CUANDO LE INDICARON que los llevara a la calle Tavaszmezö en el distrito VIII de Budapest, el taxista cerró todas las puertas con seguro. Sándor oyó el chasquido con total claridad y también advirtió la mirada escrutadora que lo analizaba desde el retrovisor. Menos mal que iba con Lujza, porque a pesar de su afición a los pañuelos raros y los hallazgos de mercadillo –bohemian chic, lo llamaba ella—, sus genes anodinos y sus modales ultracorrectos llevaban el sello de la más respetable clase media húngara. Él, en cambio, por más que se afanara en llevar el nudo de la corbata perfecto, los zapatos lustrosos y la camisa planchada, siempre despertaba sospechas. Y eso fue lo que vio en la mirada del taxista.
—Me alegro de que hayas venido —susurró Sándor. Por otra parte, si ella no estuviese allí él no habría subido a un taxi. No lo hacía jamás.
La joven lo miró sorprendida. Seguramente no había reparado ni en los seguros echados ni en las sospechas del taxista.
—¿Por qué? —preguntó.
Sándor renunció a explicárselo.
—Es agradable, eso es todo.
Ella lo tomó como una especie de cumplido y le sonrió.
—Qué mono eres —dijo. Después le dio un beso en la mejilla.
Habían ido al bautizo del hijo de la hermana mayor de Lujza, el primer nieto de la familia.
También había sido la presentación oficial de Sándor ante la familia Szabo. Aún seguía nervioso, pero ya no se sentía tenso como en el viaje de ida, solo cansado. Aunque ardía en deseos de preguntar si lo había hecho bien, se contuvo. Conocía de sobra la respuesta: no. Habían sido corteses, sí, incluso amables. El señor Szabo le había dado un fuerte apretón de manos y se había interesado por sus estudios, por los exámenes, que estaban a la vuelta de la esquina, y por la especialidad que pensaba escoger. El padre de Lujza, abogado también, se mostraba partidario del derecho penal. La señora Szabo estaba tan enfrascada en aquel heredero pequeño y gritón envuelto en tules que apenas le había prestado atención, aunque sí le había regalado una sonrisa ausente en el momento de las presentaciones. No podía ponerle ningún pero a la acogida que le habían dispensado, lo que no le convencía era su propia actuación. A medida que habían ido pasando las horas se le habían empezado a agarrotar los músculos de la cara y, como solía ocurrirle en esas situaciones, la voz se le había reducido a un murmullo apenas audible que obligaba a sus interlocutores a inclinarse cada dos frases y decir: «¿Perdón?».
No había causado buena impresión y no entendía cómo Lujza podía ir a su lado, aparentemente alegre y satisfecha, y besarlo en la mejilla.
Al doblar por Sziv utca tuvieron que reducir la velocidad; había grupos de peatones que cruzaban sin mirar por todas partes como si las normas de circulación ya no estuviesen vigentes. El taxista los condujo serpenteando entre la multitud y trató de girar por Andrássy Út sin éxito. Un puñado de policías y unas vallas provisionales cortaban el paso hacia el amplio bulevar; además, había gente por la calzada, por las aceras, por todos lados. Cuando el taxista quiso dar marcha atrás, tampoco le fue posible: la muchedumbre había rodeado el coche y lo envolvía como un puño. Entreabrió la puerta y se asomó.
—¡Eh! —le gritó al policía que tenía más a mano—. ¿Qué ocurre?
El agente se volvió hacia él. Al ver la identificación del taxi levantó un poco la mano en una especie de saludo profesional entre semicolegas.
—Una manifestación —contestó también a gritos—. Volveremos a abrir cuando haya pasado.
El taxista se dejó caer en el asiento, cerró la puerta y volvió a echar los seguros.
—Lo siento —se disculpó—. Tendremos que esperar.
Luego bajó las ventanillas lo justo para que entrara un poco de aire y apagó el motor.
—¿Por qué malgastar gasolina? —explicó—. Total, de momento no vamos a ir a ninguna parte.
A través de las ventanillas bajadas, Sándor oyó un batir de tambores y el clamor de las consignas coreadas al compás. No podía dejar de preguntarse cuánto iba a costarles la carrera. Por muy apagado que estuviera el motor, el taxímetro seguía corriendo.
—¿Y si seguimos a pie? —preguntó—. ¿O en metro?
—Llevo tacones —objetó Lujza.
El ruido de los tambores cobró más fuerza, se acercaba la manifestación. Según sus cálculos, bajaba por Andrássy Út desde Hösök Tere, la Plaza de los Héroes. Desde donde estaban no se veía gran cosa, pero ahora entendía lo que gritaban.
—¡Salvar a Hungría ya! ¡Salvar a Hungría ya!
