1

MAYO SE HABÍA ABATIDO sobre Budapest como una maza y el calor era tal que el asfalto y los muros se resquebrajaban prácticamente a ojos vistas. Sándor se introdujo un dedo por el cuello de la camisa en un intento de despegarse la tela húmeda de la espalda. Luego dejó que la carpeta con los apuntes para los exámenes se deslizara hasta el suelo y la sujetó entre los pies mientras se hurgaba los bolsillos en busca de la llave del portal. Entonces descubrió que no la necesitaba, porque la puerta estaba entornada. Home sweet home, pensó desencantado al empujar la desvencijada hoja de madera.

La llamaban Residencia Szigony y, en efecto, ese era el nombre que se leía en su flamante letrero, probablemente la única cosa nueva que había en todo el inmueble. Los últimos edificios antiguos de la calle Szigony habían pasado a ser propiedad de la universidad, pero como apenas faltaban uno o dos años para su demolición y ya tenían los bulldozers encima, como quien dice, nadie veía razón alguna para malgastar dinero en obras de saneamiento o restauración. Aquel destartalado rincón no tardaría en incorporarse al proyecto Corvin-Szigony, un complejo de ostentosos edificios de oficinas, centros educativos, apartamentos de lujo y exclusivos centros comerciales, que surgiría de entre las ruinas de lo que la mayoría de los ciudadanos de Budapest consideraba una barriada gitana. Eso si la crisis no ponía punto final a todo aquello, se dijo abatido mientras trataba de cerrar el portal. Había que levantar un poco la puerta y darle un buen empujón… Ya estaba. Se oyó un chasquido.

—No malgastes energía —gritó Ferenc, un estudiante de música que vivía en el mismo piso que Sándor y que en ese instante bajaba por las escaleras con gran escándalo—. Tengo que salir. ¿Te importa cerrarla tú?

Si desde dentro era difícil cerrar la puerta, desde la calle era poco menos que imposible, y casi todo el mundo lo daba por perdido de antemano.

—No, claro —contestó Sándor.

Ferenc descendió al galope los últimos peldaños desgastados. Llevaba pelos de loco y, a pesar del calor, se había puesto su adorado blazer inglés. En una ocasión le había confesado que gracias a él las chicas decían que se parecía a Hugh Grant.

—Hemos quedado para tomar unas cervezas en el Gödör — dijo—. ¿No te animas?

—Tengo que estudiar —respondió Sándor.

—Siempre igual. Venga, llama a Lujza, que la pobre tendrá ganas de salir un rato, ¿no?

Empezó a sentir cierta rigidez en las comisuras de la boca, como si le acabara de anestesiar el dentista. Desde el día del bautizo solo la había visto cuatro veces, y no se podía decir que ninguna de las cuatro hubiese sido un éxito. Se había sentido atacado. Ella insistía en hablar solamente de política, de los derechos humanos y del fascismo, de repente le parecía vital conocer sus opiniones, sus ideas, su postura. ¿Acaso tenía miedo de que fuese un fascista camuflado? Antes del famoso bautizo no pensaban en otra cosa que ir de la mano, besarse, charlar y hacer el amor, pero últimamente lo único que sabían era discutir. Solo de pensarlo se encerraba en un cohibido silencio.

—Derecho internacional es una asignatura endiablada —aseguró, más que nada por decir algo—. Si no voy bien preparado será un auténtico baño de sangre.

—Sándor, joder —protestó Ferenc—. Si tú siempre vas preparadísimo.

—Claro, porque estudio. Se llama autodisciplina.

—Vale, vale. Pero desde luego no se puede decir que sea muy divertido…

Sándor le dejó pasar y repitió el ritual de cierre: arriba, empujón y a esperar el chasquido.

Después permaneció inmóvil.

Vamos, dijo para sus adentros. Arriba, a estudiar.

