21

P LAF

Nina descargó un golpe certero y veloz sobre el frenético tábano que llevaba treinta segundos persiguiéndola. Al principio se había lanzado a por su nuca, pero después cambió de táctica y probó suerte con los labios, los ojos y las orejas. Ahora no era más que una asquerosa manchita de sangre en el hombro. Se limpió como pudo y observó el alegre gentío que la rodeaba con la sensación de haber aterrizado en otro planeta. La primera excursión de los de 2.º A. Cuando ella era pequeña, esas cosas eran asunto del colegio y de los niños; ahora, en cambio, los padres tenían que acompañarlos y socializar. Habían constituido grupos y comités, y la lista de actividades que exigían disfraces creativos, sonrisas de copia y pega, y litros y más litros de café había sido agotadora. Ahora tocaba una excursión a un barracón de exploradores en la localidad costera de Solrød Strand, y todo era tal y como había imaginado. El barracón, oscuro y húmedo, apestaba a madera mojada y a pies. La cocina estaba sucia y un solo vistazo a las instalaciones había confirmado sus peores sospechas; es decir, que tendrían que pasar la noche todos amontonados en dormitorios comunes, lo que en su opinión implicaba intimar con los otros padres más de lo deseable. El dolor de cabeza que le martilleaba el cráneo desde su regreso de Valby en la víspera no contribuía a ponerla de mejor humor. Se había automedicado con un cóctel de diversos analgésicos que solía ser eficaz contra casi cualquier tipo de dolor, hasta el momento sin éxito. El sol de la tarde la cegaba y cada vez que levantaba la cabeza hacia la luz sentía pequeños puñales clavándosele en la sien.

Pero a Anton le encantaba.

Estaba con Benjamin junto a la hoguera atizando las brasas con una vara larga. Hacía ya rato que se habían comido el pan que habían tostado al fuego y la madre de Benjamin había hecho varios intentos de alejarlos de allí. Nina lo dejó por imposible de antemano. Era un juego ancestral, lo más probable era que los niños lo llevaran en el ADN. Removían las brasas, empujaban ramitas hacia las llamas anaranjadas y de vez en cuando lanzaban por los aires una nube de chispas y cenizas.

Era consciente de que debía hacer algo. Recoger la mesa, preparar el café o, por lo menos, charlar con los demás, pero en esos momentos solo tenía energías para mantenerse más o menos en pie y pensar en su cabeza. Echaba de menos a Morten. A él se le daban de miedo esas cosas y lo habría pasado en grande con el resto de padres. Seguro que, además, se habría ofrecido voluntario para hacer una tarta para todo el mundo en lugar de conformarse con una comprada a última hora, también habría cargado el coche de balones de fútbol y organizado un partido de cualquier cosa en la explanada que había delante del barracón. A Morten se le daban bien esas cosas, y su sola presencia era un tranquilo refugio al que Nina podía recurrir cuando se hartaba de sonreír.

Detrás del barracón crecían montones de ortigas a los pies de las hayas. Se apartó un poco del grupo tratando de no rozarlas y se sentó en una piedra con el móvil en la mano.

La habían llamado desde un número extranjero. Dos veces. Supuso que sería la madre del pequeño de Valby, aunque todo lo que había en el buzón de voz era ruido de fondo y un murmullo lejano.

Se quedó allí sentada con el teléfono en la mano, oyendo el rumor de los gritos de niños y mayores que llegaba desde el otro lado de la casa. Una mujer soltó una carcajada escandalosa y Nina volvió a sentir el dolor de cabeza abriéndose paso como una oleada que le brotaba de lo más recóndito del cráneo y avanzaba hacia los ojos.

Se había comprometido a regresar al taller en caso de que la necesitaran. El bosque se estremeció ligeramente a sus pies cuando se levantó y echó a andar hacia Anton. Tenía la esperanza de que su hijo insistiera en quedarse.

Al comprobar que los dos niños seguían junto a la hoguera con sus palitos, decidió probar suerte con la madre de Benjamin, una mujer bajita de aspecto simpático que no debía de pasar de la treintena.

—Perdona.

Intentó esbozar una sonrisa tímida, pero valiente.

—Me parece que vamos a tener que volvernos a casa, tengo un dolor de cabeza espantoso.

La madre de Benjamin se apartó del grupo de padres con los que estaba y la miró con aire compasivo.

