ANINA LA DESPERTÓ un tintineo de bandejas en el pasillo y el rítmico taconeo de los zapatos de las enfermeras. ¿Qué hora sería? Se había quedado dormida, pero ¿cuánto rato? Habían metido toda su ropa y el resto de sus pertenencias, entre ellas su reloj, en bolsones de plástico amarillos y tardó varios segundos en enfocar lo bastante para ver el reloj que había sobre la puerta. Las 21.10. Tenía la cabeza algo mejor. Despejadísima, en realidad. Ya no le dolía nada y podía estirarse completamente sin miedo a vomitar. También le habían retirado por fin la sonda de la nariz. Las náuseas seguían ahí, al acecho, pero en un segundo plano. Decidió ignorarlas.
Bajó las piernas de la cama e intentó apoyar los pies. Cuando dejó que el peso recayera lentamente sobre sus débiles piernas y dio sus primeros pasos, sintió que el corazón se le lanzaba a una loca carrera desenfrenada. Podía, se dijo con alivio, volvía a estar operativa. Le echó una ojeada furiosa al suero al que aún seguía amarrada. A continuación cerró el gotero y se quitó la cánula que llevaba pegada a la mano izquierda. No disponía de esparadrapo, de modo que tendría que conformarse con apretarse una servilleta de papel del cajón de la mesilla contra el dorso de la mano hasta que se detuviese la hemorragia, pero ya era libre.
Cruzó la habitación con paso incierto e hizo pis con la puerta del baño abierta. Sintió que una gota de sudor le resbalaba por la sien y le corría por la mejilla y por el cuello. El corazón le iba a mil por hora y tuvo que permanecer sentada unos minutos luchando contra las náuseas que se le arremolinaban peligrosamente en la zona del estómago. Pero hasta ahí todo bien. Acababa de reconquistar el cuarto de baño, pensó con ironía mientras hacía una pequeña fanfarria para sus adentros. Ya solo faltaba el resto del mundo.
Se puso en pie, se lavó la cara y las manos en el frío chorro del lavabo y emprendió el camino de regreso lenta y fatigosamente. Era como caminar sobre algodón.
Entonces trastabilló.
Cuando se disponía a dar el último paso hacia la cama, su pie cedió; así, sin más. Aterrizó contra el suelo gris con la cadera y lanzó un involuntario gemido de dolor. Después se incorporó muy despacio hasta quedar sentada y le lanzó una torva mirada de reojo a su pie derecho maldiciendo su torpeza. Había visto hacer exactamente lo mismo a montones de pacientes. Se levantaban por su cuenta y riesgo cuando aún les fallaban las fuerzas, se caían y al final salían del hospital peor parados que cuando entraron. Por suerte, la cadera seguía funcionando. El dolor se había transformado en un discreto latido y el único resultado de la caída sería, como mucho, un moratón; pero maldita la gracia. Se agarró a la cama y tiró para levantarse con el corazón batiéndole con furia por debajo del camisón. Un ruido junto a la puerta la hizo detenerse, una especie de suspiro prolongado. Al volver la cabeza se encontró con Morten.
Estaba en el umbral con los brazos colgando muertos, como si ya no le funcionaran. Nina no había oído la puerta. ¿Cuánto tiempo llevaría allí? ¿Habría visto la caída? Algo en su semblante la dejó completamente sin fuerzas y tuvo que sentarse en la cama y ayudarse con los brazos para no perder el camisón.
—Deja que te ayude.
Morten se acercó, le levantó las piernas con suavidad y la arropó con el edredón.
—He intentado hablar contigo —dijo ella en un tono levemente acusador—. Muchas veces.
Seguía sus movimientos con la mirada. Él la evitó sin dejar de pasar las manos por la ropa de la cama, como si tratara de alisar arrugas invisibles. Intentaba sonreír, era evidente, pero no era capaz. De pronto sintió miedo. ¿Qué había ocurrido? ¿Es que había algo que Magnus no le había contado?
—¿Es Ida?
Morten levantó la vista solo un instante.
—Ha sufrido un shock, pero… —se interrumpió—. ¿Tú cómo te encuentras?
Nina se sintió aliviada y al mismo tiempo algo confusa. ¿Por qué se lo preguntaba de esa manera? Con tanta ceremonia, como si fuese un compañero de trabajo. Le tendió las manos e intentó tirar de él con suavidad para acercarlo, pero Morten se resistió. Al principio no fue más que una discreta oposición, cierta tensión en los músculos del cuello, pero al ver que ella no cedía se liberó con un gesto brusco y retrocedió. Nina pudo contemplarlo por primera vez. Tenía un aire exhausto y acongojado, como si hubiese estado llorando; aunque Morten no lloraba casi nunca. Se enfadaba y gritaba, pero no lloraba.
—Disculpen.
Una risueña auxiliar de enfermería vestida de blanco entró en la habitación. Corrió las cortinas, se quedó junto a la ventana dando unos golpecitos inquietos con el pie y al fin pareció decidirse por llenar de agua el vaso de la enferma. Lo llevó al cuarto de baño y se oyó el grifo. Morten guardaba silencio, pero lanzaba impacientes miraditas de soslayo hacia la puerta abierta del baño.
—No es muy habitual llenar los vasos de los pacientes en el grifo del lavabo.
Nina hablaba más consigo misma que con Morten, que no contestó. La auxiliar estuvo un rato trasteando en el cuarto de baño mientras ellos aguardaban a que acabase y se fuera. Al final él se dio por vencido y retomó la conversación.
—Te voy a decir una cosa —arrancó mirándola fijamente— y después me marcho y te dejo tranquila para que… descanses.
Nina asintió lentamente intentando sonreír, aunque sentía una gélida angustia debajo del esternón. Aquello no parecía uno de los rapapolvos que solía echarle cuando se enfadaba. Jamás lo había visto así.
