10

EL AUTOBÚS TUVO que disminuir la velocidad a veinte kilómetros por hora para poder circular por aquella carretera destartalada. Sándor comprobó que cada vez había más baches y menos asfalto. Al apoyar la cabeza en la ventanilla polvorienta percibía las vibraciones a través del cristal.

Hacía ya tiempo que la ira que lo embargaba al hablar por teléfono con su hermano dos días atrás se había enfriado. Tal vez se reavivara cuando volviera a tenerlo delante, pero en esos momentos lo único que sentía era una oscura y gris sensación de derrota. ¿Qué pintaba él allí? A pesar de lo que le había dicho a Lujza, Galbeno no era su casa, y no lo había sido desde… No, en realidad no podía ponerle una fecha, ni siquiera el año. Sabía cuándo lo habían sacado de allí, pero se sentía incapaz de determinar en qué momento la aguja de su brújula interior había dejado de señalar hacia aquella casita verde de Galbeno cuando le preguntaban dónde vivía.

Aquel día, el abuelo Viktor gritaba tanto que los policías de los coches blancos se habían visto obligados a sujetarlo, a él y algunos de sus tíos. Uno de ellos tuvo que emplearse a fondo para inmovilizar a la abuela Éva. Sándor también arañó y pataleó lo suyo, y se resistió cuando lo metieron en el minibús con Vanda, Feliszia y el pequeño Tamás, pero no sirvió de nada. La puerta se cerró y no podía abrirse desde dentro. Luego se fueron por el mismo camino que la ambulancia que se había llevado a su madre; por la ventana trasera veía al abuelo corriendo detrás de los coches sin poder alcanzarlos.

Pasaron mucho tiempo en aquel autobús sin comer ni beber nada. Además de Sándor y sus hermanos había otros dos pequeños, un niño y una niña. No los había visto nunca, debían de ser de otro pueblo. Iban de la mano, sin decir nada. Sándor tampoco hablaba. El niño se había hecho pis en los pantalones y olía mal.

Después el vehículo pasó al interior de un recinto vallado, recorrió un caminito y se detuvo junto a unos edificios altos y grises. Cuando al fin se abrió la puerta, un desconocido, un gadjo viejo y calvo vestido de blanco, los señaló a él y al otro niño.

—Esos dos al ala azul —ordenó—, las niñas al ala roja y al más pequeño que lo examinen en la enfermería.

Sándor tardó unos instantes en comprender que los gadje pretendían separarlos.

—¡No! —protestó—. Tengo que cuidar de ellos.

—De eso ya nos encargamos nosotros —contestó el gadjo calvo—. Tú ve con la señorita Erszebet al ala azul. Ahí es donde viven los chicos mayores.

La señorita Erszebet le dio la mano. Era joven y bonita, y también gadji, pero él se resistió.

—No —dijo—. Yo soy su hermano.

Se negaron a escucharlo. Otra señora gadji que también iba de blanco empezó a alejarse con Tamás en brazos. Una tercera mujer se llevaba a las niñas de la mano, una a cada lado. Vanda, que tenía toda la cara llena de mocos porque se había pasado el viaje llorando, iba en silencio, la mirada sombría y asustada. Feliszia parecía solamente confusa y abrazaba con fuerza un conejito rosa de peluche que estaba hecho una porquería.

Sándor consiguió zafarse de la señorita Erszebet, que volvió a agarrarlo, esta vez por el brazo y con mucha fuerza. Entonces la mordió.

Aún recordaba la sensación, el suave tacto de los diminutos pelos del brazo en la lengua, el sabor salado de su piel mezclado con un gusto amargo y jabonoso que después supo que era crema hidratante. Al morder percibió cómo se rompía la piel y la saliva y la sangre se mezclaban en su boca.

Tantos años y aún lo recordaba, tal vez porque había sido su última rebelión.

Cuida de las niñas y de Tamás, ¿quieres?

Solo tenía ocho años, mama.

El autobús se detuvo en la glorieta y Sándor se apeó.

