EL COMIENZO DE LAS CRISIS:
ALEMANIA, FRANCIA Y MARRUECOS
A comienzos de la primavera de 1905, el káiser Guillermo se hallaba en uno de sus habituales cruceros; esta vez hacia el sur, bordeando la costa atlántica en un vapor alemán, el Hamburg. Su idea inicial era visitar el puerto de Tánger, en marruecos, antes de entrar en el mediterráneo por el estrecho de Gibraltar, para que sus invitados pudieran captar el sabor del mundo musulmán; pero luego se lo había pensado mejor. El Hamburg era demasiado grande para entrar en la bahía y, si había mar picada, sería difícil llegar en botes pequeños hasta la orilla. Se decía que Tánger estaba lleno de refugiados anarquistas europeos. Además, en un momento en que el estatus de Marruecos se estaba convirtiendo en un problema internacional, Guillermo no deseaba hacer algo que tuviese connotaciones políticas. Su gobierno, sin embargo, tenía otras ideas. El canciller Bülow y su asesor de confianza en el ministerio de Asuntos Exteriores, Holstein, pensaban que había llegado el momento de que Alemania demostrase que Francia no podía quedarse ella sola con Marruecos. El representante de a bordo del ministerio de Asuntos Exteriores tenía órdenes estrictas de hacer que el káiser desembarcara. Bülow envió un aluvión de telegramas alentadores desde Berlín, y publicó artículos sobre la planeada visita en los periódicos alemanes, para que al káiser le resultara difícil echarse atrás[1].
Cuando el Hamburg ancló junto a la costa de Tánger en la mañana del 31 de marzo, soplaba un viento pertinaz desde el este. Un delegado alemán en la región subió a bordo, vestido con el uniforme completo de caballería, con sus espuelas y todo, acompañado del oficial al mando de los cruceros franceses que estaban anclados cerca. El viento amainó levemente, y el káiser envió al jefe de su escolta a tierra para evaluar la situación. Cuando oyó que el desembarco no era demasiado difícil y que había una enorme y entusiasta multitud esperándolo, Guillermo finalmente accedió a hacer su visita. Al desembarcar fue recibido por el tío del sultán y los representantes de la pequeña colonia alemana en Tánger, y le entregaron un alazán árabe blanco para que cruzase a caballo las callejuelas que lo separaban de la delegación alemana. El caballo dio un respingo al ver el yelmo de Guillermo, y a este le costó trabajo montarlo sin caerse. Conforme el káiser y su comitiva avanzaban entre filas de soldados marroquíes, cientos de banderas ondeaban al viento, las mujeres aullaban y les echaban flores desde las azoteas, mientras que los hombres, con desenfrenado entusiasmo, disparaban sus armas en todas direcciones[2].
Más tarde, en la delegación alemana, el reducido cuerpo diplomático y los dignatarios locales, incluyendo a los alemanes, se quedaron consternados al enterarse de que el gran pirata El Raisuni estaba entre quienes aguardaban para recibir al káiser. Aunque Bülow le había aconsejado repetidas veces atenerse a las formalidades de rigor, Guillermo se dejó llevar por la excitación del momento. Al caíd Sergéi, un exsoldado británico que era el consejero de confianza del sultán, le dijo: «No reconozco ningún acuerdo que se haya pactado. Vengo aquí como soberano para visitar a otro soberano totalmente independiente. Puede decirle esto al sultán»[3]. Bülow también le había advertido a su señor de que no le dijera nada en absoluto al representante francés en Tánger; pero Guillermo no pudo resistirse y le repitió al francés que Marruecos era un país independiente y que, además, esperaba que Francia reconociera los intereses legítimos de Alemania allí. «Cuando el ministro trató de discutir conmigo —le contó el káiser a Bülow—, yo le dije “buenos días”, y lo dejé plantado». Guillermo no se quedó para el suntuoso banquete que los marroquíes le habían preparado, pero antes de partir, durante la cabalgata de regreso al puerto, encontró tiempo para aconsejarle al tío del sultán que Marruecos debía asegurarse de que sus reformas estuviesen de acuerdo con el Corán. (El káiser, desde su viaje a Oriente medio en 1898, se veía como el protector de todos los musulmanes). El Hamburg zarpó hacia Gibraltar, donde uno de sus buques escolta se las arregló para embestir accidentalmente contra un crucero británico[4].
[13] Las potencias parecen estar sentadas pacíficamente en torno a un narguile que representa la conferencia de Algeciras para dirimir la primera crisis marroquí en 1905-06. En realidad, tienen las armas a la mano y cazos llenos de explosivos. Los rivales Francia y Alemania están uno junto al otro mientras que Inglaterra representada por John Bull mira con recelo a Alemania, de la cual sospecha, con razón, que intenta destruir la nueva amistad británica con Francia. España e Italia, quienes quieren sus propias colonias en África del Norte, aguardan y el Tío Sam mira con desaprobación.
De vuelta en Berlín, Holstein no soportó la presión de esperar a ver si la visita había terminado mal. Pocos días después, le escribía a un primo suyo: «Habrá momentos de tensión antes de que la cosa acabe»[5]. Esto resultó un eufemismo. En primer lugar, la visita del káiser a Tánger constituyó un desafío alemán a las ambiciones de Francia en Marruecos. Como mínimo, Alemania aspiraba a una política de puertas abiertas en ese país, o, de no conseguir acceso igualitario para sus negocios, esperaba una compensación en forma de colonias en alguna otra parte, quizá en África. Pero de la visita del káiser dependía mucho más que el destino de Marruecos: Alemania estaba intentando reconquistar la posición de que había gozado en tiempos de Bismarck, como potencia decisiva en los asuntos internacionales de Europa. Bülow y Holstein querían asegurarse de que no pudiera llegarse a ningún acuerdo internacional importante, ya fuese relativo a las colonias o a la propia Europa, sin la participación y aprobación de Alemania. Asimismo, veían una oportunidad para deshacer la entente cordial entre Gran Bretaña y Francia, y puede que incluso la alianza entre Francia y Rusia, rompiendo de este modo lo que percibían como el cerco de Alemania en Europa. La visita a Tánger, por tanto, desencadenó una grave crisis internacional, con rumores de una guerra entre Alemania y Francia, a la que muy posiblemente se sumaría Gran Bretaña. La opinión pública se enardeció en los tres países, lo que a su vez redujo el margen de maniobra de sus gobernantes en la toma de decisiones. Aunque el tema marroquí acabó resolviéndose en 1906, mediante una conferencia internacional en Algeciras, dejó una peligrosa estela de desconfianza mutua y rencor entre el público y los dirigentes de las naciones involucradas. «Una generación atrás —informaba el representante de Gran Bretaña en Múnich en 1907—, el público alemán no se interesaba mucho en los asuntos extranjeros generales […] Las cosas han cambiado desde entonces»[6].
Desde el punto de vista de los alemanes, la primavera de 1905 era el mejor momento para tomar la iniciativa a nivel internacional. El pacto entre Gran Bretaña y Francia era muy reciente —apenas se había firmado en el mes de abril del año anterior—, y aún no se había puesto a prueba. Rusia había estado enfrascada en la guerra contra Japón desde comienzos de 1904, y no se hallaba en disposición de acudir en ayuda de su aliada Francia. Además, el incidente del banco Dogger en octubre del año anterior había demostrado cuán fácilmente podían iniciarse las hostilidades entre Rusia y Gran Bretaña. Estados Unidos podía quizá ser un aliado, y seguramente apoyaría el mismo tipo de política de puertas abiertas en Marruecos que había propuesto en China. El káiser se había olvidado temporalmente del «peligro amarillo», y vislumbraba ahora un mundo dominado por una futura alianza germano-japonesa-estadounidense. Pero Roosevelt dejó meridianamente claro que China era una cosa y Marruecos otra; él no estaba preparado para explicarles a sus ciudadanos por qué una política de puertas abiertas en Marruecos, país del que la mayoría ni siquiera había oído hablar, se contaba entre los intereses de Estados Unidos[7]. Poco después de la visita del káiser a Tánger, Roosevelt le dijo al embajador alemán en Washington: «No me gusta adoptar una posición sobre un asunto como este, a menos que esté totalmente dispuesto a defenderla; y nuestros intereses en Marruecos no justifican la participación de nuestro gobierno»[8]. Este no fue el único caso en que el gobierno alemán malinterpretó las cosas durante la primera crisis marroquí.
