SCHOU-LARSEN SE DESPERTÓ muy despacio y algo desorientado. El televisor estaba encendido y, las cortinas del salón, corridas. Él, tumbado en el sofá con la manta de ganchillo por encima, aunque no recordaba haberse echado. Tenía la boca y la garganta secas y cierta sensación de haber roncado.
Levantó la vista hacia los paneles del techo. Varios años atrás, Helle los había mandado pintar de blanco con un acabado decapado, decía que le daba mucha claridad a la habitación. A él le parecía que quedaban muy raros, a medio terminar, como si alguien hubiese empezado a pintar y no hubiese tenido ganas de dar la segunda mano.
—¿Helle? —llamó.
No obtuvo respuesta. ¿Habría salido al jardín? No, ya debía de haber oscurecido. ¿O no? Intentó enfocar la vista en su Tissot de correa ancha —un regalo de despedida del ayuntamiento— y al ver que marcaba las ocho le asaltó la duda: ¿las ocho de la mañana o de la tarde?
Pero estaban poniendo las noticias de Lorry, ¿no? Entonces tenía que ser por la tarde. ¿Cuánto tiempo llevaba en el sofá?
—¿Helle?
Lentamente fue liberando las piernas de la manta y se incorporó. ¡Qué débil y qué mareado se sentía! Y Helle seguía sin contestar. ¿Estaría enfadada con él otra vez? No, no era eso. La casa parecía vacía, no se oía nada fuera de lo habitual: la puerta del primer piso que siempre daba golpes cuando se quedaba abierta la ventana del baño, el discreto borboteo de las cañerías de cuando en cuando, las ramas del lilo arañando el cristal del despacho…
Se sintió abandonado. Por un instante se le ocurrió la absurda idea de que Helle a lo mejor le había dejado. A pesar de la diferencia de edad, era una posibilidad que jamás se le había pasado por la cabeza. La que dependía de él era ella, y no al revés.
¿O no? ¿Habría ido cambiando el equilibrio de poderes a medida que envejecía tan gradual e imperceptiblemente que no se había dado cuenta? Últimamente Helle salía más. Había abandonado su casa y su jardín sin tenerlo a él a su lado, cosa impensable en ella durante años. También había aprendido a usar el ordenador que les regaló Claus, y ahora podía mandar mensajes y estar en contacto con otras personas. Al principio él lo interpretó como una buena señal, pero ya no estaba tan seguro.
Tal vez por eso compró aquel absurdo apartamento en España.
Su nuevo convencimiento fue como una punzada helada. Claro que era por eso. No lo había hecho para darle una sorpresa, como ella sostenía. Jamás tuvo la menor intención de ir allí con él a pasar los meses de invierno para que le mejorase el reúma, y, de no haberlo descubierto él mismo a través del banco, lo más probable era que ella nunca le hubiese contado nada. Igual hasta tenía que agradecer que hubiese resultado ser un timo. De haber existido el apartamento, seguro que su mujer ya estaría en él, en uno de los balcones con vistas al mar que salían en el folleto, tomándose una sangría mientras la ropa de baño se secaba en la barandilla. Seguramente en compañía de…
¿De quién? En ese punto su imaginación dejó de volar. Le costaba mucho, muchísimo, imaginar a Helle con otro hombre. No es que no conservara el clásico atractivo nórdico de pómulos altos y cabellos rubios entreverados de plata, no. Jamás le había gustado tomar el sol de un modo muy agresivo y casi siempre llevaba sombrero cuando salía al jardín, de modo que no tenía la piel socarrada y estragada de muchas mujeres de su generación. Pero en materia sexual nunca había sido una compañera demasiado entusiasta, y en los últimos años…
¿O sería él? Siempre se había mostrado paciente, considerado, atento. ¿Habría sido un error?
Se levantó. A pesar de que era consciente de lo paranoico de sus actos, fue derecho al dormitorio y abrió el ropero. No para ver si se ocultaba en él un joven amante, sino para comprobar si continuaba allí la ropa de su mujer. No se había llevado nada. Sus maletas estaban donde siempre, sobre los armarios blancos, y hasta donde él veía no faltaba nada.
Se dirigió al cuarto de baño, llenó de agua el vaso de los dientes y, aunque tenía un débil gusto a Colgate, se la bebió. Tenía la boca tan seca que habría podido poner un criadero de cactus. Volvió a llenar el vaso y lo llevó al salón. Algún macho ibérico con patillas de esos que primero se hacen con algo y después preguntan. ¿Habría perdido la cabeza por un tipo así?
