SCHOU-LARSEN ESTABA en el jardín trasero de su casa contemplando los condenados minaretes. Era increíble que dieran permisos para construir a semejante altura en medio de un barrio de viviendas bajas. En los registros figuraba como «zona de edificación densa de baja altura», ni una palabra acerca de torres de oración.
¿Y si llamaba al ayuntamiento? Después de todo, aún tenía un par de contactos allí.
—¿Jørgen?
—Sí.
—El café.
Entró obedientemente por la puerta de la terraza —que ya iba necesitando otra manita de pintura— y ocupó su sitio junto a la mesita. Había tarta mármol, pero no tenía una pinta muy casera. Helle sirvió el café en las tazas de diario del servicio Arabia con aire ausente.
—He estado hablando con el abogado —anunció él—, con Ahlegaard hijo. Dice que si nos decidimos a presentar una denuncia, conoce un bufete excelente en Marbella.
—Pero ¿para qué? —preguntó ella.
—Para recuperar el dinero —contestó paciente su marido.
—Ah, pero es que ahora me gusta el apartamento.
La dejó por imposible. Jamás le haría comprender que no había ningún apartamento y que nunca lo habría, al menos no en la dirección que aparecía en el precioso folleto que tenía delante. Echó un poco de nata en el café y bebió un sorbo. Tenía un sabor extraño.
—¿Qué lleva el café?
—Nada —respondió ella.
—No sabe como siempre.
—Eso es porque es descafeinado. Y eso de ahí no es nata, es leche descremada.
Se sintió apuñalado por la espalda.
—¿Descafeinado?
—Sí, para que no te dé tanta acidez.
En los últimos tiempos venía sintiendo cierto ardor justo por detrás del esternón y el médico le había dicho que era algo llamado reflujo. Sonaba a detergente. Reflujo, limpia como un tornado blanco. Pero eran sus jugos gástricos, que subían desde el estómago y le quemaban el esófago, de modo que le habían mandado reducir el consumo de café, té, alcohol, chocolate, zumo de naranja y ¿qué era lo otro? Menta. ¡Si nunca tomaba menta! ¿Quién rábanos comía tanta menta como para tener problemas? Y en el dormitorio habían instalado unos bloques de madera para elevar las patas del cabecero que le hacían tener la sensación de estar siempre escurriéndose hacia los pies.
—No sabe a café de verdad —protestó dejando la taza.
Su mujer se levantó bruscamente.
—Pues no te lo bebas —le espetó antes de ir a encerrarse en la cocina.
Él se quedó allí sentado contemplando la mesita, los trozos de tarta colocados con esmero, la fuente de pastas de pasas, la jarrita de la nata —que había pasado a ser de la leche descremada—, las servilletas, la cafetera, los platitos. No había estado bien por su parte criticar el café. Ella solo lo hacía pensando en su salud.
Ahora mismo vas y le pides perdón, se dijo. Pero no acababa de decidirse. No eran solo Helle y el descafeinado, estaban los minaretes del jardín, el timo de los folletos, los condenados bloques de madera que le hacían amanecer con dolor de espalda y, por supuesto, la muerte, aquella gran sinrazón.
¿En qué momento exacto había dejado de tener poder de decisión sobre su propia vida?
Tal vez no lo había tenido nunca. Tal vez aquella ilusión de decidir por uno mismo fuera el fraude más grande de todos.
Se levantó y salió al pasillo.
—Voy a dar una vuelta por el lago —dijo mirando hacia la puerta de la cocina. Esperó una respuesta unos instantes. Nada.
En realidad, no bajó al lago —no estaba de humor para soportar a toda esa gente correteando—, sino que puso rumbo al recinto en obras con obstinación. Estaban retirando las lonas de la cúpula. El portón estaba abierto de par en par y en la caseta móvil que hacía las veces de garita de vigilancia no había nadie. Tampoco importaba mucho, porque había descubierto dos agujeros en la valla por el lado que iba a dar a Lundedalsvej. Un letrero advertía que estaba prohibida la entrada a toda persona ajena a la obra, pero él no se sentía ajeno. Aquella obra le concernía muy, pero que muy de cerca. Afeaba las vistas de su jardín y ponía nerviosa a su mujer.
—Pero qué caramba… si es el señor Schou-Larsen, ¿verdad?