Holstein, que adoptó una línea más dura que Bülow o que el káiser, estaba convencido de que podía utilizar la crisis para resituar las relaciones entre Francia y Alemania en unos términos satisfactorios para su país. Los británicos habían tenido la cortesía de demostrar en Fachoda que la línea a seguir con los franceses era la firmeza; Francia se había retractado, para buscar después la amistad de su antiguo adversario. «Los franceses solo irán aceptando la idea de un nuevo acercamiento a Alemania —escribió Holstein durante las siguientes etapas de la crisis marroquí—, cuando hayan visto que la amistad inglesa […] no basta para que Alemania acate la apropiación francesa de Marruecos, sino que Alemania desea ser amada por su cuenta»[9]. Así pues, Francia podía ser obligada a renunciar públicamente a toda esperanza de reconquistar Alsacia y Lorena y a reconocer que el tratado de Fráncfort, que había puesto fin a la guerra franco-prusiana, era para siempre. Llevar a Francia a la obediencia tendría también un efecto beneficioso con respecto a Italia, que había estado mostrando síntomas preocupantes de amistad con Francia[10].
Hacía tiempo, además, que venía siendo necesaria una demostración de fuerza con Gran Bretaña. El año anterior, Alemania había alertado a ese país de que deseaba negociar todos los asuntos coloniales importantes, pero los británicos solo accedían a discutir el caso de Egipto, donde Alemania tenía algunos derechos en tanto que era uno de sus muchos acreedores internacionales. Si la entente entre Gran Bretaña y Francia se rompía, Holstein pensaba que una Gran Bretaña aislada resultaría más dócil. Este, además, advirtió en el verano de 1904 de que Alemania no podía permitirse el lujo de mostrar debilidad: «Si nos sometemos a este brusco rechazo de nuestras legítimas demandas por parte de Gran Bretaña, entonces podemos estar seguros de que toda demanda que haga Alemania, o al menos su actual gobierno, no importa dónde ni a quién, será rechazada con similar indiferencia en el futuro. La importancia de las negociaciones anglo-germanas va más allá de este caso concreto». El mismo argumento fue esgrimido en relación con Marruecos: «No solo por razones materiales, sino sobre todo para preservar su prestigio, Alemania tiene que oponerse a la anexión de Marruecos»[11].
En sus momentos más optimistas, Holstein soñaba con una reordenación completa de los actores principales de la escena internacional. Aquellos que, dentro de Francia y Gran Bretaña, consideraban que la entente cordial era un error, la atacarían en cuanto hubiese problemas. Holstein esperaba confiado que Francia cediera y abandonara a Gran Bretaña para convertirse en aliado de Alemania. Rusia no tendría entonces más alternativa que seguir su ejemplo; Alemania le había ofrecido infructuosamente firmar un tratado en 1904, pero sin duda habría otra ocasión. Entretanto, el káiser parecía tener buenas relaciones con su primo el zar, a quien enviaba amables cartas sobre cómo llevar la guerra contra Japón. A la larga, tal vez Europa llegaría a ver una triple alianza de Alemania, Francia y Rusia, la cual aislaría a Gran Bretaña del mismo modo que Francia había quedado aislada tras la guerra franco-prusiana.
La situación en el propio Marruecos clamaba por una intervención internacional. El joven sultán no lograba controlar una gran parte del país y los ciudadanos extranjeros, incluidos los alemanes, exigían una y otra vez unas reformas que impusieran ley y orden. En mayo de 1904, El Raisuni había tenido la desfachatez de secuestrar a un rico hombre de negocios estadounidense, Ion Perdicaris, y a su hijastro, de su lujosa residencia en las afueras de Tánger, transportándolos a caballo hacia el interior. Roosevelt envió de inmediato hacia la costa atlántica de Marruecos a una parte de la armada estadounidense, que a la sazón se encontraba atravesando el Atlántico sur, y exigió la liberación de los dos hombres, posición que mantuvo aun después de que aparecieran pruebas de que Perdicaris tal vez no fuera ya ciudadano estadounidense. La convención del partido republicano en Chicago de aquel verano vitoreó a Roosevelt por su mensaje al sultán: «Queremos a Perdicaris vivo o a El Raisuni muerto»[12]. Perdicaris y su hijastro aparecieron, flacos y quemados por el sol, una vez se hubo pagado un gran rescate. En diciembre de aquel año, el sultán, preocupado porque los intereses internacionales estaban haciendo peligrar la independencia de su país, ordenó repentinamente que todas las misiones militares extranjeras abandonaran Marruecos. Aunque los franceses lo obligaron a cancelar aquella orden y a recibir a una misión francesa en su capital, Fez, el estado y el futuro de Marruecos eran ahora tema de debates internacionales. En cualquier caso, como se recordó entonces, según el acuerdo firmado en Madrid en 1880 por las principales naciones de Europa y por Estados Unidos, las potencias tenían los mismos derechos en Marruecos, en áreas como el comercio.
Los franceses se habían equivocado al pasar esto por alto con tanta prepotencia, sobre todo estando Alemania de por medio. En junio de 1904, por ejemplo, le habían hecho un préstamo a Marruecos, asegurándose la preferencia sobre otros futuros. En aquel otoño Francia firmó un acuerdo con España para dividir Marruecos en zonas de influencia, sin informar ni consultar a Alemania. A Delcassé, el poderoso ministro francés de Asuntos Exteriores, le preocupaba que uno de los motivos subyacentes a la creación de la armada alemana fuese disputarle a Francia su poder en el Mediterráneo y en África del norte, y optó con firmeza por no negociar con Alemania el asunto de Marruecos. Un consejero, que lo había instado en vano a hablar con los alemanes, deploraba que Delcassé los calificara simplemente de «estafadores»: «Pero, en nombre del cielo, ¡no le estoy pidiendo un intercambio de palabras románticas ni de anillos de boda, sino una conversación de negocios!»[13]. El embajador francés en Berlín envió repetidas advertencias a París de que Francia estaba jugando con fuego en Marruecos y Alemania se estaba disgustando seriamente. Cuando la misión francesa llegó a Fez en enero de 1905 para presionar al sultán y obtener concesiones que le otorgaran a Francia un poderío mucho mayor en su país, los alemanes lo alentaron a resistirse[14].
En aras de lo que consideraba el bien de Alemania, Holstein estaba dispuesto a ir a la guerra, aunque prefería evitarla. (Al margen de todo, al iniciarse las hostilidades Guillermo asumiría el mando del ejército, lo cual, según decía Holstein, «dado que él es absolutamente inepto como militar, conducirá por fuerza a horribles catástrofes»)[15]. Una vez más, la ocasión era buena para Alemania: el ejército francés seguía muy desmoralizado tras el caso Dreyfus; Rusia tenía guerra en el este; y el ejército británico, que en cualquier caso era pequeño, estaba recuperándose de la guerra de los Bóers. En cuanto a la armada británica, como decía un chiste alemán, carecía de ruedas y por tanto no valía de nada en una guerra terrestre rápida.
