ASESINATO EN SARAJEVO
E l 28 de junio de 1914 era domingo, y hacía un tiempo cálido y soleado. Los veraneantes abarrotaban los lugares de diversión de Europa, sus parques y sus playas. Poincaré, el presidente francés, estaba con su esposa en las carreras de Longchamp, en las afueras de París. La multitud, escribiría luego en su diario, se mostraba contenta y despreocupada. La pista del hipódromo, con su explanada de césped verde, estaba preciosa, y había muchas mujeres elegantes que admirar. Para muchos europeos ya habían comenzado las vacaciones de verano. Los gabinetes de Europa, sus ministros de Asuntos Exteriores y los cuarteles generales militares estaban semivacíos, y sus miembros dispersos. Berchtold, el canciller del Imperio austrohúngaro, andaba cazando patos en Moravia; el káiser Guillermo se hallaba compitiendo en su yate Meteor en la regata veraniega anual del Báltico; y Moltke, el jefe de su estado mayor, descansaba en un balneario. La crisis que se cernía se vería agravada por el hecho de que muchas de las figuras clave fueron difíciles de localizar, o simplemente no creyeron que se tratara de algo lo bastante serio, hasta que resultó demasiado tarde.
Mientras Poincaré disfrutaba del día con sus invitados del cuerpo diplomático en el palco presidencial, le entregaron un telegrama de la agencia francesa de noticias Havas. El archiduque Francisco Fernando y su esposa morganática Sofía acababan de ser asesinados en Sarajevo, la capital de Bosnia, una provincia incorporada recientemente al Imperio austrohúngaro. Poincaré se lo contó de inmediato al embajador austriaco, quien se puso pálido y partió al instante hacia su embajada. Mientras abajo se desarrollaban las carreras, la noticia se propagó entre los invitados de Poincaré. La mayoría pensó que aquello no tendría mayor trascendencia para Europa, pero el embajador rumano se mostró profundamente pesimista. Pensaba que el Imperio austrohúngaro tendría ahora el pretexto que deseaba para declararle la guerra a Serbia[1].
[18] El enfrentamiento entre el Imperio austrohúngaro y serbia tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero al trono de Austria, corría el riesgo de extenderse a las demás potencias. Serbia, cuyo gobierno quizá sabía de los planes de asesinato, se sentía con fuerzas para enfrentarse al Imperio austrohúngaro, ya que contaba con el apoyo de rusia. Mientras el águila imperial austrohúngara se dispone a atacar a la gallina serbia, el oso ruso acecha tras una roca, listo para defender a su amiguita balcánica.
En las cinco semanas siguientes, Europa pasó de la paz a una guerra a gran escala, que implicó a todas las grandes potencias excepto, al principio, Italia y el Imperio otomano. El público, que había jugado su papel a lo largo de las décadas empujando a sus líderes hacia la guerra o la paz, ahora aguardaba pasivamente, mientras un puñado de hombres en cada una de las principales capitales de Europa se disponía a tomar las decisiones fatales. Formados por su circunstancia social y por su época, con convicciones muy arraigadas sobre el prestigio y el honor (esos términos serían empleados con frecuencia en aquellos días frenéticos), estos hombres basaban sus decisiones en axiomas no siempre articulados, ni siquiera para ellos mismos. Además, se hallaban a merced de su propia memoria de los triunfos y derrotas del pasado, así como de sus esperanzas y temores con respecto al futuro.
Al extenderse rápidamente por toda Europa, la noticia de los asesinatos fue recibida con la misma mezcla de indiferencia y preocupación que provocara en el palco de Poincaré. En Viena, donde el archiduque no era muy querido, las atracciones del popular parque del Prater siguieron abiertas. Entre las clases altas, sin embargo, cundió la desesperación hacia el futuro de una monarquía que no dejaba de perder herederos, así como una renovada animosidad contra los serbios, a quienes en general se tenía por los responsables. En la ciudad universitaria alemana de Friburgo casi todos los ciudadanos, según sus diarios, estaban absortos en sus preocupaciones particulares, ya fuesen sus vacaciones o en el estado de la cosecha de verano. Tal vez por ser historiador, el eminente académico Friedrich Meinecke tuvo una reacción distinta: «Inmediatamente se me nubló la vista. Esto significa la guerra, me dije»[2]. Cuando la noticia llegó a Kiel, las autoridades enviaron una lancha en busca del yate del káiser. Guillermo, que contaba a Francisco Fernando entre sus amigos, quedó consternado. «¿Sería mejor abandonar la carrera?», preguntó. Decidió regresar a Berlín enseguida para hacerse cargo de la situación e informar de que pretendía trabajar en favor de la paz; aunque durante los días siguientes aún encontró tiempo para discutir acaloradamente sobre la decoración interior de su nuevo yate[3]. En la propia Kiel las banderas se pusieron de inmediato a media asta, y los restantes eventos sociales quedaron cancelados. Una flota británica que había estado haciendo una visita de cortesía levó anclas el 30 de junio. Los alemanes enviaron la señal «Feliz viaje», y los británicos respondieron con un «Amigos en el pasado y amigos para siempre»[4]. Poco más de un mes más tarde estarían en guerra.
El acto que colocó a Europa en la etapa final de su viaje hacia la Gran Guerra fue obra de la Joven Bosnia, un grupo formado por fanáticos nacionalistas eslavos, y sus oscuros patrocinadores en Serbia. Estos asesinos y su círculo inmediato eran principalmente jóvenes campesinos serbios y croatas que habían abandonado el campo para estudiar y trabajar en los pueblos y ciudades de la monarquía dual y de Serbia. Pese a que habían trocado sus vestimentas tradicionales por trajes modernos y condenaban el conservadurismo de sus mayores, muchas cosas del mundo moderno les resultaban desconcertantes y perturbadoras. Resulta difícil no compararlos, un siglo después, con grupos extremistas del fundamentalismo islámico tales como Al Qaeda. Al igual que estos fanáticos, los miembros de la Joven Bosnia solían ser de un puritanismo feroz, y despreciaban cosas como el alcohol y las relaciones sexuales. Odiaban al Imperio austrohúngaro en parte porque lo culpaban de corromper a sus súbditos sudeslavos. Pocos de ellos tenían un empleo regular. Más bien dependían de la generosidad de sus familias, con las que generalmente estaban peleados. Compartían entre sí sus escasas pertenencias, dormían en pisos de sus correligionarios y pasaban horas ante una única taza de café, discutiendo sobre la vida y la política en cafetines baratos[5]. Eran idealistas y luchaban apasionadamente por liberar a Bosnia del dominio extranjero y construir un mundo nuevo y más justo. Fuertemente influenciada por los grandes revolucionarios y anarquistas rusos, la Joven Bosnia creía que solo podría alcanzar sus objetivos mediante la violencia y, si fuera necesario, el sacrificio de la propia vida[6].
El líder del complot del asesinato era un serbobosnio llamado Gavrilo Princip, flaco, introvertido, sensible e hijo de un laborioso granjero. Princip, que anhelaba ser poeta, había ido de una escuela a otra sin demasiado éxito. «Dondequiera que iba, la gente me tomaba por un debilucho —dijo a la policía tras ser arrestado el 28 de junio—, y yo me fingía débil, aun cuando no lo era»[7]. En 1911 se vio arrastrado al mundo clandestino de la política revolucionaria. Él y los amigos que se convertirían en sus cómplices se dedicaron a perpetrar actos terroristas contra objetivos importantes, tales como el viejo emperador en persona, o quienes le rodeaban. En las guerras balcánicas de 1912 y 1913, las victorias de Serbia y el gran incremento de sus territorios los imbuyeron de una nueva fe en que el triunfo definitivo de los sudeslavos estaba próximo[8].
Dentro de la propia Serbia, la Joven Bosnia y sus actividades contaban con un apoyo considerable. Durante una década o más, diversos sectores del gobierno serbio habían alentado las actividades de organizaciones paramilitares y conspiradoras en el suelo de los enemigos de Serbia, ya fuese el Imperio otomano o el austrohúngaro. El ejército proporcionaba dinero y armamento para las bandas paramilitares serbias en Macedonia, e introducía armas de contrabando en Bosnia, de modo muy similar a lo que hace actualmente Irán con Hezbolá en el Líbano. Los serbios también tenían sus propias sociedades secretas. En 1903, un grupo compuesto principalmente por oficiales asesinaron al impopular rey Alejandro Obrenović y a su esposa, y pusieron en el trono al rey Pedro. Durante los años que siguieron, el nuevo rey consideró oportuno tolerar las actividades de los conspiradores, que continuaban siendo sumamente influyentes dentro de Serbia y promovían el nacionalismo serbio en el extranjero. La figura clave entre ellos era el encantador, implacable, siniestro e inmensamente fuerte Dragutin Dimitrijević, apodado «Apis» por el dios egipcio al que siempre se representa como un toro. Apis estaba dispuesto a sacrificar su vida y la de su familia y amigos por la causa de la Gran Serbia. En 1911, él y algunos de sus colegas conspiradores fundaron la Mano Negra, consagrada a lograr la unidad de todos los serbios por las buenas o por las malas[9]. El primer ministro, Pašić, que esperaba evitar un conflicto con los vecinos de Serbia, conocía de su existencia e intentó controlarla; por ejemplo, ofreciendo una jubilación a algunos de los oficiales nacionalistas más peligrosos del ejército. A comienzos del verano de 1914 su confrontación con Apis alcanzó su fase más aguda. El 2 de junio Pašić renunció, pero regresó al cargo el 11 de junio, y el 24 de junio, mientras el archiduque se preparaba para viajar a Bosnia, el primer ministro anunció que el parlamento quedaba disuelto y que se celebrarían nuevas elecciones aquel mismo verano. El rey Pedro también abdicó y nombró regente a su hijo Alejandro. Mientras los conspiradores bosnios daban los toques finales a sus planes de asesinar al archiduque el 28 de junio, Pašić, que no tenía la intención de provocar al Imperio austrohúngaro, bregaba por su supervivencia política y no había conseguido aún extirpar la Mano Negra ni destruir a Apis.