Galbeno seguía siendo el Galbeno de siempre. Ahora había electricidad en casi todas las casas, pero aparte de eso, poco más había cambiado en los últimos quince años. Un valle con su riachuelo, su hierba, su maleza polvorienta y un puñado de pinos que habían sobrevivido a los buscadores de leña porque estaban tan llenos de resina que echarlos al fuego era jugarse la vida. En lo alto de la pendiente oriental estaba el cementerio, con sus blancas lápidas torcidas y más poblado ya que el pueblo, que no eran más que cuatro casas flanqueando una carretera hacia ninguna parte.

Su llegada fue detectada de inmediato por al menos veinte personas: una anciana que barría a la puerta de su casa, siete u ocho chiquillos sorprendidos en plena guerra de agua alrededor de una de las tres fuentes públicas, dos hombres que estaban reparando un montón de chatarra que parecía ser un coche, y otros tres que los observaban y comentaban la jugada. Sabía que lo habían reconocido.

–Szia! —le gritó uno de los mecánicos levantando la mano a modo de saludo.

Szia! —contestó él sin saber con quién hablaba. Podía ser incluso Tibor, no estaba muy seguro de poder reconocerlo después de tanto tiempo. Había olvidado muchas cosas. Solo recordaba algunos nombres.

Con la bolsa de deporte al hombro, echó a andar hacia la casa verde de Valeria. Había preferido no llevar consigo la maleta ni las cajas de cartón donde había guardado sus cosas para que aquello no pareciera un regreso. Aunque no tenía la menor idea de dónde iba a vivir después del 15 de mayo, no sería en el pueblo, estaba firmemente decidido. Tal vez tuviera que pasar allí unas semanas mientras buscaba otra cosa, pero volver, eso no. Ferenc le había hecho el inmenso favor de guardarle las cajas hasta que encontrara algo, a pesar de que eso suponía que tendría que trepar por encima de los muebles cada vez que quisiera ir de un lado a otro de la habitación.

Cuando dos niñas pasaron corriendo junto a él entre risas alborozadas, supo que no podría llegar hasta la casa por sorpresa. Ya las oía anunciar entre gritos de entusiasmo:

—¡Valeria, Valeria, Sándor ha vuelto!

Su madre apareció en el umbral y salió a su encuentro con los brazos abiertos.

—¡Sándorka! Mi vida.

Lo abrazó y tiró de él hacia abajo para poder besarlo con cariño en ambas mejillas. Luego lo volvió a besar, por si acaso.

Mama.

Qué pequeñita era. La primera vez que la vio siendo ya adulto le resultó impactante, una mujer diminuta que le llegaba poco más arriba de la cintura. Estaba muy delgada y no la recordaba tan fibrosa, con las facciones tan marcadas. Aquella liviandad suya tenía algo de pájaro, como si sus huesos estuviesen rellenos de aire y no de médula.

En Budapest había conocido a mujeres de cuarenta años que parecían auténticas jovencitas y además se comportaban como tales. Valeria no. Aunque su pelo seguía siendo negro y era tan menuda que la camiseta y los vaqueros que llevaba podrían haber sido los de una niña de doce años, al verle la cara nadie podía tomarla por una adolescente. Llevaba la vida escrita en el cuerpo y rezumaba una fuerza y una voluntad de supervivencia de esas que no se consiguen en un centro de belleza.

—¿Has comido? —le preguntó.

—Sí, sí.

—¿Cuándo?

A pesar de todo lo que había sucedido, no pudo reprimir una sonrisa.

Mama, ya he comido.

Una manzana y un sándwich en la estación de autobuses, pero era suficiente. Su estómago no estaba para más trotes.

—Bueno, pues entonces un café. Y me cuentas a qué has venido.

Era evidente que intuía que si había ido hasta allí en plena época de exámenes no era porque sí.

—¿Y Tamás?

—¿Tamás? No está.

Al verla apartar la vista, adivinó que le estaba ocultando algo. ¿Sabría lo que andaba tramando su hermano?