La escalera, con sus altísimos techos, era un lugar de lo más sombrío. Una de las ventanas que daban a la calle estaba cegada con tableros de contrachapado, la otra aún conservaba casi íntegra su vidriera de colores. En tiempos había sido un bonito edificio clásico, construido y decorado por los mismos artesanos que habían levantado el barrio del castillo, en los alrededores del Museo Nacional. Llevaba ya tiempo amenazando ruina, pero en los últimos años su decrepitud se había acelerado tanto que se diría que la casa intentaba tomarles la delantera a los bulldozers. Como alguien que se suicida para evitar que lo maten, se dijo. El enlucido se caía a pedazos, y olía a humedad, a polvo y a madera podrida. En las habitaciones la altura también rondaba los cuatro metros, pero la luz iba y venía, las cañerías estaban corroídas y apestaba a alcantarilla; además, después de cuatro meses de vanas promesas y plásticos negros, no le había quedado más remedio que colocar con sus propias manos el cristal que se había roto en la mudanza.

Pensó una vez más en el paso marcial de aquella vociferante Guardia Magiar que pretendía «salvar a Hungría ya», en los periódicos y en la televisión, desbordados de historias sobre quiebras, desempleo y el peligro de llegar a la bancarrota nacional. En la universidad se hablaba mucho de lo que ocurriría si el Estado no era capaz de hacer frente al pago de los salarios de los funcionarios. En breve podía dejar de existir la educación gratuita. Y la asistencia médica gratuita. Y las pensiones.

Todo se desmorona, pensó. Hemos chocado contra un iceberg y ahora nos hundimos.

¿No podrían haber esperado un año o dos? Con lo cerca que estaba ya de su objetivo. No tardaría mucho en superar la primera mitad de sus estudios y entonces, si todo se iba al garete, al menos podría encontrar trabajo en algún bufete y después terminar la carrera en un centro privado. Tal vez pudiera marcharse, a ser posible lejos del distrito VIII, a algún lugar donde las casas no se cayeran a trozos y no le tomasen por un sucio gitano cada dos por tres. Como había dicho Lujza, solo porque era moreno.

Subió a buen paso procurando mantenerse pegado a la pared, donde los escalones eran algo más sólidos.

Apoyado contra su puerta había un gitano, un adolescente de largos cabellos negros y caderas finas enfundadas en unos Levi’s ajustados, las botas llenas de polvo, el gesto bravucón y una sonrisa chulesca lo bastante amplia como para desvelar que le faltaba un colmillo.

—Hola, czigani —lo saludó el desconocido.

Solo cuando el chiquillo lo rodeó con sus brazos y le dio un par de palmadas en la espalda se dio cuenta de que era su hermano.

Cuando llegaron los coches blancos, Sándor tenía ocho años. Había cuatro: uno era una ambulancia; otro, una especie de minibús; y los dos últimos, coches patrulla. Pero todos eran blancos.

Envueltos en una nube de polvo entre rojizo y amarillento, los vehículos serpenteaban por la carretera que descendía hasta el fondo del valle donde se encontraba el pueblo.

—Mira —exclamó Tibor rascándose la nariz—, viene alguien.

Sándor dio un tironcito del sedal, pero era tristemente indiscutible que en el otro extremo no había nada más que el anzuelo que él mismo se había fabricado con un poco de alambre.

—¿Qué querrán? —preguntó.

—Ni idea —contestó su amigo—. ¿Vamos a ver?

Sándor asintió. No pasaban muchos coches desconocidos por Galbeno, ni conocidos, en realidad, de modo que dejaron allí las cañas, saltaron el arroyo y corrieron por el camino de regreso hacia el pueblo.

—Siempre podemos volver más tarde —apuntó Tibor—. Igual los peces pican más cuando no se les mira.

No eran los únicos curiosos. De los porches de las casas de alrededor asomaban muchas cabezas, y los hombres que se habían reunido ante la casa de Baba se levantaron despacio aparentando indiferencia y dejaron las guitarras. Atilla, que estaba enganchando su flaco caballo pardo al carro de la leña, le pasó las riendas al mayor de sus hijos y desapareció en el interior de la casa. Poco después regresó con unos sacos vacíos, los echó al carro y le dio un manotazo en la grupa al caballo, que salió al trote con desgana por la rodera que conducía al bosque.

Los coches traquetearon por la plaza polvorienta que se abría frente a la escuela y la pequeña oficina municipal y continuaron un trecho por la calle del pueblo antes de detenerse.

—Esa es vuestra casa —dijo Tibor—. ¿A qué habrán venido? Tu padrastro no ha vuelto, ¿verdad?

