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UNA LUZ TENUE y dorada se filtraba a través de las cortinillas, y el ruido de fondo —bandejas que entrechocaban y mesitas portátiles, voces y pasos, y el peculiar sonido de ventosa del sistema de cierre de las puertas de la planta— llegaba agradablemente amortiguado. En la calle, el mes de junio estaba en pleno apogeo y los castaños desparramaban sus pegajosas flores amarillas por todas partes. Søren había llegado en bicicleta en medio de una llovizna y con el cielo muy cubierto, pero había escampado y le permitieron colgar su anorak empapado y la funda impermeable del pantalón en el guardarropa para el personal del reparto K del hospital de Bispebjerg mientras interrogaba a Helle Schou-Larsen.

La paciente tenía el rostro vuelto hacia la ventana y el cabecero un poco elevado para que viese mejor. No lo miró cuando entró; si Søren quería verle la cara tendría que sentarse entre ella y la ventana, de modo que saludó al abogado con un breve cabeceo y llevó una de las incómodas sillas para los acompañantes hasta el otro lado de la cama.

—Buenos días, señora Schou-Larsen —la saludó amablemente—. ¿Cómo está?

Ella se tomó su tiempo. Su mirada azul como la porcelana resaltaba en medio de su piel sin sangre, y el discreto maquillaje que llevaba no lograba ocultar del todo su palidez ni las oscuras bolsas que se le habían formado bajo los ojos. El pintalabios rosa resultaba algo absurdo con un tubo de oxígeno a modo de complemento, pero su capacidad pulmonar estaba lejos de ser la ideal.

—De maravilla, gracias.

Su voz sonaba pasmosamente normal, más firme de lo que cabía esperar, teniendo en cuenta su fragilidad general.

Él le mostró una identificación.

—Søren Kirkegård, del PET.

—Ya —se limitó a decir ella.

—Lamento mucho lo de su marido.

A eso no reaccionó.

Su abogado se levantó de la única silla medianamente cómoda de la habitación.

—Mads Ahlegaard —se presentó tendiéndole la mano—. Permítame recordarle que, por prescripción médica, esta conversación no podrá prolongarse por espacio de más de quince minutos.

—Lo sé —contestó Søren mientras tomaba asiento en su escuálida sillita—. Señora Schou-Larsen, he venido a hablar con usted de su tentativa de comprar una sustancia radiactiva ilegal.

Sus palabras resultaban de lo más inconvenientes, como si no formasen parte del mismo universo que una señora de mediana edad de Emdrup que una vez a la semana iba a cantar con un coro y jugaba al brigde un viernes sí y otro no. Pero eso era precisamente lo que había hecho. Ya estaban al tanto de casi todos sus pasos; habían localizado el ordenador portátil Acer que utilizó para realizar las búsquedas que, al final, la pusieron en contacto con Tamás Rézmu´´ves, diez teléfonos móviles de tarjeta que había adquirido en diez puntos distintos de la ciudad, lo que quedaba de las existencias de Imovane de su marido, con las que había dormido a los perros —y probablemente al propio marido—, y habían encontrado sus huellas dactilares en el volante del Opel Rekord y en la palanca de cambios, a pesar de que en teoría no había vuelto a conducir un coche desde los años setenta. Sabían prácticamente todo lo que había hecho, lo que seguía siendo un misterio era por qué lo había hecho. La primera teoría que barajaron era la posibilidad de que fuese víctima de algún tipo de chantaje o extorsión, tal vez por parte de un grupo radical de extrema derecha, pero nada vino a confirmarla. Todo parecía ser una genialidad suya y de nadie más.

Ahora que los médicos habían dado por fin luz verde al interrogatorio, Søren no tenía intención alguna de dejar esa tarea en manos de otro.

—Señora Schou-Larsen, ¿para qué quería usted el cloruro de cesio?

Ella tenía la vista fija en un punto por detrás de él, en la ventana. Al subcomisario le resultaba muy molesto que se negara a sostenerle la mirada, pero decidió que sería mejor fingir que no le importaba.

—Alguien tenía que hacer algo —contestó la paciente—, no se pueden dejar las cosas como están.

—Sí, pero ¿qué era lo que había que hacer?

—Es que poco a poco empezaban a estar por todas partes —dijo ella—. No se podía ir a ningún sitio sin que… sin que estuviesen ahí. Sin que la mirasen a una.

