesita del televisor que hizo que la pantalla plana basculara y fuese a parar al suelo con un crujido que no presagiaba nada bueno. A pesar de la caída, el aparato, infatigable, continuó mostrando imágenes del taller de Valby rodeado de cintas de plástico amarillas y negras y de gente vestida con trajes espaciales.

Sándor permanecía inmóvil en su sillón de cuero negro sin decir una palabra, sin llamar la atención, sin provocar.

Ya no estaban en la ciudad, sino en el extrarradio, no tenía la menor idea de dónde. No demasiado lejos se oían aviones que aterrizaban y despegaban a intervalos regulares, pero al llegar a la casa ya de mañana, tras una noche larga y frustrante, vio caballos pastando y bandadas de gansos silvestres. Por fuera no había mucho más que una casa roja de ladrillo, un establo y una cochera medio en ruinas. Ignoraba qué habían ido a hacer allí y nadie se lo explicó. Tamás no estaba.

—Lo verás cuando tengamos la cazadora —le aseguró Frederik.

Una vez en el interior, la casa resultaba de lo más estrafalaria. El papel pintado de lo que en su día fue la sala de estar era de un intenso tono berenjena, y las paredes estaban atestadas de una especie de pósteres de pin-ups metidos en marcos desmontables; sin embargo, aquello era algo más que un entretenimiento para mecánicos, se trataba de un catálogo de ventas. Las chicas, que le brindaban los pechos al espectador con ambas manos o se frotaban sugestivamente la entrepierna, iban acompañadas de textos en alemán, en inglés y en un tercer idioma que supuso que sería danés. «Katarina, rusa, 23, le encanta oral, anal y dominación light. Anna, de Riga, solo 15 años, ¿quieres ser el primero?» Pero al parecer, ni Anna, ni Katarina ni las demás estaban trabajando en esos momentos, y muchos de los marcos ya habían sido retirados para adecentar un poco la habitación, sin demasiado entusiasmo, lo que por lo visto incluía ingentes cantidades de pintura blanca, paneles de madera y varias balas de plástico con rollos de aislante Rockwool.

En medio de todo aquello, el clásico tresillo —con su correspondiente mesita baja de cristal y el carrito para la tele— emergía como un pequeño reducto de burguesía en pleno burdel. Frederik pasó varias horas durmiendo en el sofá de tres plazas y Tommi en el más corto, mientras Sándor terminó acurrucándose extenuado en el sillón.

En el transcurso de las veinticuatro horas que habían pasado desde su irrupción en la casa de Fejøgade, la frustración de Tommi y Frederik fue en aumento. A pesar de la información que les habían sacado a la quinceañera y al novio a fuerza de miedo, amenazas y zarandeos, no fueron capaces de encontrar ni el coche ni a la enfermera. Sándor se descomponía cada vez que pensaba en aquellos dos muchachos aterrorizados, en el chico sacando pecho en un intento desesperado de defender a su novia, en el ruido que sonó cuando Tommi le machacó la cabeza contra el marco de la puerta sin inmutarse. En la chica soltando la colcha y dándole patadas con los pies descalzos, en sus gritos, sus alaridos y sus golpes a pesar de no llevar puesto nada más que unas bragas. En Tommi sujetándola, simplemente sujetándola por detrás mientras Frederik le relevaba con el móvil y le sacaba fotos con y sin las bragas.

—Gatita —le susurró Tommi al oído lo bastante fuerte para que todos lo oyeran—. Avísame si te cansas de ese niñato y buscas un hombre de verdad.

Entonces fue cuando Sándor la vio asustada de veras. Hasta entonces no había sido más que un susto, cierto temor, indignación y rabia, pero en ese momento empezó a sentir miedo. Se acurrucó entre las garras de Tommi, que la estaba sujetando, e intentó proteger su cuerpo del ultraje de la cámara.

Al joven le habría gustado decirle: «No te rindas. No pierdas la obstinación y la ira». Pero para ella él solo era otro de sus agresores, el único al que podía poner cara. Por Dios, ¿qué edad tenía? ¿Quince años? ¿Dieciséis? Tal vez menos aun. Desde luego todavía iba al colegio, Tommi le había quitado la mochila.