Sándor se hundió en el asiento varios centímetros, fue un acto reflejo. Tenían que ser los del Jobbik[2], que volvían a echarse a las calles para protestar contra los judíos, los comunistas y los gitanos que estaban «pisoteando el orgullo de la nación».
—Uf no, estos no —protestó Lujza con el mismo tono que habría empleado si acabara de descubrir que llevaba algo desagradable pegado a la suela del zapato—. Dios nos libre de aguantar a más racistas idiotas marchando al paso de la oca.
De repente el taxista se volvió a observar a la joven con el mismo aire suspicaz que antes había empleado con Sándor.
—Los del Jobbik no son racistas —replicó—, solo están a favor de Hungría.
Oh, no, pensó Sándor. ¡Espero que no se vayan a enzarzar en una discusión!
Pero sus esperanzas resultaron vanas. Lujza se incorporó en el asiento y miró al taxista de hito en hito, cincuenta y ocho kilos de indignado humanismo contra cerca de ciento veinte de obeso —pero musculoso— nacionalismo.
—¿Y de qué Hungría estaríamos hablando, si se puede saber? —inquirió la joven—. ¿De una Hungría desinfectada de diversidad? ¿De una Hungría donde pueden detenerte solo por tu color de piel? ¿De una Hungría donde a nadie le parece mal que la esperanza de vida de un gitano esté quince años por debajo de la de cualquier otra persona?
—Bastaría con que dejaran de beber como animales —replicó él—. O de contagiarnos enfermedades a los demás.
—¿De dónde ha sacado esa estupidez, del canal de noticias HIR?
—Alguien tendrá que decir la verdad, visto que el Gobierno no quiere. Deberías llevar un taxi por Budapest por la noche, con esas bandas de gitanos controlándolo todo. Te dan una puñalada por menos de un pitillo, son peores que alimañas.
Lujza sacó de su bolso un puñado de billetes de diez mil florines y los arrojó en el asiento.
—Tome —dijo—. ¡Nos bajamos aquí!
Enseguida quedó claro que el taxista no podía estar más de acuerdo, porque no tardó en oírse el chasquido del cierre centralizado.
—¡Fuera de mi coche, zorra, y llévate de aquí a ese gitano desteñido!
Lujza abrió la portezuela de par en par y salió del taxi como una exhalación. Sándor se quedó paralizado varios segundos. Sentía que la piel le ardía como si las palabras de aquel hombre le hubiesen agredido físicamente, y no era capaz de despegar los labios.
—Vámonos, Sándor —insistió la joven.
Solo entonces consiguió abrir la puerta y bajar del vehículo para ser absorbido por la multitud que se apiñaba contra la barrera policial.
—Los zapatos —logró decir—, los tacones…
—Prefiero ir andando hasta Tavaszmezö con los pies descalzos —contestó furiosa. Después rompió a llorar. Sándor consiguió abrirse paso entre la gente hasta rodear el taxi. Lo único que deseaba era salir de allí, alejarse de las consignas, de los tambores y de las banderolas rojiblancas que se acercaban cada vez más. Los gritos, no solo los de la turba, sino también los de un vehículo con megáfono, atronaban por encima de sus cabezas:
—¡Salvar a Hungría ya! ¡Salvar a Hungría ya!
Por lo visto Lujza tenía intención de cumplir sus amenazas y estaba quitándose un zapato a la pata coja. Así, con su veraniego vestido de color crema, el chal blanco medio caído y el cuello extrañamente desnudo, porque se había recogido para la ocasión la larga melena castaña con unas flores de seda, parecía infinitamente pequeña y frágil. El joven sintió deseos de detenerla, no soportaba la idea de ver sus pequeños pies desnudos entre aquella multitud de zapatos y botas pataleantes. Lujza no podía sospechar el peligro que corría y su audacia lo asustaba.
—Putos fascistas —exclamó la muchacha con las mejillas levemente maquilladas bañadas en lágrimas—. No aguanto que haya tantos.
Se apoyó en Sándor para quitarse con rabia el otro zapato.
—Vuelve a ponértelos —suplicó él—. Te vas a clavar un cristal.
Ella ni le oyó.
—Son unos imbéciles de remate, confunden la información con la propaganda de la televisión nacionalista. ¿Cómo es posible que permitamos que marchen por nuestras calles con sus ridículos uniformes? ¿Es que no hemos aprendido nada de nada?
—¡Chsssssst! —susurró él sin poder evitarlo.
—¿Me estás mandando callar?
Lujza lo fulminó con la mirada.
—Es que nunca se sabe… —intentó explicarse Sándor, pero luego se detuvo; así solo conseguiría enfurecerla aún más.
—¿Tienes miedo? —preguntó ella—. ¿Les tienes miedo?
Así era.