—¿Quiénes? —preguntó el policía, aunque creía conocer la respuesta.

—Ellos, esos extranjeros. No tendría nada en contra si solo fuesen unos cuantos, pero cada vez había más. —Por primera vez lo miró directamente a los ojos, un frío destello azul y blanco—. ¿Sabía usted que tienen casi el doble de hijos que los daneses?

¿De dónde había sacado esa estupidez? Estuvo a punto de preguntárselo, pero se mordió la lengua y se limitó a sonreír con aire receptivo.

—Claro, comprendo que puede llegar a resultar alarmante.

—Y luego ocurrió lo de la nueva mezquita. ¡Tan cerca! Al principio estaba tan enfadada que me costaba dormir por las noches. Pero entonces… —se interrumpió. Su mirada lo abandonó y vagó por la habitación hacia los rayos del sol y las cortinillas. Søren tuvo que darle un empujoncito para que retomara el hilo.

—Entonces ¿qué, señora Schou-Larsen?

—Entonces empecé a pensar que tal vez hubiese un sentido en todo ello, que si estaba precisamente ahí, tan cerca que podía ir andando, era por algo. Así sería más fácil.

—Ya veo.

—Es que no me gusta demasiado conducir —le explicó esbozando de repente una sonrisa de disculpa de lo más femenina—. Siempre conduce mi marido. O… conducía.

Querer es poder, pensó Søren. E imaginó a esa mujer, tan ajena a la realidad y aparentemente desvalida, aventurándose en el tráfico de Copenhague a bordo de un Opel Rekord de más de veinticinco años, probablemente con las manos tan aferradas al volante que se le transparentarían los nudillos. Había sido una suerte —al menos desde el punto de vista de la seguridad vial— que el coche fuera automático. Se preguntó si la decisión de conectarse a Internet a través de un centro educativo donde más del setenta por ciento del alumnado era de «otras procedencias étnicas» habría sido intencionado. No era del todo imposible que las dificultades de Khalid se debieran a una venganza premeditada, aunque sin tintes personales, de aquella mujer. No, desvalida no era la palabra más adecuada.

—De modo que lo que pretendía era… eliminar la mezquita.

No empleó términos como «destruir», «hacer saltar por los aires» o «contaminar». El lenguaje era importante. Debía procurar describir la acción de tal modo que no le permitiese tomar distancia.

Ella, sin embargo, movió la cabeza de un lado a otro.

—¿Eliminarla? No, cómo se le ocurre. Eso lo habría estropeado todo.

Søren fue lo bastante profesional como para no dejarle entrever su asombro, pero le hizo falta una voluntad de acero.

—¿Por qué? —preguntó en un tono neutro.

—Porque entonces no habría funcionado.

—¿O sea que no tenía intención de…? —No, ya no le quedaba otra salida—. ¿No pretendía volar por los aires la mezquita?

Eso explicaba por qué no habían encontrado ni rastro de explosivos, ni en el chalé de Elmehøjvej ni en las inmediaciones del centro cultural.

Helle Schou-Larsen estaba indignada.

—¿Volarla por los aires? Sabe Dios que no. ¿Me toma usted por una delincuente?

Søren se alejó del hospital con un deseo casi irreprimible de acostarse en brazos de una mujer. No necesariamente para hacerle el amor, aunque tampoco habría estado mal; simplemente tumbarse junto a un cuerpo cálido y sensible, hablar con una persona y tenerla tan cerca como para olerle el aliento, el sudor y la piel. Enterrar el rostro en la cavidad que se abría entre su hombro y su pecho, y sentir su suavidad y su calor.

Solo que no había ninguna.

Susse era lo más parecido en esos momentos, pero había ido con Ben a un concierto en Randers y, además, aunque más adelante casi todo saldría a la luz durante el juicio, por ahora no podía contarle nada significativo de aquella historia.

A pesar de que el interrogatorio en el hospital debería haber sido la última parada de su jornada de trabajo, regresó a su despacho. Volver a Hvidovre y enfrentarse a una casa vacía, a una cerveza y a un plato precocinado del congelador… No. En ese momento no. Ese día no.

Torben iba camino de su Audi cuando Søren tomó la curva del aparcamiento, se liberó de los calapiés y bajó de la bicicleta de un salto, acalorado y sudoroso porque había ido todo lo rápido que el tráfico le había permitido, aunque no llegaba a jadear. Tal vez fuese buena idea bajar al gimnasio a correr un rato hasta sacarse de la cabeza las mujeres, el vacío y el material radiactivo, al menos mientras lograse mantener las pulsaciones a ciento noventa.

