12

CUANDO SÁNDOR y Valeria salieron de misa el domingo por la mañana, un reluciente BMW negro aguardaba a la puerta de la pequeña iglesia de Galbeno. Un puñado de curiosos del lugar lo rodeaba, aunque a una distancia respetuosa.

Dos hombres salieron del coche. Ambos eran gitanos, pero se veía a la legua que entre ellos y los vecinos de Galbeno había un abismo. No se trataba solo del coche caro ni de los trajes negros, que el joven no pudo evitar calificar para sus adentros de «anticuados» sin saber muy bien por qué.

—¿Quién es? —le preguntó a su madre.

—Alexisz Bolgár —contestó ella sin perder de vista al mayor y más robusto de los dos.

—No es del pueblo, ¿verdad?

—No.

A Valeria se le afinaron los labios.

—Viene un par de veces al mes. Quiere ser rom baro.

Sándor no habría sido capaz de rescatar aquellas palabras del vocabulario de su infancia, pero apenas las oyó supo perfectamente lo que significaban. El gran hombre, el jefe. Observó a Bolgár con una mezcla de nerviosismo e intriga; cuál no sería su sorpresa al ver su interés correspondido.

—Señora Rézmu´´ves, ha llegado a mis oídos la noticia de que su hijo mayor ha vuelto a casa. Sándor, ¿no es cierto?

La formalidad y la cortesía que empleaba al hablar eran una prolongación natural de aquel traje no del todo a la moda. Sándor asintió con cautela.

—Buenos días.

Se estrecharon la mano, de nuevo formalidad. La de Bolgár era húmeda y carnosa, una sensación no muy agradable. No se podía decir que estuviera gordo, pero había en él una especie de abundancia, como si le sobrara un poco de todo. Manos fuertes, hombros fuertes, mandíbulas fuertes, orejas grandes. Cejas, patillas y bigote negros y relucientes, y el perfil de la frente a medio camino entre las entradas pronunciadas y los cuatro pelos.

—Tenemos que hablar, Sándor —dijo—. Ven a verme mañana.

El joven titubeó. No entendía por qué aquel hombre deseaba hablar con él, pero le parecía grosero espetarle un «¿Y eso por qué?». Además, sus palabras tenían más de orden que de invitación, y eso lo desazonaba.

—Señor Bolgár… —arrancó a decir sin dejar de rebuscar como un loco en el catálogo de excusas aceptables. No voy a estar aquí mucho tiempo, tengo que volver a Budapest, le he prometido a mi madre / a mi hermana / a un viejo amigo…

—Querido amigo —exclamó un jovial Bolgár al percatarse de sus dudas—, por supuesto que no vas a venir en autobús. Stefan vendrá a recogerte mañana a mediodía.

Después se volvió hacia el corrillo de curiosos con gesto de «la audiencia ha concluido» y entabló conversación con uno de los aldeanos. Sándor se sentía víctima de un atropello, pero ni se le pasó por la cabeza protestar. Le echó una mirada de reojo al BMW; no le tentaba nada la perspectiva de hacer un viaje en sus mullidos asientos de piel clara. ¿Y si regresaba inmediatamente a Budapest y ya no estaba cuando el tal Stefan fuera a buscarlo? Todavía podía ocupar su habitación unos días más y era posible que Ferenc estuviera dispuesto a alojarlo en la suya por un tiempo. De repente tenía la sensación de que Galbeno lo envolvía, lo retenía, lo aplastaba y le clavaba los pies al suelo para que no escapara jamás.

Valeria le pasó la mano por debajo del brazo y lo sacó de la multitud.

—Bolgár —dijo en un tono más frustrado que respetuoso—, ese hombre.

—¿De verdad que es rom baro? —preguntó él.

—Yo solamente he dicho que quiere serlo, no que lo sea.

Su madre agitó una mano. No acababa de ver claro si intentaba apartar algún insecto molesto o más bien a Alexisz Bolgár.

—No es un gran hombre, es el hombre que tiene el dinero, que no es lo mismo. Pero ¿qué otra cosa puede hacer la gente? Cuando se les cae la casa o no tienen suficiente comida, ¿qué van a hacer? Bolgár les presta dinero. Y de repente es su dueño.

Sándor se detuvo bruscamente. Valeria dio unos pasos más y luego se volvió a ver por qué no la seguía.

Mama —dijo con cautela—, ¿también es tu dueño?

Los labios de Valeria eran apenas dos líneas y su rostro se había endurecido.

—Le ha prestado dinero a Bobo para el tejado —contestó—. Y se ha encargado de que Tamás fuera a Dinamarca.

—Y eso ¿qué quiere decir? —preguntó su hijo—. ¿Qué le debes?

Pero de sobra conocía la respuesta. Eso quería decir, por ejemplo, que al día siguiente, cuando Stefan fuera a recogerlo, tendría que montar en el BMW.