Mama, ¿dónde está? ¿En qué lío se ha metido?

Ella tardó unos segundos en contestar.

—Siéntate —dijo señalando hacia el banco que había junto a la puerta—. Voy a preparar café.

—¡Mama!

—Se ha marchado, Sándorka. Él también tiene que ganarse la vida, ¿no?

—¿Y cómo?

—Con el violín, por supuesto. Pero aquí ya nadie le da dinero por eso. ¿Sabes cuántos hombres hay en el pueblo con trabajo?

Sándor movió la cabeza de un lado a otro. ¿Cómo iba a saberlo?

—Catorce. Y ocho de ellos están en algo temporal que ha puesto en marcha el ayuntamiento.

Sabía que las cosas estaban mal, pero no tanto. Por lo que recordaba de su niñez, todo el mundo trabajaba la mayor parte del año.

—Antes había trabajo —dijo.

—Sí. Cuando los que tomaban las decisiones eran los comunistas, los gitanos teníamos trabajo. Ahora solo se lo dan a los húngaros. Además, ya casi nadie contrata músicos. Por eso Tamás se ha ido al extranjero.

—¿Adónde?

—A Alemania, creo. No, espera… Un sitio que está más al norte. Creo que era Dinamarca.

Le habría encantado creer que Tamás solo le había robado el pasaporte porque él no tenía y quería ir a Dinamarca a ganar algo de dinero para la familia, pero recordaba demasiado bien la sala de interrogatorios y las preguntas que Gabor le había repetido pacientemente una y otra vez. «¿Te interesan las armas, Sándor?» «¿Por qué has entrado en hizbuttahrir.org?» «Tú no eres musulmán, ¿verdad?» «En realidad, ¿de dónde sacas el dinero, Sándor?»

Los del NBH no tenían por costumbre perder el tiempo con músicos callejeros.

La única habitación de la casa daba cobijo a seis personas. Elvis, el padrastro de Sándor, ya no vivía allí, se había separado de Valeria hacía varios años. Las dos hermanas de Sándor se habían casado, pero no por ello se habían ido de casa. Vanda había pasado una temporada en un apartamento en Miskolc, pero reformaron el inmueble y unieron algunas de las viviendas para hacer pisos más grandes y —como decían los propietarios— «más conformes a los nuevos tiempos», pero cuando los inquilinos se dispusieron a regresar a sus casas, en el elegante edificio de baños alicatados, cocinas nuevas y balcones de acero por alguna razón ya no quedaba espacio para tres familias, precisamente las tres gitanas. Por eso Vanda y sus dos hijos pequeños vivían con Valeria mientras su marido trabajaba en Inglaterra, en Birmingham, como pintor e intentaba reunir lo suficiente para buscar otra casa. Feliszia, que ya había cumplido diecisiete años, llevaba unos meses casada con un muchacho de su edad —también de Galbeno— que, con ayuda de su padre, estaba retechando una de las casas abandonadas de las afueras del pueblo para que «la juventud tuviera dónde vivir». Valeria comentó con acritud que al paso que iba, para cuando se mudara la juventud ya tendría una edad más que avanzada. A Feliszia tampoco le agradaba la idea. Ella lo que deseaba era ir a Budapest, o por lo menos a Miskolc; el caso era salir del pueblo.

—No hay nada malo en soñar —dijo su madre mientras le preparaba la cama a Sándor en el sitio de Tamás. Feliszia captó al vuelo su tono escéptico.

—Tamás ha prometido que iba ayudarme —replicó desafiante—. Va a prestarme el dinero para el curso de hidroterapia y así podré trabajar como ayudante terapéutica de discapacitados hasta que pueda montar mi propia clínica.

Aquello no eran simples sueños, eran planes. A Sándor le sorprendió el empuje que su hermana pequeña, repentinamente adulta, irradiaba por todos los poros de su piel. Un año atrás no era más que una niña dulce y callada, la más cauta de los hermanos.

—Para Tamás es muy fácil hacer promesas, como no tiene dinero… —objetó Vanda.

