26

CUANDO VOLVIERON A F E J Ø G A D E, el Fiat ya no estaba. Sándor observó el espacio vacío junto al bordillo que había ocupado una hora antes.

—Ya no está —dijo.

¿Por qué demonios no había roto el cristal para recuperar la cazadora cuando tenía la oportunidad? Pero ni se le había pasado por la cabeza. Eso habría ido Contra Las Reglas. Además, en ese momento aún no sabía que a Tamás le iba la vida en ello.

—Pues habrá que esperar a que vuelva —dijo Frederik—. Porque vive aquí, ¿no?

—No lo sé —dijo el joven—. Creo que sí. Entró en ese portal.

Señaló hacia la puerta que le parecía más probable que fuese la suya. No había motivo alguno para mencionar que no estaba seguro al cien por cien.

—Busca otro sitio donde aparcar, Tommi —le ordenó Frederik al conductor—. Así seguirá teniendo el suyo libre.

El otro asintió y metió el Touareg entre un Kia y un Skoda Felicia que había algo más adelante. Encendió la radio, introdujo un CD en la ranura y la voz ronca de Johnny Cash no tardó en empezar a sonar por los altavoces.

«Saint Quentin, you’ve been living hell to me…»

Permanecieron en silencio. Sándor había dejado de preguntar por Tamás y no le apetecía tratar con ellos ningún otro tema. El conductor encendió un cigarrillo.

—Abre la ventana —protestó Frederik molesto.

Al cabo de media hora, cuando Johnny Cash ya había cantado «Folsom Prison», «The Man in Black», «Ring of Fire» y un par de canciones más, Tommi abrió la portezuela de improviso.

—¿Has visto el coche? —preguntó Frederik, siempre en inglés, cosa que a Sándor le sorprendió. ¿Por qué no hablaban entre ellos en danés?

—Se ve que no ha salido un momento a comprar cigarrillos — dijo Tommi—, y no tenemos toda la noche.

El otro permaneció inmóvil un instante. Luego asintió.

—De acuerdo. Vamos a echar un vistazo. Arriba.

Eso último iba dirigido a Sándor.

—¡Pero si no sé ni cómo se llama!

—Has dicho que era enfermera, ¿no? —dijo Tommi—. Pues entonces déjanos a nosotros lo demás. Mueve el culo.

Dejó el sombrero tejano encima del asiento y se quitó la cazadora de flecos. Luego sacó dos sudaderas negras del maletero, le pasó una a Frederik y se guardó un par de destornilladores en el bolsillo. El labrador gimió y gruñó porque quería ir con ellos, pero su amo le ordenó que se echara y dejó la ventanilla entreabierta para que le entrase aire.

Frederik fue pulsando los botones uno tras otro diciendo cosas incomprensibles hasta que sonó un zumbido seguido de un clic y pudieron pasar. Nada más entrar por la puerta encontraron diez o doce buzones blancos idénticos. Con un rápido balanceo experto del destornillador, Tommi forzó el primero de ellos y le pasó el contenido a su amigo. Este lo revisó rápidamente mientras el vaquero pasaba al siguiente buzón.

—¡Bingo! —exclamó Frederik agitando un sobre al llegar al buzón número cinco—. Enfermera Nina Borg. Segundo derecha.

El otro volvió a dejar las cartas en sus respectivos buzones, aunque ahora las portezuelas ya no cerraban y se quedaban colgando.

Frederik llamó al timbre del segundo derecha, pero no les abrió nadie. Se oía música dentro, una especie de death metal, y al hurgar en la ranura para la correspondencia también se veía luz. Los dos hombres intercambiaron una mirada y Frederik asintió. Tommi se sacó del bolsillo una media de nailon arrugada y dada de sí y se la tendió a su compañero, que la olisqueó e hizo una mueca.

—¡Joder, tío! —protestó—. ¿No tenías una sin usar?

El vaquero se encogió de hombros. Ya se había pasado su media por la cabeza y sus rasgos estaban grotescamente aplastados y velados.

—¡No! —exclamó Sándor—. No podéis…

Crac. El marco de la puerta se astilló bajo la presión simultánea de dos destornilladores. La puerta se abrió.

El joven permaneció en el rellano hasta que Tommi le echó la zarpa encima, tiró de él y volvió a cerrar. La música salió a su encuentro retumbando.

—Pero…

—A callar. Quieres que a tu hermano lo vea un médico, ¿no?

Sándor cerró la boca.

—¿Es alguno de estos? —preguntó Frederik en voz baja señalando hacia un perchero atestado que había en la pared mientras el otro empezaba a abrir puertas rápidamente y sin hacer ruido; o al menos haciendo tan poco ruido que los chasquidos se perdían en el bombardeo de death metal. El joven revisó obedientemente el montón de abrigos, pero no encontró nada parecido a su Studio Coletti.

De repente se oyó un chillido de mujer y un ultrajado grito casi igual de estridente, aunque inconfundiblemente masculino. Sándor se sintió recorrido por un estremecimiento y, por puros reflejos, salió rápidamente hacia el pasillo.

Tommi estaba a la puerta del cuarto de una adolescente. En la cama, que se encontraba pegada a la pared, había dos jóvenes, una chica con el pelo corto y negrísimo muy revuelto, y un chico con los hombros tatuados y la cabeza rapada. Los dos estaban más o menos desnudos y ella tiraba de la colcha en un intento de ocultar sus tiernos pechos. Sándor se apresuró a apartar la vista. Tommi no.

—Seguid, seguid —animó a la lívida pareja mientras pulsaba el botón de grabar de su móvil último modelo—. En Internet estas cosas son el no va más…