SÁNDOR ESTUDIÓ el papel que Bolgár había dejado sobre la mesa. No se podía decir que tuviera un aspecto demasiado oficial y, además, dudaba de que alguna vez fuese a acabar en manos del fisco o alguna otra autoridad, pero el mero hecho de que existiese le confería un peso difícil de discutir.
Era un pagaré. Y su importe mareaba: dos millones de florines.
Tamás, dijo para sus adentros. ¿Cómo demonios has podido firmar algo así? Pero lo había firmado, «Tamás Rézmu´´ves», con grandes trazos adolescentes en la T y en la R.
—Tamás no ha cumplido dieciocho años —replicó por una especie de reflejo jurídico. Sin embargo, sabía que en ese caso daba exactamente igual. El pagaré que le habían puesto delante de las narices tenía poco que ver con las leyes húngaras.
Bolgár se recostó en su sillón haciendo crujir el mimbre. Se encontraban en el jardín de su casa, en un pueblo no muy distinto de Galbeno salvo por los coches, que eran más grandes y más nuevos. La casa de su anfitrión era la única que destacaba notablemente del resto. Tendría unos cinco o seis mil metros cuadrados, pensó Sándor, un cuerpo central de dos plantas y dos alas laterales más bajas que enmarcaban el jardín. Hacia la calle se alzaba una altísima verja de hierro forjado con tantas volutas y florituras que quien trataba de fisgar a través de ella acababa viendo chiribitas.
—Sándor, amigo mío —dijo Bolgár lentamente—. Tu hermano es un hombre y aquí está su nombre escrito. ¿Hasta aquí estamos de acuerdo?
Sándor pensó en Valeria, en las chicas y en el dinero del tejado nuevo. Asintió.
—Sí.
El otro sonrió.
—Muy bien. Pues entonces ya arreglaremos también lo demás.
A un gesto breve y preciso de una de sus manos salió una muchachita de la casa llevando una bandeja con botellas y vasos.
—Hace calor —dijo Bolgár—, seguro que te apetece una cerveza.
La adolescente dejó bruscamente la bandeja sobre una mesita de hierro que se alzaba entre ambos. El mohín de su rostro revelaba a las claras su desgana, era evidente que no le agradaba servir a los hombres de aquel modo.
—Mi hija —la presentó Bolgár con orgullo haciendo caso omiso de su displicencia—. Dale un beso a tu padre, nena.
La joven se inclinó y le besó la mejilla sin alterar en lo más mínimo su expresión. Luego desapareció en el interior de la casa. Bolgár alzó su vaso y la innata cortesía de Sándor lo obligó a imitarlo, aunque en realidad no sentía el menor deseo de beber con aquel hombre. La cerveza estaba tan helada que su paso por el esófago le pareció casi doloroso.
—¿Para qué necesitaba mi hermano tanto dinero?
—Bizniz. Tenía algo que vender, pero necesitaba un préstamo para pagar el viaje, el transporte y la estancia. Todo sumado no es ninguna broma.
—Ya, pero… ¿dos millones?
Con ese dinero podía haber comprado diez billetes de avión, se dijo.
—Digamos que había cierto… elemento de riesgo. Tu hermano no podía subirse a un autobús y ya está.
Sándor sintió un frío glacial en el estómago que no tenía nada que ver con la cerveza.
—¿De qué mercancía estamos hablando? —quiso saber—. ¿Y dónde la consiguió?
Bolgár cabeceó contrariado.
—Tu hermano puede llegar a ser muy parco en palabras en ciertos puntos. Aun así confié en él, le presté grandes sumas y lo puse en contacto con gente de Dinamarca que podía ayudarlo. Pero me han entrado dudas. No he vuelto a tener noticias, ¿sabes? Ni de él ni de los daneses. Así que me pregunto: ¿quién me va a devolver mis dos millones?
Su mirada recayó sobre Sándor con tal peso que el joven comprendió que en realidad no era una pregunta.
—Feliszia, ¿puedo preguntarte una cosa?
Su hermana pequeña estaba frente a la casa haciendo la colada en un barreño de plástico naranja. Se le había mojado la camiseta rosa a la altura de la tripa.
—¿El qué?
Sándor echó un vistazo a su alrededor. Los críos de Vanda jugaban a perseguirse con una pistolita de agua amarilla gritando a pleno pulmón, pero a ella no se la veía por ninguna parte y tampoco a Valeria. Mejor así.
—Ese dinero que Tamás piensa ganar en Dinamarca, ya sé que es porque tiene algo que vender, pero ¿tú sabes qué es?
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—No, no nos contó nada.