Ni el káiser ni Bülow eran tan optimistas. El primero, comprendiendo quizá que su instinto había acertado en lo de que la visita a Tánger traería problemas, se negó firmemente a entrar en una guerra. Culpó a Bülow por obligarlo a ir, y le escribió furioso aquel verano: «¡Desembarqué porque así lo quisiste, por el bien de la Patria, monté en un caballo extraño a pesar del impedimento para cabalgar que me supone el brazo izquierdo tullido, y el caballo estuvo en un tris de costarme la vida, que fue tu apuesta en el juego! ¡Tuve que cabalgar entre anarquistas españoles porque así lo deseaste, y porque aquello beneficiaba a tu política!»[16]. El canciller, por su parte, no se arrepentía de haber intentado alejar a Francia de Gran Bretaña; pero tendía a pensar que un método más blando con Francia, ofreciendo reconocer su posición en Marruecos a cambio de una compensación para Alemania en otra parte, quizá pudiera funcionar también como coacción para desbaratar la entente. Y, como le señalara a Holstein cuando la crisis llegaba a su culminación, en febrero de 1905: «Ni la opinión pública, ni el parlamento, ni los príncipes, ni siquiera el ejército querrán saber nada de una guerra por Marruecos»[17]. En un discurso a sus generales en enero, en ocasión del retiro de Schlieffen, el káiser volvió sobre este punto: «Yo les digo, no obstante, que jamás libraré un guerra por Marruecos. Al decir esto estoy confiando en vuestra discreción, y es algo que no debe salir de esta sala»[18]. Para el mundo exterior, las divisiones dentro del alto mando alemán no eran evidentes y las discrepancias entre ellos sobre cuestiones tácticas no hicieron más que acrecentar la desconfianza de los demás países hacia las intenciones de Alemania.
Los británicos no hicieron lo que esperaba Holstein. «El incidente de Tánger —dijo Eduardo VII—, ha sido el suceso más perverso y gratuito en que se ha involucrado nunca el emperador alemán desde su ascenso al trono. Asimismo, ha sido un fiasco político, y si él piensa que el mundo aprueba lo que ha hecho está sumamente equivocado»[19]. The Times describió la visita como «una gran demostración política», y su corresponsal en Viena sugirió que Bülow había subestimado gravemente la determinación británica de respaldar a Francia[20]. La poderosa facción antialemana del ministerio de Asuntos Exteriores no dudaba de que el súbito interés de Alemania por Marruecos era un intento de ese país por destruir la entente, y exhortó a que Gran Bretaña se mantuviese firme. Desde el almirantazgo, Fisher advirtió de que Alemania probablemente anduviera en pos de un puerto en la costa atlántica marroquí, algo que resultaría «vitalmente perjudicial» para Gran Bretaña. «Esta parece —dijo Fisher a Lansdowne, el ministro de Asuntos Exteriores—, una oportunidad de oro para combatir a los alemanes en alianza con los franceses»[21]. No sería el único durante los meses siguientes en hablar de la posibilidad de una guerra.
Lansdowne era más mesurado: contemplaba la opción bélica, pero solo en caso de que peligrasen los intereses vitales para Gran Bretaña[22]. Compartía, no obstante, las sospechas generalizadas en Londres acerca de las motivaciones de Alemania. Aun antes de que empezara la crisis, Lansdowne había recibido la preocupante información de que Alemania buscaba estrechar sus relaciones con Japón, que era aliado de Gran Bretaña, y con Estados Unidos; y, en general, le parecía que la diplomacia alemana deseaba obstaculizar a Gran Bretaña allí donde fuese posible. Al embajador británico en Berlín le escribió: «No dudo de que veremos al emperador aprovechar la menor oportunidad para fastidiar nuestros planes»[23]. La política de Lansdowne, al irse agravando la crisis, fue apoyar a los franceses, pero evitando al mismo tiempo que estos actuasen con imprudencia. El 23 de abril Lansdowne y su primer ministro, Balfour, enviaron un mensaje muy claro a Delcassé ofreciéndole «todo el respaldo que podamos»[24]. En mayo, firmó con Cambon, el embajador francés en Londres, el acuerdo de que los gobiernos de Gran Bretaña y Francia estarían dispuestos a actuar conjuntamente si la situación empeoraba, añadiendo después que sostendrían «un diálogo amplio y confidencial»[25]. A pesar de la presión francesa por lograr un compromiso más claro o incluso una alianza defensiva, el gobierno conservador nunca pasó de aquí.
Pero otros sí lo hicieron. Desde París, Bertie, el obstinado embajador británico, y antialemán acérrimo, le dijo a un colega del ministerio de Asuntos Exteriores: «Dejemos que Marruecos sea una llaga abierta entre Francia y Alemania, como lo fuera Egipto entre Francia y nosotros», y llegó a asegurarle a Delcassé que Gran Bretaña brindaría a Francia todo el respaldo posible. Hay también pruebas de que Fisher compartía su opinión de que era un buen momento para lanzarse contra Alemania junto con Delcassé[26]. En aquel mes de abril, Eduardo VII navegó en su yate por el Mediterráneo, proponiéndose visitar solo puertos franceses, y prolongó varios días su estancia en el puerto norteafricano de Argel. De regreso a Gran Bretaña, pasó una semana en París, donde se reunió dos veces con Delcassé[27]. En aquel mismo verano, cuando Eduardo viajó al continente para visitar uno de sus balnearios favoritos, en el Imperio austrohúngaro, evitó deliberadamente pasar a ver al káiser. Un periódico berlinés puso en boca del rey de Inglaterra estas palabras: «¿Cómo puedo llegar a Marienbad sin encontrarme con mi querido sobrino? Flesinga, Amberes, Calais, Ruan, Madrid, Lisboa, Niza, Mónaco: ¡sitios todos extremadamente inseguros! ¡Ja! Iré pasando solo por Berlín: ¡seguro que entonces no me lo encuentro!»[28]. En respuesta, el káiser se negó a permitir que su hijo el príncipe heredero aceptara la invitación de visitar Windsor en otoño[29].
Tras la visita a Tánger, los alemanes continuaron presionando. Enviaron una misión a Fez para discutir un préstamo alemán y para alentar al sultán a que se resistiera a las reformas exigidas por Francia y a que esta tuviese un mayor control sobre su país; presionaron a España para que rompiese su acuerdo con Francia de dividir Marruecos en zonas de influencia; y les dijeron a las demás potencias, incluido Estados Unidos, que deseaban una conferencia internacional sobre el futuro de Marruecos[30]. Mediante contactos secretos con el primer ministro francés, Maurice Rouvier, los alemanes también dejaron claro que deseaban la dimisión de Delcassé.
Los alemanes siempre habían visto a Delcassé como su principal enemigo en el gobierno francés, y ya en la primavera de 1905 comenzó a preocuparles que, al ofrecerse como mediador en la guerra ruso-japonesa, fuera a fortalecer su posición. El 27 de mayo la flota japonesa había destruido a la rusa en Tsushima, y ambos bandos estaban buscando el modo de firmar la paz. Delcassé, con su experiencia y con la ventaja de pertenecer a un país en buenas relaciones con ambos, era un candidato obvio, y él mismo estaba ansioso por asumir la tarea. Rouvier, ingenuamente, había comentado esa posibilidad ante los alemanes, que se habían quedado consternados. Si Delcassé salía airoso, sería un triunfo para él y para Francia; estrecharía aún más las relaciones de este país con Rusia; y bien podría dar pie a otra triple alianza, entre Francia, Rusia y Gran Bretaña, o tal vez a una cuádruple, con Japón[31]. Como dijera más tarde el propio Delcassé, su posición en el gobierno francés hubiera sido inamovible si él hubiera logrado dirimir el conflicto ruso-japonés[32]. Bülow escribió a su embajador en Washington pidiéndole que convenciera al presidente Roosevelt de ofrecerse como mediador y así prevenir una iniciativa francesa o británica. La cuestión de Marruecos, decía Holstein, era «infinitesimal» en comparación con la posibilidad de un triunfo en la escena internacional para Francia o Gran Bretaña[33].