—¡Qué lástima! —exclamó—. Con lo bien que se lo están pasando los chicos. ¿Tú crees que Anton se animaría a quedarse? Yo cuidaría de él.

Nina sonrió llena de gratitud y se volvió rápidamente hacia su hijo.

—Es todo un detalle por tu parte —dijo—. Voy a preguntárselo ahora mismo.

—Sí, ve —la animó; después se quedó mirándola con expresión grave—. Pero ¿estás segura de que puedes conducir? No tienes buena cara.

Al cabo de siete minutos, Nina estaba sentada al volante de su Fiat. Al mirar por el retrovisor comprendió a qué se refería la otra madre. Estaba pálida y su piel lanzaba destellos húmedos a la luz que entraba por el parabrisas y dibujaba líneas irisadas sobre el salpicadero. Se despidió de su hijo agitando la mano y dio marcha atrás por el angosto sendero del barracón con el cráneo a punto de estallar. El niño le devolvió el saludo eufórico de alegría y salió al galope por entre los árboles detrás de su amigo. Al incorporarse a la carretera lo perdió de vista. Antes de llegar a la autopista detuvo el coche, se bajó en la cuneta y vomitó las salchichas, el pan y el café de los padres sobre los vilanos.

Al aparcar el Fiat frente al taller, Nina vio a un hombre apoyado en la valla, junto a la carretera. El sol, ya más bajo, resplandecía por detrás de su cabeza como una gloria, haciendo que resultara imposible reconocer sus facciones. Aun así, al cruzar por encima del asfalto agrietado, tuvo la inquietante sensación de que el tipo la seguía con la mirada.

Cuando abrió la puerta de la nave salió a su encuentro un impreciso ritmo de música tecno. En el interior solo había un puñado de hombres. Por lo visto, el buen tiempo se traducía en jornadas de trabajo en el centro más largas. Los pocos que ya habían regresado estaban sentados en unas sillas de jardín desvencijadas que habían sacado junto a la puerta, tan concentrados en su partida de cartas que se limitaron a mirarla de soslayo cuando los esquivó para entrar. Al fondo de la nave había una adolescente un poco rechoncha con unos vaqueros claros demasiado ajustados, un top de color amarillo chillón y una coleta al frente de una pequeña formación de bailarinas. Nina distinguió a dos niñas que no estaban allí la víspera. Tendrían unos ocho o nueve años y seguían con la mirada concentrada de sus ojos oscuros los pasos de la adolescente, que no estaban del todo desprovistos de gracia. Los niños más pequeños manoseaban la fuente del ruido, un sucio radiocasete estéreo conectado a un enchufe al lado de la puerta de la cocina. Uno de ellos intentaba sabotear el baile de las chicas meneando las caderas entre risas descaradas mientras sostenía una galleta de chocolate en la mano derecha, pero el resto de los chiquillos que rodeaban el aparato estaban débiles y paliduchos.

Del niño enfermo no había ni rastro.

Nina avanzó por la nave con paso vacilante. Cada vez que intentaba fijar la vista en un punto, este parecía alejarse. La fría luz azulada del fluorescente parpadeaba a su paso entre las hileras de colchones, sábanas arrugadas y sacos. De pronto vio a la madre del pequeño. Estaba acurrucada contra la pared con el niño al lado y, cuando se acercó, Nina vio que se había despertado. Sus ojos oscuros se recortaban enormes contra la palidez del rostro, pero era un alivio ver que estaba consciente. Su madre tenía aspecto de llevar varios días sin dormir, y probablemente así era. Se la veía pálida y descolorida, con sus vaqueros raídos y un forro polar de color rosa que resultaba excesivo para el mes de mayo. Señalando hacia el teléfono que llevaba colgando del cuello, mostró sus dientes mellados en algo que quería parecer una sonrisa.

Ápolónö, telefonál! —exclamó.

Nina asintió y se dejó caer junto a ella. Al percibir el hedor que despedía la cama del niño, volvió a sentir las náuseas que la habían acechado durante todo el trayecto hasta Valby. Pero esto qué es, se dijo, y sintió que su pregunta flotaba sin rumbo por el interior de su cabeza dolorida. El niño tenía el pulso un poco rápido, pero no era nada alarmante. No le habría venido mal otra dosis de suero, aunque al parecer su madre había logrado hacerle beber bastante. Dos botellas vacías de medio litro rodaban junto al colchón. Nada crítico, pensó, pero el niño seguía sin curarse. Todo lo contrario. La madre parecía haberle leído el pensamiento.