—Feliszia, es importante. Creo que tiene problemas y si no sé de qué va todo esto no podré ayudarlo.
Su hermana lo observó con sus serenos ojos oscuros. Le impactaba que se hubiera convertido en una mujer tan guapa. Tan viva.
—¿Qué tipo de problemas? —se interesó.
—Con Bolgár, por ejemplo.
Prefería no mencionar al NBH en esos momentos.
—Ese hombre —dijo Feliszia empleando exactamente el mismo tono que su madre horas antes—. Yo no quería que Bobo le pidiese dinero, pero no me hizo caso.
—A Tamás le ha prestado dos millones de florines.
—¡Dos millones! —exclamó la joven con aire asustado—. Pero ¿para qué?
—Es lo que trato de averiguar.
—Pedazo de imbécil —susurró ella con lágrimas en los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó Sándor apoyándole una mano en el brazo con cierta torpeza—. Feliszia, ¿qué es lo que ocurre?
De repente, su hermana le echó los brazos enjabonados al cuello y se estrechó contra él. A él le sorprendió tanto que permaneció inmóvil como una marioneta de articulaciones rígidas. Al soltarlo, Feliszia lo miró con la misma turbación que ya había visto antes en sus ojos y en los de Vanda. Era su hermano y a la vez no lo era. De pronto le dolía aquella distancia, deseaba que no existiera. Quería formar parte de sus vidas.
—Quiero ayudar —se oyó decir a sí mismo—, pero no sé cómo hacerlo.
Esta vez lo decía sinceramente, no era solo un argumento para convencerla.
—Estaba furioso —comenzó Feliszia—. Por lo del piso de Vanda y por lo que pasó en Tatárszentgyörgy.
Sándor se mordisqueó el labio. Recordaba la sensación de estupor y de impotencia cuando se enteró de la tragedia de aquel pueblecito situado a apenas cuarenta kilómetros de Budapest. Alguien le pegó fuego a la casa donde vivía una familia gitana y, cuando sus habitantes salieron huyendo de las llamas, los abatieron a tiros. Un padre y su hijo de cinco años.
—¿Los conocíais? —preguntó.
—¡No! —exclamó ella—. Pero eso qué más da. ¡Eran gitanos!
—Tú también estás furiosa.
—¡Pues sí! Así que entiendo perfectamente a Tamás.
—¿Qué quieres decir?
—Él siempre repetía que lo único que podía salvarnos era el dinero, mucho dinero. Así podríamos irnos y nadie nos haría daño.
—Feliszia, así no se va a salvar nadie. Tamás está de mierda hasta el cuello y nosotros, tres cuartos de lo mismo. Lo único que ha conseguido es empeorar las cosas.
Su hermana lo fulminó con una mirada rabiosa y traicionada que le llegó al corazón. Una niña abrazada a un sucio conejito rosa de peluche, confusa, asustada y rodeada de extraños…
—Yo no tengo la culpa —se defendió Sándor—. Lo único que intento es ayudar…
Ella volvió a hundir los brazos en el barreño salpicando en todas direcciones y empezó a restregar la ropa húmeda con sacudidas rápidas y enérgicas.
Poco a poco sus movimientos se fueron ralentizando y se limpió un poco de espuma de la mejilla en el hombro.
—No sé qué es lo que quiere vender —dijo— y tampoco sé de dónde lo ha sacado, pero intenta hablar con Pitkin.
El perro ladraba fuerte y con insistencia dejando un intervalo de apenas unas décimas de segundo entre sus ensordecedores ladridos. Había encogido tanto los belfos que dejaba a la vista toda la dentadura y unas brillantes encías rosas salpicadas de negro. Sándor no se movió de donde estaba, más o menos a salvo al otro lado de la cerca desvencijada. Era uno de los perros más grandes del pueblo y tenía aspecto de contar con un pastor alemán entre sus antepasados no demasiado lejanos.
—¿Hola? —llamó—. ¿Está Pitkin?
Pitkin vivía en «el pueblo viejo», como lo llamaba la gente de Galbeno, a pesar de que no quedaban más de tres casas medianamente habitables. No eran más que un puñado de casuchas de barro y paja situadas colina arriba, cerca del nacimiento del río, pero lejos de todo lo demás. No había carretera, solo un sendero sinuoso. Ni electricidad. Los tejados eran mosaicos de chapas oxidadas, plástico y paja. Después de todo, resultaba que Galbeno no era the end of the road, reflexionó, se podía ir más allá. A aquel lugar, por ejemplo.
