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EL MINIBÚS SE AVERIÓ al norte de Dresde, en las inmediaciones de un lugar llamado Schwartzheide. El conductor consiguió llevarlo renqueando hasta la salida de la autopista y bajar buena parte de la rampa antes de que el viejo Ford Transit se declarase en huelga total, pero una vez allí ya no hubo nada que hacer.

Por más que el hombre intentó que el grupo permaneciera en el interior del vehículo, fue inútil. Al cabo de cinco minutos, Sándor era el único que aguardaba obedientemente en su asiento. El resto del pasaje se dispersó por la hierba como una alfombra humana multicolor y empezó a orinar, charlar, estirarse y discutir. Algunos pusieron rumbo hacia la cafetería del área de servicio que se veía unos cientos de metros más allá. Los que discutían se arremolinaban en torno al estresado conductor, que les gritaba en vano, estudiaba el motor y a la vez intentaba llamar por teléfono.

Sándor acabó levantándose también. Después de más de veinticuatro horas en la misma posición le dolían las rodillas, se sentía sucio y desaliñado y todas las células de su cuerpo le pedían a gritos que se tomara un café. Al móvil tampoco le habría venido mal una recarga. La cafetería resultaba tentadora, pero no tenía ni euros ni tarjeta. ¿O sí? La chaqueta del conductor colgaba de un gancho tras el asiento.

Aunque lo único que tenía intención de robar era algo que le pertenecía, le parecía que eso de meter la mano en bolsillo ajeno era ir un poco lejos. Miró de reojo por el parabrisas, pero nadie le prestaba atención. Su tarjeta estaba en una funda de plástico con las de los demás; por lo visto, no era el único que contaba con el conductor para «velar» por sus finanzas.

Volvió a guardar la funda con las demás tarjetas en el bolsillo de la chaqueta abandonada, sacó el cargador de la bolsa, se lo metió en el bolsillo y bajó del minibús. El tráfico de la mañana los esquivaba metiéndose un poco en la mediana. La neblina que envolvía la carretera era tan húmeda que casi parecía lluvia. El letrero de la cafetería, una gigantesca taza amarilla con nubecitas blancas artísticamente elaborada con tubos de neón, resplandecía como un faro en la niebla.

Se puso a la cola de la caja y añadió un cruasán envuelto en celofán al ansiado café que llevaba en la bandeja de plástico. Por suerte, la cajera aceptó sin más su Visa húngara y no le pidió ningún documento, porque reparó demasiado tarde en que no lo llevaba. En plena E55 estarían acostumbrados a ver de todo y, además, el importe era muy bajo.

Encontró una mesa libre al lado de —¡aleluya!— un enchufe disponible y, lleno de gratitud, se dejó caer en una silla roja de plástico. El café olía de maravilla. El cruasán sabía a algodón.

Estaba imaginando la cafeína que fluía por sus células en peligro y las repostaba cuando un mensaje llegó a su recién resucitado teléfono. Al principio no supo quién lo enviaba, porque el número no era el mismo que Tamás le había dado la tarde que fue a visitarlo y no aparecía el nombre del remitente. «¿POR QUÉ NO VIENES?», ponía con mayúsculas de desesperación. «¿No has visto mi correo? Ayúdame. ¡Me muero!»

Las últimas dos palabras estaban en romaní. —Te merav!—, por eso comprendió que era Tamás. Miró fijamente la pantalla azulada del teléfono. La de veces que lo había oído, en Galbeno y en la barriada gitana del distrito VIII. Te merav, te merav. Tengo un calor que me muero. Qué cansado estoy, me muero. Dame un café, que me muero… Una exageración que a su madre húngara le habría parecido de lo más inapropiada; si la hubiera entendido, claro. ¿Y esta vez qué sería, exageraba o iba en serio? La desesperación del resto del mensaje le llevaba a pensar que era algo más que una manera de hablar.

Marcó el número, pero nadie contestó.

Llevaba casi una semana sin consultar el correo por la sencilla razón de que ya no tenía ordenador. Se lo habían quedado los del NBH. Si quería leer ese mensaje que, al parecer, le había enviado su hermano, tendría que encontrar un cibercafé.

Te merav. Ojalá solo estuviese exagerando.