La noticia del viaje de Francisco Fernando había sido muy publicitada durante la primavera, y los conspiradores, varios de los cuales se encontraban en aquel momento en Belgrado, decidieron asesinarlo. Un comandante serbio afecto a la causa les proporcionó seis bombas y cuatro revólveres del arsenal del ejército y, a finales de mayo, Princip y otros dos, con sus armas y unas cápsulas de cianuro con las que se suicidarían una vez consumado el hecho, fueron introducidos secretamente en Bosnia por la frontera serbia con la connivencia de oficiales serbios simpatizantes. Pašić se enteró de lo que estaba ocurriendo, pero o bien no pudo, o bien no quiso hacer nada. En cualquier caso, seguramente era demasiado tarde; los conspiradores habían llegado sin contratiempos a Sarajevo y contactado con los terroristas locales. Durante las semanas siguientes, algunos de ellos cambiarían de opinión y propondrían posponer el atentado; pero al parecer Princip no: «No estuve de acuerdo con posponer el asesinato —le dijo al juez durante su proceso—, pues cierto anhelo morboso por consumarlo se había despertado en mí»[10].
Su misión resultaría más fácil gracias a la incompetencia y arrogancia de los austrohúngaros. Durante años había habido rumores de complots de los nacionalistas sudeslavos contra el imperio, así como atentados reales contra algunos altos funcionarios y contra el propio emperador. Las autoridades de Viena y de las zonas conflictivas de Bosnia y Croacia mantenían una férrea vigilancia sobre los estudiantes, las sociedades y los periódicos nacionalistas. Sin embargo, una visita del heredero Habsburgo a Bosnia, cuando el recuerdo de su anexión, hacía tan solo seis años, resultaba todavía doloroso para los serbios, no podía menos que exacerbar los sentimientos nacionalistas. Y más cuando venía a presenciar las maniobras de las fuerzas armadas de la monarquía dual, que bien podrían utilizarse algún día contra Serbia y Montenegro. El momento elegido para la visita vino a empeorar las cosas, pues coincidía con la mayor festividad nacional serbia, la fiesta anual dedicada a su patrón San Vito, fecha en que también conmemoraban su gran derrota nacional a manos de los otomanos el 28 de junio de 1389, en la batalla de Kosovo. A pesar de las tensiones en torno a este evento, la seguridad de cara a la visita era, como poco, descuidada. El general Potiorek, el reaccionario y testarudo gobernador de Bosnia, ignoró las advertencias que le llegaban por distintas fuentes de que el archiduque se estaba poniendo en peligro, y se negó a utilizar al ejército para custodiar las calles de Sarajevo. Confiaba en mostrar que había logrado pacificar y gobernar Bosnia, y también planeaba anotarse algunos puntos con Francisco Fernando recibiendo a Sofía con todos los honores imperiales que siempre le habían negado en el resto de la monarquía dual. El comité especial reunido para velar por los preparativos de la visita empleó la mayor parte de su tiempo y energías en preocuparse por qué tipo de vino bebería el archiduque o si le gustaría escuchar música durante las comidas[11].
La noche del 23 de junio, Francisco Fernando y Sofía tomaron un tren en Viena rumbo a Trieste. Al parecer, antes de partir, el archiduque le dijo a la esposa de uno de sus ayudantes: «¡Este asunto no es demasiado secreto y no me sorprendería que hubiesen algunas balas serbias aguardándome!». Las luces de su vagón estaban rotas; las velas que tuvieron que usar, pensaron algunos, le daban el aspecto de una cripta. El miércoles por la mañana la comitiva imperial embarcó en el acorazado Viribus Unitis [Con unión de fuerzas] y navegó a lo largo de la costa dálmata hacia Bosnia. Desembarcaron al día siguiente y fueron hasta el pueblecito turístico de Ilidza, cerca de Sarajevo, donde se quedarían. Aquella noche el archiduque y su duquesa hicieron una rápida visita espontánea para explorar las famosas artesanías de Sarajevo. Princip, al parecer, se hallaba entre el gentío mientras la pareja imperial entraba en una tienda de alfombras.
El viernes y el sábado, el archiduque participó en las maniobras del ejército en las montañas al sur de Sarajevo mientras la duquesa visitaba los sitios de interés de la ciudad. En la noche del sábado, los dignatarios locales asistieron a un banquete en Ilidza. El doctor Josip Sunarić, un destacado político croata, que era uno de los que habían enviado advertencias de complots contra la pareja imperial, le fue presentado a la duquesa. «Ya ve usted —le dijo ella alegremente—, os habéis equivocado. En realidad, no es siempre como usted dice. Recorrimos el campo y, sin excepción alguna, fuimos recibidos de una manera tan amistosa por la población serbia, con tanta sinceridad y con una calidez tan espontánea, que estamos realmente complacidos». «Su alteza —respondió el hombre—, pido a Dios que, si mañana por la noche tengo el honor de volver a veros, podáis repetirme esas mismas palabras. Entonces me habréis quitado un gran peso, una gran losa, de encima»[12]. Aquella noche la comitiva imperial discutió sobre la posibilidad de cancelar la visita a Sarajevo planeada para el día siguiente, pero al final decidieron hacerla.
En la mañana de aquel domingo 28 de junio hacía buen tiempo en Sarajevo y la pareja imperial descendió de su tren y ocupó sus asientos en un coche de paseo descapotable, uno de los pocos de su tipo en Europa. El archiduque aparecía resplandeciente, con la túnica azul y el sombrero emplumado del uniforme de general de caballería austriaco; la duquesa iba toda de blanco, salvo por una faja roja. Los conspiradores, siete en total, ya estaban en sus puestos, desperdigados entre la multitud que se extendía a lo largo del trayecto de la visita. Mientras la procesión de coches avanzaba por el muelle Appel, junto al río que atraviesa el corazón de Sarajevo, el joven Nedeljko Čabrinović arrojó una bomba contra el coche del archiduque. Como los terroristas suicidas de nuestra época, Čabrinović se había despedido de su familia y sus amigos, y había repartido sus escasas posesiones. El conductor vio venir la bomba y aceleró, con lo que esta explotó bajo el siguiente coche, resultando heridos varios pasajeros y espectadores. El archiduque envió a un ayudante a averiguar qué había sucedido, y luego ordenó continuar con el programa. La comitiva, ahora conmocionada y furiosa, avanzó hacia el ayuntamiento, donde el alcalde los esperaba para pronunciar un discurso de bienvenida. El alcalde lo leyó tartamudeando y el archiduque sacó sus notas para responderle. Los papeles estaban empapados con la sangre de un miembro de su equipo. Hubo una consulta rápida y se decidió llevar la comitiva hasta el hospital militar para atender a los heridos. Mientras los coches corrían de regreso por el muelle Appel, los dos primeros, donde iban el detective a cargo de la seguridad y el alcalde de Sarajevo, giraron súbitamente a la derecha, entrando a una calle mucho más angosta. El chófer del archiduque se disponía a seguirlos, cuando Potiorek, el gobernador de Sarajevo, gritó: «¡Alto! ¡No es por ahí!». Cuando el chófer pisó los frenos, Princip, que había estado aguardando, se subió al estribo del coche y disparó a quemarropa contra el archiduque y la duquesa. Esta cayó sobre las piernas de su esposo, mientras él gritaba: «¡Sofía, Sofía, no te mueras! ¡Vive por mis hijos!». Luego también él cayó inconsciente. La pareja fue llevada hasta el palacio del gobernador, donde se certificó su defunción[13]. Princip, que intentó pegarse un tiro, fue apresado por los espectadores, y a los demás conspiradores los capturó la policía, cuando por fin, tardíamente, entró en acción.
Un cortesano llevó la noticia al emperador, hasta su residencia campestre favorita en el pequeño y hermoso balneario de Ischl. Francisco José cerró los ojos y permaneció en silencio unos momentos. Sus primeras palabras, pronunciadas con profunda emoción, demostraron cuán hondo era su distanciamiento de su heredero, quien, al casarse con Sofía, no solo se había enfrentado a él, sino que, en opinión del emperador, había perjudicado el honor de los Habsburgo: «¡Horrible! No se desafía impunemente al Todopoderoso […]. Un poder superior ha restaurado el viejo orden que yo por desgracia no logré preservar»[14]. No dijo nada más, pero dio órdenes de preparar su regreso a Viena. No se sabe si tal vez pensaba en cómo podría su imperio tomar venganza contra Serbia. En el pasado había optado por la paz y Francisco Fernando lo había respaldado. Ahora el asesinato había eliminado a la única persona cercana al emperador que pudiera haberle aconsejado mesura en aquellas últimas semanas de la larga paz de Europa. El emperador, de ochenta y tres años, cuya salud ya declinaba —había pasado gravemente enfermo aquella primavera—, se quedó solo frente a los halcones de su gobierno y del alto mando militar.