A finales de mayo, el gobierno alemán envió una serie de mensajes cada vez más enérgicos al gobierno francés; Delcassé debía irse, o ellos no responderían de las consecuencias[34]. Rouvier estaba muy nervioso y al borde del colapso. Llevaba todo el año preocupado por un posible ataque sorpresa de Alemania, que, en su opinión, acarrearía la derrota y la revolución a Francia, tal y como había sucedido en 1870-1871. Durante el mes de febrero se reunió con los líderes militares del parlamento francés y con los comités de finanzas, y les pidió su opinión acerca del estado de preparación militar del país. «No hay nada —le dijeron—, ni municiones, ni equipamiento, ni reservas de provisiones, y el estado de la moral en el ejército y en el país es aún peor». Rouvier se echó a llorar[35]. A Delcassé le perjudicó el negarse a negociar directamente con los alemanes o a consultar con sus colegas. El 19 de abril su política para con Marruecos fue atacada en el parlamento; uno tras otro, de derechas y de izquierdas, los oradores lo instaron a negociar. Jaurès señaló que Delcassé había dado pie a la crisis exigiendo concesiones del gobierno de Marruecos mucho antes de la visita del káiser a Tánger: «Debió usted también haber tomado la iniciativa en ofrecer explicaciones e iniciar negociaciones». Delcassé sugirió entonces unas conversaciones directas con los alemanes, pero Bülow, olfateando la victoria, insistió en una conferencia internacional. Delcassé se resistió, enfatizando que Alemania intentaba embaucarlos y que Gran Bretaña estaba dispuesta a ofrecer su apoyo si se declaraba una guerra[36].
Sus colegas se mostraron en desacuerdo, y ya en la primera semana de junio Rouvier había cedido a la demanda alemana de que Delcassé fuese destituido. En un excusable acto de venganza, este le entregó al primer ministro una carpeta con cables descifrados en el Quai d’Orsay que revelaban los tratos secretos de Rouvier con los alemanes[37]. Al saberse la noticia de la destitución de Delcassé, los rumores de guerra recorrieron el parlamento francés y los salones de París, y una multitud de hombres salió a comprar medias gruesas de lana y botas previendo una movilización[38]. En Londres hubo gran consternación y revuelo. Lansdowne se preguntó si la entente cordial sobreviviría, y le dijo a Bertie que al parecer los franceses habían salido huyendo[39]. En Berlín, en cambio, cundía el regocijo. «Delcassé era el instrumento escogido por nuestros enemigos para destruirnos», exclamó Bülow, y el káiser le concedió el título de príncipe el día de su destitución; aunque Bülow siempre negó que ambas cosas estuvieran relacionadas[40]. «Nuestro más astuto y peligroso enemigo —dijo Holstein—, ha caído», y «nuestro amigo» Roosevelt estaba ahora mediando para poner fin a la guerra ruso-japonesa, por lo que ni Francia ni Gran Bretaña podrían ganar ningún prestigio internacional con este asunto[41].
A los alemanes se les fue la mano tras su triunfo sobre Francia. Rouvier, que había decidido ser su propio ministro de Asuntos Exteriores, ofreció negociaciones directas y prometió que Alemania recibiría como compensación algunas colonias en otras partes del mundo. Bülow, con Holstein alentándolo entre bastidores, siguió insistiendo en una conferencia internacional para demostrarle a Francia que, en lo tocante a Marruecos, estaba sola entre las potencias, sin el respaldo de Rusia ni de Gran Bretaña. Más tarde, el káiser diría: «Si me hubieran informado de esto, yo me habría involucrado completamente y esa estúpida conferencia nunca habría tenido lugar»[42]. Aunque los franceses aceptaron a regañadientes aquella conferencia a comienzos de julio, la presión alemana había irritado a Rouvier; en ese mismo año, le dijo a uno de sus colaboradores cercanos: «Si Berlín piensa que puede intimidarme, se equivoca»[43]. La opinión pública francesa también se inclinaba por la firmeza con Alemania y valoraba cada vez más la entente cordial. El futuro embajador en Rusia en 1914, Maurice Paléologue, por entonces en el Quai d’Orsay, escribió a finales de julio: «Nos hemos recuperado: no más miedo, no más cobardía, no más plegarnos a la voluntad alemana; la idea de la guerra es aceptada»[44].
El nuevo estado de ánimo en Francia tranquilizó a los británicos, y Lansdowne le hizo saber a Paul Cambon, el embajador francés en Londres, que los británicos apoyarían a los franceses en Marruecos «del modo que Francia considere más oportuno»[45]. Mientras Francia y Alemania discutían durante el verano sobre el programa de la conferencia, los británicos se dedicaron a demostrar al mundo su amistad con Francia. Barcos de la armada británica visitaron el puerto atlántico francés de Brest en julio, durante la semana de La Bastilla. Un mes más tarde, barcos franceses recibieron una suntuosa bienvenida en Portsmouth y hubo un enorme banquete en Westminster Hall, en el parlamento[46]. Puede que también aquel verano las marinas británica y francesa iniciaran conversaciones confidenciales sobre cooperación estratégica[47].
A finales de 1905, el gobierno británico cayó y fue sustituido por un gabinete liberal presidido por Henry Campbell-Bannerman. Holstein, que continuaba impulsando la línea dura contra Francia, lo consideró una buena noticia, porque pensaba que los liberales querrían hacerse amigos de Alemania[48]. Una vez más, se equivocaba. Campbell-Bannerman, que se encontraba ya enfermo, dejó las relaciones internacionales de Gran Bretaña en manos sobre todo de sir Edward Grey, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, que no tenía la intención de apartarse bruscamente de las políticas de Lansdowne. Al igual que este, Grey consideraba que para Gran Bretaña era de crucial importancia preservar la entente; de romperse esta, Francia, Alemania y Rusia podrían llegar a un acuerdo, dejando a Gran Bretaña aislada una vez más. También al igual que su predecesor, Grey quería respaldar a Francia contra Alemania sin alentar con ello a los franceses a actuar de forma irreflexiva. Prometió a Cambon una «neutralidad indulgente», pero también destacó que la opinión pública británica, que apoyaba firmemente a Francia, no respaldaría una guerra con Alemania a causa de Marruecos[49]. (A Grey le resultaba cómodo apelar a la opinión pública tanto cuando no quería hacer algo como cuando sí). En cuanto a Alemania, no llegaría a ningún tipo de acuerdo con ella antes de la conferencia, pese a los mensajes conciliatorios que le llegaban de Berlín. Comentó que las bonitas palabras de Bülow «no arreglan las cosas; y si lo hacen, tendrá que ser en la conferencia. Si esta termina en conclusiones no adversas a la entente anglo-francesa, entonces sí que se despejaría el cielo»[50].
El hombre que ahora estaba al cargo de la política exterior británica, y que lo estaría hasta su dimisión en 1916, era, en opinión del káiser, «un gentilhombre rural de los más capaces», y por una vez no se equivocaba. Sir Edward Grey provenía de una de aquellas viejas familias terratenientes, bien relacionadas, que durante tanto tiempo habían jugado un papel central en la sociedad británica. De joven heredó, junto con su política liberal, una baronía y una rica finca, Fallodon, en el nordeste de Inglaterra. Tenía instintos conservadores, pero era un reformista moderado, que aceptaba que las nuevas clases y los nuevos líderes estaban destinados a transformar el panorama de la política. Como muchos de sus contemporáneos en toda Europa, Grey temía que una gran guerra trajera aparejada una revolución; pero a lo que él aspiraba era a una evolución pacífica. «Nos esperan años desagradables —comentó en 1911, y añadió—: Trabajaremos en aras de algo mejor, aunque a quienes estamos habituados a más de quinientas libras al año no nos parezca mejor»[51].