Se volvió, algo azarado a pesar de sus razonamientos anteriores, y se encontró con una criatura del espacio exterior metida en un casco cilíndrico y un mono de protección que le cubría todo el cuerpo.
—Ah, claro, discúlpeme —dijo la criatura quitándose el casco—. No hay quien reconozca a la gente con este equipo. Estamos retirando las placas de amianto de la antigua cubierta.
Schou-Larsen observó el rostro coloradote y las canas ralas que aparecieron. Todos sus rasgos eran rechonchos, redondos, y le recordaban a aquellas caritas de cerdos histéricos de alegría que antaño adornaban los furgones de las carnicerías. Como si no hubiese nada más tronchante que colgar cabeza abajo de las patas traseras mientras te rebanaban el pescuezo.
—Vaya, buenos días —probó a decir—. Cuánto tiempo sin verlo.
—La verdad es que sí. ¿Sigue usted trabajando en el ayuntamiento?
—No, llevo ya varios años jubilado.
—¡Vaya, cómo pasa el tiempo! Yo me fui al sector privado y ahora tengo mi propia empresa, especializada en la retirada de amianto.
Señaló hacia uno de los coches que había aparcados en la explanada del futuro centro cultural. Jansen Enterprise, leyó, y al fin se le encendió la bombilla. Preben Jansen, empleado del Departamento Técnico Municipal, al menos ese había sido su cargo las pocas veces que había tropezado con él en su carrera.
—Enhorabuena —lo felicitó.
—Muchas gracias. ¿Y a qué se debe el honor?
Obviamente, no era más que una manera educada de preguntar qué pintaba allí, pero Schou-Larsen apreció la delicadeza.
—Bueno, vivo por aquí cerca —explicó señalando vagamente en dirección a Elmehøjvej— y sentía cierta curiosidad por ver lo que va a ser todo esto. Claro, después de toda una vida trabajando con obras y permisos de obra es casi inevitable.
De repente se le ocurrió una idea. ¿Y si no tenían licencia para construir tan alto? No sería la primera vez que alguien encontraba más sencillo pedir perdón que permiso. O tal vez estuvieran infringiendo otras normas, las medidas de seguridad contra incendios o algo semejante, cualquier cosa que pudiera servir para presentar un recurso… Quizá aún fuera posible ponerle algún pero y paralizar la obra, o al menos retrasarla.
—Me preguntaba si sería posible ver cómo marcha. Dicen que está quedando muy bonito. Una pequeña perla de la cultura.
¿Se había pasado con el jabón? No, Jansen asentía.
—El arquitecto es estupendo. Ha levantado ya varias mezquitas en Europa.
Su redondísima cara de «¡yupi, me llevan al matadero!» tenía un gesto dudoso, pero de pronto el hombre pareció tomar una decisión.
—Venga, qué diantres. Total, por hoy ya hemos terminado. Acompáñeme por aquí, señor Schou-Larsen, que voy a ver si podemos hacer una breve visita.
El vestíbulo era el antiguo edificio de la fábrica completamente remodelado, con las ventanas en arco y un interior que alternaba el pino de color claro con azulejos ornamentados. En uno de los extremos de la nave estaban instalando el guardarropa y los lavabos, y en el otro, una sala de reuniones de lo más corriente con una pequeña cocina anexa. Schou-Larsen lo inspeccionaba todo e iba tomando nota mentalmente. Aún no habían terminado con los techos, y el suelo de baldosas de la entrada estaba protegido por una capa de fieltro y plástico.
—Sí, vamos algo retrasados con los techos —admitió Jansen—. No descubrieron las placas de amianto hasta el último momento, por lo visto no estaban bien registradas. Entonces nos llamaron.
—¿Han ampliado el informe de evaluación de riesgos laborales? —preguntó Schou-Larsen automáticamente. Desde el momento en que había entrado en juego el amianto, era necesario efectuar una evaluación especial.
—Caramba, creía que se había jubilado —dijo Jansen con una sonrisa a la que el anciano se apresuró a corresponder.
—Pierde el asno los dientes, pero… —replicó—. Disculpe, no es asunto mío.