—Te ha llamado desteñido. Y gitano.
Señalaba furibunda hacia el taxista, que por suerte se había quedado atrincherado tras las verdes puertas de su Mercedes.
—Y solo porque eres moreno. ¡Si tú no tienes pinta de gitano!
—No —se limitó a responder él.
—No podemos dejar que hagan cosas así y se vayan de rositas.
—No —murmuró Sándor con la esperanza de que su falta de resistencia zanjara la discusión.
De pronto, el tumulto se transformó en un caos de gente que caía, gente que intentaba no caer y gente que solo trataba de salir de allí. El joven estrechó a Lujza contra su cuerpo y trató de mantenerse en pie. Ambos se vieron arrastrados hacia el taxi, probablemente lo único que evitó que los derribaran sobre el asfalto. La caída de una de las barreras había propiciado el encontronazo entre los policías, provistos de chalecos de color verde chillón y cascos negros, y un grupito de jóvenes que intentaban salir a Andrássy Út. Parecían un puñado de adolescentes inadaptados con cortes de pelo a lo punk, capuchas y pantalones caídos, y llevaban una pancarta en la que se leía: NO RACISM. FUCK FASCISM. En los puntos donde deberían haber aparecido la O y la U, la tela estaba recortada.
A través del inesperado claro que acababa de abrirse, Sándor logró ver el grueso de la manifestación, largas hileras de hombres y mujeres que marchaban ataviados con camisas blancas, pantalones y chalecos negros, pañuelos a franjas rojas y blancas y boinas con insignias de los mismos colores. Con su singular aspecto de caramelos de rayas, parecían más un grupo de pacíficos danzarines folclóricos de orondas mejillas que un hatajo de fanáticos rapados con los ojos inyectados en sangre y armados de puños americanos.
—Tienen una pinta tan asquerosamente normal… —se lamentó Lujza; la tenía tan cerca que sentía el calor de su aliento en el cuello—. Pero esas cruces de Lorena y esos emblemas de Arpad… lo mismo podían haber llevado esvásticas y cruces flechadas.
—Ahí hay algo más que gente del Jobbik —dijo Sándor—. Esos son guardias magiares[3]. Y entrenan con armamento.
La audacia y la indignación de Lujza perdieron intensidad y la joven, tal vez contagiada de sus temores, guardó silencio entre sus brazos.
—Vámonos a casa —dijo al fin.
Tardaron casi una hora y media. La boca de metro de Kodály Körond estaba cerrada, presumiblemente por miedo a posibles actos vandálicos en el interior de la histórica estación. Tuvieron que abrirse paso a través de la multitud hasta la plaza Oktogon y tomar el tranvía en dirección a Rákósi tér. Lujza, de nuevo con los zapatos puestos, recorrió todo el camino ensimismada y en silencio. Tampoco despegó los labios durante el último trecho a pie por las calles del distrito VIII, que después del amplio Jozsef-boulevard resultaban angostas. El sol de la tarde arrancaba destellos blancos a las agrietadas losetas de las aceras, y en los escalones de la iglesia de Józsefsvárosi, una familia gitana engalanada con sus ropas de domingo posaba para una foto.
—Mira —comentó Sándor—, ellos también están de bautizo.
La joven asintió, pero no abandonó su reserva ni siquiera ante la propuesta de tomar un café con bollos de la panadería de la esquina.
—Estoy cansada —objetó—. Solo quiero irme a casa.
Vivía con otras tres estudiantes en Tavaszmezö utca. Sándor sabía que el señor y la señora Szabo no veían con buenos ojos aquel piso compartido, y que habrían preferido que su hija siguiera viviendo con ellos en el aburguesado distrito II, donde se había criado. «Pero Lujza siempre se sale con la suya», había sido el resignado comentario de pappa Szabo.
Una vez en el portal, ella no lo invitó a subir y él prefirió no forzar la invitación, pero cuando ya la había besado en la mejilla y se disponía a marcharse la oyó preguntar:
—¿Pero tú es que no te enfadas?
—¿Por qué?
—Por ellos, por esos imbéciles. Los de la Guardia Magiar y todos esos gilipollas de uniforme.
—Sí, claro. A mí tampoco me gustan los extremistas.
Pero se daba perfecta cuenta de que no era suficiente. Lujza se sentía traicionada, con aquella respuesta acababa de fallarle en una prueba mucho más importante que causar buena impresión a su familia.
La joven abrió la puerta y desapareció en el interior del oscuro portal.
—Nos vemos —la despidió cuando la puerta se cerraba. Allí, de pie junto al destartalado edificio, con su bonito traje y sus zapatos lustrosos, a Sándor lo invadió la desagradable sensación de que algo se le estaba escapando de las manos. De que el mundo estaba cambiando, y no precisamente a mejor.