Kórház —dijo—. Hospital?

Y sin dejarle tiempo para responder, se puso en pie tambaleándose de agotamiento y le indicó por señas que la siguiera. Pasaron junto a los jugadores de cartas y salieron al aparcamiento, sumido en la penumbra al igual que el resto del polígono. La mujer continuó en dirección a la esquina del taller y empezó a seguir un caminito de losetas medio enterrado en la hierba que conducía a un pequeño despacho con las ventanas cegadas. Un alto y descuidado seto de hayas se inclinaba sobre el camino que separaba la parcela del terreno colindante y Nina sintió que perdía el equilibrio al agacharse para esquivar sus ramas. Las losetas se balanceaban. El mundo entero se balanceaba. A mitad de camino la mujer se detuvo, se agachó y separó las hojas del seto. Luego sacó un viejo cubo de plástico, lo sostuvo por el asa con dos dedos y lo dejó con suavidad entre ellas.

El hedor del líquido que chapoteaba en el cubo reveló su contenido antes de que llegaran a verlo. Vómitos. La mujer señaló hacia el fondo del recipiente y observó a Nina con un miedo negro y descarnado en la mirada.

Vér —dijo—. Much sick.

La enfermera se inclinó con cautela sobre el cubo conteniendo la respiración. El líquido era oscuro y grumoso como los posos del café.

Hematemesis. Quienquiera que hubiese vomitado tenía una gravísima úlcera sangrante. No podía ser el niño, se dijo, imposible. Acababa de verlo en el taller comiendo galletas y parecía enfermo, sí, pero no al borde de la muerte. Tenía que tratarse de otra persona, tal vez ese chico que había desaparecido. O había ingerido algo que le había corroído la mucosa gástrica o bien la enfermedad había acabado por destrozarle el estómago. La hematemesis no pasaba así, sin más. Era un síntoma potencialmente mortal.

Where does it come from? Where is he?

La mujer titubeó.

Mulo, much sick. Gone. Now, my son same sick —le explicó con los labios contraídos por el miedo.

Nina echó a andar. Si el que había vomitado era «el chico enfermo» de Peter, se encontraba en serias dificultades, pero ella no sabía quién era ni dónde estaba, y en esos momentos su máxima prioridad eran el niño y los otros pequeños.

Abrió de par en par la puerta del taller y corrió hacia el colchón. No tenía ninguna seguridad de que se tratase de la misma enfermedad, pero ya no podía permitirse correr más riesgos. Había que ingresarlo. De inmediato.

Hospital now.

Sonreía afablemente y se esforzaba para que sus movimientos parecieran tranquilos y seguros. No había razón alguna para aterrorizar a la madre. Al contrario, era importante que entendiera lo que había que hacer. No podía albergar dudas.

La mujer miró con aire inquieto hacia los hombres de las destartaladas sillas de jardín. Luego sacó una bolsa de plástico blanca muy arrugada y empezó a recoger la ropa del pequeño. En la bolsa ponía Ticket to Heaven con unas bonitas letras grandes y sinuosas. Debajo había un dibujo en el que se veía a un grupo de niños y niñas con ropa de muchos colores. Le temblaban las manos.

Uno de los hombres se puso en pie. Nina oía sus pasos sobre el duro suelo de cemento, pero no se volvió. Se arrodilló junto al pequeño y le sonrió.

—¿Te vienes conmigo a dar un paseo en coche?

Lo levantó y le hizo un gesto apresurado a la madre.

Let’s go.

Empezó a avanzar hacia la puerta seguida de la mujer. No recordaba que el crío pesara tanto, aunque tal vez fuera ella, que ahora estaba más débil. Tenía la sensación de ir pisando cojines.

Abbahagy. Stop.

El hombre ni siquiera había alzado la voz, pero Nina comprendió que la madre del pequeño se había quedado paralizada. Los demás, ahora también levantados, les cortaban el paso con los brazos cruzados y los ojos entornados. El padre del niño avanzó y agarró a la madre por el brazo.

Örult éu vagy?