El funeral del archiduque y su esposa, el 3 de julio en Viena, tuvo perfil bajo. El káiser informó de que un ataque de lumbago le había impedido viajar, pero la verdad es que al parecer él y su gobierno habían escuchado rumores de planes de asesinarlo también a él. En cualquier caso, la monarquía dual pidió que ningún jefe de estado asistiese, sino solo sus embajadores en Viena. Aun en la muerte, la infortunada pareja hubo de cumplir la rígida etiqueta de la corte: el ataúd del archiduque era mayor y estaba en un estrado más alto que el de su esposa. El servicio, en la capilla de los Habsburgo, duró apenas quince minutos, y los ataúdes fueron colocados en coches fúnebres, que los llevaron hasta la estación de trenes. Como el archiduque sabía desde hacía tiempo que a su esposa nunca le permitirían yacer a su lado en la cripta de los Habsburgo, había dispuesto que, cuando llegara el momento, ambos fuesen enterrados en uno de sus castillos favoritos, el de Artstetten, en el sur de Austria, donde descansan todavía. En una espontánea muestra de desaprobación por el modo en que se condujeron las exequias, algunos miembros de las grandes familias del imperio caminaron detrás de los ataúdes hasta la estación. El embajador ruso contó que los ciudadanos de Viena miraban pasar el cortejo con más curiosidad que tristeza, y los tiovivos del parque del Prater seguían girando alegremente. Los ataúdes fueron subidos a los trenes y después llevados en barca hasta el otro lado del Danubio, en medio de una tempestad tan violenta que a punto estuvo de tirarlos al río[15].
Antes de llevarse a cabo el funeral ya habían comenzado las discusiones sobre qué debía hacer el Imperio austrohúngaro ante lo que todos consideraban una provocación indignante de Serbia. Así como la tragedia del 11 de septiembre de 2001 dio a los partidarios de la línea dura la oportunidad de lograr que el presidente Bush y el primer ministro Blair hicieran aquello por lo que siempre habían abogado —invadir Afganistán e Irak—, el asesinato de Sarajevo les despejó el camino a aquellos que, en el Imperio austrohúngaro, deseaban zanjar de una vez por todas el problema sudeslavo. Esto significaba destruir Serbia —el país que, según todos suponían, estaba detrás del atentado— como primer paso para reafirmar el dominio austrohúngaro en los Balcanes y poner coto a los sudeslavos de dentro del imperio. La prensa nacionalista describía a Serbia y a los sudeslavos como los eternos enemigos del Imperio austrohúngaro, en unos términos con ecos de darwinismo social. El destacado político e intelectual conservador Josef Redlich escribió en su diario el 28 de junio: «Ahora debería estar claro para todo el mundo que es imposible lograr una coexistencia pacífica entre esta monarquía semialemana, y hermanada con Alemania, y el nacionalismo balcánico, con su fanática sed de sangre»[16]. Aun aquellos que en los círculos del gobierno se dolían de la muerte de Francisco Fernando hablaban de venganza, en tanto que sus enemigos lo culpaban sin piedad por haber impedido en otros momentos la guerra contra Serbia[17].
Conrad, que como jefe del estado mayor venía alzando su voz en favor de la guerra desde la crisis bosnia de 1908, se enteró de la noticia mientras hacía un transbordo de tren en Zagreb y le escribió de inmediato a su amada Gina. Evidentemente, Serbia estaba detrás de aquel asesinato y el Imperio austrohúngaro tenía que haber ajustado cuentas con ella hacía mucho tiempo. El futuro de la monarquía dual era ahora sombrío, decía Conrad: Rusia probablemente apoyaría a Serbia y habría que contar también a Rumanía entre los enemigos. No obstante, seguía diciéndole, habrá guerra: «Será una lucha desesperada, pero habrá que darla, porque una monarquía tan antigua y un ejército tan glorioso no pueden caer con ignominia». Su mensaje del día siguiente, para su propio estado mayor y para el canciller, fue simplemente: «Guerra. Guerra. Guerra»[18]. Para Conrad, estaba descartada la posibilidad de tomar medidas menos drásticas, como una movilización del ejército para forzar una solución diplomática. Conrad le dijo a Berchtold que, cuando eso sucedió durante las guerras balcánicas, la moral del ejército quedó seriamente dañada. «Un caballo al que se lleva hasta la valla y se le frena antes de saltar —acostumbraba decir el general—, no volverá a acercarse a la valla»[19]. Cuando la crisis alcanzó su punto más crítico a finales de julio, Conrad siguió oponiéndose firmemente a una movilización parcial contra Serbia o Rusia con fines diplomáticos. Tampoco contemplaría la variante de una guerra contra Serbia con un alto en Belgrado, como le propondrían Grey y otros[20]. La beligerancia de Conrad contaba con un amplio respaldo entre sus oficiales, entre ellos el general Alexander Krobatin, el ministro de la Guerra, y Potiorek en Bosnia, firmemente decidido a vengarse de Serbia, entre otras cosas por vergüenza de no haber logrado proteger al archiduque.
En el ministerio de Asuntos Exteriores, especialmente entre los funcionarios jóvenes, muchos de los cuales habían admirado a Aehrenthal y su política exterior activa, la opinión más extendida era la de dar una repuesta fuerte ante el asesinato. Se alegaba que el Imperio austrohúngaro no iba a volverse poco a poco insignificante como su vecino del sur, el Imperio otomano. Según le dijo a Redlich el conde Alexander Hoyos, que desempeñaría un papel decisivo durante las siguientes semanas: «¡Todavía somos capaces de tomar la decisión! Ni queremos ni debemos actuar como un enfermo. Mejor ser destruidos rápidamente»[21]. Durante las semanas que siguieron, Berchtold fue exhortado por sus subalternos a actuar con rapidez y determinación contra Serbia. Cierto que Rusia podía sentirse obligada a intervenir, pero sería mejor enfrentarse a ella en ese momento, antes de que se hiciera más fuerte. O quizá la vieja solidaridad entre las dos monarquías conservadoras bastase para que se mantuviera al margen. El argumento de que el tiempo se agotaba se empleó también con respecto a la situación interna de la monarquía dual: por más que sus propios sudeslavos todavía apoyaran a su gobierno, era peligroso esperar, porque la propaganda serbia ya había empezado a afectarles[22]. Con infundado optimismo, el ministerio de Asuntos Exteriores también confiaba en que fuera posible mantener la lealtad de Rumanía mediante la amenaza de que el Imperio austrohúngaro estrechara la amistad con Bulgaria[23].
El embajador alemán Heinrich von Tschirschky, un hombre testarudo, arrogante y beligerante, sumó su voz: el Imperio austrohúngaro debía hacerse respetar y demostrar a Serbia quién mandaba. Aun antes de que sus superiores en Berlín hubiesen decidido su política, Tschirschky andaba diciendo a todo funcionario con quien se encontraba en Viena que Alemania respaldaría a la monarquía dual hiciera esta lo que hiciera. Si el Imperio austrohúngaro volvía a mostrar debilidad, advertía Tschirschky, Alemania tendría tal vez que buscarse otros aliados[24]. Berchtold no necesitaba convencerse mucho en realidad; aunque se había opuesto a la guerra en las crisis anteriores, a partir de 1913, con la segunda guerra balcánica, estaba seguro de que algún día el Imperio austrohúngaro tendría que ir a la guerra contra Serbia. Y ese día había llegado[25]. El 1 de julio Berchtold tuvo una reunión con un muy consternado Francisco José, que estuvo de acuerdo en que el Imperio austrohúngaro necesitaba reafirmarse como una gran potencia. «Nosotros —dijo el emperador—, la potencia más conservadora de Europa, nos hemos visto arrastrados a esta situación por las políticas expansionistas de Italia y los estados balcánicos»[26].
La única oposición seria a quienes abogaban por la guerra provino de los húngaros, en particular del primer ministro Tisza. Este escribió al emperador el 1 de julio que el Imperio austrohúngaro no tenía suficientes pruebas contra Serbia como para convencer al mundo de que aquel pequeño estado era culpable. Además, la posición internacional de la monarquía dual ya era débil: resultaba improbable que Rumanía la apoyase, pese a su tratado secreto, y el posible apoyo de Bulgaria no era suficiente compensación. El consejo de Tisza era que el Imperio austrohúngaro siguiese intentando llegar a un acuerdo pacífico con Serbia[27]. En las siguientes semanas, Tisza se vería muy presionado para unirse a los partidarios de la guerra. Sin el apoyo de Hungría, el gobierno de Viena no podría hacer nada.
El otro asunto que había que aclarar era cuánto estaba dispuesto a hacer Alemania, la aliada del Imperio austrohúngaro. Las señales que enviaba Tschirschky eran alentadoras, y el 1 de julio Victor Naumann, un influyente periodista alemán, conocido por su amistad con Jagow, el ministro de Asuntos Exteriores, visitó a Hoyos para decirle que el káiser Guillermo, si se le sabía manejar, respaldaría firmemente al Imperio austrohúngaro, igual que la opinión pública alemana. «El Imperio austrohúngaro —prosiguió Naumann— estaría acabado como monarquía y como gran potencia si no aprovechaba este momento»[28]. Berchtold decidió tratar con Berlín directamente la delicada cuestión de cuál sería la política oficial alemana. Su emisario, tal vez no por casualidad, fue Hoyos, significado partidario de la línea dura, que poseía además buenos contactos en Alemania (su hermana estaba casada con un hijo de Bismarck). Cuando Conrad se enteró de esta misión, preguntó a Francisco José: «Si la respuesta fuere, a los efectos, que Alemania está de nuestro lado, ¿declararemos entonces la guerra a Serbia?». El viejo emperador respondió: «En ese caso, sí»[29].
