EN EL INTERIOR del furgón de vigilancia empezaba a oler a sudor nervioso y a café ya digerido. Søren se echó un poco hacia delante y después hacia atrás en un intento de enfocar mejor la pantalla. Últimamente en la óptica empezaba a oír hablar de gafas multifocales con demasiada frecuencia.
—¿No se puede mejorar la calidad de la imagen? —preguntó con irritación.
—Si no deja de moverse, no —le explicó el técnico—. Tenemos que conformarnos con la poca luz que hay.
A medida que el sujeto avanzaba por el descampado del tren, la imagen saltaba y vacilaba. Søren desvió la mirada hacia otra pantalla que mostraba una perspectiva aérea de la zona. Tenían dos hombres apostados en lo alto del edificio más cercano, en Rovsingsgade. El objetivo de la operación, un camión-frigorífico Scania azul lleno de arañazos, continuaba aparcado más o menos en el centro del triángulo de tierra de nadie que se extendía entre Rovsingsgade y las viejas vías muertas. A lo lejos, en paralelo al límite de los jardines, pasó un tren de cercanías en medio de un centelleo de ventanas iluminadas. La mañana no era exactamente oscura, solo gris y sombría, con la luz suficiente para que los ocupantes del camión pudieran descubrir a Berndt si no andaba con cuidado.
Pero no había de qué preocuparse. En esos instantes la cámara que llevaba instalada en los auriculares no mostraba otra cosa que primeros planos de la hierba amarilla y tallos de ortigas secas.
—Vamos, vamos… —murmuró el técnico que estaba sentado al otro lado. Se llamaba Mikael Nielsen y era un joven apasionado con un altísimo coeficiente intelectual, uno de los nuevos agentes de antiterrorismo reclutados por el propio Søren. A simple vista podría haber pasado por el líder de un grupo de ultras de fútbol, con su pelo al uno, sus facciones rubicundas y su aire de tipo con el que nadie se animaría a compartir un taxi. Llevaba ya un año y medio formando parte del equipo de Søren, que se preguntaba cuánto tiempo más aguantaría. Era agudo como él solo y poseía unos conocimientos sorprendentes, pero también una inquietud que lo dominaba cuando, como en esos momentos, había que esperar. Y esperar. Y esperar. La cautela requería su tiempo.
De repente la cámara dio una sacudida hacia delante y se oyó un ruido. La respiración de Berndt resonó por la atmósfera enrarecida de la cabina y la imagen se volvió mucho más oscura.
—Se ha metido debajo del camión —susurró Gitte Nymand al oído de Søren. Estaba justo detrás de él y se había inclinado hacia delante para ver mejor. Su jefe reparó en su agradable aroma a pelo recién lavado y desodorante, y esperó que el contraste con la camisa que él llevaba puesta hacía dieciséis horas no resultara demasiado acusado.
De pronto apareció una nueva imagen en una pantalla que hasta ese momento había permanecido oscura. Estuvo entrecortándose, saltando y pixelándose durante unos segundos para luego definirse bruscamente. Søren no necesitó cambiarse de gafas.
Se trataba del interior de la caja del camión. La luz fría y cortante de los focos iluminaba la figura solitaria de un hombre sentado en una silla. Tenía las manos encadenadas a la espalda y un paquete de plástico negro pegado al pecho desnudo con anchas tiras de cinta adhesiva plateada.
—¡Bingo! —susurró Gitte. Søren le concedió aquella pequeña explosión de júbilo. La joven no se había equivocado. Había conseguido que el activista que habían capturado revelase un conocimiento de la zona sorprendente en un extranjero. Además, con ayuda de Mikael había localizado el camión y descubierto que el transportista a cuyo nombre estaba registrado ignoraba su existencia. No llevaba en el grupo ni cuatro meses, de modo que un triunfo como aquel tenía que estar siendo muy beneficioso para su autoestima.
—Ponte en contacto con el responsable de la operación —le ordenó Søren a Mikael—. Di que tenemos confirmación visual y comunícale que el rehén tiene colocada una carga en el cuerpo. Antes de irrumpir en el vehículo hay que cortar el tráfico en Rovsingsgade.
