19

NINA DEJÓ EL COCHE en el aparcamiento que había frente al taller a las 13.37. La clínica había recibido la llamada de emergencia de Peter en pleno horario de consulta: mocos y vacunas. Como de costumbre, Peter le había expuesto la situación con la mayor sequedad. Por lo visto el chico enfermo había desaparecido, pero los niños habían empeorado de nuevo. Todos. Necesitaba «un especialista», como él decía, y Magnus se limitó a hacer un gesto de resignación cuando Nina le pidió permiso para hacer una escapada de un par de horas.

Esta vez sí se sintió bienvenida. Le abrieron incluso antes de que llamara. Era evidente que la estaban esperando. La madre joven y desdentada, que aguardaba junto a la puerta, se le aferró a la manga en cuanto asomó la nariz. Tras ella estaban las demás mujeres y un grupito de hombres que las seguían con la mirada. Nina creyó percibir algo nuevo, una tensión que no tenía que ver con su presencia allí, sino con el motivo de su visita. Las enfermedades que no se curan por sí solas son la peor pesadilla de los pobres.

Ápolónö. Jöljön be, jöljön be.

No entendía las palabras, pero su sentido estaba claro como el agua. La mujer la arrastró hasta el interior del taller a tal velocidad que Nina estuvo a punto de tropezar con los colchones, las bolsas de plástico y las maletas.

El pequeño yacía completamente inmóvil en una colchoneta sucia de goma espuma que habían colocado pegada a la pared. Cuando Nina se agachó a su lado con cuidado, pegó un respingo. Por debajo de su cabeza empezó a discurrir un riachuelo de vómito amarillento; luego abrió los ojos, miró a su alrededor y volvió a sumirse en la bruma. La madre dejó escapar un sonido a medio camino entre un sollozo y un suspiro y corrió en busca de más trapos. No debía de ser la primera vez, porque cuando regresó y empezó a limpiarle al niño el sudor y los vómitos llevaba el agotamiento y la inquietud pintados en el semblante. El colchón lo dejó por imposible, pero colocó una toalla limpia debajo de la cabeza de su hijo.

A fiam rosszul. A fiam rosszul van.

Luego clavó su mirada interrogante en Nina, que empezó a explorar al niño con mucha delicadeza. Había empeorado considerablemente desde su última visita. Seguía sin fiebre, pero los vómitos lo habían dejado exhausto y, aunque logró que se sentara unos minutos, el pequeño se dormía constantemente sobre el hombro de su madre. El vientre no estaba demasiado hinchado, el principal problema parecía ser el nivel de líquidos. Tenía la piel muy seca y había que ponerle suero, bien allí mismo, bien en un hospital.

Sacó el móvil, buscó el número de Allan y sujetó el aparato entre el hombro y la mejilla mientras recorría el taller con la mirada. El padre del niño, el hombre que hablaba inglés, se había refugiado en el grupito que había a la entrada, lejos de la enfermedad del hijo y de la mirada asustada de su mujer. Mientras esperaba a que Allan contestase, Nina le indicó por señas que se acercara.

The other children —le dijo señalando hacia el taller—, where are they?

Él la condujo hacia el fondo de la nave donde, para su alivio, la enfermera encontró a los demás niños envueltos en sacos de dormir. Pálidos y débiles, pero mucho más frescos que el pequeño de la colchoneta.

Finalmente Allan respondió.

—Hola, Nina.

Parecía estar de un humor razonable, no pintaba del todo mal. No habían vuelto a hablar desde el mes de agosto. Allan era médico y tenía una consulta en la cercana localidad de Vedbæk. Antes formaba parte del equipo de Peter y le echaba una mano cuando sus «clientes» necesitaban algún medicamento que no se dispensaba sin receta o una visita de emergencia, pero eso se había acabado. Ya no era miembro de la red y la última vez que se vieron le pidió de una forma bastante directa que desapareciera y no volviese nunca más.

—Necesito tu valoración —dijo Nina intentando adoptar el tono imperioso de Peter—. Estoy en Valby, en un taller abandonado, con un grupo de niños muy, muy enfermos. Sobre todo uno, que está deshidratado, y no acabo de ver hasta qué punto es grave. Yo creo que es algún tipo de virus estomacal, pero ya llevan varios días así y al parecer está afectando sobre todo a los más pequeños.

Allan dejó escapar un suspiro.

