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MAGNUS SOLTÓ un juramento nada más verla.

Nina había tardado más de media hora en llegar al campamento porque tuvo que desviarse por la salida de Gladsaxe para vomitar. Después había pasado casi siete minutos con la frente apoyada en el volante tratando de reunir fuerzas para seguir conduciendo. El médico había salido a buscarla al aparcamiento, metió su larga zarpa de oso en el coche y la sacó del Fiat prácticamente en volandas.

Ahora la enfermera estaba echada en la camilla de la clínica mientras él, todavía maldiciendo, la atendía.

—Tienes 39,1 de fiebre y el pulso por las nubes. No entiendo cómo has conseguido llegar hasta aquí. Te he dicho que vinieras en taxi. Te comportas como una gilipollas, pero eso no es ninguna novedad. ¡Me cago en todo!

Ella no contestó. Magnus siempre se ponía así cuando algo le preocupaba, ya estaba acostumbrada, y aunque no lo hubiese estado le daba igual. Había invertido sus últimas energías en el viaje y ahora permanecía acostada sintiendo el peso de las náuseas que la aplastaban como un edredón repugnante.

—Podemos hacerte aquí las pruebas, pero si queremos que las miren habrá que mandarte a un hospital sí o sí. Tengo una amiga en el reparto de medicina infecciosa del Rigshospital, puedo conseguir que te admitan. No le van mucho las normas y también podrá hacer algo rápido con los niños si consigue averiguar lo que os pasa.

Nina asintió y se puso de medio lado. Las náuseas remitieron un instante para volver de inmediato con fuerzas renovadas. Se sentó y vomitó en la palangana que le había acercado Magnus. El médico arrugó la nariz y retiró la palangana en medio de otro diluvio de juramentos y maldiciones.

—Lo antes posible, Magnus.

Permaneció echada con los ojos cerrados mientras él hacía la llamada. Fue larga. Hablaba en voz baja y tensa. Persuasiva. Pero ella no oía sus palabras. Se le fue la cabeza y volvió en sí unos minutos más tarde, cuando Magnus la levantó con cuidado y la llevó hasta su coche.

De repente pareció recordar algo, porque tiró el bolso y la cazadora de Nina en el asiento del conductor y la dejó allí sentada, bamboleándose en el asiento del copiloto, mientras él regresaba a la clínica a la carrera.

Solo entonces se dio cuenta de que había dos abrigos: su cazadora y otra de hombre que, decididamente, jamás había sido suya. Maldijo interiormente la pesadez de su cabeza dolorida. Aquel chico debía de habérsela dejado olvidada.

Magnus volvió cargado de palanganas y se las depositó en el regazo.

—Oye, lo siento —se disculpó—, pero… ya sabes. Es el Volvo.

Nina no pudo reprimir una carcajada que, en realidad, sonó más bien a ataque de tos.

—Mi héroe —dijo, y volvió a sentir desesperadamente la falta de Morten—. ¿Qué habría hecho sin ti?