TENÍA UN DOLOR de cabeza de mil demonios. Sándor se palpó con cuidado los bordes de la herida de la ceja por debajo de las tiritas con las yemas de los dedos, pero no era ese el punto que más le dolía. En el momento de encajar el golpe, el cuello se le había doblado hacia atrás y tenía la sensación de que algo no estaba en su sitio. Y cada vez que respiraba sentía un dolor sordo en las costillas del lado izquierdo.
El tráfico avanzaba lentamente a ambos lados de un estrecho ribete verde de arbolado. A pesar de que eran más de las diez, no había oscurecido del todo, y aunque lo que más le apetecía era sentarse en la acera con la espalda apoyada contra el muro, aún había ciertos límites y no le parecía bien comportarse de un modo tan extraño a la vista de todo el mundo.
Ya no hacía calor. El aire era frío y a cada bocanada que respiraba se estremecía, en parte por la temperatura y en parte debido al shock. Le habían pegado. Le habían pateado cuando estaba en el suelo. Le habían apedreado. Se sentía herido y humillado. Se sentía ultrajado. Su mitad húngara se revolvía indignada al grito de: «¡No hay que pegar!», pero al mismo tiempo oía las mofas sarcásticas de Elvis, su padrastro, cuando era tan tonto como para llegar a casa quejándose de que alguien le había dado un empujón en el colegio. Pues devuélveselo, llorica, le decía.
No había encontrado a Tamás.
Aunque esa era la dirección que le dio su hermano, no estaba allí. Nadie reconocía haberlo visto, nadie quería decirle dónde estaba. Y ante su insistencia… todo había ocurrido a la velocidad del rayo. Nada de empujar y sacar pecho primero a modo de prolegómenos, simplemente lo habían… despachado. Tres o cuatro golpes rápidos para derribarlo, una patada en los riñones y otra en el costado. Ni siquiera estaba seguro de quiénes eran los que le pegaron, aparte del primero, un tipo bajito y cuadrado con bigote que tenía acento de Szeget. Él era el culpable de la ceja partida.
Mientras estaba encogido en el cochambroso suelo de piedra del taller oyó un ruido de cristales rotos. Luego lo levantaron, lo empujaron contra la pared y el tipo de Szeget le puso algo en las narices, tan cerca que a Sándor le costó enfocar la vista y distinguir lo que era: una botella rota.
Me van a rebanar el cuello.
Eso fue todo lo que se le ocurrió, una idea aislada y llena de horror, pero curiosamente objetiva. De su garganta brotó un sonido, un gemido entremezclado de dolor y de miedo. En ese instante oyó pitar su teléfono móvil, una señal absurda y trivial en medio de aquellas amenazas de muerte que, sin embargo, no detuvo al tipo de la botella rota.
—Desaparece —dijo impasible—. Si volvemos a verte por aquí…
No hizo falta que añadiera nada más. El borde del cristal roto descansaba, frío y cortante, contra la mejilla de Sándor, que sentía cómo le palpitaba la carótida pocos centímetros más abajo.
—Tú y hermano mulo… —susurró otro—. Mamioro. Lárgate.
Después huyó. Con el rabo entre las piernas y el cerebro ensordecido por el timbre de unas náuseas amarillas. Sin embargo, una vez fuera de allí no tenía adónde ir. Debía encontrar a Tamás.
Mulo. Lo recordaba perfectamente porque fantasmas y malos espíritus eran dos ingredientes que nunca faltaban en las historias que su abuela les contaba antes de irse a la cama. ¿Mamioro? ¿No había un cuento donde…?
Pero los recuerdos se le escurrieron entre los dedos como un pez que escapa a coletazos del pescador. Mulo ya era una palabra de bastante mal agüero. ¿Por qué llamaban espíritu maligno a su hermano?
Al sentir un escalofrío se dio cuenta de que estaba en mangas de camisa y apoyado contra un muro; la piedra fría le iba robando el calor del cuerpo segundo a segundo. La cazadora. ¿Qué había hecho con ella?
Mierda. Se la había quitado con la enfermera.