—No —susurró Sándor. Por primera vez sentía una inquietud que no era simple emoción ni curiosidad. A Elvis, su padrastro, aún le quedaban seis meses de condena en la prisión del distrito de Szeget, los coches de policía no podían estar allí por él. A menos que se hubiese escapado, claro.

—Igual es mejor que no nos acerquemos —sugirió Tibor.

Sándor no estaba de acuerdo.

—Ahora solo estoy yo —dijo—. Cuando Elvis no está en casa, soy el único que puede cuidar de mamá y de las chicas.

—Y de tu hermano.

—Sí, de él también.

Sándor no sentía una especial simpatía por su hermanito de un año. Con las chicas no había resultado tan evidente, pero su padrastro no había podido disimular su entusiasmo ante la llegada de un hijo varón de su propia sangre. En la fiesta del bautizo permitieron que el bebé toqueteara varios instrumentos con sus rollizos deditos, y cuando el abuelo Viktor proclamó que sería tan buen violinista como su padre, Elvis no pudo ocultar que estaba henchido de orgullo.

Con Sándor nadie había aventurado ese tipo de vaticinios.

El caso era que su padrastro no estaba y la abuela Éva discutía con dos individuos que habían salido de los coches blancos. A pesar de que no medía más de metro y medio y los tipos se erguían por encima de ella como dos torres, se había plantado delante de la puerta para cerrarles el paso.

Después bajaron más hombres de los coches y dejó de ver a su abuela. De la parte trasera de la ambulancia sacaron una camilla que empujaron hacia la casa. Sándor avivó la marcha; los últimos metros por la calle del pueblo los hizo a la carrera. Poco a poco había ido apareciendo tanta gente, algunos también del pueblo, que tuvo que abrirse paso a empellones.

En la camilla que estaban subiendo a la ambulancia iba su madre.

Sándor se quedó mudo por un instante con el corazón a punto de saltarle las costillas.

–Mama —dijo al fin.

Aunque lo había dicho en un hilo de voz, ella lo oyó. A pesar del alboroto y las voces exaltadas, a pesar de los motores de los coches, que continuaban encendidos.

—Sándorka —lo llamó—. Ven aquí, cielo mío.

El pequeño se escabulló por debajo del brazo de un hombre con el uniforme gris de los voluntarios de emergencias y se acercó a la arañada camilla de aluminio. Encontró a su madre con el aspecto de siempre. Había estado enferma, sí, pero ¿por qué llevársela al hospital, así, de repente? ¿Tanto había empeorado?

Cuando a Vanda, su otra abuela —a la que su hermana mayor debía el nombre—, la ingresaron, no volvió nunca. Murió.

No pudo decirle nada, hacerle ninguna pregunta. Llegó justo a tiempo para ver a su madre y dejar que le aferrara la mano.

—Cuidado, no vayamos a pillarte los dedos —le advirtió uno de los voluntarios—. Vamos a levantarla.

Su madre tuvo que soltarlo.

—No será mucho tiempo —dijo—, enseguida estaré en casa. Mientras tanto, cuida de las niñas y de Tamás, ¿quieres? Ayuda a la abuela Éva.

Después las puertas se cerraron y la ambulancia empezó a alejarse. Los otros coches no se movieron. Muy pronto pudieron comprobar que aquellos gadje[4] no solo habían ido para llevarse a su madre.

Tamás desentonaba en medio de aquella vida que nada tenía que ver con él. Aunque ya era casi un adulto, seguía teniendo un cuerpo de chiquillo larguirucho y una dulzura en los rasgos que no acababa de encajar con su pose de tipo duro. ¿No podía al menos cortarse el pelo? ¿Por qué tenía que ser tan… típicamente gitano? Cualquiera que lo viese merodeando por allí pensaría que había ido a robar.

—Entra —lo invitó a regañadientes. Al fin y al cabo, siempre sería mejor que quedarse en el pasillo.

Tamás se detuvo a estudiar la habitación. Las proporciones eran algo peculiares, porque habían levantado un tabique en el centro de lo que antaño fuera un cuarto grande y luminoso para convertirlo en dos. Ahora Sándor y su vecino disponían de media ventana para cada uno y conocían sus respectivos ruidos corporales mucho mejor de lo que habrían querido, puesto que el tabique en cuestión no era más que un contrachapado pintado, pero aparte de eso…

—Esto está muy bien —comentó Tamás—. Hay que ver la de libros que tienes.

