ELABORANDO LOS PLANES
E l plan de guerra de Alemania, el más controvertido hasta nuestros días, estaba guardado en una caja fuerte cuya llave custodiaba el jefe del estado mayor, y solo un pequeño círculo conocía sus objetivos estratégicos. Tras la Gran Guerra, al ir dándose a conocer gradualmente su contenido, este plan fue objeto de muchos debates, y no ha dejado de serlo desde entonces. ¿Demuestra este plan que Alemania deseaba la Gran Guerra? ¿O que los líderes alemanes estaban decididos a dominar Europa? ¿Constituye la prueba irrefutable que justifica la infamante cláusula del tratado de Versalles de 1919, que obligó a Alemania a responsabilizarse de la guerra? ¿O el plan Schlieffen demuestra simplemente que Alemania, como todas las demás potencias, estaba elaborando planes militares para unas situaciones que podían no haberse producido nunca? ¿O que era un plan nacido de la debilidad y no de la fuerza, de propósitos defensivos contra el agresivo cerco de la triple entente? Estas preguntas no pueden responderse con fundamento sin conocer lo que el estado mayor alemán tenía en mente antes de 1914; pero esto será siempre objeto de debate y de especulaciones, ya que el archivo militar de Potsdam fue, primero, saqueado parcialmente por los rusos (algunos de aquellos registros han sido devueltos al término de la guerra fría), y luego destruido por el bombardeo de los aliados en 1945.
La respuesta a las preguntas acerca del plan Schlieffen probablemente se halle en algún punto entre los dos extremos. Alemania se sentía verdaderamente en desventaja numérica ante sus potenciales enemigos, en una proporción más desfavorable cada año; pese a ello, sus dirigentes pensaban con demasiada frecuencia en una solución militar, en vez de explorar otras opciones. Ya en 1912 los británicos habían ganado la carrera armamentista naval y existía una oportunidad, que fue explorada por ambos bandos, para restablecer en términos más amistosos las relaciones entre Gran Bretaña y Alemania. Rusia no deseaba una guerra si podía evitarla, y estaba tomando medidas para reducir las tensiones con el Imperio austrohúngaro. Hugo Stinnes tenía razón cuando dijo antes de la Gran Guerra que en pocos años Alemania sería el amo económico de Europa; y que de la mano de tal hegemonía económica vendrían el poder cultural y político de Alemania. Esto ha llegado a ser así en el siglo XXI, pero solo después del terrible rodeo de dos guerras mundiales.
[12] Los miedos recíprocos jugaban un gran papel en los cálculos de las potencias europeas antes 1914. Alemania, pese a su éxito económico, su fuerte ejército, y su posición dominante en el centro de Europa, se sentía cercada por enemigos que aguardaban para despedazarla, junto con su aliado el Imperio austrohúngaro. Aquí el oso ruso avanza desde el este, mientras que Francia ataca atravesando Alsacia y Lorena mientras Inglaterra —la pérfida Albión— cruza el canal de la Mancha.
El plan de guerra alemán fue obra de muchas manos a lo largo de muchos años; exponía al detalle la movilización y desplazamientos de las fuerzas alemanas en caso de guerra, y era actualizado y revisado cada año. El plan Schlieffen, como lo llamaremos por comodidad, ha generado polémicas dignas del foro romano y discusiones tan bizantinas que harían las delicias de los escolásticos medievales, unas discusiones que aún no se han extinguido. Entre las dos guerras mundiales, los defensores de Schlieffen sostenían que su plan era una genialidad tan afinada como un reloj suizo, y que hubiera funcionado si Moltke, una versión inferior de su famoso tío, no hubiese toqueteado el mecanismo. De haberlo dejado funcionar según su diseño original, le habría proporcionado a Alemania la victoria en cuestión de meses, y de este modo se habrían evitado la prolongada agonía de la Gran Guerra y la humillante derrota final de Alemania. Sin embargo, como otros han señalado con razón, el plan era una apuesta arriesgada basada en suposiciones poco realistas; entre ellas, la de que las fuerzas alemanas eran suficientes para las tareas asignadas, y la de que la estructura de mando y la logística para unos ejércitos enormes en movimiento eran las adecuadas. Pero su mayor defecto, quizá, era no prever aquello que Clausewitz, el gran teórico de la guerra alemán, llamaba fricción y los estadounidenses llaman la ley de Murphy: ningún plan funciona jamás tal y como se preveía sobre el papel una vez que choca con las circunstancias reales; y todo aquello que pueda salir mal, saldrá mal.
El hombre que intentó erradicar la incertidumbre del panorama de la guerra y que dejó su impronta en el plan y en el estado mayor de Alemania pertenecía, como muchos de los altos oficiales del país, a la clase junker prusiana. Los padres de Schlieffen provenían de dos de sus más encumbradas familias, con inmensas fincas y una red de relaciones familiares que les daba acceso a los más altos círculos políticos y militares en Alemania. Pese a toda su riqueza y poder, las familias como la de Schlieffen llevaban una vida sorprendentemente sencilla, de acuerdo con unos principios muy claros y honestos. Creían en la jerarquía, en el trabajo, en la frugalidad y en tener un propósito firme en la vida, ya fuese el de madre de varios hijos o el de oficial del ejército. Sus padres y el propio Schlieffen también formaban parte de un resurgimiento del protestantismo luterano de principios del siglo XIX, que unía una profunda fe religiosa a la creencia de que Cristo salvaría a los seres humanos solo si estos se abrían a su mensaje. Los pietistas, como la familia Schlieffen, valoraban el deber, la camaradería y una vida de fe y buenas acciones. Asimismo, eran profundamente conservadores, y rechazaban el escepticismo de la Ilustración y las ideas igualitarias de la revolución francesa[1].