El rehén no era la única persona que veían en el camión; al parecer, había otras cuatro. Dos de ellas sostenían una cámara de vídeo e intentaban averiguar por qué no funcionaba mientras discutían en inglés en voz baja.
–It’s the batteries —decía una de ellas, probablemente una mujer. Con los pasamontañas y aquellos informes chalecos antibalas resultaba difícil aventurar algo más.
—I just recharged them! —protestó otro, un hombre joven.
—Es estupendo que Berndt haya conseguido también imágenes —comentó Gitte—. Creía que solo iba a haber sonido. ¿Cómo lo habrá hecho?
—Por el sistema de ventilación —explicó Mikael Nielsen con aire ausente mientras apretaba con nerviosismo el pulgar contra su nueva radio digital—. ¡Vamos!
Al fin logró establecer comunicación y empezó a hablar en voz baja desde el otro extremo del furgón para entorpecer lo menos posible las escuchas. Søren trató de desconectar de cuanto le rodeaba para concentrarse exclusivamente en lo que estaba ocurriendo en el camión frigorífico.
Dos de los cuatro secuestradores estaban armados con rifles automáticos; no era fácil determinar el modelo exacto, pero tenían algo que le recordaba a los viejos Heckler & Koch del ejército. Los dos de la cámara probablemente contaran con armas más pequeñas, aunque a simple vista no las localizaba. Desde luego, el factor más crítico eran los explosivos.
Habida cuenta de la situación, la verdad era que el rehén se tomaba las cosas con una tranquilidad pasmosa. Permanecía inmóvil en su silla observando a sus verdugos con aire inexpresivo. Los focos le arrancaban brillos de la coronilla calva y le proyectaban sombras por debajo del mentón y las clavículas; lo más probable era que el leve temblor que sacudía sus hombros a intervalos de pocos segundos se debiese al frío.
De pronto Søren sintió la mano de Mikael en el hombro.
—Algo pasa —le alertó—. No consigo hablar con el jefe de la operación, esta mierda de sistema nuevo me comunica todo el rato con los de la ambulancia.
Joder. No lo dijo en voz alta, solo habría empeorado la situación. También dominó el impulso de arrancarle la radio de las manos a Mikael para ver si con un subcomisario al mando cambiaba la situación. Aunque a la gente a veces le hacía mella lo del rango, a la tecnología le traía completamente al fresco.
—Utiliza el móvil —dijo—, pero cuidado con lo que dices; no somos los únicos capaces de pinchar una red telefónica.
Mikael masticaba con tanta fuerza el chicle de nicotina al que recurría para no fumar en momentos de tensión que los músculos de su intimidatoria mandíbula se le marcaban por debajo de la piel.
—Voy a intentarlo.
Sin embargo, al cabo de unos segundos dejó escapar una maldición.
—Lo tiene apagado.
Así lo establecía el reglamento. Søren también había apagado su teléfono para no entorpecer la operación.
—Muy bien —dijo—. ¿Situación?
—Vamos a contrarreloj —contestó Mikael—. Dentro de poco advertirán la desaparición de Blue 1 o echarán en falta una llamada de Blue 4.
Blue 1 era el nombre en clave del activista que habían detenido e interrogado y Blue 4, el del centinela que el grupo de Berndt ya tenía bajo control.
—Y con los nuestros ¿aún tenemos contacto? —preguntó Søren.
—Sí, pero hemos perdido la comunicación con el resto del operativo.
—Viva el mundo digital —murmuró el subcomisario.
—Yo creo que tenemos que entrar —dijo Mikael—. Todavía contamos con el factor sorpresa. Hay que capturarlos antes de que aprieten el botón.
—¿Y si sale mal? No sabes qué potencia tiene esa carga —observó Søren— y no está ni a treinta metros de Rovsingsgade, con el tráfico que tiene.
—También podrían tener otro hombre apostado ahí afuera, alguien que no hayamos detectado —apuntó Gitte.
—¿Y por qué no ha visto a Berndt? —objetó Mikael.
—Pues porque es Berndt.
—Pero joder, esperar es igual de peligroso. Pueden cargarse al rehén en cualquier momento. Con o sin explosivos.
—No —replicó Gitte—, porque aún no han hecho la grabación.
