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SI AL MENOS SE LO hubiese clavado con más fuerza, joder…

Nina miró a Magnus de reojo. Sonreía, sí, pero no con la mirada, y su intento de hacer un chiste negro había sido tan torpe como el resto de su enorme corpachón. La enfermera pensó que parecía cansado. Cansado, apagado y totalmente desprovisto de su habitual aureola de paladín sueco cabalgando por el campo de batalla a la caza de dragones, infieles y burócratas.

—Fíjate en las manos del juez —refunfuñó—. Si parece que las tiene de plastilina. No puede ni sostener el martillo. ¡Putos chupatintas! ¡Puto sistema de mierda! —añadió medio en danés, medio en sueco.

La última bocanada de aire salió de entre sus labios en un resuello furioso. Cuando se apoyó en el respaldo y se quedó mirando al techo con aire resignado, la endeble silla que ocupaba dejó escapar un crujido amenazador.

Nina lo sabía, los tribunales le producían ese efecto. No era la primera vez que veía a su jefe venirse abajo ante los más eminentes representantes de «el sistema», como él solía llamarlo. Le agotaba tener que luchar contra papeles y abogados.

La rabia de Nina, en cambio, era distinta. Permanecía latente e invariable en algún remoto rincón de sus entrañas.

Eran las 13.24.

Natasha llevaba una hora exactamente en la misma postura, los codos levemente apoyados en la mesa y la mirada de los llorosos ojos azules ausente. Solo las intervenciones de la intérprete rusa, que esporádicamente interrumpían la verborrea danesa, la devolvían a la realidad por un instante. Llevaba ya casi siete meses en prisión preventiva y su hija Rina había regresado al campamento Kulhus, por el que deambulaba entre los demás niños como un espectro.

El sol que entraba por las altas ventanas del tribunal jugueteaba con las diminutas partículas de polvo que flotaban suspendidas en las cálidas columnas de luz. La fiscal —una mujer enérgica y no muy alta, a medio camino entre los cuarenta y los cincuenta años, impecablemente ataviada con una falda azul marino, chaqueta y blusa a juego, un sutil colgante de oro y unas medias de nailon de color carne— estaba a punto de acometer su alegato final.

Nina levantó la vista hacia las molduras del techo mientras la fiscal iba enumerando lentamente los cargos y las pruebas. Como si hiciera falta. Como si toda la sala no supiese de sobra lo que había ocurrido.

—… acusada entró en una armería situada en Nordre Frihavnsgade, en el barrio de Østerbro…

Se sintió presa de una inquietud que, como un cosquilleo, la obligó a estirarse despacio y en silencio, como un gato. La lenta y monótona letanía de la intérprete rusa, que ocupaba un asiento junto a Natasha, se oía por debajo de la voz chillona de la fiscal.

—… y adquirió un Sterkth-1, un cuchillo de caza ruso con una hoja de veinticuatro centímetros especialmente diseñada para desventrar y desollar las piezas cobradas…

La enfermera se volvió e intentó captar la mirada de Natasha por debajo de su flequillo revuelto.

—… y con ese mismo cuchillo le asestó cuatro puñaladas a Michael Anders Vestergaard en el brazo, en el hombro y en la garganta.

No había miembro del personal de Kulhus que no supiera que aquel tipo era un cerdo y un sádico: había devuelto a Natasha al campamento tan destrozada de cintura para abajo que Magnus había tenido que recomponerla con aguja e hilo. Aun así, la joven ucraniana había aceptado todas sus humillaciones para evitar la repatriación y solo perdió los nervios cuando aquel canalla tocó a su hija Rina.

Nina había testificado el lunes. También Magnus, el responsable de haber ingresado a Natasha en la clínica el verano anterior, después de que la joven mantuviera lo que la fiscal calificaba de «relaciones sexuales consentidas con un componente de dominación». El médico había descrito las lesiones de su paciente hasta el detalle más nauseabundo mientras la fiscal hojeaba distraídamente el historial clínico y dibujaba garabatos en los márgenes.

Sí, Natasha había accedido, o por lo menos se había resignado. No, no había presentado ninguna denuncia. Tampoco había comunicado a la Policía sus sospechas de que la víctima empezaba a mostrar interés por Rina. Lo que sí hizo fue ir a comprar un cuchillo cuando lo sorprendió con un dedo metido en las braguitas celestes de la niña. Después llamó a Nina, solo después. El final de la historia era más que predecible: como primera medida, la condenarían por intento de homicidio; premeditado, por supuesto, puesto que transcurrieron varias horas desde la compra del cuchillo hasta el momento en que lo clavó en la garganta de Michael Vestergaard, a escasos milímetros de un punto que habría supuesto un desenlace fatal. Mientras cumpliera condena, su solicitud de asilo avanzaría lentamente hacia su lógica denegación. A continuación, iría a parar a una cárcel ucraniana hasta el término de la pena. Rina malviviría varios meses, quizá años, de su infancia en el barracón infantil de Kulhus y después acompañaría a su madre a Ucrania. Todo resultaba tan asquerosamente imparable como la palabrería sin fin de la fiscal y el ruido seco de las hojas al pasar a medida que progresaba su alegato.