Aunque sus contemporáneos de la famosa y vieja escuela de Winchester lo consideraban dotado de un gran talento, Grey mostraba mucho menos interés en sus estudios que en ir a pescar al cercano río Itchen. Su estancia en Winchester, sin embargo, dejó su impronta: Grey siempre se enorgulleció de provenir de Wykeham, y conservó en su vida adulta algo del escolar honrado e inteligente a quien le escandalizaba la deshonestidad. «La política alemana —comentó una vez—, parece estar deliberadamente basada en que los escrúpulos morales y los motivos altruistas no cuenten en los asuntos internacionales»[52]. Al igual que muchos otros altruistas, Grey no lograba darse cuenta cuando él mismo estaba siendo despiadado o artero; quizá diera por sentado que sus motivos eran limpios. Naturalmente reservado, aprendió además a ocultar sus emociones; su serenidad en medio de las crisis nunca dejó de impresionar a sus colegas. También ayudaba el hecho de que Grey pareciera un senador romano y supiese hablar con firmeza y mesura. Lloyd George, radical galés de orígenes humildes, pensaba que a Grey le favorecía mucho su aspecto: «Su impresionante fisonomía, con los labios finos, la boca firmemente cerrada y los rasgos cincelados, daban impresión de acero repujado»[53].
De Winchester, Grey pasó al Balliol College de Oxford, otra forja de futuros dirigentes; pero una vez más, se esforzó lo mínimo. Sufrió una expulsión temporal como castigo a su pereza, pero ello no le sirvió para enmendarse a la vuelta, y terminó graduándose con la mínima calificación, lo que no dejaba de ser un logro[54]. Encontraba su mayor felicidad en Fallodon, y, más adelante, en su cabaña a orillas del Itchen, donde pasaba los días contemplando los pájaros, pescando, caminando y leyendo. A la relativamente temprana edad de veintitrés años, se casó con una mujer que compartía su amor apasionado por la campiña inglesa. Dorothy hubiera estado encantada de pasar allí el resto de su vida, evitando ir a Londres, que era a sus ojos una moderna Sodoma y Gomorra, rezumando depravación y enfermedades. Ella despreciaba la vida social, no se sabe si por torpeza, timidez o porque se sentía superior a casi todo el mundo. «Creo —escribió con autocomplacencia a sus veintitrés años—, que hemos llegado a un estado en que ya hemos recibido de la gente todo lo bueno posible». Amaba y admiraba a su esposo, pero al regresar de su luna de miel le dejó bien claro que ella aborrecía el sexo. Grey, todo un caballero, accedió a convivir con ella como hermanos[55].
Pero, bajo la displicente apariencia de Grey, latía en algún punto la ambición; o al menos un fuerte sentido del deber. Sus relaciones familiares le proporcionaron un puesto como secretario privado de un ministro, y luego, en 1885, se postuló para el parlamento, iniciando una carrera política que duró hasta su dimisión en 1916. Grey demostró una inesperada capacidad de trabajo, pero se negaba a participar en actividades sociales, que consideraba una pérdida de tiempo. Él y su esposa escapaban de Londres a su cabaña cada vez que podían, y allí vivían con sencillez, con un solo sirviente y sin apenas visitas. «Era algo especial y sagrado —decía Grey—, fuera de la corriente ordinaria de la vida»[56].
En 1892 fue nombrado subsecretario parlamentario del ministro liberal de Asuntos Exteriores, lord Rosebery. No era, ni por entonces ni después, una elección obvia para ese puesto: a diferencia de su contemporáneo George Curzon, carecía de interés por los viajes, a menos que fuesen para cazar o pescar en Escocia, y jamás lo adquirió. Apenas conocía el continente, y como ministro de Asuntos Exteriores solo lo visitaría una vez, en 1913, como parte de una visita real a París. No obstante, para cuando asumió ese cargo en 1905, ya había desarrollado un puñado de ideas muy firmes acerca del mundo. Dentro del partido liberal contaba como imperialista, y abogaba por una armada grande. Por otra parte, pensaba que el momento de repartirse el mundo había pasado, y que la responsabilidad de Gran Bretaña era ahora gobernar sabiamente lo que ya poseía[57]. Aprobaba la decisión de Lansdowne de alejarse del aislamiento, y antes de las elecciones dejó bien claro que se proponía continuar aquella política, incluyendo la entente con Francia, que para él era la piedra angular de la política británica en Europa. En septiembre de 1906 escribió a su gran amigo Richard Haldane, otro liberal imperialista: «Quiero preservar la entente con Francia, pero no resulta fácil; y si es destruida, tendré que retirarme»[58]. Alemania, afirmaba Grey con igual firmeza, era el mayor enemigo de Gran Bretaña y constituía la principal amenaza; en su opinión, no se podía hacer gran cosa para cambiarlo. «No dudo —dijo en 1903—, que haya muchos alemanes con buena voluntad hacia nosotros, pero son una minoría; y a la mayoría le resultamos tan profundamente antipáticos que la amistad de su emperador o su gobierno no puede sernos realmente útil»[59]. Tal como él veía las cosas, Gran Bretaña había estrechado excesivamente sus relaciones con Alemania en otras épocas, y en consecuencia se hallaba en malos términos con Francia y Rusia. «A veces hemos estado a punto de ir a la guerra contra uno o contra otro, y Alemania solo se acordaba de nosotros cuando le convenía»[60].
Las instrucciones de Grey para sir Arthur Nicolson, el delegado británico en la conferencia internacional sobre Marruecos, eran muy claras:
«La conferencia sobre Marruecos va a ser difícil, si no crítica. Hasta donde yo puedo saber, los alemanes se negarán en redondo a aceptar la posición especial de Francia en Marruecos, posición que nosotros no solo hemos prometido aceptar, sino también reforzar por medios diplomáticos. Si Francia lograse obtener esta posición con nuestra ayuda, será un gran triunfo para la entente anglo-francesa; si no lo lograse, la entente sufrirá y su vitalidad disminuirá. Nuestro principal objetivo, por tanto, debe ser ayudar a que Francia sea atendida en la conferencia»[61].
La conferencia quedó inaugurada el 16 de enero de 1906, en la ciudad española de Algeciras, justo al nordeste de Gibraltar. Poco después, Grey sufrió una tragedia; su esposa se cayó de su carreta de ponis en Fallodon y murió. «El pensamiento se me atrofió —comentaría Grey en sus memorias—, y el trabajo se paralizó»[62]. Grey ofreció su renuncia, pero Campbell-Bannerman lo alentó a continuar.
La conferencia aportó una cierta distracción. Para cuando empezó, los alemanes habían logrado convencer al grueso de la opinión internacional de que Alemania se proponía reñir con Francia[63]. Y riña hubo, y hacia febrero la conferencia había llegado a un punto muerto, aparentemente, tratando de decidir qué potencia extranjera entrenaría y dirigiría a la policía marroquí (los franceses insistían en ser ellos, y los españoles y los alemanes querían un condominio internacional), y quién administraría el banco estatal. La verdadera cuestión era quién, en última instancia, controlaría el país. «Marruecos —decía Bülow—, se ha convertido en una cuestión de honor para nosotros, y especialmente para el káiser»[64]. Alemania, sin embargo, estaba cada vez más aislada. Su único aliado de confianza, el Imperio austrohúngaro, la estaba presionando para que cediera en el punto de la policía[65]. Italia se mostraba tibia, y su representante hacía todo lo posible por eludir la controversia. Desde Estados Unidos, Roosevelt también los exhortaba a llegar a un acuerdo[66]. Nicolson siguió sus instrucciones de mantener el respaldo de Gran Bretaña a Francia. El 28 de febrero, una gran flota británica arribó a las costas de la vecina Gibraltar, solo para subrayar lo que algún día podría involucrar ese respaldo. Rusia, a la que aún esperaban captar los alemanes, permaneció firmemente leal a su aliado francés. Los rusos no tenían elección. Sus finanzas zozobraban gracias a la pasada guerra ruso-japonesa, así como a la revolución en marcha. Necesitaban desesperadamente un préstamo extranjero importante para no caer en bancarrota, y Francia era el donante más probable. Los franceses pusieron como condición de cualquier préstamo a Rusia la cooperación de esta en Algeciras.