Esa observación hizo que Mikael dejase escapar un ruidito de frustración a medio camino entre un gruñido y un suspiro.
—El terrorismo se llama terrorismo porque su objetivo es el miedo —le recordó la joven—. ¿No es eso lo que siempre andas repitiéndonos, jefe?
—Sí.
Søren se permitió esbozar una pequeña sonrisa. Para un grupo terrorista, acabar con la vida de una persona en un camión frigorífico en las calles de Copenhague no sería un objetivo realista. La cuestión era conseguir que el mundo entero mirase mientras lo hacían, que el vídeo apareciese en el mayor número de televisores posible para así generar miedo, cambiar patrones de conducta y llamar la atención. Para ellos, sin el vídeo la acción perdía casi toda su razón de ser. Incluso corrían el riesgo de que otro grupo «asumiera la autoría», como solían decir.
De repente la joven se incorporó en la silla. Era una mujer alta, prácticamente tanto como cualquier hombre, y tenía hombros de nadadora olímpica. Cuando Gitte se erguía no pasaba inadvertida.
—¿Qué pasa?
—El tráfico —contestó apuntando con el dedo hacia la pantalla que mostraba toda la zona desde arriba—. Lo han cortado.
Tenía razón. La tenue hilera de coches de las seis de la mañana había desaparecido. Rovsingsgade parecía haber viajado en el tiempo hasta un domingo de los años setenta.
—Joder.
Esta vez lo dijo en voz alta. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Quién era el cretino que había cortado la calle sin avisarles primero? Y ¿cuánto tiempo tardarían en descubrirlo los del camión? Unos segundos, quizá, si de veras tenían a alguien apostado ahí afuera.
—¡Ahora! —gritó por el pinganillo que Berndt llevaba en la oreja—. ¡Entramos ahora!
Luz, frío, movimiento. Aunque el día aún no había aclarado demasiado, abandonar la sombría incubadora del furgón fue tan traumático como salir del vientre materno. Apenas cayó sobre el asfalto, atravesó el primer aparcamiento a la carrera y saltó el seto de haya para llegar al segundo. Su objetivo no era el camión frigorífico, eso se lo dejaba a Berndt y a los de operaciones especiales. Søren no tenía la menor intención de interponerse en el camino de gente mucho más profesional que él para ese tipo de cosas. Sin embargo, en el tejado del bloque de cuatro pisos del que procedían sus panorámicas había un hombre con una radio, una radio que, con un poco de suerte, le permitiría ponerse en contacto con el resto del operativo y averiguar qué coño estaba pasando. Se abalanzó hacia la puerta trasera —habían tomado la precaución de inutilizarla con un poco de cinta para que el resbalón no se encajara en el cerradero— y se lanzó como un loco a subir la resbaladiza escalera de terrazo. Primer piso, segundo piso, tercer piso… Dejó atrás el cuarto y continuó por la angosta escalera de servicio que conducía al tejado. Sentía unos desagradables pinchazos en la rodilla operada de ligamentos y la sobrecarga también empezó a pasarle factura en los pulmones, aunque aún tuvo aire suficiente para gruñirle a un jovencísimo y estupefacto oficial de la comisaría de Bellahøj:
—¡Dame esa radio!
Por el pinganillo oyó crujidos, el sonido de una respiración y algunos comandos breves y cortantes, pero ninguna detonación. Por suerte, ninguna.
Arrancó la radio —o «el terminal», como por lo visto había que llamarlo ahora— de las manos del oficial y permaneció inmóvil unos segundos estudiando su novedoso teclado. Entonces reafloraron a la superficie datos que creía perdidos en las brumas de su mente y pulsó la secuencia justa para ponerse en contacto con el jefe del operativo.
En ese preciso instante oyó una fuerte explosión por dentro y por fuera del pinganillo. En tres zancadas llegó al murete que recorría el perímetro del tejado y, por primera vez, tuvo ante sus ojos en la nítida y fría realidad de la mañana la misma perspectiva que había contemplado en las pantallas del furgón de vigilancia. Por las puertas traseras del camión, abiertas de par en par, salía una difusa nube de humo gris que empezaba a difuminarse por el descampado.
—¿Berndt? —llamó en voz baja por el micro incorporado a sus auriculares.
