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—¡JODER!

Nina retrocedió de un salto, pero ya era tarde.

El filtro del grifo había caído dentro del puchero sucio que había en el fregadero, haciendo que el agua se desbordara por la encimera y le empapase la camiseta y los vaqueros. Tras cerrar el grifo, estudió maldiciendo entre dientes aquel trozo de metal desgastado que debería haber cambiado hacía tiempo. Ahora el suelo estaba encharcado y lleno de pelusas y la encimera repleta de ensaladeras, platos, cubiertos y restos de cebolla. Sintió que su malestar general se transformaba en un declarado mal humor. No era por el agua del suelo ni por las nada apetitosas mondas de zanahoria del fondo del fregadero, sino por Morten y las malditas bolsas de deporte que había dejado en el dormitorio.

Morten estaba haciendo las maletas.

No era la primera vez. Ya llevaba varios años trabajando como mud logger en las plataformas petrolíferas del Mar del Norte, aunque últimamente estaba al frente de un proyecto, lo que equivalía a pasar menos días fuera de casa. Aun así, tenía que salir de viaje de vez en cuando, y cada vez que empezaba a recoger sus cosas a Nina siempre le atenazaba el estómago la misma inquietud. Lo echaba mucho de menos cuando no estaba y oírle cerrar la puerta significaba quedarse sola con el hostil silencio de Ida retumbando por toda la casa. Y tampoco era que tuviese problemas insolubles con su hija en ausencia de Morten. Ida procuraba cenar en casa de alguna amiga, pero solía hacer lo que le decían y hasta echaba una mano con Anton en el colegio y con la compra un par de veces a la semana. El problema era que todo eso era un acuerdo al que había llegado con Morten, pero una vez en casa las conversaciones a la mesa resultaban deprimentemente cortas, como si Ida tolerara la presencia de su madre, pero poco más. Y aún se permitía sonreírle con frialdad y pedirle que le pasara las patatas.

Para Nina casi eran preferibles las discusiones. Además, lo sentía por Anton, que se revolvía inquieto en la silla e intentaba aligerar un poco el ambiente a base de chistes y frases de su serie de dibujos favorita. De tanto en tanto lograba arrancarle una sonrisa a su madre o a su hermana, pero a costa de esfuerzos sobrehumanos.

Sacó un trapo y empezó a recoger el agua del suelo mientras trataba de concentrarse en las noticias de las siete. La Policía andaba corta de efectivos de cara al Copenhagen Summit y el Partido Popular Danés había reavivado la polémica religiosa a causa de la construcción de unas torres en un centro cultural islámico. El discurso sobre integración y valores nacionales del portavoz del partido, de profesión indignado, terminó definitivamente con la concentración de Nina, que se secó las manos y se dirigió al dormitorio dejando todo manga por hombro.

Morten estaba a punto de acabar.

Había distribuido calcetines, calzoncillos, camisetas y dispositivos electrónicos en pequeños montoncitos en el centro de la cama y ya solo le faltaba meterlos en las bolsas. Lo había hecho tantas veces que era capaz de preparar la maleta en menos de media hora incluso cuando iba a estar fuera dos semanas.

—¿Has visto mi iPod?

Le indicó que no con la cabeza y él aprovechó para estrecharla entre sus brazos. Por un momento, Nina notó el pecho de Morten contra la espalda y se sintió envuelta en un enorme y reconfortante abrigo de pieles. Era bastante más alto que ella, de modo que el mentón le quedaba a la altura de su cabeza. Antes de soltarla y volver a concentrarse en el equipaje, inclinó la cabeza y le dio un fugaz beso en la nuca.

—Se lo dejé a Anton, así que puede haber acabado en cualquier sitio.

Nina estaba de acuerdo: Anton tenía la habilidad de desperdigar las cosas por los lugares más insólitos. En muchos aspectos, era como vivir con un enfermo de Alzheimer de ocho años. Bueno, en realidad con un niño de ocho años como cualquier otro, se corrigió.