Aun así no podía dejar de darle vueltas a la normativa en relación con el amianto, había muchísimas posibilidades de pasar cosas por alto y cometer pequeñas infracciones. Con que un solo aprendiz de menos de dieciocho años entrara en el edificio, por ejemplo…
—Claro, claro, es comprensible. Pero puede usted dormir completamente tranquilo. El jefe de obra conoce el oficio de pe a pa y, bueno, yo tampoco soy precisamente un aficionado.
—No, por supuesto que no…
A través de un largo pasillo a oscuras —las ventanas aún estaban cegadas con plástico negro— llegaron a la enorme sala de la cúpula.
A Schou-Larsen le gustaban los edificios y, aunque su trabajo había consistido fundamentalmente en comprobar si se ajustaban a los planes reguladores y las normativas, amaba también los ladrillos, el espacio, la arquitectura y el oficio que había detrás de todo ello. Quizá por esa razón le impresionó tanto.
Permaneció inmóvil. Inmóvil. Inmóvil.
La cúpula que se alzaba por encima de su cabeza era un cielo que flotaba como si la piedra y el cobre fuesen ingrávidos, y los mosaicos de las paredes lanzaban claros destellos cálidos. Intentó pensar en salidas de emergencia, bajantes y ordenanzas, pero fue en vano. Raudales de luz salieron a su encuentro y su anciano corazón empezó a henchirle el pecho haciéndole olvidar por un instante la muerte inminente.
Ah, suspiró, si es una catedral.
—Señor Schou-Larsen, ¿se encuentra mal?
Contestó que no por gestos.
—Es solo que…
—Sí, está quedando bien, ¿verdad? Dan un poco de envidia, estos musulmanes.
Jansen dejó escapar una risita de admiración que Schou-Larsen le suponía reservada para los coches caros o para detalles particularmente jugosos del fútbol televisado. No mostraba ninguna señal de verse sacudido por las mismas emociones que el anciano.
—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó una voz tensa y airada en un tono estresado que probablemente ocultaba también cierto temor. Al volverse, Schou-Larsen se encontró con un hombre mayor, seguro que no tiene ni veinte años menos que tú, se corrigió de inmediato, y bien vestido que estrujaba una tubería de hierro en una mano y un teléfono móvil en la otra.
—No pasa nada, señor Hosseini —se apresuró a tranquilizarlo Jansen—. Soy el encargado de cambiar los techos del vestíbulo, Preben Jansen. Nos conocemos.
—¿Y ese de ahí?
Era evidente que aún no había abandonado sus recelos, pero al menos ya no agarraba la tubería con tanta fuerza.
—Es el señor Schou-Larsen, del ayuntamiento —contestó Jansen, olvidando astutamente mencionar que hacía ya muchos años que su invitado había sido reemplazado en su cometido—. Solo estábamos echando un vistazo.
El hombre dejó la tubería y le tendió la mano.
—Perdone —se disculpó—, pero es que ya hemos cerrado, y como últimamente han entrado muchos vándalos y demás… A veces uno se asusta un poco.
—Es natural —contestó Schou-Larsen estrechándole la mano.
—Me llamo Mahmoud Hosseini. Soy el presidente de la asociación de apoyo.
—Jørgen Schou-Larsen —se presentó el anciano; y luego no pudo evitar añadir—: Está levantando usted un edificio muy hermoso, señor Hosseini.
En casa, el café seguía intacto en la mesita y una mosca ebria de azúcar paseaba por la tarta mármol. Helle no estaba en casa. No sabía si tomarlo como una buena señal. Cuando estaba muy nerviosa le costaba salir sola, aunque fuese en pleno día. Por otra parte, eso indicaba que aún estaba furiosa con él por lo del café. Empezó a recoger la mesa. Cuando estaba enjuagando las tazas con agua caliente antes de meterlas en el lavavajillas —ella siempre insistía en enjuagarlo todo, como si no se pudiera manchar el interior del aparato—, la vio entrar en el jardín empujando su vieja bicicleta Raleigh. En el cestito llevaba una bolsa de la compra.
—¿Dónde estabas? —preguntó al oírla entrar.
—He ido a comprar veneno para las babosas —contestó ella con aspereza mientras dejaba sobre la mesa un paquete de Ferramol de cinco kilos—. Tú mucho prometer, pero a la hora de la verdad nunca haces nada, ¿no?