Hoyos partió en la noche del 4 de julio, llevando consigo un largo memorándum sobre la situación en los Balcanes y una carta personal de Francisco José para Guillermo. Aunque ninguno de estos documentos contenía una decisión en favor de la guerra, su tono era belicoso, hablando, por ejemplo, del abismo insalvable entre el Imperio austrohúngaro y Serbia y la necesidad de que la monarquía dual cortase los hilos de la red que sus enemigos le echaban encima. La carta del emperador para Guillermo concluía: «Usted también debe de haber quedado convencido, tras los terribles acontecimientos recientes en Bosnia, de que la superación del antagonismo que nos separa de Serbia ya no puede ser contemplada, y de que la política de paz duradera de los monarcas europeos está en peligro mientras este crisol de agitación criminal continúe ardiendo impunemente»[30]. Hoyos también portaba un mensaje verbal de Berchtold para su veterano embajador en Berlín, el conde Ladislaus Szögyény-Marich, en el que decía que para el Imperio austrohúngaro había llegado el momento de ajustar cuentas con Serbia. En Berlín, Hoyos se extralimitó en el cumplimiento de sus instrucciones y les dijo a los alemanes que el Imperio austrohúngaro se proponía ocupar y dividir Serbia[31].
El 5 de julio, mientras el ministerio de Asuntos Exteriores ponderaba estos mensajes de Viena, Szögyény almorzó con el káiser. Guillermo leyó primero los documentos, y al principio intentó ganar tiempo. Todo aquello era muy grave y debía consultar con su canciller, Bethmann. Pero cuando el embajador lo presionó, Guillermo abandonó la cautela. Prometió que Francisco José podía contar con el pleno respaldo de Alemania; aun si esto significaba una guerra contra Serbia y contra Rusia, Alemania permanecería fiel a su aliado. Aquella tarde, el káiser consultó tardíamente a sus funcionarios: Bethmann dio su aprobación a la promesa hecha al Imperio austrohúngaro, y Falkenhayn, el ministro de la Guerra, afirmó lacónicamente que el ejército estaba listo para combatir. Al día siguiente, Bethmann les reiteró la garantía del apoyo alemán a Szögyény y a Hoyos. Este regresó a Viena muy contento con el éxito de su misión. Después de la guerra comentaría: «Nadie puede hoy en día imaginar cuán fuerte era en aquel momento nuestra fe en el poderío alemán, en la invencibilidad del ejército alemán». Su gobierno se dispuso a dar los siguientes pasos para someter a Serbia[32].
Fue así que, una semana después del asesinato, Alemania emitió lo que luego se llamó su «cheque en blanco», y Europa dio un paso gigantesco hacia la guerra general. Esto no significa, como algunos han sostenido, que Alemania estuviese decidida a provocar semejante guerra para sus propios fines. Más bien sus líderes estaba dispuestos a aceptar esa posibilidad, entre otras cosas porque, si la guerra tenía que llegar, aquel era un momento favorable para Alemania; y también porque había que preservar la alianza con el Imperio austrohúngaro. Y además estaban aquellos individuos, especialmente el propio Guillermo y Bethmann, que tenían el poder de decidir entre la guerra y la paz, y que al final se dejaron convencer de que la guerra era la mejor opción para Alemania; o simplemente no tuvieron el valor de oponerse a las presiones y a los argumentos de quienes querían la guerra. Y quizá simplemente se cansaron, como muchos europeos, de las tensiones y las crisis y deseaban una solución. El salto al vacío, le dijo Bethmann a su secretario privado Kurt Riezler, tenía sus atractivos[33].
Las acciones de Alemania, al igual que las de sus amigos y enemigos en este último periodo de paz, deben entenderse en el contexto de las décadas previas y de los presupuestos en que se apoyaba el pensamiento de sus líderes. Al final, solo un puñado de hombres —en particular Bethmann, Moltke y el káiser— decidían la política de Alemania. Lo que predominaba en ellos, y en los subordinados que los instigaban, era la tendencia a ver amenazas en lugar de oportunidades. Tenían miedo de la izquierda dentro de sus fronteras, y cuando miraban al exterior se exacerbaban más que nunca sus viejos temores a verse cercados. Para 1914, los militares alemanes daban ya por sentado que tendrían que librar una guerra terrestre en dos frentes. En aquel mes de mayo, Georg von Waldersee, el intendente general del ejército alemán, escribió un memorándum afirmando que Alemania se enfrentaba a determinados enemigos que probablemente atacarían al mismo tiempo, y que se estaban armando a un ritmo cada vez más rápido. Los dirigentes alemanes no debían optar por la paz a toda costa, sino aumentar antes sus fuerzas armadas, mediante el reclutamiento de todos los jóvenes disponibles si fuese necesario, y estar preparada para combatir en cualquier momento[34]. También resultaba amenazador que la entente pareciese más fuerte y la triple alianza más débil. La alianza militar entre Francia y Rusia se había consolidado, y ahora Gran Bretaña y Rusia parecían avanzar hacia una cooperación militar reforzada. Aunque las conversaciones navales anglo-rusas de aquel verano nunca llegaron a nada, sirvieron para elevar el nivel de inquietud de Alemania. El día después del asesinato, Bethmann le dijo a su embajador en Londres, el príncipe Max von Lichnowsky, que tenía informes fidedignos según los cuales se estaba fraguando un acuerdo por el que cargueros británicos transportarían tropas rusas hasta la costa báltica de Alemania[35]. Una semana más tarde, mientras el Imperio austrohúngaro demandaba y obtenía su cheque en blanco, Bethmann le dijo a un destacado político nacionalista: «Si hay guerra con Francia, Gran Bretaña marchará contra nosotros hasta el último hombre»[36]. Y para agravar las cosas, Alemania y el Imperio austrohúngaro no podían contar con sus otros aliados: Rumanía probablemente desertaría, e Italia era poco de fiar. Cierto que Pollio, el jefe de su estado mayor, parecía a la vez competente y dispuesto a cooperar con Alemania y el Imperio austrohúngaro, pero, como Waldersee preguntara aquel mes de mayo: «¿Cuánto durará su influencia?». Resultó una pregunta profética: Pollio murió justo el día del atentado de Sarajevo, y el gobierno italiano no se ocupó de nombrar a un sucesor hasta casi el final de julio. La disposición italiana a combatir junto a sus aliados seguía siendo, como siempre, dudosa[37].
Sería su gran vecino del este el que causaría mayores pesadillas a los líderes de Alemania. Como reflejo del darwinismo social de su tiempo, muchos alemanes veían a los eslavos, y especialmente a Rusia, como el adversario natural de las razas teutónicas. Guillermo no era en modo alguno el único que temía que las hordas eslavas se expandieran hacia occidente. A menudo sonaba como los políticos de derechas británicos actuales, cuando se preocupan de que los europeos del este se precipiten hacia sus puertos; o como los republicanos conservadores de Estados Unidos, con preocupaciones similares con respecto a los mexicanos. «Odio a los eslavos —dijo al agregado militar del Imperio austrohúngaro con una impresionante falta de tacto, y más teniendo en cuenta el gran número de súbditos eslavos de la monarquía dual—. Sé que es un pecado, pero no puedo contenerme». Serbia, gustaba de decir, era «la monarquía de los cerdos». Sus veteranos generales como Waldersee y Moltke hablaban en términos apocalípticos sobre la inminente necesidad de que los alemanes luchasen por su supervivencia como pueblo y como cultura. Tales argumentos también resultaron convenientes a la hora de pedirle al gobierno, en la primavera y principios del verano de 1914, grandes incrementos en el ejército[38].
Resulta curioso, en retrospectiva, cuán poca atención prestó el gobierno alemán a las alternativas a la guerra para romper el círculo. Cierto que Bethmann había puesto esperanzas en una nueva aproximación a Gran Bretaña; pero después del fracaso de la misión de Haldane dos años atrás, esto parecía cada vez más improbable. El káiser expresaba de vez en cuando el deseo de que la vieja alianza entre las dos monarquías conservadoras de Alemania y Rusia pudiera resucitar, pero es dudoso que en realidad lo creyera posible. En 1914 un destacado banquero, Max Warburg, registró una conversación con el káiser: «Los armamentos de Rusia, la construcción de los grandes ferrocarriles rusos, eran en su opinión preparativos para una guerra que podía estallar en el año 1916 […]. Asediado por sus angustias, el káiser consideró incluso si no sería mejor atacar primero en vez de esperar»[39]. Y el káiser, al igual que otros líderes alemanes, pensaba que el conflicto con Rusia era inevitable y contemplaba seriamente la posibilidad de una guerra preventiva. En el ministerio de Asuntos Exteriores muchos, entre ellos Jagow y su lugarteniente Zimmermann, estaban de acuerdo y sostenían que la situación diplomática y militar en 1914 era particularmente favorable para Alemania[40]. Debieron haber recordado la famosa frase de Bismarck: «La guerra preventiva es como suicidarse por miedo a la muerte».