Maldiciendo para sus adentros, Sándor echó a andar hacia el punto donde se había bajado del coche. No estaba lejos, no podía estarlo. Era una calle tranquila que salía al ruidoso bulevar en el que se encontraba, con bloques de viviendas de tres o cuatro pisos a ambos lados y unos arbolitos recién plantados en macetones aquí y allá.
¿Era ahí? FEJØGADE, ponía en el cartel, un conjunto de letras que se resistía a cobrar el menor sentido. Para que luego dijeran que el húngaro era difícil…
El pequeño Fiat rojo estaba aparcado junto al bordillo con un impacto en forma de telaraña en la luna trasera. Con las manos apoyadas en el techo, atisbó por las ventanillas. Efectivamente. Ahí estaba, tirada en el asiento de atrás al lado del botiquín que la enfermera había utilizado para curarlo. Accionó el tirador de la puerta, pero el coche, por supuesto, estaba cerrado a cal y canto. Los urbanitas tenían tan desarrollado el reflejo de echar la llave que para que lo perdieran hacía falta algo más que un ataque de vómitos.
Intentó adivinar cuál sería el portal de la enfermera. Era de suponer que habría aparcado lo más cerca posible de su casa, pero no había muchos sitios libres donde elegir. Estudió indeciso el oscuro portal más cercano al Fiat. ¿Sería ese? Imposible estar seguro. Además, ¿en qué piso? Observó la hilera de botones encendidos con nombres escritos a máquina por detrás del plástico. HANSEN, KRONBORG, H. SKOVGAARD, MELENE HVIDT & RASMUS BJERG POULSEN… No había dicho cómo se llamaba. Probó con el botón donde ponía HANSEN, pero nadie contestó. En KRONBORG salió una voz de hombre que, por supuesto, hablaba en danés. O eso, al menos, supuso Sándor. No entendía una palabra.
No es más que una cazadora, se dijo. Pero, aun así, se sentía cada vez más insignificante. Había pasado de tener una habitación llena de cosas a una bolsa de deporte con lo más indispensable. Luego, adiós bolsa; no la había recogido al marcharse de Valby. Y ahora su cazadora de Studio Coletti que, con un poco de buena voluntad, podría haber pasado por una prenda de estilo clásico. ¿Qué sería lo siguiente? En un breve destello delirante se imaginó a sí mismo en cueros vivos, dando tumbos por las calles de una ciudad desconocida. Pero aún conservaba la cartera en el bolsillo del pantalón, el teléfono móvil y las llaves de una habitación que ya no era suya.
El teléfono. ¡Si había recibido un mensaje! Cuando estaba arrinconado contra la pared con un cristal afilado en el gaznate.
El mensaje estaba en blanco, pero lo habían mandado desde el número de Tamás.
Pulsó el botón de llamada con gesto febril. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Media hora? ¿Más? ¿Menos? No tenía la menor idea. Lo único que podía hacer era esperar con toda su alma que su hermano continuara junto al teléfono.
—¿Sí?
—Tamás, ¿dónde estás?
—Who is this?
Cuando la voz empezó a hablar en inglés, comprendió que no era él.
—Please, let me talk to Tamás —intentó.
—Who may I say is calling? –preguntó el hombre del teléfono, en un inglés muy correcto, pero con un acento que Sándor no acababa de identificar. Tal vez fuera así como hablaban los daneses.
—I’m his brother.
—Oh, good. Ha preguntado por ti. Ahora mismo no puede ponerse, pero está deseando hablar contigo. ¿Dónde estás?
Una alarma saltó en el interior de Sándor. No confío en ellos. Solo confío en ti.
—En Copenhague —explicó vagamente—. ¿Dónde está Tamás?
—Aquí, con nosotros. Ahora está durmiendo, ha estado enfermo y no se encuentra muy bien. Pero sé que se alegrará mucho de verte cuando se despierte. ¿Dónde estás? Podemos ir a buscarte, no nos cuesta nada.
Yo tampoco confío en vosotros, pensó Sándor. Pero no tengo elección.
—El letrero dice FEJØGADE —dijo; y se lo deletreó.