Ya a finales de marzo, Bülow estaba dispuesto a cortar por lo sano, pese al consejo de Holstein de mantenerse firme. El 27 de marzo se llegó a un acuerdo que convertía a Francia en el socio mayoritario en la organización de la policía y la voz dominante en el nuevo banco estatal. Los propios marroquíes estaban atónitos; «creyeron que la conferencia sería como un tribunal donde Francia sería reprendida y amablemente asesorada por las potencias en relación con sus reformas»[67]. Aunque los alemanes pusieron buena cara, sabían que habían sufrido una derrota. Pese a que Alemania tenía sólidos argumentos para insistir en la administración internacional de Marruecos, y pese a que los sucesos internacionales le habían sido favorables en los meses anteriores, la torpe diplomacia alemana había desaprovechado todas esas ventajas. Bülow y Holstein habían tratado de hacer lo que hubiera hecho Bismarck: mantener separados a los potenciales enemigos al tiempo que estrechaba las relaciones con cada uno; pero ellos no tenían su misma habilidad. Holstein amenazó nuevamente con renunciar, y esta vez Bülow maniobró para que su renuncia fuese aceptada. Así concluyeron para Holstein cincuenta años al servicio de Alemania. Durante los que le quedaban, vivió solo, amargado y pobre (había perdido su dinero en una especulación), pero hizo cuanto pudo por mover los hilos por detrás del telón. Azuzó al más famoso periodista de Alemania, Maximilian Harden, para que atacase al favorito del káiser, Eulenburg, de quien Holstein hacía tiempo sospechaba que había mostrado debilidad en Madrid, y tuvo al menos la satisfacción de verlo acusado de homosexualidad, arrastrado a los tribunales y expulsado del círculo de allegados del káiser. La posición del propio Bülow ante el káiser se vio comprometida a causa de Marruecos, y corrieron rumores de que estaba punto de ser destituido. Durante un debate en el Reichstag sobre la conferencia de Algeciras, en abril, el canciller sufrió un colapso y se vio obligado a abandonar Berlín para una larga convalecencia[68].
El káiser mismo se hallaba deprimido. Siempre había estado en contra de que se fuese a la guerra por Marruecos, en parte porque pensaba que las condiciones en Alemania eran demasiado peligrosas. Los socialistas planeaban grandes manifestaciones en enero de 1906 para protestar contra el sumamente restringido sufragio para el parlamento prusiano. En la víspera de año nuevo, escribió una precipitada carta a Bülow: «Primero intimidar a los socialistas, decapitarlos y volverlos inofensivos, con un baño de sangre si es necesario; y luego marchar a la guerra en el extranjero. Pero no antes, y no ambas cosas al mismo tiempo»[69]. La situación de Alemania, enfrentada a una coalición hostil de las potencias latinas de Francia, España e Italia bajo la hegemonía de Gran Bretaña, reemplazó temporalmente al «peligro amarillo» en la mente del káiser. En una de las notas que solía escribir al margen de las actas, se lamentaba: «Ya no tenemos amigos, y estas reliquias asexuadas del caos étnico que dejó Roma tras de sí nos odian cordialmente»[70].
Lo que resulta pavoroso, en retrospectiva, es con cuánta naturalidad los países involucrados en la crisis marroquí veían venir la guerra. Grey, por ejemplo, le dijo a su amigo Haldane que estaba recibiendo muchos informes de que Alemania se proponía atacar Francia en la primavera de 1906, mientras que Bülow esperaba en Berlín lo mismo de Francia y Gran Bretaña[71]. Y algunos en los círculos del gobierno alemán contemplaban seriamente la posibilidad de una guerra preventiva. Después de todo, el reciente éxito de Japón en su guerra contra Rusia parecía demostrar que lo eficaz era atacar primero. Schlieffen, que redactaba sus últimas palabras sobre su plan antes de jubilarse, bien pudo haber abogado por una guerra preventiva contra Francia, que sin duda otros militares de alto rango aprobaban[72]. El jefe de la oficina de prensa del ministerio de Asuntos Exteriores recibió un memorándum de sus superiores, en diciembre de 1905, alertándolo sobre la posibilidad de que la conferencia de Algeciras colocase a Alemania en situación, o bien de perder prestigio a los ojos del mundo, o bien de ir a la guerra: «Muchos aquí están esperando, y deseando, este conflicto en primavera»[73].
Pese a las esperanzas alemanas, Rusia había permanecido fiel a la alianza con Francia. Tan pronto como hubo terminado la conferencia, Raymond Poincaré, por entonces ministro de Finanzas, le dijo al embajador ruso en París que las conversaciones acerca de un préstamo podían reanudarse. El 16 de abril un representante del gobierno ruso firmó el acuerdo para un enorme préstamo con un consorcio de bancos, liderado por entidades francesas, que aportaron la mitad de los fondos. «Habló de los servicios prestados en Algeciras —dijo Poincaré—, en un tono que me resultó casi embarazoso. Se quejó de las exigencias de los bancos franceses, que son, lo cual es cierto, bastante avariciosos»[74]. El gobierno alemán cometió la torpeza de prohibir a los bancos alemanes participar en cualquier préstamo a Rusia, en represalia por lo de Algeciras; «¡No tendrán ni un penique de nosotros!», dijo el káiser[75].
La nueva amistad entre Gran Bretaña y Francia había pasado su primera prueba, y en consecuencia se había fortalecido considerablemente. En 1908 fue inaugurada en Londres una exposición franco-británica para celebrar la entente cordiale. «Esa hábil y encantadora expresión —decía una guía inglesa—, cuya adopción generalizada entre nosotros es un delicado tributo a la lengua francesa, sugiere más de lo que expresa. Significa mutua estima y buena voluntad, comunidad de objetivos e intereses; abarca los sentimientos, la comprensión y las relaciones materiales»[76]. Delcassé y Paul Cambon pensaban, sin duda, que abarcaba más cosas: que los británicos les habían ofrecido en un momento determinado una alianza defensiva[77]. Los británicos creían haber evitado incurrir en un compromiso firme, pero reconocían que la entente era ahora más fuerte. Grey escribió, en el punto más álgido del impasse en Algeciras:
«Si hay guerra entre Francia y Alemania, nos será muy difícil no involucrarnos en ella. La entente, además de las constantes y enfáticas muestras de afecto (oficiales, navales, políticas, comerciales, municipales y periodísticas), ha generado en Francia la idea de que la respaldaremos en una guerra. El último informe de nuestro agregado naval en Tolón decía que todos los oficiales franceses daban esto por sentado, en caso de que la guerra fuese con Alemania por causa de Marruecos. Si defraudamos esta expectativa, los franceses nunca nos lo perdonarán».
E insinuaba que su posición, como partidario de la entente, se volvería insostenible si Gran Bretaña no respaldaba a Francia. «Por otra parte —añadía—, es horrible la perspectiva de una guerra europea, y la de vernos involucrados en ella»[78]. Continuó haciendo equilibrios durante los años previos a 1914; colaborando con Francia, pero negándose a una alianza más formal o a formular promesas vinculantes.
Su equilibrismo se vio afectado por la aprobación oficial que otorgó a mediados de enero a las conversaciones, que ya habían tenido lugar informalmente, entre el jefe británico de operaciones militares y el agregado militar francés en Londres. Estas consistían, según las describió Grey ante un puñado de colegas, simplemente en tratar de encontrar qué tipo de cooperación mutua podía haber entre ambos países. Grey insistió en que «todo este asunto estaba siendo estudiado académicamente»[79]. Sin embargo, este sencillo comienzo condujo a una serie de conversaciones entre el ejército francés y el inglés durante los años siguientes, en las que se intercambió información y se elaboraron planes. Los informes de inteligencia franceses sobre Alemania, los planes de guerra de Francia, el posible número de tropas y caballos británicos que serían enviados a Francia, las instalaciones portuarias, el transporte ferroviario, muchos de los detalles y preparativos que serían necesarios si Gran Bretaña tuviese que enviar tropas para respaldar a Francia contra un ataque alemán: todo ello fue discutido y definido antes de 1914. Las dos marinas también sostenían conversaciones de vez en cuando, pero el consejo de ministros británico no autorizó un diálogo más formal hasta el verano de 1912.