—Dame más datos. ¿Vómitos, diarrea, fiebre, sangre?

La enfermera le hizo un resumen de la situación y esperó pacientemente mientras él mordisqueaba un bolígrafo.

—Hmmm. Es un poco raro que vaya y vuelva —dijo el médico—. A lo mejor es una intoxicación. La exposición prolongada a residuos industriales, metales pesados y vapores de gasolina pueden producir esos efectos. ¿Has preguntado dónde juegan los niños?

—Sí, gracias —se apresuró a contestarle ella—. ¿Qué más?

—Virus, bacterias, cualquier cosa. No dejes de lavarte las manos a conciencia y hazte con unos guantes y una mascarilla; esas cosas, ya sabes. El niño, por supuesto, necesita líquidos y creo que lo mejor para todo el mundo sería que salieran del taller. Si existe alguna posibilidad. Cuídate.

Clic.

Colgó sin siquiera darle la oportunidad de decirle adiós. Seguramente preferiría no saber más del asunto y evitar que Nina le pidiera que fuese. Y seguramente lo habría hecho si él no hubiese zanjado la conversación de una manera tan brusca. Tenía razón, claro. Intoxicación. No tenía demasiada experiencia en el tema, pero aquello había sido un taller y podían quedar depósitos de combustible o disolventes orgánicos. Tal vez los niños hubieran bebido o inhalado alguna sustancia tóxica por accidente.

Observó al padre que aguardaba junto a ella. Tenía la frente empapada en sudor.

What did the children do yesterday? Where were they?

Big children work. My son here. To rest. To get stronger.

Nina empezó a inspeccionar la habitación que en su día fuera la oficina del jefe del taller. En las paredes desnudas se veían agujeros y unas manchas pálidas en las zonas donde antes hubo estanterías. Allí también había colchones y sacos de dormir extendidos por el suelo, tal vez de alguna pareja que había logrado conquistar un poco de intimidad. Aparte de eso, nada. Lo mismo ocurría en la nave del taller, apenas un montón de neumáticos gastados en un rincón y al fondo unos botes oxidados de pintura y un bidón de aceite en una estantería desvencijada. Nina intentó desenroscar el tapón del aceite, pero costaba moverlo y lo llenaba todo de grasa y de telarañas. Nadie lo había abierto recientemente. Tampoco tuvo suerte con los botes de pintura, que estaban tan oxidados que el inyector del espray no bajaba al apretarlo. Se dirigió hacia la puerta que había junto al despacho y la pequeña cocina. Estaba cerrada, pero esta vez nadie intentó impedir que la abriera. Pasó a un cuartito a oscuras y encendió el fluorescente del techo. La ventana estaba abierta de par en par y la corriente agitaba con un movimiento suave unas cortinas rojas remendadas. Un somier sin colchón y una mesilla arañada eran los únicos muebles. El suelo de linóleo estaba desgastado, pero limpio, y olía a azufre y a lejía. No se veía nada especial.

Regresó junto a la madre y el niño. Había que sacarlos de allí. No era experta en intoxicaciones, pero si de veras era eso lo que les ocurría a los críos, Allan tenía razón: no debían quedarse.

Chemicals —dijo—. Poison. Dangerous for children. —Después miró al padre del pequeño y señaló hacia el taller—. You must go somewhere else.

Él negó con la cabeza.

No poison. We stay.

No era un hombre alto. Tenía un hombro más bajo que otro y, al igual que su mujer, al hablar dejaba al descubierto varias mellas en la boca, pero su negativa estaba llena de dignidad. Seguramente sabía de sobra que el taller no era el sitio más saludable para un niño y que la enfermedad podía guardar relación con ello, pero no le quedaba más remedio que confiar en que no fuese más que un dolor de estómago pasajero. No tenía adónde ir ni nadie a quien recurrir sin arriesgarse a perder todo lo que había puesto en juego al tomar la decisión de llevarse a su familia a Dinamarca.

Nina respiró hondo y miró al niño en busca de una respuesta. No le quedaba otra que tratarlo allí mismo lo mejor que pudiera y cruzar los dedos para que mejorase en el plazo de unas horas. De lo contrario, la única vía que le quedaba era pedir una ambulancia y trasladarlo al hospital, por mucho que sus padres pusieran el grito en el cielo. Pero solo llegaría a esos extremos en caso de que resultara absolutamente imprescindible.