—Lo tendrá. Cuando vuelva de Dinamarca tendrá dinero.

—Y ¿cuánto cuesta ese curso? —se interesó Sándor.

—Dos mil seiscientos euros.

El joven hizo un rápido cálculo mental. Eso eran más de setecientos mil florines. ¿De dónde demonios pensaba sacarlos Tamás? Desde luego, de tocar por la calle no. Ni siquiera aunque tuviese la suerte de que lo contrataran en algún restaurante. En ese tipo de locales se solía trabajar a cambio de las propinas y, con algo de fortuna, las comidas.

—¿Y qué opina Bobo de tus grandiosos planes? —preguntó Vanda; Bobo era el marido de Feliszia—. ¿Qué le parece que su mujer quiera abrir una clínica en Budapest?

—Se alegra —contestó su hermana con un tono obstinado que dejaba entrever que no estaba siendo del todo sincera.

—Y a Tamás, ¿qué le hace pensar que va a ganar tanto dinero en Dinamarca? —continuó Sándor.

Valeria desdobló la última manta, la sacudió y la extendió por el banco corrido que discurría pegado a tres de las paredes de la habitación.

—No está bien hablar de dinero antes de acostarse —sentenció con firmeza— y ya es hora de irse a la cama. Sándor, fuera. Las chicas tienen que lavarse.

El joven se levantó. No se le había ocurrido que para que sus hermanas pudieran desvertirse él tenía que marcharse. A saber cuánto tiempo llevarían esperando a que se diera cuenta.

Afuera todo estaba tan oscuro que era difícil encontrar el camino del retrete. Olía a leña y un poco a cerdo, porque su madre había comprado un lechón y lo estaban cebando para el invierno. Oía la respiración pesada del animal. Seguramente estaría durmiendo bajo el tejadillo de tablas y plásticos que tenía a escasos metros de la casa.

Ah, era por ahí. Se encaminó hacia el retrete preguntándose cuánto tiempo tendría que estar fuera y cómo sabría cuándo podía volver a entrar. Se sentía inseguro. ¿Sería porque ahora Vanda y Feliszia estaban casadas? ¿También salía Tamás? ¿O valían otras reglas cuando se ha crecido juntos? Nada era fácil ni natural. Quizá fuese más sencillo para todos que durmiera en la otra parte de la casa, la que no tenía tejado por un extremo. Al fin y al cabo, era verano. Aunque, si se levantaba aire, corría el riesgo de que le cayera una viga en la cabeza mientras dormía, o un par de tejas.

En el instante en que abrió la puerta de la caseta le asaltó otra nítida imagen de su infancia. La oscuridad, el olor, la tabla desgastada con aquel agujero inmenso para su minúsculo trasero. Le daba pánico colarse dentro, tanto que a veces se limitaba a agacharse al amparo del gallinero esperando que no lo descubrieran. En una ocasión su padrastro lo había pillado en plena faena con los pantalones a la altura de los tobillos. Le costó un par de coscorrones.

—¡Mecachis con el mocoso! ¿Es que eres un animal? ¡Aquí los únicos que cagan en mitad de la calle son los animales!

—Es que esto no es la calle…

La anécdota pasó de inmediato a enriquecer el acervo de historias familiares. Todos la repetían una y otra vez entre risas y lágrimas, sobre todo los abuelos: «Y ahí estaba el crío, con el culete al aire, pero hecho un bravucón…».

Ser bravucón. Llevarles la contraria a los mayores, mostrarse insolente; normalmente requería un castigo inmediato. Y, sin embargo, encerraba una doble moral aquel castigo. La mano que lo infligía no vacilaba, pero en el fondo escondía una esperanza, casi un reconocimiento. Los niños tenían que ser bravucones. «Mansurrón» era un insulto tan grave como podía serlo «gallina», y aunque la desobediencia podía costar alguna zurra que otra, un exceso de obediencia solo despertaba desprecio.