Son las conversaciones militares que más polémicas han generado a lo largo de los años. ¿Acaso Grey, el recto graduado de Wykeham, engañó deliberadamente al consejo de ministros y al pueblo británico manteniendo en secreto las consultas y preparativos que estaban teniendo lugar? Y, lo que es más importante, ¿comprometían estas conversaciones a Gran Bretaña para acudir en ayuda de Francia en caso de que esta fuera atacada por Alemania? El propio Grey respondió varias veces a ambas preguntas, antes y después de 1914, que no; pero la realidad es más ambigua. Al iniciarse las conversaciones en 1906, Grey informó al primer ministro, Campbell-Bannerman, pero no a la totalidad del gabinete; tal vez por temor a la oposición del ala radical del partido liberal. El gabinete no fue informado oficialmente de las conversaciones hasta 1911, durante otra grave crisis a causa de Marruecos. (La cámara de los comunes y el público no supieron nada de ellas hasta que Gran Bretaña estuvo a punto de ir a la guerra en 1914). Según Lloyd George, la mayoría de los miembros del consejo de ministros se escandalizaron: «Hostilidad no alcanza a describir la fuerza del sentimiento provocado por aquella revelación: fue más bien consternación». Grey tranquilizó a sus colegas afirmando que Gran Bretaña seguía siendo libre de hacer lo que quisiera[80]. Pero esto resulta discutible.
Es cierto que Grey y sus colegas y subordinados hablaban por lo general con los franceses en modo hipotético. Gran Bretaña tal vez, probablemente, pudiera acudir en ayuda de Francia; pero los británicos insistían en que nada en las conversaciones podía interpretarse como una promesa concreta. Gran Bretaña, desde su perspectiva, conservaba la libertad de decidir lo que haría en caso de guerra. En 1911, el gabinete llegó a emitir una resolución formal subrayando que Gran Bretaña no se había comprometido, ni directa ni indirectamente, a ninguna intervención militar o naval[81]. No obstante, el reiterado apoyo diplomático que Gran Bretaña había ofrecido a Francia, por ejemplo en el caso de Marruecos, era un indicador del gran valor que concedía Grey a la entente. Para Grey y aquellos que pensaban como él, muchos de los cuales eran altos funcionarios del ministerio de Asuntos Exteriores, la amistad de Francia era esencial, y la de Rusia lo iba siendo cada vez más, para que Gran Bretaña no volviese a verse aislada como lo estuviera durante la guerra de los Bóers[82]. Y el apoyo diplomático no respaldado por la amenaza de usar la fuerza no funcionaría a la larga, ni con los enemigos de Francia ni con la propia Francia. Si los franceses llegaban a sentir que no podían contar con Gran Bretaña en términos de apoyo militar, quizá optasen por minimizar los riesgos y tratasen de entenderse con Alemania.
El pensamiento estratégico inglés estaba cambiando en una dirección que volvía más probable la intervención a favor de Francia. Hasta 1907, la principal preocupación del ejército británico había sido el imperio. La mejora de las relaciones con Estados Unidos hacia fin de siglo, en parte propiciada por el reconocimiento británico de la supremacía estadounidense en el nuevo mundo, significaba que Gran Bretaña ya no tenía que preocuparse por sus colonias estadounidenses. El acuerdo anglo-ruso de 1907 eliminó gran parte de los temores británicos de que los rusos fuesen una amenaza para la joya de la corona: la India. El ejército había sido reorganizado y reformado tras la guerra de los Bóers, y estaba ahora en situación de evaluar su papel. Su responsabilidad, como siempre, era defender las islas británicas en caso de invasión; pero sus mandos pensaban cada vez más en términos de una fuerza expedicionaria en el continente[83]. El auge del poderío alemán hizo aflorar en los británicos el viejo temor de que una sola nación dominase las costas de Holanda, Bélgica y hasta tal vez las de Francia, por donde pasaba gran parte del comercio de Gran Bretaña. El control de las costas pondría a Alemania en situación de invadir Gran Bretaña si así lo decidía[84].
Los militares británicos tendían a suponer que Francia sería inevitablemente derrotada sin el apoyo de Gran Bretaña[85]. En 1912, Maurice Hankey, secretario del comité de defensa imperial, el organismo a cargo de la estrategia británica, expresó una opinión bastante extendida sobre los franceses: «No me parecen un pueblo realmente sano». Tenían, según Hankey, «condiciones higiénicas dudosas, agua de mala calidad y ferrocarriles lentos». Y añadió: «Sospecho que los alemanes podrían “hacerlos polvo” en cualquier momento»[86]. En el verano de 1911, los militares británicos ya estaban pensando en enviar a Francia seis divisiones de infantería y dos brigadas de caballería, un total de ciento cincuenta mil hombres y sesenta y siete mil caballos. Si las suposiciones de Francia sobre el número de hombres que Alemania emplearía en el frente occidental resultaban correctas, una fuerza expedicionaria británica inclinaría allí la balanza en favor de la entente[87].
A diferencia del ejército, la armada británica no estaba elaborando ningún plan; o, si lo estaba, Fisher y su sucesor, sir Arthur Wilson, no lo habían compartido con nadie: desde luego, no con el ejército, al que veían como un rival en la consecución de fondos. Se oponían denodadamente, por costosa e inútil, a la idea de una fuerza expedicionaria. La armada era el servicio clave, la responsable, como siempre lo había sido, de defender las islas natales, de proteger el comercio británico en alta mar y de llevar la guerra al enemigo bloqueando sus puertos, y quizá lanzando ataques anfibios. El papel que podría jugar aquí el ejército sería «el de un proyectil que fuese disparado por la armada», dijo Fisher con palabras que tomó prestadas a Grey[88]. Parece que Fisher estaba pensando en 1909 en una serie de pequeños ataques contra las costas de Alemania; «¡apenas picaduras de pulga! ¡Pero todas estas picaduras juntas harían que Guillermo se rascase como un loco!»[89]. Aunque Fisher estaba abierto a las nuevas tecnologías —se inclinaba cada vez más por los cruceros rápidos en vez de por los acorazados, y abogaba por el uso de torpedos y submarinos para mantener acorralada a la flota alemana—, no era bueno trazando planes estratégicos. La primera vez que ocupó el cargo, la armada casi no planificó nada; Fisher gustaba de decir que su principal plan de guerra estaba encerrado en su cerebro, y que allí se quedaría para mayor seguridad[90]. «La cosa más vaga y amateur que jamás haya visto», dijo un joven capitán acerca de los planes de guerra del almirantazgo, durante el primer periodo de mandato de Fisher. Él culpaba al propio Fisher, quien solía hablar de la guerra con generalidades —«hay que golpear al enemigo con fuerza y a menudo, y muchos otros aforismos»—, pero nunca llegaba a concretar en firme los detalles[91].