De la casa salió un hombre. Tenía la espalda tan encorvada que la cabeza, tocada con una gorra de cuadros, le salía de entre los hombros hacia delante, como a las tortugas. Se sujetaba los pantalones con unos tirantes negros y por arriba no llevaba más que una camiseta interior amarillenta.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Sándor. Valeria Rézmu´´ves es mi madre.
—¿El chaval de Valeria? ¿Tanto has crecido ya?
El joven se encogió de hombros y preguntó:
—¿Está Pitkin?
El viejo asintió.
—Pasa —dijo—. Brutus, calla la boca.
El cruce de pastor alemán interrumpió bruscamente sus ladridos y empezó a menear el rabo y a hacerle fiestas al anciano, que le acarició la cabeza con una mano encallecida y ganchuda. Sándor se aventuró a entrar y volvió a cerrar la cerca enganchando del poste una cuerda verde.
El interior de la casucha era tan oscuro que al principio le costó distinguir los detalles. La planta era la misma que en la casita verde de su madre: una habitación, un banco corrido para dormir en paralelo en tres de las paredes, una cocina de leña y una puerta. No tenían televisor, claro, allí no había electricidad. Ni tampoco el orden y la limpieza en que tanto insistía Valeria.
El centro de la habitación lo ocupaba una motocicleta, una Kreidler Florett azul de tres velocidades, observó. Unos conocimientos de sus años de adolescencia que creía haber olvidado. Los vapores de la gasolina se mezclaban con el olor a porquería y humanidad; seguramente la moto era el elemento más limpio de la decoración. Era… nueva no era la palabra exacta, ¿tal vez de reciente adquisición? Algo en su aire lustroso y también, claro está, en el hecho de que ocupara el centro de la casa parecía indicar que aún no había perdido el glamour de la novedad.
—Pitkin, ha venido Sándor —anunció el viejo—. El hijo de Valeria.
Un montón de mantas que había en un rincón empezó a moverse y una silueta grande y encorvada se incorporó.
—¿Tamás? —preguntó Pitkin—. ¿Ha vuelto Tamás?
—No —contestó Sándor—. Aún no.
—No se encuentra muy bien últimamente —gruñó el viejo, que debía de ser el abuelo del chico—. Habrá comido algo que le ha sentado mal. Pero si te quedas un rato con él, yo podría bajar al ayuntamiento.
—¿Te vas, abuelo?
—Sí, Pitkin, ahora que ha venido Sándor puedo salir un poquito.
Cualquiera diría que en lugar de dieciocho años tenía ocho, pensó Sándor. ¿Estaría muy enfermo? De repente se dio cuenta de que no era solo el malestar del momento lo que le hacía parecer un niño. Feliszia también lo había dicho; «algo inmaduro», lo había llamado, y ahora entendía que no estaba exagerando.
—Te quedas, ¿verdad? —le rogó el anciano; y aunque su voz trataba de restarle importancia al asunto, la intensidad de su mirada no dejaba lugar a dudas, en realidad era una súplica—. También tengo que pasar un momento por la tienda a comprar un par de cosas.
Cielo santo, ¿cuánto tiempo llevaban así?
—Sí, no se preocupe —lo tranquilizó mientras se sentaba para convencerlo de que no pensaba ir a ningún sitio—. Vaya, vaya.
Pitkin siguió a su abuelo con la mirada mientras el viejo, a pesar del calor, se ponía una chaqueta sobre la camiseta amarillenta y se ajustaba la gorra.
—Vuelvo enseguida, chaval —se despidió. Sándor no estaba muy seguro de si ese chaval era él o era Pitkin.
—¿Cuándo vuelve Tamás? —preguntó el muchacho en cuanto salió su abuelo—. Dijo que no sería cosa de mucho.
—No lo sé, Pitkin. ¿Qué iba a hacer?
Pero Pitkin no era tan estúpido. Su rostro se volvió impenetrable, parpadeó.
—Ganar algo de dinero, eso es todo —contestó—. Con el violín.
Sándor ahogó un suspiro. El cerebro de chico le daba para mentir, pero no para disimularlo.
—Una moto muy bonita —comentó—. ¿Es nueva?
A Pitkin se le iluminó la cara.
—Tiene tres marchas —explicó—. Y se pone a setenta en las rectas.
—Una buena compra. ¿Cuánto te ha costado?
—La compró Tamás. Dijo…
—¿Qué dijo, Pitkin?
Pero el crío meneó la cabeza de un lado a otro.
—Ojalá vuelva pronto —dijo—. Esto está muy aburrido sin él.
—¿Os lleváis muy bien?