Transcurrieron veintiocho segundos, los contó. Después oyó la voz de Berndt con la cercanía artificial propia de las conexiones.
—Todo en orden. Lo tenemos bajo control.
Cuando el subcomisario llegó al camión frigorífico, al rehén ya le habían quitado las esposas y le habían echado una manta por los hombros. A Gitte le había tocado en suerte la ingrata tarea de retirar el objeto negro y plano que llevaba pegado al pecho, y cada vez que intentaba despegar la cinta, el desgraciado contraía el rostro en una mueca de dolor.
—¿No tenemos un poco de alcohol? —preguntó Søren—. Ayudaría a desprender el pegamento.
—No importa —aseguró el exsecuestrado—. Tú tira.
Su torso desnudo estaba demasiado musculado para que resultara realista en el papel de jefe de Estado raptado, y a pesar de que trataba de hacer que la sangre volviera a circularle por las manos a fuerza de estirar los dedos y apretar los puños alternativamente, no tenía aspecto de haber pasado algo más de cuatro horas encadenado e indefenso. Torben Wahl, alto cargo del PET —el servicio de inteligencia danés— y superior inmediato de Søren, no era un hombre que se alterase fácilmente.
—¿Qué tal ha salido? —se interesó.
—Pues no ha sido para tirar cohetes —reconoció el subcomisario—. La parte a cargo de inteligencia ha funcionado bien, y Berndt y los de operaciones especiales han hecho su parte. Lo que ha sido todo un circo es la coordinación con el resto del operativo. Esperemos que cuando se celebre la cumbre no tengamos este puto descontrol, porque si esto no llega a ser un simulacro…
—Precisamente por eso entrenamos —replicó Torben, pero no parecía muy satisfecho.
A pesar de la ducha, la camisa limpia y las cuatro horas de sueño con las persianas bajadas, cuando Søren aparcó frente al cuartel general del PET en Søborg esa misma tarde, aún tenía el simulacro metido en el cuerpo. Subió las escaleras entre bostezos. No se habría resistido a unas cuantas horitas más entre las sábanas, pero no le quedaba más remedio que ir a ver qué se había ido cociendo en su escritorio mientras él jugaba a policías y ladrones en Rovsingsgade. Su humor se ensombreció más si cabe cuando tuvo que abrirse paso entre unos cuantos jóvenes con camisetas amarillas que acarreaban con dificultad un monstruoso dispensador de agua potable en dirección al diminuto hueco que había junto a los lavabos.
Dispensadores de agua. Había visto aparecer otros artefactos semejantes por todo el edificio. Sí, tal vez enfriaran mucho, pero armaban más estruendo que una autopista. A él le iba estupendamente el agua del grifo de los lavabos, pero al parecer los más jóvenes —y en especial las mujeres— se habían pasado todo el año dando la tabarra para que instalaran aquellos devoradores de energía plagados de ftalatos que poco a poco iban saliendo por todas las esquinas como setas. Y ahora iban a ponerle uno allí. De todas las modas idiotas, inútiles y caprichosas —así, a bote pronto, se le ocurrían unas cuantas— que había visto, los dispensadores de agua se llevaban la palma, ex aequo, eso sí, con las escobillas atrapa-arañas que vendían últimamente en el súper, las estufas de exterior y casi todo el surtido de las tiendas de utensilios de cocina Kop & Kande. Pero, por lo visto, eso era lo que quería la juventud. Dejó escapar un suspiro de resignación. «La juventud.» ¿Cuándo había empezado a hablar así? Con el paso de los años, era lógico que la mayor parte de los ochenta efectivos de la brigada antiterrorista fuesen más jóvenes que él, pero… «la juventud». Más valía que eliminara esa expresión de su vocabulario, le hacía sonar como un abuelo cansado de la vida. Sobre todo si al mismo tiempo protestaba por aquellos dispensadores de agua último grito.
