15

RINA YA no quería hablar con nadie.

Habían llamado del barracón infantil muy de mañana, cuando Nina impartía su curso para madres primerizas, «La salud del bebé». Era una de las tareas más gratificantes del campamento. Las mujeres que acababan de dar a luz tenían una capacidad asombrosa para aislarse del mundo. Sentadas en el suelo de la salita de espera de la clínica, cinco de ellas seguían atentamente a la enfermera con la mirada mientras sus hijos pataleaban frente a ellas en sus suaves mantitas de colores.

—Dejad a los niños boca abajo siempre que sea posible. Por ejemplo, después de cambiarlos.

Se agachó y volvió con suavidad a un bebé de tres meses sin poder reprimir una sonrisa. El pequeño intentó mantener la enorme cabeza levantada, pero, tras unos segundos de bamboleos, capituló y apoyó la frente en la manta con un berrido agudo y furioso. Las mujeres se echaron a reír. La madre del niño, una chiquilla sudanesa, lo tranquilizó pasándole una mano por los escasos rizos. Después le dio la vuelta y en un abrir y cerrar de ojos levantó aquel cuerpecillo y lo llevó hasta su pecho. El niño interrumpió los gritos de inmediato, pero aún seguía lloriqueando ofendido cuando sonó el teléfono y Rikke dio el breve informe del barracón infantil. Rina no dormía, no comía y se negaba a hablar. Ni siquiera con los niños del barracón B, a los que conocía perfectamente.

No hacía falta que fuera, la propia Rikke decía que «las visitas diarias de Nina no parecían estar teniendo un efecto muy positivo». Solamente quería hablar con Magnus y pedirle que consiguiera algún tipo de asistencia psiquiátrica para la niña.

—¡Joder! —exclamó Nina.

De nuevo volvía a asaltarla la aversión hacia el sistema. Imaginó a Rina sentada en un taburete del barracón, agitándose inquieta ante el psiquiatra infantil del campamento. No era un mal tipo, un hombre amable de mediana edad con un poco de barriga y unas gafitas. Como pronto, le darían cita para el mes siguiente. Eso y nada era lo mismo.

—Lo que necesita la niña es estar con su madre —replicó intentando reprimir su frustración. Al fin y al cabo, Rikke no tenía la culpa. Pero aun así… No le hacía ni pizca de gracia el tono de reproche que había percibido en su voz.

—Estoy de acuerdo contigo, Nina —dijo ella—, pero ahora mismo ni tú ni yo podemos devolvérsela. Pierdes el tiempo viniendo. La niña está completamente ida, no me queda más remedio que hablar con Magnus. Ahora mismo.

—No está.

—Pues dile que me llame cuando vuelva.

Nina soltó un adiós apresurado y estampó el teléfono contra la mesa. Las madres de los bebés seguían en el cuarto de al lado, se oía el arrullo de sus voces, sus risas y los ruiditos de satisfacción de los pequeños, encantados de ser objeto de tanta atención.

Se despidió con la mano y apretó el paso en dirección a la salida. Necesitaba tomarse un respiro. Había empezado a llover, del cielo gris de mayo caían unas gotas blandas y gruesas que ya habían empapado el césped de la entrada del edificio. Se quedó junto a la puerta contemplando los pequeños arroyuelos que formaba el agua por las losetas, rodeadas de colillas y envoltorios de chicle. Decididamente, el campamento estaba mucho más bonito en primavera, pero era imposible ocultar que ni a sus residentes ni a las autoridades danesas les gustaba. Tenía la fealdad de la indiferencia. Era un lugar arañado, raído, rayado, y por más que le dieran manos y manos de pintura y lo atestaran de muebles de Ikea, su grisura seguía siendo contagiosa.

Aspiró lentamente el aroma de la tierra mojada, la hierba, el asfalto y el verano, y tomó una decisión. Ese año iría a Viborg con Ida, Anton y Morten. A pesar de todo, a los niños les vendría bien compartir experiencias con su abuela. En cuanto a Nina, tendría que apretar los dientes y aguantar mecha.

Los largos trinos del móvil la interrumpieron y consiguió sacárselo del bolsillo justo antes de que dejara de sonar.