El muchacho asintió con tanta fuerza que sus oscuros cabellos se agitaron.
—Es mi mejor amigo.
—Y si lo necesitase, ¿no lo ayudarías?
—¡Claro que sí! —El semblante grave de Pitkin se encendió de indignación—. Es mi amigo.
—Sí, y mi hermano, y quiero ayudarlo.
—¿A qué?
Titubeó. De repente no le parecía bien mentirle a aquel hombretón infantil y vulnerable, de modo que eligió cuidadosamente las palabras para que fuesen ciertas.
—A volver a casa —dijo—. Ya lleva demasiado tiempo fuera.
Pitkin estaba de acuerdo.
—Es verdad.
El perro entró. ¿Cómo se llamaba? ¿Brutus? Muy adecuado. Le lanzó una mirada de soslayo al visitante como para dejar bien claro que no lo perdía de vista. Después se acercó a Pitkin muy despacito y metió la cabeza bajo su mano para escamotearle una caricia. El muchacho le rascó detrás de la oreja y el animal cerró los ojos al tiempo que dejaba escapar un gruñido de gusto.
—¿Sabes adónde iba exactamente?
—A Dinamarca. Dijo que iba a Dinamarca.
Hasta ahí también llegaba él.
—¿Qué es lo que iba a vender?
—Una cosa que habíamos encontrado.
—¿Dónde?
—En el hospital de Szikla. —Pitkin se mordió el labio—. Me dijo que no se lo contara a nadie.
—No pasa nada, tranquilo. Solo soy yo.
De pronto a Pitkin le cambió el semblante. Se levantó bruscamente y avanzó a tientas, apoyándose en la moto, en dirección a la puerta. Nada más salir por ella, salpicó contra el suelo la primera oleada de vómito.
Sándor se levantó como un autómata, no sabía qué hacer. ¿Sujetarle la frente? ¿Limpiarlo todo? El perro empezó a aullar y a empujar a su amo con el hocico, pero cuando Sándor se acercó a él, volvió la cabeza y comenzó a gruñirle, de modo que volvió a sentarse.
Pitkin se limpió la boca con la manga.
—No hay manera de que pare —dijo con una voz en la que se adivinaba cierta preocupación—. No he comido nada en todo el día y aun así no para.
Se dejó caer en el camastro, recostado en el montón de mantas y almohadas. El perro estaba fuera husmeando el vómito, pero cuando Pitkin chasqueó los dedos volvió obedientemente y se sentó a su lado.
—¿Quieres un vaso de agua o alguna otra cosa? —preguntó Sándor con cierto embarazo.
Pitkin hizo un gesto negativo.
—Estoy cansado —contestó—. Creo que voy a dormir un rato.
—¿Qué fue lo que encontrasteis? —intentó una vez más.
—No me apetece hablar.
—¿Ni siquiera para ayudar a Tamás?
Pero ese recurso ya había dejado de surtir efecto.
—Me dijo que no se lo contara a nadie —insistió Pitkin. Luego cerró los ojos.
Sándor hizo un movimiento. El perro no lo perdía de vista.
—Pitkin…
Obtuvo un ronquido falso por toda respuesta.
—Sé que aún no estás dormido… —continuó. Pero cuando después del primer ronquido vino un segundo, comprendió que no iba a sacar mucho más de aquella conversación y se levantó muy despacio para no alarmar al perro. El chico abrió los ojos.
—No te marchas, ¿verdad?
—Si estás dormido…
—Pero se lo has prometido al abuelo.
El muchacho llevaba el miedo pintado en la mirada. No sabía si lo que lo asustaba era quedarse solo o estar enfermo, pero no fue capaz de abandonarlo con sus temores.
—Vale, me quedo un rato —cedió.
Pitkin dejó escapar un gruñido satisfecho y se acomodó bajo las mantas. Sándor permaneció a su lado en silencio hasta que regresó el viejo.
A la mañana siguiente, cuando se dirigía a hacer sus necesidades, Sándor se encontró con el BMW de Bolgár aparcado a la puerta de la casa de Valeria. Cruzado de brazos, Stefan aguardaba apoyado en la puerta delantera. Al verlo salir se irguió y avanzó hacia él.
—El señor Bolgár desea hablar contigo —anunció.
Sándor lo había adivinado.
—¿Tan temprano? ¿Y no puede esperar a que mee primero?
Por lo visto no podía. Stefan le cortaba el paso de manera implacable.
—Ahora —replicó.