—Ida estaba sola el sábado por la noche —siguió Morten con voz temblorosa—. Estaba sola en plena noche en un piso de Østerbro porque a su madre la habían ingresado.
Nina alzó un poco la mano en un intento de protesta. No era cierto que Ida se hubiera quedado sola porque ella se había puesto enferma. Si no hubiese ido al campamento de Kulhus, habría estado en un apestoso barracón de exploradores en algún punto del norte de Selandia. Ida dormiría en casa de Anna, ese era el trato.
Morten zanjó la cuestión con un gesto cansado.
—La madre de Ida no estaba en casa porque tenía un envenenamiento por radiación. Según he podido saber, fue hasta Valby a visitar a un grupo de enfermos de Europa del Este en repetidas ocasiones a pesar de que había prometido que no aceptaría ese tipo de trabajos mientras yo estuviera en el Mar del Norte.
Los ojos cansados y enrojecidos de Morten le sostuvieron la mirada.
—Perdona —añadió—. La madre de Ida no. Tú. Me lo habías prometido, Nina.
Se sintió empequeñecida ante su mirada. Las náuseas estaban de vuelta y le zumbaban los oídos.
—Mientras estabas ingresada, tres hombres adultos entraron en casa, donde Ida estaba sola con un novio del que jamás he oído hablar. Ulf. A él le golpearon, y a Ida, que estaba medio desnuda…
Nina bajó la vista. ¿Cuándo terminaría? ¿Podría soportar oír más detalles?
—Le sacaron fotos. La humillaron. A nuestra niña.
Morten tenía la mirada apagada, sin brillo.
—No tengo la menor idea de si este asalto guarda alguna relación con lo que estabas haciendo en Valby, pero me da lo mismo, Nina. Ya no me interesa. Nuestro piso está precintado a causa de una posible contaminación radiactiva. Igual que el coche.
Morten hizo un gesto de impotencia, parecía casi desvalido, pensó Nina con un nudo duro y doloroso en la garganta. Luego se apartó de la cama.
—Si solo se tratase de ti y de mí… —continuó—. Pero no es así. Y no me cabe en la cabeza… no puedo permitir que arrastres a Anton y a Ida contigo a… a esa especie de estado de guerra permanente en que te empeñas en vivir. Por ahora nos hemos instalado en casa de mi hermana. Eso es lo que he venido a decirte.
Por ahora, había dicho. Por un tiempo, eso era llevadero, podría soportarlo.
Pero Morten fue hacia la puerta, la abrió, y cuando ya casi estaba en el pasillo se volvió y la miró con una determinación que mató sus ilusiones.
—Ya no puedo más, Nina —dijo con calma—. Se acabó.
Nina habría querido llamarlo, pero no se le ocurría qué decirle para retenerlo a su lado. Él permaneció en el umbral un microsegundo, como si pretendiese proporcionarle una última instantánea para el álbum familiar: su figura alta y algo encorvada, los hombros que, junto con las caderas, formaban una V perfecta bajo la camiseta; conocía aquel cuerpo hasta el más mínimo detalle. De improviso, empezaron a desfilar ante sus ojos imágenes de sus dieciséis años con Morten. Las miles de veces que le había visto pasarse la camiseta por la cabeza a los pies de la cama. El lunar del omóplato derecho, las blandas axilas, las piernas largas y musculosas y el vello suave y oscuro que le cubría el pecho, los brazos, las piernas y el sexo. Y la sonrisa que se dibujaba en sus labios cuando se daba la vuelta para mirarla. Sin embargo, esta vez no se volvió.
Ni siquiera miró hacia atrás antes de doblar la esquina del pasillo. Nina sintió un doloroso nudo en el estómago, como si la hubiera alcanzado uno de los chutes de Anton. La certeza de haber sido abandonada se abatió brutalmente sobre ella con un zarpazo limpio y prolongado.
En el cuarto de baño aún se oía el trajín de la parsimoniosa auxiliar, que tras carraspear un poco reapareció por fin con un vaso lleno de agua y se lo tendió.
—Los vasos de los pacientes no se llenan en el grifo del lavabo —dijo Nina como un autómata volviendo lentamente la mirada hacia el rostro pecoso de la auxiliar. Tenía cierto aire de culpabilidad, pensó, como si supiera que estaba haciendo algo indebido. Y llevaba una bata blanca, no amarilla. Una débil sospecha empezó a abrirse paso en su mente. ¿Qué hacía aquella mujer en su habitación? No había ningún motivo para correr las cortinas. Y no había pedido agua.
La auxiliar se aclaró la garganta y contrajo las comisuras de los labios en un gesto a medio camino entre el descaro y la cordialidad.
—Disculpe —dijo—. Me llamo Lone Walter y soy periodista. Trabajo en el diario Ekstra Bladet. ¿Me permite que le haga unas preguntas?
La pequeña chispa roja de la rabia se encendió en Nina. Una periodista. Naturalmente. El personal sanitario de verdad no podía permitirse tomarse las cosas con semejante parsimonia. Buscó con la mirada la puerta por la que acababa de desaparecer Morten.
—¿Qué, ha tomado nota de todo?
Intentaba hablar en un tono más o menos frío y controlado. Luego volvió a observar a la mujer que había junto a su cama.
—No sé a qué se refiere.
La periodista no perdió en ningún momento su falsa sonrisa y Nina empezó a sentir que las náuseas le tenían ganada la partida. Se aferró a la palangana y vomitó varias bocanadas de un líquido de color rosa. Zumo, pensó. Después levantó la mirada hacia la ligeramente aturdida periodista.
—Largo de aquí —le ordenó—. No quiero hablar con usted. No quiero hablar con nadie.