Un diluvio de palabras en húngaro cayó sobre sus cabezas. El hombre señaló hacia la enfermera y la mujer contestó. En voz baja, pero exasperada. Después se soltó, se acercó a Nina y trató de abrirse paso a través del grupo.

Né!

El padre se abalanzó sobre ella y volvió a sujetarla, esta vez con tanta fuerza que era evidente que le estaba haciendo daño. Luego miró a Nina.

My son stay here.

La mujer protestó, obviamente intentaba explicarle algo, aunque sin éxito. Los hombres habían empezado a arremolinarse alrededor de Nina, que permanecía inamovible aferrada al niño.

The boy is very sick. We must take him to a hospital —dijo con calma—. Please, let me through.

Cuando hizo ademán de continuar, un crío jovencísimo con el pelo recogido en una coleta y la barbilla cubierta de pelusilla se apartó lo suficiente para dejarle vía libre hacia la puerta. Si conseguía salir con el niño, lo más probable era que también dejasen escapar a la madre. Si no, siempre podría volver a buscarla más adelante.

Alguien tiró de ella con fuerza hasta obligarla a volverse y se encontró cara a cara con el padre, que parecía dispuesto a vender cara su vida. Estaba furioso, pero detrás de su furia acechaba otro sentimiento: pánico. Como si tuviese miedo de ella.

Agarró a su hijo y trató de arrancárselo de los brazos con movimientos bruscos y hostiles. De pronto el niño lanzó un chillido ensordecedor y Nina lo soltó. No podían continuar tirando cada uno de un extremo como si fueran dos perros peleando por un pedazo de carne. Pero ya era tarde. El aullido del pequeño hizo que el hombre empezase a gritar, primero a la enfermera y después a la madre, que había roto a llorar. Nina fue reculando hacia la puerta sin perder de vista a los hombres, accionó el picaporte y salió. Nadie trató de impedírselo.

Una vez en el aparcamiento respiró hondo, bocanada a bocanada, el aire fresco de la tarde. El dolor de cabeza, que durante el tira y afloja había pasado a un segundo plano, regresó como un mazazo.

No estaba en condiciones de llevarse al niño, de modo que había llegado el momento de recurrir a las autoridades. No tenía otra salida. Decidió comenzar por Magnus, que disponía de un completísimo listado de contactos en la Policía y los servicios sociales. Mandaran a quien mandaran, necesitarían refuerzos si querían tener la más mínima posibilidad de sacar al niño de allí.

Se sabía de memoria el número de Magnus, pero no llegó a terminar de marcarlo. La detuvo un fuerte golpe en el dorso de la mano. El dolor le hizo soltar el teléfono, que chocó contra el asfalto con un chasquido seco. Al volverse, descubrió al crío de la coleta con el palo de una escoba entre las manos. Lo había empleado para golpearla. Colocó el talón sobre el teléfono y cuando lo pisó se oyó un crujido. Alzó el palo una vez más y gritó algo, a ella o a los hombres que se habían quedado en el taller.

Nina dio media vuelta, recorrió a la carrera los escasos metros que la separaban del Fiat, se abalanzó sobre el asiento del conductor e introdujo la llave en el contacto. Alguien intentaba abrir la puerta del copiloto. No veía quién era, pero le daba lo mismo. Se inclinó hacia ese lado hasta donde se lo permitía el volante y trató de cerrarla. No podía. Quienquiera que estuviese tirando del otro lado tenía más fuerza que ella. Por el retrovisor vio que se aproximaban varios hombres enfurecidos. Una piedra se estrelló contra la luna trasera con un chasquido sordo. Para su desesperación, la puerta se le escapó de entre los dedos y un hombre ocupó el asiento al lado del suyo.

Drive —dijo—. Please

Solo entonces comprendió que no era uno de los cazadores, sino más bien otra presa, como ella. Tenía el rostro hinchado y enrojecido y una ceja partida cubierta de sangre seca, como si estuviese recién salido de una riña de borrachos. Otra avalancha de piedras cayó sobre el coche.

Nina hizo girar la llave en el contacto y el Fiat arrancó milagrosamente a la primera. Retrocedió tan aprisa que sus perseguidores se vieron obligados a saltar hacia los lados; después aceleró y enfiló la desierta avenida del polígono con una puerta abierta de par en par y un polizón aferrado al asiento y a la guantera. Antes de que el coche se perdiera en el denso tráfico de la carretera, su copiloto logró cerrarla.

