—HORVATH is moving.
Károly Gabor hablaba un inglés excelente, aunque algo lento, cosa que permitió que el cerebro de Søren abandonara el estado vegetativo y empezase a ganar velocidad. Horvath. Así se llamaba el estudiante húngaro que habían estado interrogando los del NBH. Con el teléfono encajado entre el hombro y la oreja, empezó a rebuscar entre los expedientes que se había llevado a casa en la cartera hasta encontrar las notas sobre Hungría. Bingo. Sándor Horvath.
—Where is he? –preguntó.
—Germany. His phone was active near Dresden yesterday, and again this morning in the Potsdam area.
A Søren le constaba que el NBH no le había confiscado el teléfono para poder seguir sus pasos en caso de que lo utilizara. Y por lo visto no se habían equivocado. No era muy profesional que digamos, el tal Horvath.
Primero Dresde y luego Potsdam.
—You think he is coming to Denmark?
—Could be.
Søren miraba la planta moribunda que tenía en el alféizar de la ventana de la cocina sin verla. Gabor le había pillado en mitad del muesli, con un pie en el zapato y el otro todavía en fase calcetín. Después de once días trabajando del tirón, se había autoconcedido una mañana libre tranquila y apacible, y no tenía intención de asomar por el despacho antes de las doce. Esa llamada podía cambiar las cosas.
Tras darle las gracias a Gabor, llamó a Mikael Nielsen, el responsable del operativo de vigilancia de Khalid Hosseini.
—¿Ahora mismo dónde está? —preguntó.
Mikael tardó en contestar.
—Bueno, la verdad es que está en la comisaría de Bellahøj.
—¡Qué! ¿Y se puede saber qué hace ahí?
—Lo han detenido hace una hora. Por lesiones y amenazas a un funcionario público en el ejercicio de su deber.
—¿Qué ha ocurrido?
—Se ve que se ha metido en una bronca con uno de nuestros chicos. En realidad, iba a llamarte. Los de Bellahøj quieren saber qué tienen que hacer con él.
Khalid Hosseini estaba repantingado en la silla con las piernas abiertas enfundadas en unos vaqueros y las manos enterradas en los bolsillos de una bomber negra. Al ver a Søren, saltó como un resorte.
—Sabía que erais vosotros —bufó—. Esto es acoso, no puede ser legal ni de coña.
—Hasta donde yo sé —replicó el subcomisario—, has atacado a un policía que ha acabado en Urgencias.
—¡No! —exclamó de inmediato y con enorme vehemencia—. Eso es una puta mentira, tío. Yo no lo he tocado. ¡Mejor pregúntale a él por qué ha atropellado a mi hermano pequeño!
¿Qué? Los informes que le habían entregado los agentes de uniforme de Bellahøj no mencionaban ningún atropello. De acuerdo con su versión, se habían presentado en Mjølnerparken después de recibir una llamada de emergencia del compañero que hacía el turno de vigilancia, y se lo habían encontrado atrincherado en el coche, sangrando por una herida a la altura de la oreja y rodeado por un grupo de vecinos furibundos que zarandeaban el vehículo, daban golpes en el techo y maldecían en una mezcolanza de danés, árabe y urdu. El policía había sido trasladado en estado de shock al hospital de Bispebjerg, donde habían tratado sus heridas y una posible conmoción cerebral. No decía nada de ningún hermano.
Intentó adoptar una expresión lo más neutra posible con la esperanza de que no se notara lo sorprendido que estaba.
—Yo lo que quiero ahora… —dijo mientras se sentaba junto al escritorio— es que me lo expliques tú. ¿Qué ha ocurrido?
La neutralidad ejerció un efecto tranquilizante, en efecto. Khalid volvió a sentarse en la silla y se lo quedó mirando con una agresividad evidente, pero controlada.
—Si os la trae floja —dijo—. Todo esto es una trampa, ¿crees que no me he coscado? Por fin tenéis al moro donde lo queríais, ¿no? Pero me la suda, por mí podéis encerrarme. ¡Ningún policía de mierda va a atropellar a mi hermano!
Søren no le contestó, se limitó a esperar. Ni siquiera correspondió a su mirada agresiva, se quedó observando el agradable desorden del escritorio prestado: una pila de carpetas y hojas sueltas, una alfombrilla de ratón con el logo del AGF Fodbold y la frase Stay loyal! —el tipo tenía que ser de Aarhus— y la foto de una rubia increíblemente guapa abrazada a un golden retriever.
—Yo no lo he tocado —repitió al fin Khalid, esta vez en otro tono. Más agudo, más infantil. Casi implorante—. Bueno, vale, lo he empujado, pero ¿tú qué habrías hecho? Kasim estaba tirado en el asfalto, llorando como un loco. Lo único que quería era darme el móvil, joder. Ha salido corriendo detrás de mí porque me lo he dejado, y entonces ese gilipollas lo ha atropellado.
Ya volvía a las andadas, había recuperado la rabia y con ella, por lo visto, también el valor. Søren intuía que, debajo de toda esa agresividad y esa pose, había un chico asustado. Tenía diecinueve años y era la primera vez que lo detenían.