Y tú no hiciste nada, se torturaba. Te quedaste ahí mirando sin hacer nada. Esa pasividad constituía un delito y no veía posibilidad de expiarlo.

Frederik recogió del suelo la pantalla plana y la puso en su sitio. La imagen vaciló un poco y luego desapareció junto con el sonido en una cascada de píxeles multicolor.

—¿Pueden llegar a relacionarnos con lo de Valby? —preguntó Tommi. Seguía hablando en inglés con ese extraño acento vibrante que a Sándor le sonaba tan mal.

—Así, a bote pronto, no —respondió Frederik—. Depende del tiempo que aguante Malee con la boca cerrada.

—No dirá nada —aseguró el otro.

—Las tías siempre acaban hablando tarde o temprano.

—Malee no. Era de las fuertes. Bajó tres veces al tanque antes de abandonar.

—¿Y por eso crees que te quiere?

—No, pero se acuerda de mí. Y después de aquella historia seguro que no se viene abajo solo porque la Policía le haga un par de amables preguntas.

Frederik empezó a refunfuñar.

—¿Y qué cojones hacemos? —preguntó—. No podemos tener ese chisme en el garaje eternamente. Joder, ¿y el coche? ¿Tú crees que ahora también será radiactivo?

Tommi se encogió de hombros con aire indeciso.

De repente el otro se levantó de un respingo y salió de la casa.

—¿Adónde vas? —gritó Tommi.

—A buscar a Tyson. Es mejor que no esté ahí fuera.

Tommi giró la lata de cerveza entre las palmas de sus manos.

—Está mimando a ese chucho —comentó—. Tiene mujer y dos hijos y medio en Søllerød, pero a veces yo diría que quiere más al perro.

No me cuentes esas cosas, suplicó Sándor en silencio. No quiero saber si está casado ni dónde vive. No quiero saber absolutamente nada de vosotros. Yo lo único que quiero es volver a mi casa con mi hermano.

Pero Tamás… ¿cómo saber si seguía con vida? Había pedido que le dejaran verlo, hablar con él, aunque fuera por teléfono, pero aparte de aquel vídeo repugnante no le dieron ninguna otra prueba que demostrase que estaba vivo.

—Eres húngaro, ¿verdad? —se interesó Tommi de pronto inclinándose hacia delante.

Sándor se quedó paralizado y permaneció aún más inmóvil que antes, si es que eso era posible.

—Sí —contestó esquivando la mirada de aquel tipo. Sin resistirse, sin provocar.

—¿Cómo se dice «casa» en húngaro? —preguntó el hombre; después hizo un gesto con la mano para dar a entender que se refería a aquella casa destartalada en la que se encontraban.

Haz.

El otro parecía decepcionado.

—Ah —fue todo lo que dijo.

Frederik volvió. El labrador ladraba como un loco y bailoteaba a su alrededor.

—Vamos, abajo. No saltes —le ordenó sin mucho éxito—. Tyson, échate.

Señaló con aire autoritario hacia la alfombra de lana que había bajo la mesita del sofá. Tyson, sin embargo, subió de un salto al sofá y se instaló al lado de Tommi, que lo miró con cara de pocos amigos.

—Vale —dijo—, tenemos en la caseta ese trasto del demonio que, por lo visto, tiene más filtraciones que la hostia. ¿Ahora qué hacemos?

—Llamar a las autoridades y borrarnos del mapa —contestó Frederik—. No en ese orden, evidentemente.

—De puta madre —dijo Tommi—. Así, además de Valby, también tendrán esta casa. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán en averiguar que los dueños de los dos sitios somos tú y yo? ¿Y qué me dices del dinero?

—Vale, pues entonces lo dejamos tirado en cualquier parte.

Tommi se llevó las manos a la entrepierna.

—Paso de que se me frían las pelotas, yo no toco esa mierda ni de coña. Otra vez no. —De pronto palideció—. ¿Tú crees que ya nos habrá afectado? Joder, menudo cabrón. Si no estuviera ya muerto lo estrangularía.