Se acercó a la pequeña cocina que había al final del pasillo y sacó una taza del armario. El café de la máquina era negro como el carbón y sabía a quemado, seguro que llevaba allí borboteando desde el mediodía. Aunque su grupo no empezaba su turno hasta el día siguiente, el subcomisario no era el único que había ido a trabajar. Del despacho más grande de antiterrorismo salían risas ahogadas y el rumor de un tecleo. Inclinada sobre el hombro de Mikael Nielsen, Gitte Nymand señalaba hacia un punto de la pantalla que tenían delante. Una arruguita de concentración le surcaba la frente, pero estaba sonriente y hablaba con una voz llena de entusiasmo. Søren permaneció inmóvil un poco más de la cuenta para disfrutar del espectáculo. Gitte no era guapa al estilo tradicional. Sus cortos cabellos claros enmarcaban un rostro de facciones tan marcadas como sus hombros de medallista y sus piernas musculadas. Pómulos anchos, mandíbulas poderosas y unas cejas pobladas sorprendentemente oscuras a pesar del típico pelo rubio y los ojos claros de casi todas las escandinavas. Sin embargo, lo que la convertía en uno de sus más interesantes hallazgos de los últimos tiempos era la calmosa autoridad natural que irradiaba a pesar de no haber alcanzado aún la treintena. Además, en colaboración con Mikael, que a veces podía ser un poco cuadriculado, funcionaba a las mil maravillas. Seguro que habían estudiado juntos en la academia. Los aspirantes que habían estado codo con codo en uniforme de camuflaje intentando desmantelar por enésima vez el mercado de hachís de Christiania acababan desarrollando un vínculo muy especial.
—Hola, boss.
Lo habían descubierto. Gitte se incorporó y le lanzó una mirada inquisitiva que le produjo la breve pero enojosísima sensación de estar de más. Como si esperasen amablemente a que el carcamal de su jefe volviera a encerrarse en su despacho para enfrascarse de nuevo en los detalles del informe del simulacro. Su manera de moverse delataba que entre ellos existía una gran confianza. Mikael estaba recostado en el respaldo de la silla con las manos en la nuca y la mano de su compañera apoyada en el hombro. Creyendo adivinar sus sentimientos, notó una punzada de malestar. Hacía ya mucho que él no trabajaba de aquel modo, con alguien que le había visto borracho y dando tumbos descalzo entre las terrazas del canal de Nyhavn. Él no tenía un superior que se inclinara sobre su hombro con el rostro iluminado y la voz llena de fervor.
—Hola.
Levantó la mano a modo de saludo sin demasiado entusiasmo y continuó hacia su despacho, donde dejó el café recalentado sobre la mesa y encendió el ordenador. Permaneció inmóvil escrutando la negra pantalla mientras el aparato arrancaba con un lento carraspeo. Al entrever su propio rostro tras el gris parpadeo de las líneas de texto creyó adivinar un destello de vejez en aquellas facciones que tan bien conocía. No solía apreciar grandes cambios: la frente despejada, las entradas pronunciadas y una nariz fina y aguileña que, en combinación con el pelo —por aquel entonces muy oscuro—, en la Academia de Policía le había hecho merecedor del apodo de El Indio. Hasta donde él sabía, ya nadie lo llamaba así, pero había que tener en cuenta que le habían salido unas cuantas canas desde entonces y que lo más probable era que su ascenso a subcomisario hubiera puesto punto y final a la escasa creatividad lingüística que quedara en ese terreno.
Al menos se mantenía en forma. Bajaba al sótano a hacer pesas los lunes y los miércoles por la mañana antes de ir a su despacho y salía a correr dos o tres veces por semana, diez kilómetros o más si podía permitírselo; aunque no se cronometraba, sabía que seguía siendo rápido. Aún habría podido superar las pruebas físicas que todos los años hacían sudar tinta a los jóvenes aspirantes y que muchos dejaban a medias por culpa del tabaco y los michelines. No, no tenía problemas físicos y no se sentía viejo, pero para los demás, para «la juventud», había cruzado el umbral de la tercera edad. Eso no había programa de entrenamiento que lo remediara.
Ping.