Sacó el suero fisiológico del maletín y se arrodilló junto al niño enfermo. La iluminación era deficiente, pero la madre del pequeño, agradecida, la ayudó levantando a su hijo para darle la vuelta de modo que Nina pudiese llegar hasta él con más comodidad. La enfermera localizó la vena del pliegue interior del codo con las yemas de los dedos y acertó al primer intento.

Se oyó la puerta de un coche que se cerraba en el aparcamiento.

La madre se estremeció y miró con ojos suplicantes a su marido, que se dirigía hacia ellos a grandes zancadas. Sin mediar palabra, levantó al chiquillo y la bolsa de suero y se alejó de allí con paso rápido y decidido. La madre se fue tras ellos. Antes de que Nina tuviese tiempo de reaccionar, sintió un inequívoco empujón en la espalda. El individuo que había detrás de ella señalaba elocuentemente hacia el centro del taller, donde otros dos hombres estaban retirando las desgastadas placas de contrachapado con gran premura. El padre ayudó a su mujer y a su hijo a bajar al foso mientras otro miembro del grupo corría hacia el aparcamiento. Nina lo oyó hablar con alguien. Apenas alcanzaba a entender algunas palabras sueltas en inglés y no tenía la menor idea de por qué discutían. El hombre que estaba a su lado señaló hacia el foso tirándole del brazo con impaciencia. Nina se zafó de él con un gesto irritado. Ya lo había entendido; por alguna razón, ella y los niños debían esconderse, seguramente lo mismo que le había sucedido a Peter. Las voces del exterior empezaban a acercarse. Se aproximó al borde y saltó al fondo del foso.

En vista de que había caído sobre algo blando que se movía, miró hacia abajo y descubrió a la madre del niño enfermo, que se había sentado en el agujero con su hijo en el regazo. La mujer se frotó la mano y retrocedió por debajo de las planchas para dejarle más sitio. Después fueron apareciendo los demás niños, uno detrás de otro, y la enfermera intentó aferrar sus menudos cuerpecillos a medida que los iban descolgando.

El contrachapado volvió lentamente a su sitio con un crujido áspero. La oscuridad era total. Nina podía oír la respiración afanosa y veloz de los pequeños, pero nadie hablaba. Escuchaban con atención los pasos y las voces que venían del mundo que había por encima de sus cabezas.

Intentó controlar la respiración. Todo había sucedido tan deprisa que no le había dado tiempo ni a asustarse, pero ahora sentía los latidos furiosos de su corazón. El foso tenía una profundidad de cerca de metro y medio y la anchura justa para permitirle sentarse con la espalda contra el muro y las piernas encogidas. La oscuridad que se cernía en torno a ella era densa y asfixiante, y el olor a aceite rancio resultaba muy molesto. Golpeó sin querer un cuerpecillo menudo que se apartó atemorizado. Sin embargo, hasta en medio de aquella oscuridad total los niños seguían mudos. Comprendió que la situación no era nueva para ellos.

El chiquillo del suero. No tenía más remedio que cerciorarse de que la madre había comprendido que había que sostener en alto la bolsa para evitar reflujos. Gateó sin hacer ruido junto a los niños y continuó hacia el fondo. Era un proceso lento, pues al parecer el foso llevaba ya algún tiempo haciendo las veces de basurero de los sucesivos ocupantes del taller y el suelo estaba cubierto de algo que parecía gravilla, papeles y botellas de plástico. Seguía estando muy oscuro, aunque ahora podía ver unas fisuras grises entre las planchas, y a mitad de camino tropezó al fin con la madre del niño, que permanecía completamente inmóvil con el pequeño en brazos.

Estaba dormido. Cada vez que inspiraba se le entrecortaba un poco la respiración, y no reaccionó cuando Nina buscó a tientas el gotero que llevaba en el brazo derecho. A pesar de lo ajetreado del traslado, la cánula no se había movido. Tanteó hasta localizar la bolsa de suero, que estaba en el regazo de la madre; demasiado baja. Se arrastró hasta el otro lado y la colocó en el hombro de la mujer para que al menos estuviese un poco más arriba que el niño.

La madre pareció comprender lo que intentaba, porque levantó la bolsa con el brazo extendido; debía de resultarle muy incómodo. Todo se desarrollaba en medio del más absoluto silencio. Por encima de ellos las planchas crujían cuando alguien las pisaba y se oían voces. Alguien discutía, pero el sonido llegaba con muy poca claridad y Nina no entendía una palabra de lo que decían.