Frederik cortó el aire con la mano como si tratara de interrumpir aquel río de palabras. Demasiado tarde. Sándor lo había oído y lo había comprendido. Si no estuviera ya muerto.

Algo empezó a retumbar en lo más hondo de su ser, algo ardiente, viscoso y desconocido. Se quedó paralizado sintiéndolo ascender por su cuerpo como si fuera lava. Observó a los dos hombres que habían dejado morir a su hermano. Se quedaron cruzados de brazos mientras él se debilitaba y se iba consumiendo. Mientras perdía las fuerzas, la visión y, por último, el aliento y la capacidad de hacer latir el corazón.

Estaba dividido en dos. Una parte de él seguía sentada en aquel sillón, viéndolo todo con aire pasivo y neutral. Jamás había tenido una experiencia extracorporal, pero eso era exactamente lo que le estaba ocurriendo. Su rabia y su cuerpo se habían fundido en uno solo y, al abalanzarse por encima de la mesita y clavarle el codo en la cara a aquel psicópata aspirante a cowboy, volvió a sentir en la boca el gusto de aquella mezcla de sangre, saliva y crema hidratante de la gadji que un día intentó arrebatarle a sus hermanos.

Oía gritos a lo lejos. Al principio no sintió los golpes. Mordió algo cartilaginoso, tal vez el lóbulo de una oreja, aplastó la muñeca contra una garganta, clavó el codo en la blandura de un vientre. Algo le alcanzó en la nuca y los sonidos se hicieron aún más lejanos, pero eso no le impidió continuar dando puñetazos y patadas. Ni siquiera cuando lo levantaron y lo estrellaron con fuerza contra el suelo, ni cuando le costaba respirar porque alguien se había sentado sobre su maltrecho cuerpo.

Lo primero que le llegó a través de la bruma fue un dolor agudo y lacerante en una mano. Su instinto le impulsó a tratar de moverla, pero lo único que consiguió fue empeorar el dolor. Estaba inmovilizado. De pronto volvía a ocupar la vaina de sufrimiento en que se había convertido su cuerpo, penosamente consciente de todas y cada una de las sordas protestas de sus costillas, sus riñones y su cabeza, pero sobre todo del dolor chirriante e insoportable que le atenazaba la mano izquierda.

—Gilipollas —lo insultó Tommi enfurecido—. Mira lo que has hecho.

El rostro de aquel cowboy de pacotilla estaba embadurnado de sangre, pero esa no era la mayor preocupación de Sándor en aquellos momentos. Se retorció hasta quedar de medio lado y contempló boquiabierto su mano izquierda. Se la habían fijado al suelo disparándole dos veces con una pistola de clavos.

Era evidente que había sido obra de Frederik, que aún la sostenía.

—Dame eso —dijo Tommi al tiempo que se la arrancaba de las manos. Apoyó la rodilla en el pecho de Sándor para obligarlo a volver a tumbarse boca arriba y presionó el frío extremo de la herramienta contra la frente del joven justo a la altura de la nariz. Sándor bizqueó al intentar enfocar aquella pistola verde marca Bosch.

—No… —exclamó en húngaro, nem! Qué más daba si aquel psicópata lo entendía o no. Era implacable, lo sentía en el peso taladrante de la punta del clavo, en la presión de la rodilla contra su pecho.

—Déjalo —ordenó Frederik.

—¿Por qué? ¡Me ha roto la nariz!

—Sí, pero acabas de decir que pasabas de que se te friesen las pelotas.

—¿De qué estás hablando?

—Alguien tendrá que mover ese chisme, ¿no? ¿Te ofreces voluntario?

La pistola desapareció del bizqueante campo visual de Sándor y el peso del pecho se aligeró.

—Joder —dijo Tommi—. Me cago en todo.

—Trae una sierra, unos alicates o algo así y suéltalo. Yo voy al coche a buscar el botiquín, no se nos vaya a desangrar.

Sándor estaba en el suelo como un pecador a medio crucificar. En su interior, el alivio combatía con las náuseas. Aunque tal vez no hubiera motivo alguno para sentir alivio. Si ese hombre hubiese accionado la pistola, a esas horas todo habría terminado. Sin más dolor, sin más culpa. Estaría muerto.

Como Tamás.