Las ruedas delanteras del vehículo embistieron levemente la acera de Fejøgade y Nina oyó el inconfundible sonido de los bajos al rozar contra el suelo. Estaba algo mareada y al girar la cabeza para estudiar a su polizón empezó a ver chiribitas. El joven se apretaba un pañuelo contra la brecha de la ceja. La tela estaba empapada de sangre y un par de gotas oscuras le corrían lentamente por el brazo. Al darse cuenta, le dio la vuelta al pañuelo y trató de no mancharse y de que no goteara sobre el asiento. Ella lo encontró casi conmovedor, teniendo en cuenta el estado del Fiat, que tenía la tapicería bastante cochambrosa. Abrió la guantera, sacó un rollo de papel de cocina y se lo tendió.

Thank you —dijo él educadamente.

No habían cruzado una sola palabra en todo el recorrido, Nina porque disponía del oxígeno justo para llevarlos sanos y salvos a través del tráfico a pesar del dolor de cabeza, y él porque había permanecido inmóvil y en silencio, como si presintiera que cualquier movimiento por su parte podría ser interpretado como una amenaza.

Se sujetó el papel contra la herida con una mano y luego se quedó muy quieto con el pañuelo ensangrentado en la otra, como si no supiera muy bien qué hacer con él. Solo entonces se sintió Nina con fuerzas para pensar en él. Estaba lejos de casa, se dijo automáticamente, y era muy joven; no tendría mucho más de veinte años. Al principio lo había tomado por gitano, pero ya no estaba tan segura. Algo en su ropa, en sus modales, en su reservada cortesía, lo hacían distinto a los demás hombres del taller. Y luego, claro, estaba el hecho de que le hubieran pegado… Tenía la respiración entrecortada y se apretaba el codo contra el costado. Era evidente que la historia no terminaba en la ceja rota.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó, agradecida de que al menos hablase un poco de inglés—. ¿Dónde te duele?

—En el costado —contestó él—. Me han dado una patada.

Por lo menos no le habían herido con un cuchillo ni con un bate de béisbol. Nina estudió sus labios, pero no tenía ninguna burbuja de sangre, y las manchas que se veían parecían proceder solamente de la ceja. Una patada podía perfectamente romper una costilla, y una costilla rota perforar un pulmón. Lo de la ceja podía esperar, no era mortal. En cambio, el dolor en el pecho tal vez lo fuera.

—Quítate la cazadora. No, espera, ya te ayudo yo.

No quería que se moviese demasiado hasta no hacerse una idea del estado del tórax. La necesidad de ser profesional había vuelto a dejar sus náuseas en un segundo plano, gracias a Dios. Encendió la luz del interior del coche para ver bien lo que hacía y apartó la camisa ensangrentada del joven dejándole el pecho al descubierto. Tenía una marca roja redondeada a lo largo de la tercera costilla del lado izquierdo y gemía al contacto, pero el hueso parecía estar entero, como mucho algo fisurado. Era muy desagradable y durante varios días respirar le resultaría un deber muy penoso, pero eso era todo.

—¿Eres médico? —preguntó él.

—Enfermera.

En el ojo que no estaba cerrado por la sangre brilló un destello de afán y esperanza.

—Mi hermano —dijo—. ¿Lo has visto? Está enfermo…

—¿Cuántos años tiene?

—Dieciséis.

—No, entonces no lo he visto.

¿Sería el chico gitano que había desaparecido del taller? ¿Debería preguntárselo? Pero todo lo que sabía era que ya no se encontraba allí y que probablemente no solo estaba enfermo, sino muriéndose.

Los hombros del joven se hundieron. Nina apartó con suavidad la mano con la que se protegía el ojo para verle la herida. Tal y como pensaba, se trataba de la clásica brecha de boxeador. Sangraba mucho, pero no era muy larga, y podría haberla curado en un momento con un poco de adhesivo tisular si no hubiese dejado el maletín en Valby. Tendría que conformarse con el botiquín del coche, que no era lo ideal, aunque serviría para salir del paso.

—¿Conocías a esa gente? —le preguntó.

—No —contestó él tajante.