Vestergaard, que ocupaba un asiento algo más retrasado, llevaba una camisa de Hugo Boss desabrochada para no privar a nadie del espectáculo de las vistosas cicatrices rojas que lucía en el hombro y la garganta. Rodeaba con el brazo a una joven de piel oscura que a Nina le pareció sudamericana. En plena intervención de la fiscal, se inclinó hacia la joven y la tomó con suavidad de la barbilla. Ella protestó un poco, pero le sonrió mientras él le pasaba el pulgar por el labio y le corría el carmín por la barbilla.

Hacía ya rato que Vestergaard no prestaba atención.

Magnus siguió la mirada de Nina.

—Debería habérselo clavado con más fuerza —gruñó.

Cuando aparcó delante del centro de Cruz Roja del lago de Furesø, más conocido como campamento Kulhus, Nina aún sentía la rabia como una corriente eléctrica recorriendo su cuerpo. Había acabado el turno hacía rato, pero la tarea que tenía pendiente no podía confiársela a nadie más.

Permaneció en el coche unos momentos atenta al ritmo de su respiración. El sol de abril arrancaba suaves destellos a la tela asfáltica que cubría los barracones infantiles. Junto a la entrada, unas adolescentes de largas piernas desmañadas tomaban el sol en el césped mientras hojeaban una revista con desinterés. Nina sabía que una de ellas era etíope. A la otra no la había visto antes, pero a juzgar por la blancura casi azulada de sus piernas debía de tener un origen menos exótico. Otra chica del este de Europa que aún soñaba con el mundo occidental, probablemente. Se trataba de menores no acompañadas. En esos momentos, el campamento acogía a unos cincuenta niños más en los viejos barracones militares donde se alojaba Rina mientras su madre estaba en prisión preventiva. Se habló de buscar otro tipo de centro donde internarla, pero las protestas de Magnus habían sido de tales proporciones que al final las cosas se hicieron tal y como él quería.

—¡Por favor! —había gritado indignado—. A esa pobre niña la han arrastrado de acá para allá por todo el este de Europa para luego tenerla varios meses viviendo con ese perturbado. No conoce a nadie más que a nosotros en todo el país. Se queda aquí y se acabó.

Nina encontró a la pequeña, de siete años, en la sala de estar, sentada en un nuevo sofá rojo de Ikea. Estaba en medio de un puñado de muñecas Barbie medio desnudas de cabellos irremediablemente enmarañados, concentrada en pulsar las teclas de un móvil viejo e inservible como si fuese un teléfono de verdad.

Cuanto antes terminemos, mejor, se dijo Nina mientras trataba de captar la atención de la niña.

—Bueno, Rina. Hoy he visto a mamá.

La pequeña se había mordido las uñas hasta dejar al descubierto la carne sonrosada de las yemas de los dedos, con las que tecleaba rítmicamente, como si la hubieran sorprendido en medio de un larguísimo sms. Nina apoyó con delicadeza la mano sobre su manita.

—Las cosas han salido como imaginábamos, Rina. Tendrá que pasar una temporada en una cárcel danesa y después volveréis a Ucrania.

Le habría gustado que la parte de Ucrania sonara como algo bueno y esperanzador, un futuro en libertad tras la condena, pero no lograba encontrar palabras capaces de hacer de Ucrania nada más que lo que ya era de antemano para Rina y su madre: una tierra de nadie gris, mísera y desolada.

Aunque Natasha nunca le había explicado a su hija por qué habían ido a Dinamarca, no hacía ninguna falta. Podía haber salido huyendo de cualquier cosa, desde la pobreza y el acoso político hasta la mafia y la prostitución. Razones no faltaban, de modo que para convencer a Rina de que Ucrania era el final feliz de la historia iba a hacer falta algo más que dulzura. La niña permanecía inmóvil con la cabeza gacha. Solo sus manos, aferradas al teléfono, temblaban ligeramente.

—Sé que no es fácil, Rina.

Nina se acercó un poco más. Ardía en deseos de llevársela en brazos y meterla en el coche, esconderla en su casa del barrio de Østerbro y cuidar de ella hasta… Eso, ¿hasta cuándo? Ni empleando todos sus recursos sería capaz de resolver una milésima parte de los problemas de la niña. Su madre no estaba con ella y eso no había forma humana de arreglarlo. Natasha había sido condenada a cinco años de prisión, un período de tiempo totalmente inconcebible para una criatura de siete años. Y si al final iba a parar a una cárcel ucraniana, era muy posible que los años en el barracón infantil de Kulhus acabaran convirtiéndose en la época más feliz de la infancia de Rina.

