EN EL FERRY que llevaba a Dinamarca había una especie de cibercafé. O al menos un ordenador. Estaba comprimido en una pecera de cristal que supuestamente era un business lounge y Sándor tomó asiento frente a él con la sensación de encontrarse en territorio prohibido. No tenía mucho aspecto de viajar en business class en esos momentos, no. Había invertido nada menos que dos días en cruzar Alemania a trancas y barrancas, manteniendo el radiador con vida a base de sellador WondarWeld y recargas de agua, y eso era más de lo que su escaso guardarropa de viaje había podido soportar. Llevaba unos calzoncillos reciclados que había lavado como buenamente había podido en un lavabo a las afueras de Teupitz. Por debajo de la camisa sentía un picor constante, posiblemente a causa del vello que le empezaba a crecer tras la masacre que se había hecho con la maquinilla antes del examen. Al menos esperaba que fuera solo por eso. Estaba tan agotado que al principio no lograba recordar la contraseña de acceso a su correo. Terminó por desconectar el cerebro y confiar en que sus dedos tuvieran mejor memoria que sus neuronas. Había un largo mensaje de Lujza. Aunque no sabía cuánto tardarían en echarlo de allí ni cuánto tiempo faltaba para que el ferry tocase tierra, no pudo dejar de leerlo. «Mi queridísimo Sándor: No sé qué es lo que está ocurriendo en tu vida y tú no quieres contármelo», comenzaba. Luego seguía con una pormenorizada descripción de sus sentimientos, su confusión e impotencia, su rabia al verse excluida. Y lo peor de todo: la sensación de traición con que se quedaba porque «no me has dejado conocerte». La conclusión, claro está, era inevitable. Lujza no era del tipo «vamos a ser solo amigos», ni tampoco de las que se escudaban en vulgaridades como «no es culpa tuya, soy yo». «Creo que no tengo energías para querer a alguien que no se atreve a ser él mismo», había escrito. «Y no puedo estar contigo si no te quiero. Habría preferido decírtelo a la cara, pero no me has dado ocasión.» Y después, simplemente: «Adiós». Ni palabras cariñosas ni esperanzas de futuro, no había fisura alguna en su rechazo. Le temblaba todo el cuerpo. Ignoraba por qué le resultaba tan chocante, si sabía perfectamente que se lo había ganado a pulso, que era él quien se había ido separando de ella y no al contrario. De pronto echaba en falta su perfume, sus manos, el calor de su cuerpo, la echaba tanto de menos que se sentía vacío. Le faltaba hasta la angustiosa sensación de verse arrastrado cuando a Lujza se le metía entre ceja y ceja algún despropósito y se lanzaba a por él a tumba abierta. Pero ¿había vuelta atrás? Si encontrara a Tamás, si consiguiese reunir ese dinero de alguna forma, si volviera a Budapest… su vida ya no sería la misma de todos modos.
Descendió por la lista de mensajes de la bandeja de entrada hasta llegar a uno de tamas49@hotmail.com. Era más largo que el sms, pero igual de desesperado.
Phrala, no sé si querrás ayudarme. A lo mejor sí, a lo mejor no. Pero a mamá y a las chicas sí las ayudarás, ¿verdad? Todo esto ha sido por ellas. Lo haría yo si pudiera, pero estoy hecho una mierda. No me tengo en pie. Me cuesta ver. No contestes, tú ven. Cuando termine de escribirte este mensaje voy a intentar esconder el móvil, pero si lo encuentran y has contestado, a lo mejor pueden ver lo que dices. No confío en ellos. Solo confío en ti. Apunta esto y borra el mensaje. Lo demás ya te lo contaré cuando vengas.
Había una dirección y varias columnas de números. La primera contenía fechas, de eso estaba seguro; la segunda no tenía la menor idea de qué podía ser. ¿Teléfonos, tal vez? Parecían un poco cortos, solo ocho cifras. Pero debía de tratarse de móviles, porque más abajo Tamás había añadido: «Solo por sms, nada de hablar. Date prisa».
Alguien se había tomado la molestia de dejar una libretita y un bolígrafo con el logo de la compañía junto al ordenador. Sándor anotó la dirección y los números, comprobó que no se había equivocado y después borró el mensaje obedientemente. «No me tengo en pie. Me cuesta ver.» Tamás, joder, ¿qué te pasa? ¿Y quiénes son esos «ellos»? ¿Quién es esa gente en la que no confías?
Permaneció unos instantes contemplando la pantalla gris del ordenador. No quedaba más remedio que encontrar a Tamás ya, lo más aprisa posible.
—The ferry will dock in a few minutes. We kindly ask our passengers to proceed to the car deck…
Se guardó la nota en el bolsillo de la cazadora y se levantó.
De regreso en el minibús, el conductor tenía un pie en el escalón y Sándor tuvo que ponerse de medio lado para poder subir. Aún estaba pisando el suelo manchado de aceite y agua salada del puente de vehículos cuando el tipo avanzó hacia él bruscamente aplastándolo contra la puerta.
—La tarjeta —ordenó.
El joven tardó unos instantes en comprender a qué se refería. Le parecía que habían transcurrido varias semanas desde el día en que robó su propia Visa en una autopista cerca de Schwartzheide. Por lo visto, el conductor acababa de descubrir el «robo».
—Pero si es mía.
—¿Has estado en la tienda del ferry?
—No… —contestó Sándor desorientado.
El otro le metió las manos en los bolsillos de la cazadora y de los pantalones y lo cacheó como un aduanero celoso de su oficio.
—¡Pero qué hace! —protestó el muchacho.
—¿A ti qué te parece? Con que uno solo de nosotros pase de contrabando un cartón de cigarrillos, retendrán a todo el autobús. Y lo registrarán. De arriba abajo, compañero. A la gente como nosotros siempre la registran.
Ni se le había pasado por la cabeza que confiscara las tarjetas por esa razón. Dejó que sus manos le recorrieran el cuerpo, la cintura del pantalón y los muslos sin oponer resistencia, con la esperanza de que la puerta del vehículo lo ocultara lo bastante para evitar que su humillación acabara siendo un entretenimiento para el resto del pasaje. Por último, el conductor le endosó de nuevo cuanto había encontrado: pañuelo, cartera, peine, la nota con los números de Tamás y el libro de Morgan Kane que estaba releyendo.
—Muy bien —dijo—, pero en el viaje de vuelta quiero otra vez esa tarjeta. ¿Entendido?
Sándor asintió mientras repartía sus pertenencias por diferentes bolsillos. En ese mismo momento, el portón de proa empezó a abrirse y el conductor se apresuró a ocupar su asiento y poner en marcha su sufriente minibús.
—¿Cuándo llegaremos a Copenhague? —preguntó Sándor.
—Dentro de media hora si esta chatarra echa a andar. Si no, puede que sea más rápido ir a pie.
—¿Valby está cerca de Copenhague?
Ese era el lugar que indicaba la dirección de Tamás.
—No está cerca de Copenhague, está en Copenhague, espabilao. Allí vamos. Anda, y ahora ve a sentarte y estate calladito.