El alto mando militar estaba, si cabe, aún mejor preparado psicológicamente para la guerra que los civiles. Las obras del canal de Kiel se hallaban casi terminadas, y para el 25 de julio los acorazados alemanes podrían cruzar sin peligro del mar del Norte al Báltico. Es verdad que el ejército no había logrado aún sus incrementos, pero el nuevo programa de Rusia acababa de empezar. En una misa dedicada a Francisco Fernando en Berlín el 3 de julio, el representante militar de Sajonia entabló conversación con Waldersee. Este informó a su propio gobierno de que el general sentía que la guerra podía llegar en cualquier momento. El estado mayor alemán estaba listo: «Tuve la impresión de que les parecería muy conveniente que la guerra comenzara ahora mismo. Las condiciones y perspectivas nunca nos serán más favorables»[41]. Lo que contribuía a transmitir seguridad al alto mando alemán era el tener ya trazada toda su estrategia. «Armados como estábamos con el plan Schlieffen —escribiría más tarde Groener, refiriéndose al estado mayor—, creíamos poder esperar en calma el inevitable conflicto marcial con nuestros vecinos»[42].
Unas pocas semanas antes de Sarajevo, Moltke le comentó a Jagow que lo lógico sería que Alemania atacase a Rusia mientras aún tenía posibilidades de ganar. Jagow, sugirió el jefe del estado mayor, debería conducir su política exterior «con el objetivo de provocar una guerra en el futuro cercano». Más o menos por esa fecha, Moltke le dijo a un diplomático alemán de la embajada en Londres: «Si las cosas terminan por desbordarse, estaremos listos; cuanto antes, mejor»[43]. Y cuanto antes mejor también para él. Como dijera a una sobrina en 1912, durante la primera guerra balcánica: «Si la guerra ha de llegar, espero que llegue antes de que me haga demasiado viejo, para poder tener una actuación satisfactoria»[44]. Hacia 1914 su salud parecía estar quebrantándose. Tuvo que pasar cuatro semanas en un balneario en Carlsbad entre abril y mayo bajo tratamiento por lo que se dijo era una bronquitis, y luego regresó para otra estancia prolongada el 28 de junio[45]. Tampoco estaba tan seguro como parecía del triunfo de Alemania. Era muy consciente de los peligros de una guerra de larga duración. Cuando Conrad von Hötzendorf lo interrogó en mayo de 1914 sobre sus planes si Alemania no conseguía una rápida victoria sobre los franceses, Moltke se mostró evasivo: «Bueno, haré lo que pueda. No somos superiores a los franceses». Y en tanto Bethmann siguió esperando hasta el final que los británicos optaran por la neutralidad, Moltke también daba por sentado que Gran Bretaña entraría en la guerra del lado de Francia. No obstante, él y sus colegas transmitían a los civiles la confianza de que Alemania podría derrotar fácilmente a Francia, Rusia y Gran Bretaña en una guerra breve[46].
Hacia 1914 su asociación con el Imperio austrohúngaro adquirió más importancia que nunca para Alemania. Jagow se lo expresó a Lichnowsky con brutal franqueza el 18 de junio: «También resulta discutible que nuestra alianza con esa decadente constelación de estados del Danubio sea una buena inversión para nosotros; pero yo digo con el poeta —creo que fue Busch—: “Si ya no te agrada tu compañero, intenta buscar otro, si es que lo hubiere”»[47]. Esto le otorgaba poder al Imperio austrohúngaro sobre su aliado más fuerte, como sucede con sorprendente frecuencia en las relaciones internacionales. En 1914 los líderes de Alemania sentían que no tenían otra opción que respaldar a su aliado, aun cuando la política de este tomara derroteros peligrosos; de modo similar, Estados Unidos continúa apoyando en la actualidad a Israel o a Pakistán. Bethmann, quien durante las crisis anteriores aconsejó que el Imperio austrohúngaro buscara un acuerdo pacífico, había llegado a aceptar ahora, fatalmente, que Alemania tendría que apoyar a su aliado en cualquier caso. «Nos enfrentamos a nuestro antiguo dilema respecto a cualquier acción austriaca en los Balcanes —le dijo a Riezler, con quien se desahogaba frecuentemente—. Si les aconsejamos entrar en acción, ellos dirán que los empujamos a ello; si les aconsejamos no hacerlo, dirán que los hemos abandonado. Entonces recurrirán a las potencias occidentales, que los acogerán con los brazos abiertos, y perderemos a nuestro último aliado poderoso»[48].
En aquellas semanas críticas de julio de 1914, Bethmann estaba particularmente melancólico, pues su amada esposa Martha había muerto el 11 de mayo tras una dolorosa enfermedad. «Lo que fue pasado y debió ser futuro —le escribió a su predecesor Bülow—, todo lo que estaba vinculado a nuestra vida en común está ahora destruido por la muerte»[49]. Riezler llevaba un diario de sus conversaciones con Bethmann en las semanas de la crisis. El 7 de julio, el día después de que el canciller sumara su apoyo al cheque en blanco, ambos hombres se sentaron hasta tarde bajo el cielo veraniego nocturno en el viejo castillo de Bethmann en Hohenfinow, al este de Berlín. Riezler quedó consternado ante el pesimismo con que el más viejo deploraba el estado del mundo y de Alemania. La sociedad alemana, pensaba Bethmann, se hallaba en una decadencia moral e intelectual, y el orden político y social parecía incapaz de renovarse. «Todo se ha vuelto tan viejo», dijo con tristeza. El futuro también se presentaba descorazonador: Rusia, «una pesadilla cada vez más intolerable», se fortalecería, mientras que el Imperio austrohúngaro declinaría hasta el punto de ya no ser capaz de combatir como aliado de Alemania. (Recordemos a aquel Bethmann que tiempo atrás había decidido no plantar árboles en su finca, pues suponía que los rusos iban a invadir Alemania oriental en pocos años)[50].
Puede que los líderes clave de Alemania como Bethmann no iniciaran deliberadamente la Gran Guerra, cosa de la que a menudo han sido acusados, entre otros por algunos historiadores alemanes como Fritz Fischer. Pero al dar por sentado su advenimiento, y considerarlo incluso deseable, al entregar el cheque en blanco al Imperio austrohúngaro, y al atenerse a un plan de guerra que hacía inevitable que Alemania combatiese en dos frentes, los dirigentes alemanes permitieron que estallase la guerra. En ocasiones, durante aquellas semanas cada vez más tensas, parecieron darse cuenta de la enormidad de lo que arriesgaban, y pusieron esperanzas en escenarios bastante improbables. Si el Imperio austrohúngaro actuaba deprisa contra Serbia, le dijo Bethmann a Riezler, tal vez la entente llegara a aceptarlo. O Alemania y Gran Bretaña podrían colaborar —después de todo, ya lo habían hecho antes en los Balcanes— para impedir que una guerra que involucrase al Imperio austrohúngaro arrastrase también a las otras potencias. Esto último lo situó Jagow en «la categoría de los deseos piadosos»[51]. Pero incluso el ministro de Asuntos Exteriores albergaba esperanzas vanas; el 18 de julio le escribió a Lichnowsky: «Una vez puestas todas las cartas sobre la mesa, Rusia no está lista para la guerra de momento». En cuanto a los aliados de Rusia —Gran Bretaña y Francia—, ¿realmente querrían ir a pelear a su lado? Grey siempre quiso preservar el equilibrio de poder en Europa; pero si Rusia acababa con el Imperio austrohúngaro y derrotaba a Alemania, habría una hegemonía nueva en Europa. Acaso tampoco Francia estuviera lista para pelear: la enconada división a causa del servicio militar de tres años podría resurgir en otoño, y era bien sabido que el ejército francés tenía serias carencias de equipamiento y entrenamiento. El 13 de julio, unas revelaciones del senado francés añadieron nuevos detalles, como la falta de artillería pesada de Francia, lo que alentó a los alemanes a pensar que probablemente este país no combatiría en el futuro cercano y que los rusos deducirían que no podrían contar con su aliado. Con un poco de suerte, la entente se desmantelaría[52].
Si llegaba la guerra, los líderes de Alemania esperaban, en sus momentos más optimistas, que quedara confinada en los Balcanes. O que la simple amenaza de la fuerza militar pudiera, quizá, traer la victoria. Ir de farol, después de todo, había dado buenos resultados en las crisis bosnias contra Rusia, cuando esta se echó atrás en vista de los acelerados preparativos militares del Imperio austrohúngaro y del ultimátum de Alemania. Ir de farol rindió frutos también durante las guerras balcánicas, cuando el Imperio austrohúngaro obligó a Serbia y a Montenegro a salir de Scutari mientras que Rusia optó por mantenerse al margen. Tal vez una postura firme por parte de la alianza dual podría hacer que Serbia y Rusia volvieran a echarse atrás esta vez. «Esperábamos humillar a Rusia sin guerra —dijo el jefe de prensa de Bethmann, Otto Hammann, en octubre de 1914—; eso hubiera sido un triunfo agradable»[53].