Tras completar el lento proceso de inicio, el ordenador acababa de abrir el último informe de servicio actualizado. Søren se acercó un poco y bajó por la pantalla con la rueda del ratón. Al parecer, la noche anterior habían colocado un equipo de escucha sin problema alguno. Como era de esperar. El individuo al que vigilaban se había ido a una granja perdida de Småland. La señal de su teléfono móvil llevaba tres días sin moverse lo más mínimo, de modo que todo parecía indicar que estaría pescando salmones en algún riachuelo con el agua a la altura de los muslos mientras los chicos del equipo técnico se colaban en su casa del barrio de Nørrebrø. Habían tenido tiempo más que de sobra. No parecía haber muchas más novedades. Por la tarde habían llegado unos mensajes de Hungría, Bélgica y Turquía. Los tres pasaron por el departamento de correspondencia, que determinó que no se trataba de casos urgentes. Al de Hungría, sin embargo, le habían puesto una nota: «A la atención de Kirkegård». Debía de tratarse de un asunto que requería su intervención.
Lo imprimió y lo dejó sobre la mesa. Prefería leer los textos largos en papel, una costumbre adquirida en sus años como agente, cuando siempre trabajaba rodeado de informes mecanografiados. Y probablemente también porque era viejo, se dijo disgustado. El caso era que pensaba mejor con un lápiz en la mano y no tenía intención de cambiar a esas alturas.
Releyó el mensaje y marcó lo más importante con el lápiz. Sus colegas de los servicios de seguridad húngaros, el NBH, tenían bajo observación un par de páginas web desde hacía algún tiempo porque sospechaban que podían ser una plataforma para el tráfico de armamento, municiones y demás «excedentes» militares que continuaban burlando las fronteras de Europa del Este en un goteo constante. Adjuntaban un fantástico diagrama que ilustraba cómo el tráfico de una serie de foros y webs más o menos legítimos era desviado hacia otros sitios decididamente armamentísticos que, a su vez, lo remitían al objeto del interés de los servicios de información húngaros, una página de aspecto aparentemente inofensivo llamada «hospitalequip.org» donde suponían que tenía lugar el intercambio en clave de armas y sustancias químicas.
Qué delicia de Internet. Algunos días no podía evitar tener la sensación de que andaba suelto un diablo disfrutando de sus últimas intrigas contra la humanidad. Antaño, a los tipos que compartían aficiones extrañas, dudosas o decididamente repulsivas les costaba un poco más entrar en contacto. Ahora, en cambio, gracias a the world wide web las inclinaciones más abominables y las necesidades más singulares encontraban el respaldo de un igual de una manera sencilla y prácticamente anónima. Se podía encontrar de todo: antigüedades robadas, especies animales en peligro de extinción, recuerdos ilegales de la Segunda Guerra Mundial, todo tipo de pornografía con hombres, mujeres, niños y animales, medicamentos raros y, sí, también armas, explosivos y compuestos químicos peligrosos.
—¿Un café recién hecho, bwuana?
Gitte, que iba de camino a la cocina, lo interrogó con la mirada y él asintió con gratitud mientras tecleaba en el navegador hospitalequip.org. Se abrió una página de color verde pálido con un diseño muy simple y una serie de bandas de función desprovistas de cualquier refinamiento gráfico. En esos momentos había cinco salas de chat activas. En una de ellas se trataba en abierto el tema del «agressive treatment of infection». Otra solo llevaba por título «equipment» y mostraba los nombres de los usuarios conectados, o al menos los audaces alias tras los que se ocultaban. Las otras tres salas no desvelaban ni el tema de discusión ni el nick name de sus participantes, y cuando Søren, a título experimental, hizo clic en el botón de «Enter chat», apareció una ventana que le pedía un código PIN. Tecleó cuatro cifras al azar y transcurridos unos segundos se encontró con el siguiente mensaje automático: ACCES DENIED. PLEASE SEE MODERATOR.
No hizo más intentos. Estaba en terreno de los del NBH y ellos no le habían pedido que interviniera. Además, ya imaginaba lo que escondían aquellas claves de acceso, hospitalequip.org no era un caso excepcional. Al igual que tantas otras páginas, hacía las veces de punto de encuentro entre compradores y vendedores que querían establecer un primer contacto. En un anonimato de lo más conveniente, por supuesto, se indicaba lo que se deseaba vender o lo que interesaba comprar y luego hospitalequip se encargaba del resto. Los del NBH creían que así comercializaban los productos con los que traficaban a la vez que obtenían pingües beneficios canalizando a los clientes hacia salas de chat específicas con una vida tan breve que a los servicios de vigilancia les costaba trabajo rastrear. También era difícil rastrear el flujo de dinero; los de hospitalequip resultaban ser de lo más creativos a la hora de recurrir a divisas electrónicas respaldadas por el oro como e-bullion o e-gold.