—Y después ¿qué ha pasado? —preguntó manteniendo la neutralidad casi intacta.
—Después ha llegado la Policía y me ha traído aquí a rastras.
A Søren le parecía evidente que seguía faltando una parte de la historia, pero en ese preciso instante lo que más le urgía era oír qué tenía que decir el hombre herido. Al fin y al cabo, Khalid no iba a ir a ninguna parte.
—¡Si no le he dado! —protestó el policía. Tenía veintiséis años, era nuevo en el servicio de vigilancia y se llamaba Markus Eberhart. Le habían afeitado parte de la sien, con lo que su peinado, por lo demás a la última, adolecía de una extraña asimetría. Nada que no pudiera arreglarse con un poco de pegamento quirúrgico y unas tiritas. Además, según los médicos sus pupilas reaccionaban con normalidad y mostraba cierta habilidad para orientarse en el tiempo y en el espacio, así como para recordar sus datos personales. En otras palabras, la cosa no era para tanto.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Søren más o menos con la misma neutralidad que había empleado con Khalid.
—Ese crío ha salido corriendo del portal sin mirar hacia los lados antes de cruzar, he tenido que ponerme de pie en el freno. ¡Pero no le he dado!
—¿Y luego?
—Luego se ha quedado sentado en la calzada y ha empezado a chillar. Supongo que se habrá asustado.
—¿Y?
—A continuación, el sospechoso y su primo han abandonado precipitadamente su vehículo y se han abalanzado sobre mí. Yo había bajado a tranquilizar al niño, pero ellos me han empujado contra el capó y han proferido amenazas, se han sumado los vecinos y… alguien me ha dado.
Procuraba emplear un tono profesional que sonara a informe, pero a Søren no se le escapó esa imprecisión final. Había pasado del «yo había bajado», «el sospechoso y su primo han abandonado» y «ellos me han empujado» a «alguien me ha dado».
—¿Sabes quién? —preguntó.
El otro vaciló.
—No —dijo al fin—. No podría determinarlo con exactitud. Al principio pensaba que había sido el sospechoso, pero… creo que alguien me lanzó algo. Y Khalid estaba a mi lado.
—¿Qué ha pasado luego?
—Luego… conseguí volver al coche y cerrar las puertas con seguro. Y pedir refuerzos.
Søren se imaginaba la escena. El niño llorando, los hombres furibundos, los vecinos y familiares acudiendo en tropel. Y en medio de todo un policía joven a punto de cagarse por la pata abajo, y no sin razón.
—¿A qué distancia estabas del portal?
—Casi en la puerta; diez o doce metros, como mucho. Acababa de arrancar para seguir al sospechoso cuando ocurrió el accidente. O… estuvo a punto de ocurrir. Frené de inmediato. Además, no iba a más de diez kilómetros por hora.
—¿Por qué estabas tan cerca?
—Nos habían dicho… —volvió a titubear; parecía tener la sensación de estar pasando una especie de examen y le asustaba equivocarse con la respuesta—. Bueno, se trataba de vigilarlo de cerca, ¿no? Dijeron que no importaba mucho que nos viera. Que lo principal era no perderlo.
—¿Cuánto tiempo llevas en vigilancia?
—Poco más de un mes…
Søren se cuidó mucho de no suspirar. El objetivo era presionar a Khalid con un seguimiento que en ocasiones resultara evidente, seguro que por eso los del servicio habían decidido usar la misión como una especie de entrenamiento para los nuevos. Y por eso mismo un policía joven e inseguro había acabado en una situación que podría haber resultado peligrosa para todas las partes. ¿Y si hubiese atropellado al niño? Además, podría haber salido de allí muy malparado.
—¿Pero el niño no se ha hecho nada?
—No, lloraba porque estaba asustado, nada más.
—¿Y Khalid Hosseini no te ha pegado?
—No. No podría asegurarlo.
—Muy bien, pues entonces yo creo que vamos a dejar que las aguas vuelvan a su cauce de la forma más discreta posible. ¿De acuerdo?
Markus Eberhart asintió. Al mover el cuello contrajo el rostro en una mueca de dolor y se llevó una mano a la cabeza.
Søren llamó a la comisaría de Bellahøj desde el aparcamiento de Urgencias del hospital.
—Dejad que se marche —le indicó al jefe del operativo; después le refirió las explicaciones de Eberhart—. La acusación carece de base real.
—Están aquí su padre y su tío —fue la respuesta—. Con cara de ofendidos y de bien integrados. Dicen que es un buen chico y que lo estamos acosando sin razón alguna.
—Sí, seguro.
Sin embargo, en algún lugar al norte de Potsdam, Sándor Horvath continuaba su viaje hacia Dinamarca. Y Søren estaba deseando saber qué ocurriría cuando se reuniera con Khalid Hosseini.
Por eso, cuando media hora más tarde Khalid abandonó la comisaría en compañía de su padre y su tío, ya no había ningún principiante pisándole los talones. Lo que no quería decir que lo perdieran de vista.