—Es que estudio.

—Claro, claro. Y estos ¿de qué asignatura son?

Sonriendo de oreja a oreja, señaló hacia un estante repleto de libros de bolsillo desencuadernados. Cuando sacó uno de ellos, Sándor alargó el brazo para impedírselo en un gesto instintivo.

—Morgan Kane —leyó su hermano pequeño—. The Devil’s Marshal.

—No vayas a estropearlo —le advirtió Sándor—. Ya no es fácil dar con ellos.

Se sentía incapaz de explicar su fascinación por aquel tipo solitario y contundente. Como sabía que no era precisamente lo que Lujza entendía por «literatura de verdad», fingía leer las novelas para mejorar su inglés, pero la realidad era que aquellos libros lo tenían absorbido por completo y que había seguido los pasos de Kane desde que no era más que un frágil huérfano de dieciséis años hasta verlo convertido en un maduro asesino sin ilusiones. Bueno, casi todos los pasos, porque la serie se componía de ochenta y tres libros y él solo tenía ochenta y uno. Le faltaban The Gallow Express y Harder than Steel.

—¿Dónde está el ordenador? Porque todavía lo tienes, ¿no? — preguntó Tamás al tiempo que dejaba caer sobre la cama The Devil’s Marshal. Sándor lo recogió y lo devolvió a su sitio.

—¿Por qué lo preguntas?

—Venga, phrala. ¿Eres mi hermano o qué?

Phrala. Lo había oído gritar por las calles del distrito VIII, vocecillas burlonas teñidas de una camaradería instintiva de la que él no formaba parte. Hey, brother. Hola, gitano. A él no lo llamaban así, veían que no pertenecía a su mundo.

«Cuida de las niñas y de Tamás.» Solo tenía ocho años. ¿Qué esperaba de él?

—¿Qué quieres?

—Es que tengo que buscar una cosa, nada más. En Internet. Tienes conexión, ¿no?

—Sí —contestó de mala gana.

Tuvo que conectarlo a la red de la universidad con su usuario y su contraseña, pero Tamás no quiso ayuda en lo demás. No quería ni que Sándor mirase.

—¿Qué estás buscando?

Su hermano lo miró de reojo.

—No es asunto tuyo.

—Eh, ¿se te olvida que estás usando mi ordenador?

—Vale, vale. Es una chica. ¿Contento?

El cuerpo compacto de Tamás vibraba de energía, de una especie de tensión, de una expectación que inquietaba a Sándor y le hacía sentir algo de envidia. De repente era consciente de que él nunca había sido joven como lo era ahora su hermano, siempre había tenido demasiadas normas que cumplir, demasiadas consecuencias a temer si llegaba a dar un mal paso.

—¿En Internet? No pienso dejar que vengas aquí a ver páginas porno, que lo sepas.

—Pero qué dices, no es eso. Solo quiero chatear un rato con ella.

—¿Es gitana? —se le escapó. De manera automática, como si eso fuera lo más importante. Probablemente esa habría sido también la primera pregunta de su madre o de su abuela, se dijo.

—No. Gadji.

—¿Y qué opina mamá al respecto?

Tamás se incorporó un poco y se volvió.

—La pregunta es más bien qué diría la abuela. Si lo supieran, pero no lo saben.

Las manos de Tamás volaban por el teclado. Una de ellas algo más despacio que la otra, observó Sándor.

—¿Qué te ha pasado en la mano?

Su hermano pequeño levantó la palma y se quedó mirándosela como si acabara de descubrir que le ocurría algo. Tenía la piel medio desprendida, como las patatas nuevas, y la capa que se estaba formando por debajo era de un extraño tono caoba.

—Me he quemado —contestó.

—¿Con qué?

Tamás volvió a apoyar la mano en el teclado.

—Con un motor —explicó—. Y ahora, largo. Ya me apaño yo solito. ¿No tenías que estudiar?

En efecto, pero con su hermano en la habitación le resultaba imposible concentrarse. Era un cuerpo extraño y, para colmo, de los revoltosos. Daba vueltas en la vieja silla de oficina de Sándor, tamborileaba con los dedos contra el gastado tablero de la mesa, canturreaba o silbaba, bajito pero sin pausa. En dos ocasiones se sacó un teléfono móvil del bolsillo y habló en susurros, aunque su interlocutor no parecía ser su reciente conquista.