Morten empezó a guardar las cosas en las bolsas de un modo rápido y metódico. Luego colocó el móvil, el billete del tren y la cartera en el bolsillo del chaquetón. Ya estaba casi a punto.

A Nina la invadió una sorda sensación de nostalgia anticipada. Por su culpa, él se había visto obligado a aceptar aquel peculiar trabajo, lo único que pudo encontrar con tan escaso margen de tiempo. No le resultaría fácil pasar de ser mud logger a conseguir un puesto de nueve a cuatro en la sede de Copenhague. Ella detestaba el trabajo de Morten y él seguramente también, aunque tenía la delicadeza de no decírselo a la cara. Había aceptado el trabajo en el Mar del Norte como había aceptado todo lo que la vida, o mejor dicho Nina, le había ofrecido. Muy a lo James Bond. Agitado, no revuelto.

—¿Cuándo te marchas, papá?

Ida estaba en la puerta del dormitorio con un libro abierto en la mano. Estaba leyendo —cómo no— El señor de los anillos y últimamente hablaba del tema con su padre como si fuese la primera persona en el mundo en descubrir ese universo o, al menos, la trilogía. Todos los de su clase habían visto las películas una y otra vez desde que tenían la edad de Anton.

«No sé muy bien qué pensar de la visión que Tolkien tenía de las mujeres», era capaz de soltar. Y su padre no movía un solo músculo para no desvelarle que acababa de tocar uno de los temas más trillados a propósito de una de las obras más manidas de la historia de la literatura universal. James Bond en el papel de maestro. Nina se moría de envidia.

—Me voy —anunció Morten después de echar un vistazo al reloj—, pero si quieres puedes llamarme cuando vaya en el tren para darme las buenas noches.

Sonriente, Ida dio un paso hacia él y le dio un beso rápido en la mejilla. Nina detectó un olor nuevo en su hija, un perfume dulzón.

—No te olvides de cruzar los dedos por mi partido de hockey —le recordó a su padre. Luego levantó la mano a modo de despedida y se encerró en su cuarto sin siquiera dignarse a lanzar una mirada hacia su madre. Al oír el eco de la música que cruzaba el pasillo y llegaba hasta el dormitorio, Nina tuvo la certeza de que no volvería a ver a Ida aquella noche. Morten, que no parecía haber advertido nada, se inclinó sobre ella haciéndole sentir el calor de su cuerpo.

—Seguimos teniendo un pacto, ¿verdad? —preguntó en voz baja.

Nina asintió. El pacto. El Gran Pacto. Nada de trabajitos clandestinos cuando él no estaba en casa. Ojalá ninguno de los inmigrantes ilegales que Peter se dedicaba a recoger por ahí de vez en cuando se rompiera nada ni tuviese síntomas de apendicitis en quince días.

—Por supuesto —contestó ella.

—Y acuérdate… —susurró mientras volvía a abrazarla y le daba un beso juguetón en la nariz.

Totalmente sobreprotector. Nina le echó los brazos al cuello y enterró la nariz en su garganta.

—Acuérdate de que hay que llevar a las chicas hasta Hvidovre para el partido de hockey del miércoles. Nos toca a nosotros.

Nina asintió. El hockey sobre patines era una de las escasas actividades de su hija en la que aún le estaba permitido intervenir, quizá más por necesidad que por una cuestión de deseo por parte de Ida, pero había que aceptar las cosas como eran. Morten se desprendió de su abrazo con suavidad y pasó a despedirse de Anton.

Nina permaneció unos instantes inmóvil en el pasillo escuchando el sonido de sus enérgicos pasos al alejarse escaleras abajo. Después dio media vuelta y regresó a la cocina. Ida había subido el volumen de la música y las penetrantes notas de un bajo atravesaban la pared y llegaban hasta el caos de la encimera, que seguía sin recoger. Anton ya se había cepillado los dientes y estaba en su cuarto leyendo tebeos del Pato Donald. De pronto se sintió inquieta. Sola.

Dos semanas, pensó mientras le echaba un vistazo al calendario. Ni que el mundo se fuera a acabar en dos semanas.