—¿Nina?

Era Peter, reconoció su voz con un leve retraso. No sonaba como siempre.

—Nina, sé que aún no ha vuelto Morten, pero esperaba que aun así pudieras hacer una pequeña excepción. Estoy… —se interrumpió por culpa de un prolongado ataque de tos y después trató de tomar aire boqueando con dificultad—. Yo también he pillado algo en la garganta, seguramente lo mismo que tiene el chico gitano. Estoy hecho una mierda, la verdad es…

De nuevo esa tos cavernosa que la impulsó a apartar el teléfono en un acto reflejo hasta que hubo pasado lo peor. Bajó la voz.

—¿Y qué se te ocurre que puedo hacer?

Él soltó una carcajada hueca.

—Nada del otro mundo. He preparado unas provisiones para llevárselas al chico a la nave. Ya sabes, líquidos, Imodium, pastillas para el mareo y esos polvos rehidratantes que dijiste, cómo se llamaban…

Se oyó un ruido de paquetes.

—Bueno, da igual.

Abandonó la búsqueda.

—Ahora el problema es que soy incapaz de ir hasta allí. No paro de vomitar.

La vocecilla infantil con que pronunció la última frase hizo vacilar a Nina. Consultó el reloj y repasó sus posibilidades. Anton iba a pasar la noche en casa de Mathias. Estaba decidido desde hacía un par de semanas, de modo que por ese lado no tenía que sentir remordimientos frente a Morten. En cuanto a Ida, había adquirido la costumbre de encerrarse en su cuarto tan pronto como su madre entraba por la puerta.

—Peter, no voy a ir a Valby —dijo—, pero puedo pasar por tu casa a echarte un vistazo. No tiene ningún sentido que estés ahí solo.

Eso no era romper la promesa que le había hecho a Morten, pensó. Hizo caso omiso del repentino alivio que suponía no tener que pasar el resto del día ignorando la frialdad de Ida.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio.

—¿Peter?

—Gracias, Nina. Es muy amable por tu parte.

No estaba habituado a decir frases agradables y se le atragantaban un poco. Peter no solía dar las gracias, se dijo. Normalmente le exigía que apoyara a la red y daba por descontado que ella diría que sí. Con el ceño fruncido, Nina se guardó el móvil en el bolsillo del abrigo. Entonces lo comprendió. A Peter le daba lo mismo que fuese a Valby, esta vez había llamado para que lo ayudara a él.

Peter vivía en una larga calle llena de chalés en el límite entre los distritos de Vanløse y Brønshøj. Era la primera vez que Nina visitaba la zona y tuvo que volver a consultar el papelito amarillo que llevaba en el asiento del copiloto para comprobar el número de la casa una vez más. La calle estaba flanqueada por verdes setos de haya tras los cuales se entreveían jardines más o menos cuidados llenos de frutales nudosos, lilas, abedules y castaños. Las viviendas parecían de los años cincuenta y en su día debieron de ser pequeñas, aunque ahora tenían ampliaciones por todas partes y anexos de diverso valor estético.

La casa de Peter no era una excepción: un pequeño bungaló de ladrillo rodeado de césped con un par de arbustos y un pequeño garaje al final de un caminito. Nina sabía que estaba llevando a cabo una pequeña reforma por su cuenta, un pasaje para comunicar el garaje con la casa. Llevaba años hablando del tema. La posibilidad de introducir gente en la vivienda sin que nadie lo viera facilitaría parte de su trabajo en la red, pero mientras estuvo casado no pasó de ser una idea. Ninguna mujer que se respetase mínimamente habría tolerado la chapuza que ahora se intuía a lo lejos. Aunque formase parte de un plan para salvar al mundo.

Peter había puesto los cimientos del nuevo edificio y abierto un agujero en el muro. De ahí no había pasado —él o los albañiles— y ahora el hueco estaba tapado a la buena de Dios con una lona enorme que ondeaba al fresco viento de mayo. En el suelo de lo que algún día sería el nuevo pasaje había charcos de agua.