—Tienes móvil —se sorprendió Sándor. Tal vez eso quisiera decir que en casa andaban algo mejor de dinero que la última vez que se dejó caer por allí.

—Sí —se limitó a responder Tamás.

—Y mamá ¿también?

—No.

Después de un largo silencio, el chiquillo añadió en tono de disculpa:

—Toma, aquí tienes mi número. Dame el tuyo, así yo también podré llamarte.

Aunque la idea de que su madre pudiera localizarlo en cualquier momento lo llenaba de inquietud, le dio el número. Una cosa era volver a Galbeno unos días al año cuando se sentía con fuerzas y otra muy distinta estar… a su alcance.

Además, tenía otro problema cada vez más acuciante.

Necesitaba ir al baño.

El ordenador era, con diferencia, la más valiosa de sus posesiones. Comprar aquel viejo Toshiba, aunque era de segunda mano y cualquier cosa menos de última generación, había sido toda una proeza. Su piso no tenía lavabos, había que bajar dos más, pero no le hacía ninguna gracia la idea de dejar solo a su hermano por muy concentrado que pareciera estar en el teclado. Acababa de susurrar un triunfante «yes!» que parecía indicar que su romance por chat empezaba a dar sus frutos.

Al final no le quedó otra opción. Dejó en la cama el libro de derecho romano y se levantó.

—Ni se te ocurra fisgar en mis cosas —advirtió—. Y como me estropees el ordenador, te arranco los huevos.

Jamás se le habría pasado por la cabeza decirle algo semejante a nadie más, y mucho menos a sus amigos y conocidos húngaros, que ignoraban que una parte de él era gitana. Pero Tamás se echó a reír.

—Para eso hacen falta unas manos más grandes que las tuyas, phrala.

Corrió todo lo que pudo, pero, por supuesto, el baño estaba ocupado y tuvo que llamar a la puerta dos veces para lograr que saliera uno de sus vecinos de abajo.

—¡Ya va, ya va! Ya no le dejan a uno ni subirse los pantalones.

—Perdona.

Cerró con pestillo, se bajó la cremallera y vació su sufrida vejiga. Alguien había intentado aligerar un poco el ambiente con un ambientador verde que colgaba de un lado de la taza, pero Sándor pudo comprobar que en realidad lo único que hacía era añadir un olor químico y dulzón al asfixiante hedor a alcantarilla y meados que reinaba en el ambiente.

Estaba tan nervioso que no se tomó el tiempo necesario para lavarse las manos en condiciones y se limitó a pasarlas rápidamente por debajo del grifo y secárselas en los pantalones en lugar de usar la húmeda toalla roja que colgaba junto al lavabo.

Sin embargo, cuando regresó no encontró a Tamás. Por suerte, el ordenador seguía allí, sano y salvo, encendido y conectado. Abrió la ventana de par en par y miró hacia la calle. La figura de su hermano, compacta y enclenque al mismo tiempo, se alejaba camino de la calle Prater.

—¡Eh! —le gritó.

Tamás se volvió y dio un par de pasos de baile hacia atrás.

—¡Gracias! —contestó también a gritos—. Hasta la vista, Csigani.

Luego dobló la esquina y Sándor no lo vio más.

Sándor apagó el ordenador. Ahora que Tamás se había ido lamentaba no haberse interesado un poco más por sus cosas, por aquella chica de la que estaba lo bastante enamorado como para hacer un viaje de cinco horas, incluidos dos cambios de autobús, solo para chatear con ella. Tenía que haber algún ordenador más cerca. ¿Es que no tenían cibercafés en Miskolc?

Era posible que la chica viviera en Budapest, eso explicaría que su hermano se hubiese marchado con tanta prisa.

¿O habría otra razón? Al reparar en que uno de los cajones del escritorio estaba entreabierto se sintió como si acabasen de darle un puñetazo en la boca del estómago. Le preocupaba que Tamás fisgoneara o que se le cayera refresco encima del ordenador, pero en ningún momento había temido que su hermano pequeño fuese a llevarse algo que no le pertenecía. No se les roba a los tuyos.

Comprobó que la cartera seguía en su sitio. Lo que había desaparecido era su pasaporte.