EL COCHE QUE FUE a recoger a Sándor era un Volkswagen Touareg azul oscuro. En la parte de atrás iba un labrador de color chocolate que le echaba el aliento, pesado y húmedo, en la nuca. En el asiento trasero, al lado del joven, había una sillita de niño, lo cual en cierto modo lo tranquilizaba. Uno de los dos hombres parecía un tipo corriente y anodino que inspiraba confianza. Rubio, cuarentón y con atuendo informal: náuticos, pantalones claros y un jersey de lana azul marino con el jugador de polo de Ralph Lauren bordado en el pecho.
—Frederik —se presentó al tiempo que le estrechaba la mano.
—Sándor Horvath.
—Entonces eres el hermano de Tamás.
Sándor asintió. El conductor no lo había saludado. Era un tipo flaco y no muy alto con el rostro semioculto por el ala de un sombrero de vaquero que habría sido la envidia del mismísimo John Wayne. Por el momento ignoraba al joven completamente.
—Nos alegra que hayas venido —dijo el tal Frederik—. ¿Te ha explicado tu hermano la situación?
—No del todo —contestó Sándor evasivo—. Solo me ha dicho que se encontraba muy mal y necesitaba ayuda.
—Pues sí, por desgracia así es. No sabemos qué le pasa exactamente. Lo mejor sería buscarle un médico.
El joven pensó en lo que había escrito Tamás: «No me tengo en pie, me cuesta ver».
—¿No puede ir al hospital?
El tipo se volvió lo suficiente para que Sándor pudiera verle todo el rostro, tranquilo y bien afeitado.
—Vamos a dejarnos de rodeos —dijo—. A tu hermano no pueden ingresarlo en un hospital público así, sin más, pero sabemos de un médico que está dispuesto a atenderlo con discreción.
—Pues adelante.
—Verás, nos encantaría, pero es caro. Y su patrocinador ha cerrado el grifo.
¿Patrocinador? ¿De qué estaban hablando?
—¿Bolgár? ¿Os referís a Bolgár?
El tipo del Ralph Lauren sonrió con cautela.
—Bueno, tampoco hace falta dar nombres, ¿verdad que no? Pero sí. Él corre con los gastos de viaje y estancia de tu hermano, pero una carísima clínica privada no entra en el presupuesto. Esas cosas tienen su precio.
—¿Cuánto? —preguntó Sándor con la rabia a flor de piel. Su hermano estaba enfermo, muy enfermo, y aquel tipo le estaba diciendo que sí, que querían ayudarlo… siempre que les diese dinero. Un dinero que él no tenía.
—Una suma bastante considerable. Varios miles de euros.
Al joven se le encogió el corazón.
—No tengo tanto.
—No, y es una lástima. Pero, por suerte, tu hermano posee una mercancía muy valiosa que podría vender. Supongo que ya lo sabes.
Sándor no dijo nada. No le apetecía admitirlo, y negarlo no tenía mucho sentido.
—Pues vendedla —replicó ásperamente. Y a ser posible sin mezclarme a mí en todo esto.
—Lo que nos falta —explicó Frederik— es el contacto con el comprador. Dice que ese pequeño detalle, el código, te lo ha confiado a ti. Por eso se nos ha ocurrido que si lo ayudábamos llevándole un médico podríamos considerarlo favor por favor. Es una clínica estupenda, privada y todo eso, infinitamente mejor que cualquier hospital corriente.
—Primero quiero hablar con mi hermano —insistió Sándor con terquedad.
Se produjo una breve pausa. Las farolas de la calle iban quedando atrás a ritmo de morse a medida que el coche avanzaba entre el tráfico de la ciudad, claro-oscuro, claro-oscuro, claro-oscuro. Sándor apoyó la cabeza con cuidado en el reposacabezas de color crema. Empezaba a estar harto de montar en enormes coches alemanes donde lo chantajeaban.
El conductor se sacó algo del bolsillo delantero de la cazadora de flecos y se lo pasó a Frederik. Parecía un teléfono móvil, uno de esos que casi eran pequeños ordenadores, con teclado desplegable y pantalla doble.
—Tengo un vídeo que creo que deberías ver —dijo Frederik. Levantó el teléfono en alto para que el joven pudiese verlo.
Era Tamás, claro. Un primer plano de su cara, granulado y sobreexpuesto, pero terroríficamente claro. Tenía los ojos cerrados; no, más que cerrados, pegados por una infección amarilla y grasienta que le cubría las pestañas de costras. A lo largo de la nariz le corría la huella de una lágrima rojiza de sangre y pus, y en la piel de las cuencas de los ojos se veían unas manchas parduzcas como pecas. En cuanto al sonido, se oía un borboteo sibilante que debía de ser su respiración. Tenía los labios agrietados y ensangrentados y no parecía percatarse de nada de lo que ocurría a su alrededor.
En ese instante, Sándor recordó qué era un mamioro: un espíritu que trae consigo una enfermedad mortal.
Frederik apagó el vídeo y le devolvió el móvil al conductor.
—Yo diría que lo del médico es urgente —insinuó en el mismo tono amable y tranquilo de antes. Atrás se oyó una especie de bum bum bum. Era el labrador meneando el rabo al oír la voz de su amo.
—Yo no tengo ningún código —aseguró Sándor con desesperación.
—Pues yo espero que sí lo tengas —replicó Frederik—. Por lo visto es una lista. De números de teléfono y fechas.
Sándor cerró los ojos. Sí, eso sí lo tenía. En el bolsillo de la cazadora que se había quedado en el coche de la enfermera.