Lo que hacía improbable que los líderes de Alemania buscaran resueltamente la paz era el miedo a parecer débiles y cobardes, por no defender su honor y el de su país. «Yo no deseo una guerra preventiva —dijo Jagow—, pero si somos llamados a la lucha, no debemos rehuirla por miedo»[54]. El káiser, que tenía la última palabra sobre si Alemania iba o no a la guerra, oscilaba como otras tantas veces entre la esperanza de preservar la paz y las declaraciones más belicosas: «¡Los serbios deben ser eliminados, y pronto!», garabateó por ejemplo el 20 de junio en una de sus notas al margen[55]. Al igual que George Bush hijo casi un siglo después, que le reprochó a su padre no haber acabado con Sadam Husein cuando tuvo la oportunidad, Guillermo siempre había querido distinguirse de un padre al que consideraba débil e indeciso. Aunque se enorgullecía de ser el supremo caudillo de Alemania, sabía que muchos de sus súbditos, entre ellos algunos oficiales del ejército, le responsabilizaban del triste papel del país en las crisis anteriores. Él insistía en que había trabajado por la paz durante todo su reinado, pero el calificativo de «Emperador de la Paz» le causaba escozor. En una conversación con su amigo el industrial Gustav Krupp von Bohlen und Halbach el 6 de julio, justo después del cheque en blanco, el káiser dijo que había hecho esa promesa sabiendo que el Imperio austrohúngaro se proponía atacar Serbia. «Esta vez no he de echarme atrás», dijo tres veces. Como Krupp anotó en una carta a un colega: «La repetida afirmación imperial de que esta vez nadie podrá acusarlo de indecisión ha tenido un efecto casi cómico»[56]. Bethmann empleó acaso la frase más reveladora de todas, cuando dijo que para Alemania retractarse ante sus enemigos sería un acto de autocastración[57]. Tales actitudes provenían en parte de la clase social de los dirigentes alemanes y de su época; pero Bismarck, que perteneció a ese mismo mundo, había sido lo bastante fuerte como para desafiar sus códigos cada vez que quiso. Nunca permitió que nadie le impusiera una guerra. La tragedia de Alemania consistió en que sus sucesores no estuvieron a su altura.
Una vez que el gobierno alemán se decidió a respaldar al Imperio austrohúngaro, esperó de su aliado que actuase con rapidez, mientras la opinión pública europea se mostraba aún consternada y solidaria. También era importante por razones internas, como frecuentemente le recordaban a Viena los alemanes, asegurarse de que Serbia quedara mal. (Justo hasta el inicio de las hostilidades, los dirigentes alemanes temieron que las clases trabajadoras y los líderes sindicales y los del partido socialdemócrata cumplieran su promesa, tantas veces repetida, de oponerse a la guerra). Un ultimátum de Viena a Belgrado, seguido de una rápida guerra victoriosa si Serbia no capitulaba, dejaría a las otras grandes potencias impotentes para intervenir, hasta que fuese demasiado tarde.
A los alemanes les fue imposible meter prisa a sus homólogos austrohúngaros. Como una gran medusa con indigestión, la monarquía dual se movía a su propio ritmo majestuoso y complicado. El ejército había dejado ir a muchos soldados de «permiso de cosecha», y no volverían a vestir el uniforme hasta el 25 de julio. Conrad, que había sido el autor de esta medida, le dijo al agregado militar alemán: «Somos ante todo un estado agrario, y debemos vivir todo un año del resultado de la cosecha». Y si intentaba traer de vuelta a sus soldados antes de tiempo, podría provocar un caos en los ferrocarriles o, peor aún, alertar al resto de Europa de que algo se tramaba. Otro argumento a favor de esperar era que el presidente francés Poincaré y su primer ministro Viviani, que estaba también al cargo de las relaciones exteriores, se hallarían en Rusia en visita de estado hasta el 23 de julio. Una vez que embarcaran para volver a Francia, las comunicaciones serían malas y durante varios días les resultaría difícil coordinar con Rusia una respuesta al ultimátum. Esta demora le iba a salir cara al Imperio austrohúngaro: en las cuatro semanas transcurridas entre el asesinato y el ultimátum, se disipó buena parte de la simpatía que habían sentido los europeos, y lo que hubiera parecido una reacción natural apareció más bien como una jugada de poder calculada[58].
La razón más importante de la tardanza del Imperio austrohúngaro era Tisza, que todavía no estaba convencido de que adoptar una línea dura contra Serbia fuese lo mejor. Como le dijera al emperador en una carta el 1 de julio, temía que la guerra fuese perjudicial independientemente de su resultado: una derrota acarrearía grandes pérdidas territoriales o el fin de Hungría; mientras que la victoria podría tener como consecuencia la anexión de Serbia, lo que crearía un componente sudeslavo demasiado fuerte en la monarquía dual[59]. El 7 de julio el consejo de ministros comunes, el único órgano responsable del Imperio austrohúngaro en su conjunto, se reunió en Viena. Tisza se vio aislado, en tanto los demás ministros discutían la mejor manera de aplastar a Serbia y lo que deberían hacer una vez terminara la guerra. Berchtold y Krobatin, el ministro de la Guerra, descartaron el argumento del húngaro de intentar conseguir primero una victoria diplomática sobre Serbia. Ya se habían alcanzado tales triunfos en otros tiempos, dijo el canciller, pero Serbia no se había enmendado y continuaba haciendo campaña por una Gran Serbia. El único modo de lidiar con ella era por la fuerza. Stürgkh, el primer ministro austriaco, habló de «una solución a punta de espada». Aunque la decisión estaba únicamente en manos del Imperio austrohúngaro, dijo Stürgkh, era un gran consuelo saber que Alemania permanecía lealmente a su lado. Conrad participó en la reunión, pese a no ser ministro, para discutir lo que sucedería si Rusia acudía en defensa de Serbia, cosa que él creía probable. Todo el mundo, menos Tisza, coincidió en que las demandas contenidas en el ultimátum debían presentarse de tal modo que Serbia tuviese que rechazarlas, dándole así al Imperio austrohúngaro motivos para declararle la guerra. Tisza aceptó que el ultimátum tenía que ser firme, pero pidió ver las condiciones antes de que lo enviaran[60].
En la semana siguiente Tisza se vio muy presionado por sus colegas e, indirectamente, por Alemania. Para él la alianza con este país, «la piedra angular de toda nuestra política», era esencial de cara a mantener el estatus de gran potencia del Imperio austrohúngaro y, lo que le parecía más importante, el de la propia Hungría. No es que él fuera menos hostil a Serbia que sus colegas, sino que más bien disentía de ellos en el plano táctico. Al parecer hasta él se había convencido de que Rumanía permanecería neutral (el rey Carlos había enviado a Francisco José una anodina carta de reafirmación) y de que sería posible atraer a Bulgaria a la triple alianza, ahora que Alemania le había prometido un préstamo. El 14 de julio, en una reunión con Berchtold, Tisza se dio por vencido y accedió a enviar a Serbia un severo ultimátum con un plazo de respuesta de cuarenta y ocho horas. La única concesión que logró fue que el Imperio austrohúngaro dejara bien claro que no pretendía adueñarse del territorio de Serbia una vez terminada la guerra[61].
En esa misma tarde sostuvo una conversación con el embajador alemán, sobre la que informó Tschirschky a Berlín. Tisza afirmó que, aunque había defendido la prudencia hasta entonces, día a día se había ido fortaleciendo su convicción de que ahora la monarquía dual tenía que tomar medidas para demostrar su vitalidad y (las cursivas son de Tschirschky) «poner fin a las condiciones intolerables en el sudeste». El Imperio austrohúngaro no podía seguir consintiendo el tono insolente proveniente de Serbia. Tisza sentía que ahora había llegado el momento de la acción. «La nota ha sido compuesta de manera que la posibilidad de su aceptación queda prácticamente descartada». La movilización del Imperio austrohúngaro contra Serbia sobrevendría una vez cumplido el plazo de respuesta. Al marcharse, Tisza estrechó la mano de Tschirschky y dijo: «Ahora miraremos de frente juntos al futuro, serenos y firmes». Guillermo anotó con admiración al margen de este informe: «¡Bueno, al fin un hombre de verdad!»[62].
Desde la segunda semana de julio ya estaban definidas las líneas generales del ultimátum. Este exigiría que los oficiales nacionalistas fuesen destituidos del ejército serbio y las organizaciones nacionalistas quedasen disueltas. El rey serbio tendría que declarar públicamente que su país dejaría de promover la Gran Serbia. Para garantizar que Serbia cumpliese estas y cualesquiera otras demandas, el Imperio austrohúngaro establecería un organismo especial en Belgrado. Estas condiciones ya eran excesivamente duras como para que una nación independiente las aceptase; y se endurecerían aún más después de que trabajaran en él funcionarios austrohúngaros, además de en un dossier dirigido a demostrar que Serbia llevaba años conspirando contra el Imperio austrohúngaro. Para fortalecer su argumentación, el ministerio de Asuntos Exteriores envió a su asesor legal a Sarajevo para investigar el asesinato; desafortunadamente, este no logró encontrar pruebas de que el gobierno serbio estuviera involucrado. El dossier al final resultó estar lleno de errores y no fue terminado a tiempo para ser entregado a las potencias junto con una copia del ultimátum. En consecuencia, Rusia siguió creyendo al gobierno serbio cuando este afirmaba que era completamente inocente, mientras que Francia y Gran Bretaña consideraron que el Imperio austrohúngaro no había logrado probar nada[63].