—¿Y bien? —preguntó Torben dejando el Audi para más tarde—. ¿Cómo ha ido?

—Así así, estaba más o menos colaboradora. Por lo visto actuaba completamente en solitario. Tendremos que volver a hablar con ella varias veces cuando aguante conversaciones más largas, claro, pero no tengo la sensación de que esté ocultando nada.

—Y entonces ¿no hay relación con grupos extremistas, ni cómplices ni conspiraciones?

—Parece que no. Por cierto, creo que deberíamos dejar que Horvath vuelva a su casa. La explicación de la viuda confirma su versión. Ella hizo el negocio con Tamás Rézmu´´ves, no con su medio hermano. Al parecer, se vio envuelto en todo esto siendo más o menos inocente.

—A lo mejor podemos soltarlo —contestó Torben—. La cuestión es si los del NBH harán lo propio.

—Ese Gabor tenía pinta de tipo razonable. ¿No podrías echarle una manita al chico?

Su jefe arqueó las cejas.

—¿Cómo ha conseguido que te pongas de su parte?

—Lo que pasa es que creo que no hay razón para seguir destrozándole la vida más de lo que ya la tiene.

Torben lo observó en silencio.

—De acuerdo —cedió al fin—, hablaré con Gabor. Luego ya se verá. Pero solo si estás seguro de que la explicación que te ha dado la señora Schou-Larsen es digna de confianza.

—Como ya te he dicho, me gustaría volver a hablar con ella, pero estoy bastante seguro de que tiene base. Se le ocurrió la idea de comprar material radiactivo por Internet e instalarlo en el depósito de agua caliente del lavabo de caballeros de la mezquita, no hay más.

—¿No te ha dicho por qué?

—Sí. —Søren abrió un poco el cuello del anorak para que transpirara mejor—. No pretendía hacer saltar a nadie por los aires, de hecho se ha ofendido bastante cuando se lo he insinuado. No, ella solo quería asegurarse de que no fuesen tantos. Los órganos reproductores son lo primero que deja de funcionar en caso de envenenamiento por radiación.

—¡Ostras! —exclamó Torben al tiempo que hacía ademán de llevarse una mano protectora a los testículos; pero se contuvo.

—Pues sí, pretendía esterilizar ella solita a toda la población musulmana de sexo masculino de la zona.

—La gente está como una puta cabra —comentó su jefe con gesto de incredulidad—. ¿Cómo demonios vamos a prever con qué genialidades van a salirnos todos esos locos? A veces desearía que mi trabajo solamente consistiera en esclarecer delitos una vez cometidos. Nice, clean and simple. Oye, ¿tú no te ibas a casa?

—Sí, solo quiero entrenar un rato antes.

Torben le dio una palmadita en la espalda.

—¿Qué pretendes, dejarme atrás con los remos el día menos pensado? Venga, inténtalo, colega.

Søren esbozó una sonrisa forzada. No es que no fuese competitivo, pero a veces le agotaba que todo se redujese a un constante «a ver quién mea más lejos».

Tras su sexta ascensión al doce por ciento en la cinta de correr, se dio por vencido. Le aumentara lo que le aumentara el pulso, no lograba dejar de pensar. Lleno de frustración, se quitó la ropa sudada y se metió bajo el chorro de agua con olor a cloro de la ducha. Se enjabonó las axilas y la entrepierna. Durante unos segundos se rodeó el miembro con los dedos extrañado de la importancia que podía llegar a tener aquel órgano. Lo definía como hombre, hacía de él un amante y podría haberle hecho padre si lo hubiera querido y no se hubiese apartado, obligando a Susse a tener sus hijos con otro.

Qué innecesaria sería una esterilización en su caso, pensó. Se las había arreglado de fábula él solito con las decisiones que había tomado a lo largo de su vida.

Recordó la indignación de Helle Schou-Larsen ante sus sospechas de que quisiera hacer saltar la mezquita por los aires. Si ella no era violenta, había dicho. No tenía intención de matar a nadie. ¿Acaso tenía aspecto de criminal?

Él ya no sabía qué aspecto tenían los criminales. Además, lo que había intentado esa mujer no era un crimen en el sentido más corriente del término. Solo un crimen silencioso, imperceptible, contra el futuro.