Nina pensó en lo mucho que el divorcio lo había desgastado. Él jamás hizo mención alguna del tema. Rara vez hablaba de sí mismo, solo de «los casos» y de «los clientes», pero ella creía entrever la desagradable sombra del divorcio en aquel desbarajuste, en los sacos de basura del jardín que había tirados por el camino y en las ventanas sin cortinas. Probablemente su ex se las había llevado, pensó. Era el tipo de cosas que una mujer le hacía a su exmarido, a sabiendas de que el desgraciado jamás se decidiría a comprar unas nuevas. Y ahora Peter por lo visto no tenía otra persona a la que recurrir si se ponía enfermo.

Tardó un buen rato en salir a abrir.

Estaba completamente vestido, pero no cabía duda, se encontraba fatal. Tenía los ojos vidriosos y enrojecidos, no se había afeitado y el pelo, húmedo, se le había disparado en todas direcciones. Despedía un inconfundible olor a sudor y a vómito. Se hizo a un lado y la invitó a pasar con un irónico movimiento de azafata.

—Bienvenida a mi humilde morada —dijo en tono monótono y tratando de esbozar una sonrisa cansada.

Ella también sonrió y dejó en el suelo una bolsa del supermercado con pan de molde, refrescos y copos de avena.

—¿Estás muy mal?

Peter suspiró. Era evidente que la situación lo incomodaba, pero no tenía muchas más opciones.

—Bueno, yo creo que ahora va algo mejor —contestó evasivo—. Llevo más de una hora sin vomitar, pero estoy hecho polvo.

Nina asintió.

—Venga, vamos a intentar ser positivos. ¿Comiste o bebiste algo en esa casa?

—No es una casa, es un viejo taller. Pero no, creo que no. Como mucho una taza de té.

—Bien, entonces no creo que sea una intoxicación alimentaria; parece más bien un virus estomacal. Que también pueden ser contagiosísimos.

Él se volvió, echó a andar con lentitud por el escasamente amueblado salón y se dejó caer en un sofá amarillento. A su lado había un cubo y, en una mesita baja, un montón de toallas, un rollo de papel de cocina y una jarra de agua.

—Siento mucho haberte llamado de esa manera —se disculpó—, pero hubo un momento en que… me asusté. Cuando intentaba levantarme lo veía todo negro y empecé a ponerme nervioso y a pensar que me pasaba algo grave de verdad. Pero ahora me parece que el mayor riesgo es que te lo pegue a ti también.

La enfermera rechazó sus palabras con un gesto.

—Tú te pasas el día ayudando a todo el mundo, Peter. Me parece que ahora lo más justo es que le toque a otro venir a sostenerte la frente.

Recogió rápidamente las toallas sucias y fue al cuarto de baño a meterlas en la lavadora. Si algo bueno se podía decir de los norovirus era que, por lo general, sus efectos pasaban por sí solos.

—¿Has tenido diarrea?

—Aún no.

—¿Fiebre?

Nina cerró la lavadora y escogió el programa de lavado de mayor temperatura. El dueño de la casa contestó algo desde el salón, pero tuvo que volver con él, no lo oía. Estaba tumbado con los ojos cerrados y una mano flácida sobre la frente.

—No, nada de fiebre —repitió—. Pero sangre sí. He vomitado un poco de sangre.

Nina dio un respingo. No tenía por qué ser importante, podía tratarse de una pequeña lesión en el esófago o en la faringe, era normal en caso de vómitos fuertes. Y teniendo en cuenta que ya se encontraba mejor…

—¿Desde cuándo estás así?

Echó un vistazo por la habitación. Había dos botellas de refresco de litro y medio encima del televisor, y sobre la estantería de al lado de la puerta se acumulaba el correo que Peter no había tenido ánimos para abrir.

—Desde anoche —contestó él con un largo suspiro de malestar—. Tendría que haber ido hoy a llevar las provisiones.

Señaló hacia un par de bolsas bien repletas que había en un rincón.

—¿No es una compra muy grande para una sola persona? —preguntó Nina; empezaba a sentir una desazón en el estómago que conocía de sobra.