Al cabo de unas horas Sándor volvía a ir sentado en un autobús. Esta vez no era el de línea, sino un viejo minibús Ford Transit de color azul. Las diecisiete plazas iban ocupadas y el espacio entre asiento y asiento estaba atestado de maletas y bolsones de plástico. Él era el único de Galbeno, pero casi todo el resto del pasaje procedía de pueblecillos similares o del gueto gitano de Miskolc. Tres mujeres se habían fabricado un pequeño compartimento privado en la parte trasera colgando un par de sábanas que se podían correr como cortinas durante la noche. Una de ellas viajaba con su hija, una niña de unos cuatro años. El resto de los pasajeros eran hombres.
Sentado en un raído asiento gris de polipiel que se le pegaba a los muslos, y con los pies incómodamente apoyados a ambos lados de la caja de cartón llena de comida y agua que le había dado Valeria, Sándor experimentaba una creciente sensación de irrealidad tan angustiosa que a veces sentía el impulso de estampar la cabeza contra el cristal para comprobar si se hacía daño. Al otro lado de la ventanilla iba quedando atrás uno de los polígonos industriales de Miskolc, un paisaje entre grisáceo y oxidado de vallas y hormigón desmigajado, contenedores de acero abollados y chimeneas altísimas que se erguían como vestigios de una época en que fueron un símbolo de progreso, desarrollo y trabajo.
Hace diez días, pensó. Hace diez días yo estudiaba derecho, vivía en Budapest y tenía un futuro.
Por aquel entonces había llegado a creer que era mínimamente dueño de su vida y podía encarrilarla hacia donde deseara. Con las normas. Después lo habían zarandeado, primero Tamás, luego el NBH, la universidad y el profesor, su madre y su familia, y ahora Bolgár.
—Hemos tenido noticias de Dinamarca —le había dicho Bolgár después de que Stefan lo dejara en el jardín, como la última vez—. Tu hermano te necesita.
—¿Tamás? ¿Para qué?
—Cuando a un hermano le hace falta ayuda uno no pregunta para qué. Dice que no hablará con nadie más que contigo. Sándor, nosotros nos ocupamos de todo. Sin que te cueste nada. Sales mañana por la tarde.
Una vez más no era una pregunta. Ni siquiera hacía falta que aceptara, su obediencia se daba por hecho. Pero tal vez Bolgár no acabara de fiarse de su docilidad, porque antes de dejarlo en el autobús, Stefan le había quitado la cartera, había sacado su tarjeta del banco y se la había entregado al conductor. Luego le devolvió el dinero.
Me voy a Dinamarca, se repetía. No tenía ningún sentido. Si hubiese sido el protagonista de una de las dos manoseadas novelas de Morgan Kane que llevaba en la bolsa, ahora tendría una misión muy clara, algo que buscar, salvar o vengar. También encontraría enemigos, claro, y resistencia y duras pruebas, y habría un héroe enérgico que lo superaría todo y al final saldría victorioso.
A Sándor le costaba comprender su misión. Y mucho más aún entrever la victoria.
Bolgár quería que ayudara a su hermano. Bien, pero ¿a qué? Seguramente a vender lo que quiera que fuese eso que él y Pitkin habían encontrado en algún mercado negro negrísimo y a algún comprador que, sin lugar a dudas, sería un delincuente o algo peor. Un comienzo realmente brillante para su carrera jurídica.
Pero si tú ya no tienes carrera jurídica, resonó una vocecilla fría, irónica y burlona dentro de su cabeza. Y si no recuperas los malditos dos millones de florines de Bolgár, igual también te quedas sin familia. Porque era así. Nunca lo habían dicho abiertamente, pero se leía entre líneas. Esa era la razón por la que no se había negado a emprender aquel viaje, la razón por la que no había protestado cuando Stefan le quitó la tarjeta. Valeria y las chicas. Su vida y su supervivencia en el pueblo. No se atrevía a sopesar las consecuencias que podría tener para ellas enfrentarse a un hombre como Bolgár.
Se restregó la mano contra la frente y de pronto lo asaltó el deseo de hablar con Lujza. No para contarle adónde se dirigía ni lo que había ocurrido hasta ese momento, solo… porque sí. Porque ella era su vida, la única que tenía antes de que le enredara sin remedio aquella telaraña de familia, pasado y amenazas veladas.
Sacó el teléfono móvil del bolsillo de la cazadora. Si iba a llamarla, mejor hacerlo ahora que la tarifa era nacional. Pero en cuanto lo encendió, volvió a apagarse. No quedaba batería.
Se quedó con el teléfono en la mano durante un rato. Después volvió a dejarlo caer en el bolsillo.
Quizá fuera mejor así. De todas formas, no habría tenido la menor idea de qué decirle.