Ápolónö.

Se volvió hacia la voz que había susurrado en la oscuridad. El hombre que salió a abrirle el primer día la había llamado así. Ápolónö, enfermera. La voz de la madre era tan baja y temblorosa que las tinieblas se la tragaban.

Rosszul. Sick. Why?

La mujer se agitó inquieta como una sombra negra a apenas un par de palmos de distancia. Se acercó más.

I don’t know.

Nina intentó que su voz sonara tranquila y suave. Prefería a la madre cuando estaba callada. Ignoraba qué ocurriría si los descubrían, pero algo le decía que no iba a ser nada bueno.

Ápolónö!

La mujer volvió a susurrar, esta vez tan cerca que Nina sintió el calor de su aliento en la mejilla. Una mano huesuda se aferró a su brazo.

Please, ápolónö. He die. Please. He die.

La imagen de una de las claustrofóbicas habitaciones familiares del campamento se formó en la retina de la enfermera. Analgésicos para combatir el miedo a la muerte. Analgésicos y suero.

He’ll be fine. Nothing serious.

Intentando parecer alegre y despreocupada, colocó una mano en el vientre del pequeño. No faltaban razones para temer a la muerte en el mundo de brumas que habitaban los gitanos pobres. Era humano y altamente comprensible. Aun así, Nina empezaba a percibir que el miedo de aquella mujer, la oscuridad y la estrechez de aquel espacio comenzaban a envolverla. Sentía el peso de sus manos enflaquecidas aferradas a las suyas, reteniéndola, atenazándole los dedos con demasiada fuerza y demasiado tiempo.

Se liberó y se apartó de la asfixiante presión de todos aquellos cuerpos. Luego continuó avanzando por el foso por encima de montones de basura, una botella aplastada, tuercas y periódicos viejos, hasta que al fin encontró una zona junto a la pared del fondo donde el suelo estaba más o menos despejado. A sus pies, la arenilla rechinaba contra el cemento y se le clavaba en las palmas de las manos, pero se estaba mejor.

Arriba, el taller había quedado en silencio. A lo lejos se oyó el ruido de una puerta al cerrarse y al cabo de unos minutos apartaron las planchas de contrachapado. La luz del fluorescente solitario se derramó por el foso y empezaron a sacar a los niños de uno en uno. La madre del enfermo la buscó en la oscuridad con la mirada antes de dejar al pequeño en brazos de su padre y subir ella después. Los hombres le hicieron gestos a Nina para que se acercara al agujero.

Come, ápolónö. Boss men gone. Is all Ok now.

Nina permaneció en la nave varias horas más.

El niño mejoró gracias al suero y se mantuvo despierto lo suficiente para tomar unas galletas y media botella de zumo. Seguía pálido como un muerto y los chiquillos mayores se quejaban de dolor de cabeza, pero la situación general parecía volver a estar más o menos bajo control. Hasta había conseguido que limpiaran la basura del foso, aunque había tenido que hacer ella misma casi todo el trabajo; tuvo mejor fortuna convenciendo a los ocupantes del taller para que participaran en las labores de desescombro del exterior. Tal vez prefirieran evitar que se dejara ver demasiado, al parecer no querían que nadie descubriese su presencia allí.

Don’t let the children play where the garbage is —les explicó haciendo gestos y señalando—. Don’t let them put things in their mouths.

Después garabateó el número de su móvil en un trozo de papel y se lo entregó a la madre.

Call me if he is still sick tomorrow, okay? I have to go now.

Intentó que la mirara a los ojos, pero la conexión que poco antes se había establecido entre ambas había desaparecido. Por alguna razón que desconocía, los padres del pequeño se habían enzarzado en una violenta discusión y a partir de ese momento la madre se había quedado sentada con el niño en el regazo, susurrándole entre los suaves cabellos oscuros un torrente de palabras que más sonaban a lamentos que a consuelo.

Nina permaneció varios segundos con el trozo de papel en la mano mientras sentía que su irritación iba en aumento. ¿Por qué siempre tenía que ser tan complicado ayudar a aquella gente? Por lo visto, de repente volvía a ser tan solo una extraña a la que miraban con recelo. Sin embargo, cuando empezaba a creer que tendría que dejar el papel en el suelo, la mujer lo agarró con un gesto rápido y se lo guardó en el bolsillo del forro polar.