—Pues sí, y ahora encima yo me he bebido todo el refresco —se lamentó Peter con voz pastosa—. Pero es que cuando tú y yo colgamos me volvieron a llamar. Hay más enfermos. Estaban preocupados por los más pequeñitos, por los niños, así que hice una supercompra. Han estado intentando hablar conmigo, pero no he podido contestar. No he parado de devolver.

Parecía casi avergonzado y Nina sintió que su desazón iba en aumento. ¿Y si se había equivocado? Los niños pequeños pueden empeorar muy deprisa y un puñado de gitanos no tendría ni idea de qué hacer en Valby si las cosas se torcían. Lo más probable era que Peter fuese su único contacto danés, aparte de las sanguijuelas que sin duda hacían caja cobrándoles el alquiler de «la casa» y otros bonitos «servicios» durante su estancia en el país.

Echó un vistazo al reloj. No eran más que las 19.32.

El viejo taller se encontraba aprisionado entre una nave industrial más moderna de paneles de acero pintados con espray rojo y un edificio blanco algo más bajo con un letrero descascarillado que ocupaba casi toda la fachada: tecnología industrial Bækgaard. No se veía un alma, pero era lógico, pensó Nina, ya era tarde. Las 19.57, para ser exactos.

Bajó del coche. Se había levantado algo de viento, unas ráfagas fuertes que parecían venir de todas direcciones al mismo tiempo y la rociaban de pequeñas cascadas de lluvia. A lo lejos se oía el débil runrún del tráfico que pasaba por la carretera y un mirlo solitario cantaba una dulce melodía desde la rama de un saúco que se obstinaba en crecer a través de una grieta del muro de hormigón, pero, aparte de eso, el taller estaba sumido en el silencio.

Sacó las bolsas con la compra y el botiquín de primeros auxilios que llevaba siempre en el coche y atravesó rápidamente el aparcamiento que había delante del portón.

La habían visto llegar.

La puerta del taller se abrió antes de que pudiera llamar y un hombre joven vestido con un desaliñado jersey de lana de color turquesa la estudió con recelo desde la penumbra.

De la oscuridad que se abría a su espalda llegaban cuchicheos, llantos infantiles y susurros de mujeres que intentaban hacer callar a los más pequeños.

I am a nurse. Doctor.

Nina pronunció cada palabra por separado, muy despacio y con mucha claridad a la vez que señalaba hacia la discreta cruz roja sobre fondo blanco del maletín.

Peter told me to come.

El hombre, al que se había sumado un señor sin afeitar con un pantalón de chándal que le quedaba grande y unos zapatos con la puntera abierta, la miró dudoso hasta que el señor dijo algo que le hizo encogerse de hombros. Nina levantó la vista hacia el cielo encapotado y esperó a que los dos se pusieran de acuerdo. Tenía serias dudas de que la hubiesen entendido, y más aún de que conocieran a Peter. En el interior de la nave se oían los gemidos débiles e ininterrumpidos de un niño que lloraba en la oscuridad. Nina se revolvió inquieta y le lanzó al del jersey turquesa una mirada severa.

Please. If the child is sick

El señor volvió a hablar, esta vez con alguien que estaba en el interior del taller, y varias voces contestaron. Tras lanzarle otra mirada insegura a la enfermera, los dos se hicieron a un lado y permitieron que se adentrase en la penumbra.

Al principio no vio gran cosa. La única fuente de luz en todo el viejo taller era un tubo fluorescente que lanzaba un débil resplandor azulado desde el fondo de la nave. El resto de los casquillos colgaban vacíos de las viguetas del techo.

El mayor de los dos hombres gritó algo y la apartó de un empujón. Había estado a punto de meter el pie en un hueco astillado que se abría en los tableros de contrachapado con los que habían cubierto el foso, que iba desde el portón hasta la pared del fondo. A ambos lados del largo foso se veían colchones y sacos de dormir, y un asfixiante hedor a tabaco y humanidad se había mezclado con el primigenio olor a aceite y óxido.