Aunque en Viena la actividad entre bastidores era intensa, el gobierno hacía lo posible por dar impresión de normalidad. Se pidió a los periódicos de Viena y Budapest que moderaran sus comentarios sobre Serbia. Tschirschky informó a Berlín de que Berchtold había enviado a Conrad y al ministro de la Guerra de vacaciones para calmar cualquier inquietud. («¡Vaya niñería!», comentó el káiser de regreso en su yate, sin sospechar que su propio gobierno lo quería lejos, en parte por la misma razón)[64]. No obstante, comenzaron a circular rumores de que el Imperio austrohúngaro planeaba algo desagradable contra Serbia. El embajador alemán en Roma le contó al ministro de Asuntos Exteriores italiano, entre otras cosas, lo del cheque en blanco, y San Giuliano alertó a sus embajadores en San Petersburgo y Belgrado, sin saber que los rusos habían descifrado los códigos diplomáticos italianos[65]. En Viena el embajador ruso preguntó al Imperio austrohúngaro qué se proponía hacer, y le respondieron que habría que esperar a completar la investigación; con esto, se quedó tan tranquilo que se fue de vacaciones dos días antes de que a Serbia le fuera presentado el ultimátum[66]. El 17 de julio el embajador británico informó a Londres: «En la prensa vienesa hay un único tema, que ha desplazado hasta a Albania y sus estertores: el de cuándo se emitirá la protesta contra Serbia, y cuál será su contenido. Nadie duda de que habrá una protesta, y probablemente vendrá aparejada con demandas dirigidas a humillar a Serbia». El ministerio de Asuntos Exteriores guardaba un «silencio ominoso», pero él sabía de buena tinta que, si Serbia no claudicaba de inmediato, el Imperio austrohúngaro emplearía la fuerza; y además estaba seguro de contar con el apoyo de Alemania. Entonces añadió una posdata: «Acabo de tener una charla con Berchtold. Estuvo encantador, nos anunció su visita a nuestra casa de campo el próximo domingo, nos invitó a quedarnos con él en Buchlau, el sitio de la famosa entrevista entre Aehrenthal e Izvolski y me dijo que unos caballos suyos iban a participar en unas carreras dentro de poco, pero en ningún momento habló de política general ni de los serbios»[67].
El gobierno alemán también presentó un panorama de calma veraniega, posiblemente dirigido, como han afirmado posteriormente los historiadores, a disipar cualquier sospecha de que se contemplaba la posibilidad de una guerra. Jagow regresó a Berlín de su luna de miel en la primera semana de julio, pero el káiser se hallaba recorriendo el mar del Norte en su habitual crucero, y la mayor parte de los altos funcionarios y oficiales seguía de vacaciones. El estado mayor continuaba con su rutina habitual de tiempo de paz. Waldersee, que se hallaba en la finca de su suegro, le escribió a Jagow el 17 de julio: «Me quedaré aquí, listo para saltar; todos estamos listos en el estado mayor; mientras tanto no hay nada que hacer». No obstante, los principales líderes estaban en permanente contacto con Berlín. Bethmann, de hecho, tenía una línea de telégrafo especial que llegaba hasta Hohenfinow[68]. El gobierno alemán también vigilaba atentamente lo que sucedía en Viena. Arthur Zimmermann, el rudo ministro de Asuntos Exteriores, que sentía que había llegado el momento de que el Imperio austrohúngaro se vengase de Serbia, se quedó en su puesto en Berlín y exhortó repetidas veces a que Viena acelerase el paso. Tenía una idea bastante precisa de las condiciones que el Imperio austrohúngaro se proponía exigir a Serbia el 13 de julio, aunque el gobierno alemán afirmó por entonces, como haría posteriormente, no saber nada sobre el contenido de ningún ultimátum[69].
En Serbia, donde, según el encargado de negocios británico, la noticia del atentado se había recibido inicialmente con «una sensación de estupefacción más que de remordimiento», la prensa nacionalista más acérrima se apresuró a justificar los asesinatos. Pašić, que se hallaba en medio de una difícil campaña electoral, dijo al parecer cuando se enteró: «Esto es muy malo. Significará la guerra». Ordenó que todos los hoteles y cafés cerraran a las diez de la noche en señal de duelo, y envió sus condolencias a Viena. A pesar de la presión del Imperio austrohúngaro, se negó, sin embargo, a abrir una investigación y, en una desafiante entrevista a un periódico alemán, negó que su gobierno hubiese tenido algo que ver con el asesinato[70].
La preocupación respecto a las intenciones del Imperio austrohúngaro aumentó, sin embargo, en Serbia, y el 10 de julio un curioso incidente vino a exacerbarla. Hartwig, el muy influyente embajador ruso que tanto había hecho a lo largo de los años por avivar las ambiciones serbias, visitó por la noche a su homólogo del Imperio austrohúngaro, el barón Wladimir Giesl von Gieslingen. El ruso, un hombre tremendamente obeso, resollaba a causa del esfuerzo. Rehusó el café, pero sacó sus cigarrillos rusos favoritos. Deseaba aclarar, dijo, el desafortunado rumor de que había celebrado una partida de bridge la noche del asesinato y que se había negado a dejar a media asta las banderas de su legación. Giesl dijo que consideraba zanjado aquel asunto. Hartwig pasó entonces al objetivo principal de su visita. «Le pido —dijo—, en nombre de nuestra honrada amistad, que me responda con tantos detalles como pueda: ¿qué va a hacer el Imperio austrohúngaro con Serbia, y qué se ha decidido en Viena?». Giesl respondió según la línea de su gobierno: «Le puedo asegurar definitivamente que la soberanía de Serbia no será infringida y que, con la buena voluntad del gobierno serbio, esta crisis tendrá una solución que satisfará a ambas partes». Hartwig le dio las gracias profusamente, y se encontraba batallando por ponerse de pie cuando, sin más, se derrumbó y cayó muerto. Su familia inmediatamente acusó a Giesl de haberlo envenenado, y otros rumores todavía más fantásticos recorrieron Belgrado acerca de una silla eléctrica especial que los austriacos habían traído desde Viena, que podía matar sin dejar huellas. Este asunto no hizo nada por mejorar las relaciones entre el Imperio austrohúngaro y Rusia, que ya estaban deteriorándose. Más grave aún fue que la muerte de Hartwig eliminaba al único hombre que tal vez hubiera logrado que el gobierno serbio aceptase hasta las más indignantes demandas del ultimátum[71].
Aunque ya en este punto le preocupaba mucho lo que probablemente sobrevendría, Pašić envió un mensaje el 18 de julio a las embajadas serbias diciendo que Serbia se opondría a todas las exigencias del Imperio austrohúngaro que infringiesen su soberanía[72].
Sus preocupaciones hubieran sido todavía mayores si hubiese sabido de una reunión secreta que tuvo lugar en Viena al día siguiente. En coches camuflados llegaron hasta la casa de Berchtold los hombres más poderosos del Imperio austrohúngaro, para tomar la decisión que, como ellos sabían, podía desencadenar una guerra general europea. Berchtold distribuyó una copia del ultimátum que habían redactado él y sus funcionarios del ministerio de Asuntos Exteriores. En ese mismo año, cuando la mayor parte de Europa estaba en guerra, la esposa de Berchtold le dijo a un amigo: «El pobre Leopold no pudo dormir el día en que escribió su ultimátum para los serbios, por la preocupación de que fueran a aceptarlo. Varias veces a lo largo de la noche se levantaba y cambiaba o añadía alguna cláusula, para reducir el riesgo»[73]. Los presentes daban por hecho que Serbia rechazaría las condiciones, y el grueso del debate giró en torno a la movilización del Imperio austrohúngaro y a otras medidas militares necesarias. Conrad dijo que, cuanto antes entraran en acción, mejor; y no mostró preocupación alguna ante la perspectiva de que Rusia interviniese. Tisza insistió, como siempre, en que no debía haber anexión alguna de territorio serbio. La reunión acordó que así sería; pero al salir, Conrad le dijo cínicamente a Krobatin, el ministro de la Guerra: «Ya veremos»[74]. Tisza le escribió poco tiempo después a su sobrina, diciéndole que aún esperaba que fuese posible evitar la guerra, pero que ahora ponía su confianza en Dios. Le contaba que su ánimo era «grave, pero no angustiado ni inquieto, porque soy como el hombre de la esquina que podría ser golpeado en la cabeza en cualquier momento, pero que siempre está preparado para emprender el gran viaje»[75].
El 20 de julio, el día después de la reunión, Berchtold envió copias del ultimátum, y una nota adjunta a sus embajadas de toda Europa. El embajador en Belgrado debía entregar su copia al gobierno serbio en la noche del jueves 23 de julio, mientras que el resto esperaría hasta la mañana del 24. Para disgusto de los alemanes, su aliado no entregó su copia hasta el 22 de julio[76]. No obstante, estaban dispuestos a cumplir su promesa de respaldo. El 19 de julio, el Norddeutsche Allgemeine Zeitung, que por lo general era considerado un portavoz de las ideas del gobierno, publicó una breve nota según la cual el Imperio austrohúngaro estaba justificado en su deseo de poner orden en sus relaciones con Serbia. Esta, proseguía, debía claudicar, y las demás potencias mantenerse al margen para que el conflicto no traspasara las fronteras. El 21 de julio Bethmann envió un telegrama a sus embajadores en Londres, París y San Petersburgo pidiéndoles que esgrimiesen esos mismos puntos ante sus gobiernos anfitriones. Al día siguiente, Jules Cambon, el embajador francés en Berlín, le pidió a Jagow detalles del ultimátum. Este respondió que no tenía idea. «Me quedé aún más atónito al oír eso —informó mordazmente Cambon a París—, ya que Alemania está a punto de cerrar filas con Austria de un modo particularmente enérgico»[77].