Se sentó en la asfixiante oscuridad de la caseta. Ya no tenía miedo a caer por el agujero, pero era lo menos parecido a un bravucón. Hacía ya mucho que la bravuconería había salido para siempre de su vida, dejando paso al temor. Ya no era desafiante, no era rebelde. ¿Desde cuándo no se había atrevido a ser desobediente?

No había dicho una palabra sobre Tamás delante de Gabor y los del NBH. ¿Podía considerarlo una forma de rebeldía o era solo obediencia hacia una ley más antigua? Una ley que le habían inculcado a fuerza de golpes, gritos, burlas y cariño durante los primeros ocho años de su vida: no traiciones a los tuyos.

Se alegraba de no haber vendido a Tamás. Seguía estando furioso con aquel imbécil y solo de pensar en qué clase de líos se habría metido lo invadía un miedo hondo que lo sacudía hasta los cimientos, un miedo muy distinto a ese temor cotidiano a equivocarse, a fracasar, a infringir normas —escritas o no escritas— y ser pillado in fraganti con el pantalón bajado. Pero un rincón ignorado y terco de su alma en el fondo se alegraba de no haberles dicho nada de Tamás.

Al terminar, salió a respirar el aire algo más fresco de la calle. Sus ojos se habían habituado un poco a la oscuridad de mayo, salpicada aquí y allá por la luz de los ventanucos de las casas del pueblo, que se entremezclaba con el parpadeo azulado de los televisores. Al verlo pensó que tal vez les habría sido más fácil vivir sin calefacción, sin agua, sin inodoros con cisterna y ese tipo de cosas si aquellas pantallas no estuvieran siempre mostrándoles todo lo que tenían los demás. Pero había televisión en casi todas las casas, las antenas asomaban por encima de los destartalados tejados con sus ramas de metal apuntando en todas direcciones para captar mejor la señal.

Valeria salió con una palangana llena y echó el agua jabonosa encima de las ortigas. Sándor interpretó que ya tenía vía libre.

—¿Quieres que te caliente un poco de agua? —preguntó su madre.

—No —contestó, porque eso habría implicado encender de nuevo la cocina de leña y seguro que ya hacía demasiado calor allí dentro—. Puedo bajar a lavarme a la fuente.

—No, lávate aquí —dijo tendiéndole la palangana—. Aquí uno no se lava en mitad de la calle.

Qué ironía, pensó con una media sonrisa. Por lo visto en Galbeno había unas cuantas cosas que no se hacían en la calle. Aceptó la palangana, pero permaneció inmóvil. También Valeria, a menos de un metro de distancia. La luz que salía por la puerta le surcaba de sombras la mejilla y el mentón y la hacía parecer mayor, más angulosa. En la casa se oían los lloriqueos de un niño adormilado y los murmullos de Vanda para tranquilizarlo.

Mama, ¿qué pasa con Tamás? —preguntó Sándor en voz baja. Tal vez se animara a hablar ahora que sus hermanas no los oían.

—¿Por qué iba a pasar algo con Tamás?

—Porque los del NBH están muy interesados en averiguar en qué anda. Mama, he estado detenido. Por prestarle el ordenador. Lo usó para entrar en unas páginas web.

Vaciló, ignoraba lo que su madre sabía de Internet. Galbeno no era precisamente un hervidero de portátiles. ¿Tendrían posibilidad de conectarse? Cobertura para el móvil tal vez, pero igual eso era todo.

Ella levantó la vista y la luz de la luna se reflejó en sus ojos.

—La Policía —dijo en un tono duro y hostil—. Siempre acosándonos.

—No es solo la Policía, Mama. Es el NBH. ¡Los servicios secretos!

—No deja de ser la Policía —replicó ella—. Aléjate de ellos, Sándor.

—Eh, que no me he detenido yo solo —protestó sin poder contener su enfado—. Mama, creo que Tamás anda metido en algo muy peligroso.

Su madre le acarició la mejilla con una mano húmeda que olía a jabón.

—Sándorka —dijo con aquella voz maternal suya que lo noqueaba como un derechazo en el estómago—, entonces vas a tener que ayudarlo a salir, ¿no?