Apartó esa idea de su mente. Si las cosas llegaban hasta ese punto, tendrían que idear alguna solución. Si estaba en su mano impedirlo, la niña jamás terminaría en un orfanato ucraniano. Apartó con delicadeza un largo mechón de cabello del rostro de la pequeña y se lo pasó por detrás de la oreja. Tenía los ojos muy abiertos, pero velados. Como si ya no viera lo que la rodeaba.

—Vas a vivir aquí, Rina. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

La niña no reaccionó.

—Aquí se encargarán de que visites a tu mamá, de vestirte y de que vayas al cole, pero yo voy a venir casi todos los días a cuidarte.

Al fin la pequeña asintió, aunque a Nina no le quedaba muy claro si era porque la había entendido o para librarse de ella. Reculó en el sofá y empezó a vestir a una de las barbies con sus torpes deditos.

—Vale —dijo de pronto—. Está bien.

Nina consultó el reloj. Las 16.04. Aún le daba tiempo a hacer una visita rápida a la clínica. Se notaba que ella y Magnus habían pasado gran parte de la semana en el juicio. Cuando la secretaria y Berit, la otra enfermera, se quedaban solas, la gente iba hasta allí inútilmente; seguro que el papeleo se había acumulado.

Aun a sabiendas de que los demás niños del barracón infantil no estaban en mejores condiciones que Rina, Nina le pidió a la encargada de guardia que no la perdiese de vista. Luego cruzó corriendo el aparcamiento y subió por el caminito de losetas hasta Ellens Gård, el viejo pabellón de ladrillo donde se encontraban la clínica y las habitaciones de los enfermos.

A media tarde, cuando la mayor parte del personal iba ya camino a casa dejando a las seiscientas almas de Kulhus abandonadas a su propia oscuridad, no solía haber demasiada vida en el campamento. Un grupito de hombres y mujeres hacían cola a la puerta de la oficina para recoger los vales de la cena, y de los cuartos que daban al pasillo salía un murmullo de voces y el llanto ahogado de algún niño. Si los días allí transcurrían entre apáticos y estancados, las noches en cambio eran un hervidero de inquietud. La cena se servía a las seis en punto, tras lo cual la oficina echaba el cierre y los empleados volvían a la civilización. Tan solo un par de vigilantes se quedaban a patrullar los pasillos para asegurarse de que pakistaníes, indios e iraquíes no se mataban unos a otros en el transcurso de la noche. Las pocas mujeres solas que había se escondían y las familias con niños se atrincheraban en sus habitaciones con el televisor al volumen justo para apagar los gritos de los borrachos y las constantes peleas de los vecinos.

Por las tardes se aguardaba la llegada de la noche.

La clínica estaba cerrada, lo que quería decir que Berit ya se había ido a casa. Pegado a la puerta había un post-it amarillo garrapateado con una letra imposible. La familia de la habitación 42 solicitaba la visita de un médico o una enfermera. Tenía el tiempo justo para ir a echar un vistazo si dejaba el papeleo para el día siguiente. Aquella familia había llegado de Irán tres meses antes; la madre era médico, pero esas cosas en Kulhus querían decir bien poco. Allí el pasado se borraba y al cabo de un mes la gente apenas sabía atarse el cordón de los zapatos sin ayuda. No era la primera vez que lo veía.

Al llegar, Nina encontró la puerta de la habitación 42 entornada. En el cuarto no había más luz que el parpadeo de un televisor con un concurso a todo volumen. Dos niños estaban literalmente pegados a la pantalla mientras la madre, sentada al borde del lecho familiar, acariciaba la frente de su marido. Una sonrisa preocupada le iluminó el semblante al ver a Nina en el umbral.

Headache again —dijo señalando hacia el hombre que yacía en la cama con los ojos cerrados y la respiración entrecortada—. I think maybe meningitis.

Nina acercó una silla y llevó la mano hasta la frente del enfermo. Seguía sin fiebre. Ya la habían llamado una semana atrás. En esa ocasión aseguraban que era un tumor cerebral, pero Magnus dijo que se trataba de una simple migraña.

La enfermera le apretó la mano.

Nothing serious. Please. Don’t worry.

La mujer sacudió la cabeza, vacilante.

You have the pills the doctor gave you? Did you take them?

—Sí —murmuró el marido resignado—. I take them.

Nina permaneció un rato a su lado. De pronto se le ocurrió que tal vez debiera buscarse otro trabajo, un trabajo que no la hiciera sentirse como se sentía en esos momentos. Cuando había que tratar el miedo a morir a fuerza de analgésicos es que algo no andaba bien.

Se obligó a esbozar una sonrisa convincente.

See you tomorrow, ok. Don’t worry. Everything is just fine.

La mujer no contestó y la enfermera sabía muy bien por qué: era posible que su marido no tuviese meningitis, pero aparte de eso nada estaba Ok ni iba bien, y mientras Nina se iba a comprarle unas botas de fútbol a su hijo, la noche no tardaría en caer sobre Kulhus. Agachó la cabeza y cerró la puerta con fuerza al salir.