Berchtold aún necesitaba la aprobación formal del viejo emperador; así pues, en la mañana del 20 de julio, acompañado por Hoyos, viajó hasta Ischl. Francisco José leyó de punta a cabo el documento, y comentó que algunas de las condiciones que contenía eran muy duras. Tenía razón. El ultimátum acusaba al gobierno serbio de tolerar actividades criminales en su suelo, y le exigía que tomara de inmediato medidas para erradicarlas, entre ellas destituir a cualesquiera funcionarios u oficiales que el Imperio austrohúngaro designase, cerrar los periódicos nacionalistas y reformar el currículum de la enseñanza para limpiarlo de cualquier indicio de propaganda dirigida contra el Imperio austrohúngaro. Además, el ultimátum violaba la soberanía de Serbia. En dos cláusulas, que a la larga serían el gran escollo para Serbia, se le ordenaba aceptar que la monarquía dual participara en la supresión de la sedición dentro de sus fronteras, así como en la investigación y juicio de todo conspirador serbio responsable de los asesinatos. Se daban cuarenta y ocho horas para que el gobierno serbio respondiera. El emperador, no obstante, aprobó tal cual el ultimátum. Berchtold y Hoyos se quedaron a almorzar y regresaron a Viena por la noche[78].
El 23 de julio Giesl, el embajador del Imperio austrohúngaro en Belgrado, pidió una cita en el ministerio de Asuntos Exteriores para esa misma tarde. Pašić se hallaba ausente haciendo campaña, de modo que Giesl fue recibido por Laza Paču, el ministro de Finanzas, que no paraba de fumar. Giesl comenzó a leer el ultimátum, pero el serbio lo interrumpió tras la primera frase, aduciendo que él no tenía autoridad para recibir semejante documento en ausencia de Pašić. Giesl se mostró inflexible; Serbia tenía hasta las seis de la tarde del 25 de julio para responder. Dejó el ultimátum sobre la mesa y se fue. Se hizo un silencio de muerte mientras los funcionarios serbios asimilaban su contenido. Finalmente, el ministro del Interior habló: «No tenemos más opción que pelear por esto». Paču se apresuró a ir a ver al encargado de negocios ruso y suplicar el apoyo de su país. El príncipe regente Alejandro dijo que, si el Imperio austrohúngaro atacaba a Serbia, se encontraría con «un puño de hierro», y el ministro de Defensa serbio tomó las medidas preliminares para preparar la defensa del país. Pese a toda su retórica desafiante, Serbia no estaba en condiciones de pelear. Seguía recuperándose de las guerras balcánicas, y gran parte de su ejército se hallaba en el sur intentando controlar los territorios rebeldes que acababa de adquirir. Durante los dos días siguientes, su gobierno trató desesperadamente de evitar la desgracia que se cernía sobre Serbia. Ya se había enfrentado antes a la ira del Imperio austrohúngaro, pero siempre había logrado sobrevivir gracias a una serie de claudicaciones y a la presión del concierto de Europa sobre aquel[79].
Pašić llegó a Belgrado el día siguiente a las cinco de la mañana, «muy angustiado y abatido», según el encargado de negocios británico. Se estaba planeando que el gobierno abandonase la capital, así como minar los puentes sobre el río Sava, que delimitaba la frontera con el Imperio austrohúngaro. El embajador ruso informó de que se estaban trasladando los fondos del banco nacional y de que el ejército serbio había empezado a movilizarse. El consejo de ministros serbio se reunió durante horas el 24 de julio, intentando redactar una respuesta al ultimátum; terminaron aceptando todas las demandas menos las dos que daban al Imperio austrohúngaro el derecho a interferir en los asuntos internos de Serbia. Este país intentó ganar tiempo solicitando a Viena una prórroga del plazo de respuesta; pero Berchtold le dijo de manera cortante a su embajador que esperaban una respuesta satisfactoria, o ya verían. Pašić asimismo cursó peticiones urgentes a las capitales de Europa para recabar su apoyo. Al parecer esperaba que las otras grandes potencias, Francia, Gran Bretaña, Italia y Rusia, pero posiblemente también Alemania, se unieran como lo habían hecho antes en las crisis de los Balcanes para imponer un acuerdo. Las respuestas, cuando las hubo, fueron desalentadoras. En la inmediata vecindad de Serbia, Grecia y Rumanía dejaron claro que era improbable que acudiesen en su ayuda en una guerra contra el Imperio austrohúngaro, mientras que Montenegro, fiel a las formalidades, hizo vagas promesas en las que no era posible confiar. Gran Bretaña, Italia y Francia aconsejaron a Serbia que hiciese todo lo posible por transigir, y en esos primeros días no mostraron interés por mediar en el asunto.
La única potencia que ofreció algo más sólido fue Rusia, pero aun así su mensaje fue algo contradictorio. El 24 de julio Sazónov le dijo al embajador serbio en San Petersburgo que el ultimátum le resultaba repugnante y prometió la ayuda de Rusia, pero añadió que tendría que consultar con el zar y con los franceses antes de poder ofrecer algo concreto. Si Serbia decidía pelear, añadió servicialmente el ministro de Defensa ruso, sería prudente mantenerse a la defensiva y retirarse hacia el sur. El 25 de julio, a punto de cumplirse el plazo de respuesta, Sazónov tenía un mensaje más contundente para el embajador. Se informaba a Belgrado de que los principales ministros de Rusia ya se habían reunido con el zar y habían decidido «ir hasta el límite en la defensa de Serbia». Aunque esto aún no constituía una promesa firme de apoyo militar, debió de servir para dar aliento al gobierno serbio a la hora de preparar su respuesta definitiva al Imperio austrohúngaro. Hacía mucho calor en Belgrado aquel día y la ciudad vibraba con el redoble de los tambores llamando a los reclutas[80].
Entre los países de la entente, cuyos líderes hasta ese momento no se habían concentrado verdaderamente en la evolución de la crisis de los Balcanes, la reacción al ultimátum fue de sorpresa y consternación, y a duras penas lograron decidir cuáles serían sus posiciones. Poincaré y su primer ministro Viviani se hallaban por entonces a bordo de un barco en el Báltico y tenían dificultades para comunicarse con París y con sus aliados. Grey desde Londres y Sazónov desde Rusia le pidieron al Imperio austrohúngaro, cada uno por su cuenta, que extendiese el plazo de respuesta al ultimátum. Berchtold se negó a ceder ni un ápice.
Las reacciones fueron diferentes en Alemania y el Imperio austrohúngaro, donde los círculos nacionalistas y militares acogieron la noticia con entusiasmo. El agregado militar alemán en Viena informó: «Hoy reina una atmósfera exultante en el ministerio de la Guerra. Al fin la monarquía da una muestra de vitalidad, si bien por ahora solo sobre el papel». El principal temor era que, una vez más, Serbia lograse eludir el castigo. Desde Sarajevo, el día en que expiraba el plazo de respuesta, el jefe militar le escribió a un amigo: «Con qué placer y qué dicha sacrificaría yo mis viejos huesos y mi vida, si con eso lograra humillar a ese estado asesino y acabar con ese refugio de hijos criminales. ¡Dios nos conceda únicamente mantenernos firmes, que hoy a las seis de la tarde en Belgrado la suerte nos acompañe!»[81].
La respuesta serbia que Pašić entregó a Giesl poco antes de que expirara el plazo satisfaría su deseo. Aunque su tono era conciliatorio, el gobierno serbio se negaba a conceder los puntos cruciales de la intervención del Imperio austrohúngaro en los asuntos internos de Serbia. Diciendo: «ponemos nuestras esperanzas en su lealtad y caballerosidad como general austriaco», Pašić estrechó la mano de Giesl y se marchó. El embajador, que ya presuponía que la respuesta sería insatisfactoria, echó un vistazo superficial al documento. Las instrucciones que le había dado Berchtold eran claras: si Serbia no aceptaba todas las condiciones, él debía poner fin a las relaciones diplomáticas. De hecho, ya tenía preparada una nota al efecto. Mientras un mensajero se la llevaba a Pašić, Giesl quemó todos los libros de códigos de la embajada en su jardín. Él, su esposa y su personal, cada uno con un pequeño equipaje de mano, se trasladaron en coche hasta la estación de trenes por unas calles abarrotadas. Gran parte del cuerpo diplomático había acudido a despedirlos. Tropas serbias custodiaban el tren, y cuando este salió resoplando de la estación, uno de los soldados le gritó al agregado militar: «Au revoir à Budapest». En la primera parada en territorio del Imperio austrohúngaro, Giesl fue llamado al andén para atender una llamada telefónica de Tisza: «¿Realmente tiene que ser así?», preguntó el húngaro. «Sí», respondió Giesl. Lejos hacia el norte, en Ischl, Francisco José y Berchtold esperaban ansiosamente las noticias. Pasadas las seis de la tarde el ministerio de la Guerra en Viena telefoneó para informar de que ya habían roto relaciones con Serbia. La primera reacción del emperador fue decir: «¡Así que después de todo!»; pero tras un silencio comentó que romper relaciones no necesariamente conduciría a la guerra. Berchtold también se aferró un momento a esta esperanza, pero ya había puesto en marcha unas fuerzas a las que él mismo no tenía el poder moral necesario para oponerse[82].
Conrad, que había estado al frente de la línea dura, de pronto exigió una demora en la declaración formal de guerra del Imperio austrohúngaro, hasta la segunda semana de agosto, aduciendo que sus ejércitos no estarían listos hasta entonces. Berchtold se negó, por temor a que cualquier retraso diese tiempo a que las demás potencias insistiesen en entablar negociaciones, y también por la presión alemana para que actuase con rapidez. Así, el 28 de julio el Imperio austrohúngaro declaró la guerra a Serbia, aunque los verdaderos combates no empezarían hasta la segunda semana de agosto. El Imperio austrohúngaro y Alemania, con la ayuda de Serbia, habían llevado a Europa a esta peligrosa coyuntura. Ahora casi todo dependía de lo que hicieran las demás potencias. Durante la semana siguiente, Europa se debatiría entre la guerra y la paz.