Durante buena parte del periodo de preguerra, los dos servicios británicos fueron cada uno por su lado, haciendo sus propios planes y mirándose como perros que se disputaran un hueso. En 1911, sin embargo, la segunda crisis marroquí, que trajo aparejado el temor a lo que ya parecía una guerra inevitable, obligó a una reunión del comité de defensa imperial el 23 de agosto de 1911, para revisar de arriba abajo la estrategia británica. (Esta fue la única vez antes de 1914 en que tuvo lugar una revisión semejante)[92]. Estuvo presidida por Asquith, el primer ministro; y entre los demás políticos se hallaban Richard Haldane, ministro de la Guerra; Grey; y dos jóvenes promesas, Lloyd George y Winston Churchill. Henry Wilson, el nuevo jefe de operaciones militares, representaba al ejército; y el sucesor de Fisher, Arthur Wilson, a la marina. El Wilson del ejército describió de manera brillante la situación en el continente, y presentó los objetivos y planes para la fuerza expedicionaria. Su tocayo de la marina tuvo una pésima actuación: puso objeciones a la idea misma de que el ejército enviase una fuerza al continente y, como alternativa, expuso el vago plan de bloquear la costa de Alemania en el mar del Norte y de vez en cuando realizar incursiones anfibias. Además, dejó claro que a la armada no le interesaba transportar a la fuerza expedicionaria hasta Francia, ni proteger sus comunicaciones[93]. Asquith opinó que toda aquella actuación había sido «pueril»[94]. Poco después, este asignó el cargo de primer lord del almirantazgo a Winston Churchill, quien se deshizo inmediatamente de Arthur Wilson, y además configuró un estado mayor naval para la elaboración de planes de guerra. Churchill también respaldó la idea de una fuerza expedicionaria británica, y la armada y el ejército comenzaron a trabajar conjuntamente[95].
En 1912, Alexandre Millerand, un exsocialista que se había acercado a la derecha lo suficiente como para convertirse en ministro de la Guerra, dijo acerca del ejército británico: «La máquina está lista para echar a andar: ¿la soltaremos? Incertidumbre total»[96]. Los franceses no supieron con certeza si habría o no una intervención británica hasta que estalló la Gran Guerra; aunque algunos de sus líderes, tanto militares como civiles, eran más optimistas que Millerand. Paul Cambon, el influyente embajador en Londres, dedujo de las reiteradas declaraciones amistosas de Grey, y del hecho de que este había autorizado las conversaciones militares, que los británicos veían la entente como una alianza (si bien nunca supo con certeza lo que implicaba)[97]. En 1919, declararía Joffre: «Personalmente, estaba convencido de que acudirían, pero en última instancia no hicieron ningún compromiso formal. Solo hubo estudios sobre embarques y desembarques, y sobre las posiciones que quedarían reservadas para sus tropas»[98]. Los franceses contemplaban con alivio la creciente hostilidad entre Gran Bretaña y Alemania, y concluían que la tradicional política británica de mantener un equilibrio de poderes en Europa (que había obrado en contra de Francia en las guerras napoleónicas) venía ahora en auxilio de Francia. Los líderes franceses también habían entendido, pues Grey lo había dicho repetidas veces, que la decisión que tomaran los británicos con respecto a la guerra dependería de quién fuera el culpable[99]. Fue en parte por esta razón por la que los franceses pusieron tanto cuidado en su reacción a los sucesos del verano de 1914, y no tomaron medida alguna que pudiera interpretarse como agresiva.
La presencia de Henry Wilson como jefe de operaciones militares desde 1910 animaba a los militares franceses. Wilson era una figura imponente, que medía más de un metro ochenta y poseía un rostro que, según un oficial colega suyo, parecía una gárgola[100]. (Alguien puso una vez una postal en el correo dirigida a «El hombre más feo del ejército británico», y le llegó sin problema)[101]. Wilson era «egoísta y astuto», según dijera otro colega, diestro en intrigas políticas y en encontrar protectores influyentes. Provenía de una familia anglo-irlandesa moderadamente acomodada (y la causa de los protestantes en Irlanda fue siempre importante para él), pero se había visto obligado a abrirse camino en el mundo. Como quedó demostrado en su presentación ante el comité de defensa imperial, Wilson era inteligente y persuasivo. Asimismo era enérgico y voluntarioso y tenía ideas estratégicas muy claras. En un comunicado escrito por él en 1911, que fue respaldado por el estado mayor, adoptó esta postura: «debemos unirnos a Francia». Argumentaba que Rusia no iba a ser de gran ayuda si Alemania atacaba a Francia; lo que podía salvar Europa de una derrota francesa y de la supremacía alemana era la rápida movilización y el envío de una fuerza expedicionaria británica[102]. Al asumir su cargo, Wilson tomó la determinación de garantizar que así fuera. «Estoy muy insatisfecho con el estado de cosas en todos los aspectos», escribió en su diario. No había planes adecuados para desplegar a la fuerza expedicionaria ni a los reservistas: «Un montón de tiempo desperdiciado redactando sus preciosas actas. Si puedo, desmontaré todo eso»[103].
Wilson estableció rápidamente muy buenas relaciones con los militares franceses, ayudado por el hecho de que amaba Francia y hablaba fluidamente el francés. Entabló una firme amistad con el comandante de la academia de estado mayor francés, el muy católico coronel Ferdinand Foch (futuro mariscal de campo). Una vez, Wilson le preguntó a Foch: «¿Cuál diría que es la fuerza militar británica mínima que resultaría útil para ustedes en caso de un enfrentamiento como el que hemos estado analizando?». Foch ni lo pensó: «Un solo soldado raso —respondió—; y pondríamos buen cuidado en que lo mataran»[104]. Los franceses estaban dispuestos a hacer lo que fuese necesario para lograr que Gran Bretaña se comprometiera. En 1909 presentaron un documento, cuidadosamente falsificado, que supuestamente revelaba unos planes alemanes de invadir Gran Bretaña[105].
Wilson visitaba Francia a menudo para intercambiar información sobre los planes de guerra y pactar acuerdos de cooperación. Recorría en bicicleta muchos kilómetros a lo largo de las fronteras francesas, estudiando fortificaciones y localizaciones de probables combates. En 1910, poco después de su nombramiento, fue a ver uno de los más sangrientos campos de batalla de la guerra franco-prusiana en la parte de Lorena que seguía perteneciendo a Francia: «Visitamos como de costumbre la estatua de “Francia”, que lucía tan hermosa como siempre, y coloqué a sus pies un pequeño trozo del mapa que llevaba, mostrando las zonas de concentración de las fuerzas británicas en su territorio»[106]. Al igual que sus anfitriones franceses, Wilson suponía que el ala derecha alemana no sería lo bastante fuerte como para movilizarse más cerca del mar, al oeste del Mosa, en Bélgica; la fuerza expedicionaria británica ocuparía su lugar en el ala izquierda francesa, anticipándose a la que se esperaba sería la parte más débil del ataque alemán. Se hablaba de que los británicos quizá fueran destinados a Amberes, pero Wilson y sus colegas acordaron que podían permitirse ser flexibles y decidirlo una vez que las fuerzas británicas hubiesen desembarcado.
Puede que los británicos conservaran la flexibilidad en sus planes militares, pero en términos políticos estaban cada vez más constreñidos. La primera crisis marroquí de 1905-1906 generó mucha más cooperación y entendimiento entre Gran Bretaña y Francia, pero también creó obligaciones mucho mayores. Sirvió además para que las potencias de Europa se alinearan aún más. Con la firma del acuerdo anglo-ruso de 1907, quedó establecido un nuevo alineamiento y una nueva madeja de obligaciones y expectativas, esta vez entre dos antiguos enemigos. Asimismo, se volvió más difícil ignorar a la opinión pública. En Francia y Alemania, por ejemplo, importantes intereses comerciales, y personajes clave como el embajador francés en Alemania, Jules Cambon, estaban a favor de una mejora de las relaciones. En 1909, Francia y Alemania llegaron a un acuerdo amistoso acerca de Marruecos. Los nacionalistas de ambos países hicieron imposible que sus gobiernos dieran un paso más y hablaran de mejorar las relaciones económicas[107]. Europa no estaba condenada inexorablemente a dividirse en dos antipáticos bloques de poder, cada uno con sus planes de guerra a punto; pero, como tras la primera crisis marroquí sobrevinieron otras, se volvió más difícil modificar este patrón.