Había gente por todas partes. Al menos eso le pareció cuando sus ojos se habituaron a la falta de luz. Sobre los colchones se veían ya muchas siluetas acurrucadas intentando descansar. Otros charlaban y fumaban sentados en el suelo formando corrillos. Las puntas de sus cigarrillos resplandecían anaranjadas entre los hombres, que eran la mayoría. Contó unos veinte de diferentes edades, a los que había que sumar un puñado de mujeres y supuso que también algunos niños. Era difícil hacerse una idea de cuánta gente estaba ya durmiendo entre los sacos, los colchones y las mochilas. Peter le había dicho que en el taller se alojaban cerca de cincuenta, los que faltaban estarían seguramente en el centro pidiendo limosna, vendiendo flores o jugando al trile en Strøget[6].

Ápolónö.

El hombre se acercó a una mujer joven y muy delgada que tenía un niño en brazos y señaló hacia Nina.

Ápolónö —repitió. La mujer se quedó mirándola. El pequeño gemía débilmente y se retorcía a pesar de que ella no dejaba de mecerlo. Parecía agotada. Al acercarse, Nina pudo comprobar que despedía un desagradable olor a vómito.

Retiró con suavidad al pequeño de entre los brazos de la mujer y lo tumbó en una de las colchonetas sucias que había junto al foso. Calculó que tendría unos tres años. Su rostro era el de un niño de tres años, pero tenía un cuerpecillo mínimo y ligero como una pluma. Lo más probable era que llevase casi toda su vida alimentándose poco y mal. Protestó un poco cuando le levantó la ropa y le pasó la mano por la tripa tensa. No tenía fiebre, pero estaba seco y caliente, y al pellizcarle en el brazo la piel se le quedaba irritada un segundo más de la cuenta.

How long?

Nina interrogó a la madre con la mirada. No tendría más de veinticinco años, pero ya le faltaban dos dientes superiores. Hizo un gesto con la cabeza para dar a entender que había comprendido la pregunta y levantó tres dedos. Tres días.

—¿Y tú…? And you?

La joven parecía un poco cohibida. Luego asintió y se llevó las manos a la boca. Vómitos, interpretó Nina.

Throw up.

Uno de los jóvenes, que había seguido la escena con interés, se acercó a echar una mano con sus escasos conocimientos de inglés. Había estado enferma de lo mismo que el hijo, explicó, pero un poco menos. Los niños eran los que peor lo pasaban. Llevaban enfermos unos días. Vomitaban, les sangraba la nariz. Se señaló elocuentemente la nariz y el estómago.

Yesterday

Sus ojos se iluminaron en una sonrisa fingida.

Yesterday everybody fine, happy, eating. Today everybody sick again.

Encogiéndose de hombros señaló hacia el pequeño que yacía en la colchoneta.

My son. Yes. Very sick again.

El niño dejaba escapar unos débiles quejidos, pero sus enormes ojos no perdían de vista a Nina. Ella se incorporó y trató de escrutar el fondo de la nave. Más o menos en el centro habían colgado del techo dos pesadas lonas de plástico amarillas que hacían las veces de cortinas. Tal vez fuera un intento de hacer una especie de división entre hombres y mujeres, aunque en aquellos momentos las lonas estaban apartadas para que la escasa luz pudiera llegar a ambas secciones. Distinguió dos puertas en la pared del fondo y supuso que darían acceso al lavabo y, tal vez, a una ducha. También los talleres tendrían esas cosas, claro. Echó a andar en paralelo al foso.

Los hombres enmudecieron. Sentía sus miradas hostiles clavadas en la espalda siguiéndola por la nave. El joven que había salido a abrirle la puerta se colocó junto a ella, tan cerca que sus hombros se rozaban a cada paso que daban.

I need to wash my hands.

Nina alzó las manos para ilustrar sus palabras, se apartó de él enojada y apretó el paso. No acababa de entender qué necesidad tenía de hacerse el macho delante de ella en ese preciso instante, pero en fin, no era la primera vez que tenía que resignarse a aguantar a tipos que sacaban pecho entre muchos aspavientos para poder hacer su trabajo. A veces le tocaba aguantar auténticas operetas en las que no faltaba de nada, ni mentones levantados, ni empujones con el pecho, ni discusiones a gritos, ni, al final, el magnánimo permiso para acercarse al hijo, la hermana, la madre o el hermanito. Hacía ya tiempo que había averiguado que el problema rara vez era ella o lo que hacía; la cuestión estribaba más bien en que para ciertos hombres su presencia seguía representando una agradable oportunidad de hacer gala de su fabulosa hombría y la consecuente capacidad de defender a su familia, por tosco que resultara.