No, Helle no. A pesar de su desánimo, no pudo reprimir una sonrisa. Sería la última persona en el mundo capaz de hacer algo semejante.
Volvió a casa poco antes de las nueve, cuando él estaba esperando a que empezara el telediario. Colgó el abrigo en una percha de la entrada y pasó como si nada hubiera ocurrido.
—Vaya, te has despertado —comentó.
—¿Dónde estabas? —preguntó él.
—En casa de Holger y Lise, ¿dónde si no? Bueno, sin ti no hemos podido jugar al bridge, claro, pero lo hemos pasado bien de todas formas y Lise ha preparado cordon bleu. Lástima que te lo hayas perdido.
Holger y Lise. Bridge. Ahora se acordaba.
—¿Y por qué no me has despertado?
—Cariño mío, lo he intentado, pero estabas en otra dimensión. ¿No habrás vuelto a confundirte con las pastillas?
—¿Las pastillas?
—Sí, ya sabes que el Imovane es un somnífero y que el Fortzaar es para la tensión, ¿verdad?
—Pues claro que lo sé —replicó él—, llevo años tomando las dos cosas. Bueno, las de la tensión por lo menos sí.
El Imovane era un medicamento relativamente nuevo que le habían recetado porque tenía problemas de insomnio y el síndrome de piernas inquietas. Solo medio, le dijo el médico, y él lo había cumplido a rajatabla.
—¿No preferirías que te las preparara yo? —se ofreció Helle.
—Puedo hacerlo yo solo perfectamente —replicó recordando el estuchito de plástico donde todos los domingos distribuía sus pastillas: DESAYUNO, COMIDA, MERIENDA y CENA en un eje y los días de la semana en el otro, todo escrito muy clarito en azul y con mayúsculas—. ¡Ni que fuera imbécil!
Pero ella ya no le escuchaba, observaba fijamente la pantalla. De pronto, se hizo con el mando a distancia y subió el volumen.
—… se cree que hasta cincuenta personas podrían haberse visto afectadas por las radiaciones. Las autoridades ruegan a cuantos hayan estado en la zona a lo largo de las últimas semanas que acudan al Instituto de Higiene Radiológica para someterse a una exploración. La dirección es la que aparece en la parte inferior de sus pantallas y también pueden encontrarla en nuestra página web.
¿Radiaciones?
Por unos momentos, Schou-Larsen se olvidó de las medicinas, de las patillas y del bridge.
—También lo han dicho en las noticias de las seis —explicó Helle—, pero por lo visto siguen sin encontrar el origen. ¿No habías oído nada?
—No —gruñó él mientras un experto con más aspecto de futbolista que de físico nuclear explicaba no sé qué cosas acerca de la radiación de fondo y el gas radón, que según él era «la fuente más frecuente de contaminación radiactiva en los edificios». Al fondo se veía una valla, unos surtidores de gasolina y a dos hombres vestidos con unos monos de protección de color amarillo chillón que deambulaban de un lado a otro con lo que parecían ser unos contadores Geiger. Después salió a colación, cómo no, todo lo de Chernobyl, aunque Schou-Larsen no acababa de ver qué relación tenía con lo anterior. Entre la fusión de un reactor nuclear y una fuga de radón mediaba un abismo, pero en cuanto oían la palabra «radiactividad», los medios de comunicación perdían el norte.
—Seguro que no son más que unas filtraciones del subsuelo o una desgasificación de los materiales de construcción —dijo molesto por la obstinación del cámara en enfocar hacia los monos de protección en lugar de hacia los edificios, que eran mucho más relevantes.
—¿Una filtración?
—Sí. Si se trata de arcilla morrénica pueden llegar a ser considerables. Hasta seiscientos becquereles por metro cúbico. Eso puede enfermar a una persona.
La imagen pasó a mostrar a otro experto, este menos fotogénico, que era de Risø.
—Y ahora ¿qué tiene que ver el cesio? —preguntó Helle—. No es lo mismo que el radón, ¿verdad?
—No —contestó su marido con aire pensativo.
—¿También se filtra del subsuelo?
Schou-Larsen movió la cabeza de un lado a otro muy lentamente. Seguía teniendo la boca pastosa e increíblemente seca.
—No —contestó—, el cesio no.