Lo más interesante para la Policía danesa era que varios compatriotas suyos habían metido las narices en el asunto y al menos uno de ellos había logrado establecer contacto con alguien, abandonar el chat y continuar las conversaciones de un modo más discreto a través de un teléfono móvil. En ese punto la pista se perdía, porque el número indicado en el chat se había utilizado por un período muy breve, probablemente con el único fin de intercambiar otros números más seguros que, para su enojo, los del NBH no habían sido capaces de rastrear.
La parte húngara del contacto era una dirección IP vinculada a una universidad de Budapest; las autoridades del país no la perdían de vista. El colega húngaro que había enviado el mensaje, un tal Károly Gabor, indicaba que, además de hospitalequip.org, el usuario había visitado una serie de páginas sospechosas, entre ellas la islámica hizbutair.org. De modo que para su información, etcétera.
Dejó escapar un suspiro. El caso de las caricaturas de Mahoma y la intervención danesa en Irak y Afganistán habían tenido consecuencias. Unos años atrás, mensajes como aquel habrían ido a parar directamente al archivo; ahora, en cambio, cada vez que llegaba un soplo del mundo islámico con el más leve tufillo danés había que seguirle la pista por medio mundo. Sobre todo con la cumbre a la vuelta de la esquina. Al recordar el malogrado simulacro de esa misma mañana reprimió un arrebato de irritación. Aquella maldita cumbre situaba a Copenhague a la cabeza de la lista de objetivos apetecibles de todos los terroristas islámicos, de unos cuantos neonazis o de cualquier activista de poca monta que tuviese un par de cubos de pintura roja de sobra.
Ciertos aspectos de su trabajo empezaban a cansarle. El objetivo del odio que arrasaba la red como un río desbordado eran los daneses, los musulmanes, los gitanos, los homosexuales, los judíos, los de izquierdas, los de derechas, las mujeres…; es decir, cualquier minoría de Dinamarca o del resto del mundo. Era algo más que mera estupidez: era maldad. Él no era un hombre religioso y en general vacilaba antes de decidirse a emplear palabras de tal calibre, pero cada vez que leía en Internet que una «zorra asquerosa», un «follacabras» o un «puto porculero» en opinión de la mayoría merecían que los colgaran, los quemaran y los mutilaran, el único término lo suficientemente descriptivo que le venía a la mente era «maldad».
—¡Gitte!
La joven había entrado en su despacho sin hacer ruido, había dejado el café y se disponía a marcharse.
—Mándales esto a los informáticos ahora mismo, por favor.
Gitte levantó el mensaje y le echó un vistazo rápidamente.
—Esas tres creo que sé de quiénes son sin necesidad de molestarlos —dijo apuntando hacia las primeras direcciones con un dedo largo y fino. Olía a manzana y a limón, pensó Søren fugazmente con una débil punzada de añoranza en la boca del estómago.
—Sí —se apresuró a corroborar—. A los pirados de la zona de Greve y alrededores aún los tenemos más o menos bajo control. Las demás, en cambio, podrían ser de cualquiera. Creo que esta es la más importante.
Rodeó con un círculo la dirección IP danesa que había entrado en contacto con lo que él, para sus adentros, había dado en llamar «el soplo islámico».
—Pero habrá que comprobarlas todas. Pídeles que nos manden una lista lo antes posible.
Gitte salió por la puerta con paso rápido y eficiente mientras Søren se volvía una vez más hacia la pantalla verde que parpadeaba sobre su mesa. Conseguir armas convencionales en Dinamarca no tenía ningún misterio; lo que resultaba raro era ir de compras nada menos que hasta Hungría, con los problemas de recepción y cruces de fronteras que implicaba, de manera que tal vez anduvieran detrás de algo más exótico. El subcomisario bajó por el torpe diseño de la página una última vez. Buy now, good stuff, new needles from Russia, with love.
En su siguiente vida se buscaría un trabajo diferente. Uno que tuviese que ver con el amor.