Aun así, había empezado a sudar un poquito.

Nadie, aparte de la madre del niño, tal vez, parecía especialmente entusiasmado con su visita, y no le hacía ni pizca de gracia la forma en que los hombres habían empezado a situarse a su espalda. Tenía la sensación de que cada vez los tenía más cerca, pero no le apetecía darse la vuelta para comprobar si se equivocaba.

Abrió la puerta y entró en un cuarto de baño alicatado de blanco. Al fondo había un inodoro al que le faltaba la tapa. También había un lavabo con un espejo roto y un pequeño anaquel para el jabón, y en lo alto del rincón, de un gancho medio roto, colgaba la alcachofa de la ducha llena de cal. El resto de la habitación estaba vacío y frío. Echó una ojeada al inodoro y comprobó que, a pesar de ser el único con el que contaban las numerosas personas que ocupaban la nave, estaba limpio. Alguien tenía que estar tomándose muchas molestias con el jabón y la escobilla.

Se lavó las manos lenta y elocuentemente ante la mirada del joven padre de familia que permanecía en la puerta. Como un perro guardián detrás de la valla, pensó, y volvió a sentirla. La desazón. Algo no encajaba. Aunque ellos mismos se habían puesto en contacto con Peter para pedirle ayuda, ahora no veían la hora de quitársela de encima. El niño que había examinado estaba enfermo, eso era evidente, pero por el momento todo parecía indicar que se trataba de un virus estomacal relativamente inofensivo.

Please —dijo el joven invitándola a salir con un gesto de la mano y una sonrisa—. More children sick. Please look.

Permaneció inmóvil mientras ella lograba pasar a duras penas entre su cuerpo y la puerta y regresar al taller. Vaciló. ¿Dónde estaba el chico enfermo de Peter? Todo había empezado con él. Intentó hacerse entender hablando un inglés muy lento y claro.

What about the young man? The one who was sick. Where is he?

El hombre sonrió dejando a la vista una hilera de dientes manchados de negro.

Fine —contestó—. He fine.

Apartó la mirada de él y la detuvo en la puerta que había a la derecha del baño un segundo más de la cuenta.

Where is he? –repitió Nina—. In there?

No, he fine. Gone now.

Volvió a descubrir los dientes en una amplia sonrisa que terminó de convencerla de que mentía. Seguro que aquel cuarto estaba atestado de pantallas planas robadas, pensó, lo que explicaría esa extraña mezcolanza de agresividad de macho y el nerviosismo que se respiraba en el ambiente. Tal vez el enfermo siguiera en algún rincón del taller, pero estaba claro que no les interesaba que hablase con él y no había nada que hacer. Le dejarían ver a los niños y eso era lo principal, la razón por la que había ido hasta allí.

Asintió.

Where are they? Where are the children?

Nina regresó a casa a las 20.52.

Casi no había tráfico en Jagtvej, solo una lluvia que corría en finos regueros grises por el parabrisas y empañaba los cristales del coche. A su viejo Fiat no le funcionaba el aire, de modo que de vez en cuando tenía que inclinarse hacia delante para limpiar el vaho con la manga.