La dejó trabajar en silencio, casi como si no estuviera. Como si hubiese desaparecido en algún lugar de su interior, donde, quizá, el dolor no pudiera atormentarlo. Ella se sentía incómoda, porque era una reacción que estaba más acostumbrada a ver en niños refugiados exhaustos o víctimas de malos tratos; al menos así resultaba un paciente más fácil. Le limpió la herida con un poco de yodo y la cerró con varias tiritas muy finas. Por último, giró el retrovisor para que él también viese el resultado. Con la mirada un poco menos ausente volvió a darle las gracias con la misma educación que la primera vez.

—No hay de qué.

Nina esbozó una sonrisa forzada, sentía que las náuseas regresaban como una oleada que ascendía desde el fondo de su estómago. Si logró continuar fue solo gracias a aquella reacción de niño asustado del joven.

—¿Tienes problemas? ¿Hay algo que yo…?

No llegó a terminar la pregunta. De repente tuvo la sensación de que el coche flotaba a la deriva por el negro asfalto como un barco en alta mar. Abrió, pero no llegó a salir del todo y vomitó agarrándose a la puerta. Un líquido caliente le salpicó la sandalia, el pie y la pierna desnuda. Después permaneció unos instantes con los ojos cerrados y la frente apoyada en el volante, tratando de respirar el fresco aire nocturno.

Al sentir una mano en el hombro levantó la vista. El chico había bajado del coche para ayudarla a salir. Parecía asustado. Preocupado y asustado de un modo que no encajaba con un chico de su edad. Los de su especie solían vivir firmemente convencidos de su propia inmortalidad.

El joven le sostuvo el brazo con delicadeza mientras ella trataba de salvar el pequeño charco de vómito que se había formado junto al coche. Era amarillento con unas manchitas rojas de un tono más claro. Sangre. Ya no cabía la menor duda: tenía lo mismo que los niños del taller.

Nina retiró el brazo involuntariamente y retrocedió para apartarse. Si lo que tenía era contagioso, ya habían pasado demasiado tiempo juntos en el coche; y no quería ni acordarse de Anton y de todos los niños de la excursión. En realidad, no estaba preocupada, ni por sí misma ni por Anton. Dudaba mucho que fuese una enfermedad que no pudieran tratar en cualquier hospital medianamente equipado. En el caso del joven y los gitanos del taller era distinto. No tenía la menor idea de adónde se dirigía y tampoco de si acudiría a un hospital en caso de enfermar.

—Esto solo han sido unos primeros auxilios —le explicó—. Siéntate. Te llevaré a Urgencias en cuanto… en cuanto recupere el aliento.

—No.

Él movió la cabeza de un lado a otro con determinación.

Nina lo observó sintiendo que una frustración furiosa e intensa la invadía como una oleada de calor. ¿Qué le ocurría a aquella gente? ¿Por qué no podían limitarse a hacer lo que se les decía?

—Necesitas un tratamiento, igual que los niños del taller. Hay que ingresarlos. ¿Por qué os negáis a verlo?

La rabia contenida hacía que su voz fuese dura y sin resonancia. Obviamente, no lograba contenerla lo bastante.

—Tengo que irme —anunció él retrocediendo, como si intentara apartarse de un perro feroz—. Gracias por ayudarme.

Quería que esperase, que al menos se quedara lo suficiente para apuntar su teléfono y que pudiese llamarla si le surgían problemas. Si no se encontraba bien. O si daba con su hermano enfermo. Pero ya se alejaba por la acera. Cuando intentó dar un par de pasos vacilantes tras él, le temblaban los músculos de las piernas. Ni siquiera tenía fuerzas para gritarle. Le asustaba la idea de volver a vomitar si tensaba los músculos de la garganta. Sin embargo, cuando llegó a la esquina el joven se volvió por sí solo. Dudó tanto rato que Nina empezó a pensar que había cambiado de opinión.

—Los niños —se decidió a decir al fin—. En Hungría es normal que se lleven a los niños gitanos. Si, por ejemplo, alguien de la familia está gravemente enfermo… o si le ocurre algo. Por eso tienen miedo, por eso no se atreven a ir al médico. Porque los niños no siempre vuelven a casa.

Parecía dispuesto a seguir hablando, pero de pronto giró bruscamente sobre sus talones, apretó el paso y desapareció calle abajo. Nina aguardó sin moverse a que remitieran las náuseas.