La acechaba una extraña sensación de vergüenza, como a un alcohólico en el dique seco tomando una copita de rondón al salir del trabajo, pensó. Las cosas habían salido casi bien. Ir a ver a Peter no formaba parte de su trabajo en la red; lo de Valby ya era un poco más complicado justificarlo. Y ahora se sentía estafada. Los niños que había visto ya habían dejado de vomitar. Los más mayorcitos, que tendrían la edad de Anton, estaban durmiendo en sus colchonetas y ni siquiera había hecho falta despertarlos para ver que estaban mejorando. Tenían color en las mejillas, la respiración pausada y no parecían mostrar síntoma alguno de deshidratación. Los más pequeños, el niño de tres años y dos gemelas algo mayores, se habían quejado un poco al sentir presión en el abdomen. Había dado instrucciones detalladas a sus madres de cómo preparar una mezcla de azúcar y sal en agua embotellada y dársela a los niños en grandes cantidades, y les había dejado varios paquetes de Primperan que los ayudaría a combatir las náuseas. En general, no había por qué preocuparse y tal vez nunca lo hubiera habido. Se había dejado llevar por su irracional desazón de siempre, y sabía que Morten no se mostraría muy comprensivo cuando se enterara de que había roto su promesa para ir a Valby a ver a un par de mocosos con la tripa revuelta. Ni siquiera sabía si habría cambiado algo que hubiesen estado gravemente enfermos, aunque para ella sí era importante.

Al girar por Fejøgade, su calle, miró hacia las ventanas del segundo piso. Había luz en el salón, de modo que supuso que Ida habría salido de su cubil aprovechando su ausencia y estaría tumbada cuan larga era en el sofá, disfrutando de la pantalla plana recién comprada. Nina le había mandado un mensaje para avisarla de que volvería tarde del trabajo. No le había dado explicaciones ni su hija se las había pedido. Se limitó a responderle con un lacónico «vale» —sin smiley, por supuesto—. A Ida esas cosas le parecían bobadas innecesarias y, aun en el caso de que las hubiera usado, jamás habría sido en un mensaje para su madre.

Dejó el maletín en el asiento de atrás y cerró el coche. No tenía la menor gana de subir. Mierda. ¿Cómo habían llegado a esta situación?

Aparcó aquella pregunta sin respuesta en un rincón de su cerebro y empujó la puerta de casa con suavidad. En el salón se oía la tele, o quizá el equipo de música. «Let me rot in peace», atronaba la cantante de Alive With Worms. Reconoció la voz y el estilo apocalíptico que ella misma había oído en su ya remota juventud y sintió que le empezaba a hervir la sangre. ¿Por qué todos los adolescentes tenían que ser tan jodidamente típicos? ¿De verdad que los padres no tenían más que esas dos opciones? ¿Soportar a risueñas quinceañeras de labios de fresa que veían en la tele Paradise Hotel y llenaban la mesa de revistas juveniles para descerebrados o aguantar a góticas ampulosas que se pintaban de negro la corteza cerebral, cultivaban un romanticismo de segunda regional y escarbaban en tienduchas extravagantes a la caza de ropa hecha jirones y música selecta que las ponía de un humor peor que el que ya tenían? Siempre era mejor lo segundo, pero qué coño, tampoco es que fuera muy original; y, además, había que hacer esfuerzos sobrehumanos para tomárselo en serio mientras duraba.

—Hola.

Lo que vio al abrir la puerta del salón la dejó petrificada y bamboleándose un poco.

Ida estaba en el sofá, hasta ahí todo bien. A su lado había un chico con una de las tazas gigantes de su hija. Había empezado a decirle algo, pero ahora los dos se habían vuelto hacia Nina y la observaban. Él sonreía. Dejó rápidamente la taza sobre la mesa y se pasó la mano por la cabeza afeitada con aire tímido.

¿Qué edad tenía? ¿Dieciséis, tal vez diecisiete años?

Nina clavó los ojos en Ida, que le devolvió la mirada con una mezcla de terquedad y confusión. Después, al parecer, decidió que la defensa era el mejor ataque. Su actitud tenía un aplomo profesional.

—Creía que habías dicho «tarde».

—Sí —murmuró Nina, que recordó con qué pasmosa facilidad las madres pueden acabar siendo tan tópicas como sus hijas—. Y son casi las nueve.

El chico se levantó del sofá y se apresuró a secarse las palmas de las manos en unos pantalones que le colgaban a una altura peligrosamente baja.

—Buenas noches —saludó educadamente—. Me llamo Ulf.

Nina le tendió la mano con mansedumbre al tiempo que consideraba sus posibilidades. Aunque en realidad… ¿tenía más de una?

—Hola, Ulf —contestó—. Me alegro de conocerte.