Tímido y reservado, Schlieffen fue un estudiante apático, y en sus primeros años de carrera militar no destacó en especial, aunque alcanzó una reputación de persona seria y trabajadora. Pese a haber participado en la guerra de 1866 entre Prusia y Austria, y en la guerra contra Francia de 1870-1871, apenas conoció el servicio activo. Uno de sus hermanos menores murió en combate en 1870, y en 1872 Schlieffen sufrió otra pérdida cuando su esposa, que era también prima hermana suya, murió poco después de dar a luz a su segunda hija. En 1875 su carrera profesional mejoró significativamente, cuando se le puso al mando de su propio regimiento. Además, atrajo la atención de Moltke el Viejo, quien lo consideraba un oficial prometedor que algún día podría llegar a sustituirlo al frente del estado mayor. Dado que todos los altos nombramientos eran prerrogativa del káiser, resultó muy efectivo que Schlieffen causara una impresión favorable en el futuro Guillermo II y en los miembros de su séquito[2]. En 1884 Schlieffen fue destinado al estado mayor, y en 1891 Guillermo, ya káiser, lo nombró jefe. Schlieffen siempre tuvo buen cuidado de manejar aquella relación, asegurándose, por ejemplo, de que el bando de Guillermo ganara todos los años en las maniobras militares de otoño y de que sus intervenciones súbitas no lo echaran todo a perder.
Al recibir la noticia de su nombramiento, Schlieffen le escribió a su hermana: «Me han dado una tarea difícil, pero estoy imbuido de la firme convicción de que el Señor […] no me abandonará en una situación en la que me ha puesto sin mi esfuerzo ni mi deseo»[3]. Al igual que su íntimo amigo Holstein en el ministerio de Asuntos Exteriores, fue muy exigente, tanto consigo mismo como con sus subordinados. Un ayudante recibió de él una vez un problema militar para que lo resolviera en nochebuena y lo entregara al día siguiente[4]. Schlieffen solía estar en su despacho a las seis de la mañana y, tras montar a caballo por el gran parque de Berlín, el Tiergarten, trabajaba todo el día hasta la hora de la cena, a las siete de la noche. Luego seguía trabajando hasta las diez o las once, y terminaba la jornada, en casa, con una hora de lectura de historia militar para sus hijas[5]. Su personal y sus colegas lo hallaban incomprensible y de trato difícil. Acostumbraba a permanecer en silencio durante las presentaciones o los debates, pero de repente lanzaba una pregunta con un punto de vista inesperado. Era parco en elogios, pero a menudo hiriente en sus críticas. A un joven comandante que le había preguntado ansiosamente cómo estaba le respondió que hubiera dormido mejor de no haber leído su informe antes de irse a la cama[6].
A diferencia de Moltke el Viejo, su predecesor, y Moltke el Joven, su sucesor, Schlieffen tenía pocos intereses al margen de su trabajo. Mientras montaba a caballo con su estado mayor, uno de sus ayudantes le llamó la atención sobre la hermosa vista de un río a lo lejos; Schlieffen se limitó a decir: «Un obstáculo insignificante»[7]. Sus lecturas se centraban principalmente en la historia militar, que utilizaba para descubrir las fórmulas de la victoria y minimizar, en la medida de lo posible, la incertidumbre de la guerra. Su batalla favorita era la de Cannas, cuando Aníbal derrotó a los romanos, seguida muy de cerca por la de Sedán, en que la confederación alemana rodeó a los franceses y forzó su rendición en 1870. A partir de su estudio de la historia, Schlieffen llegó a la conclusión de que las fuerzas más pequeñas pueden derrotar a las mayores fuerzas si logran maniobrar con más habilidad. «Los ataques por el flanco son la esencia de la historia militar», sentenciaba como dogma infalible[8]. Asimismo, concluyó que solo los planes ofensivos podían llevar a la victoria. «El armamento de la guerra ha cambiado —escribió en 1893—, pero las leyes fundamentales del combate siguen siendo las mismas, y una de esas leyes es que no se puede derrotar al enemigo sin atacar»[9].
Lo que le obsesionaba era la posibilidad de que Alemania se viese envuelta en una guerra de desgaste que dejase exhaustos a ambos bandos sin que venciera ninguno. En un artículo que escribió tras su retiro, pintó un panorama sombrío del derrumbe de la economía del país, en que las industrias se paralizaban, los bancos quebraban y la población padecía graves privaciones. Entonces, según Schlieffen, «el fantasma rojo que acecha» destruiría el orden existente en Alemania. Aunque Schlieffen, con el paso de los años, se fue volviendo cada vez más pesimista respecto a las posibilidades de Alemania en la siguiente guerra, se dedicó tenazmente a elaborar un plan que pudiera proporcionar una victoria rápida y decisiva. Desde su punto de vista, no había alternativa. Descartar la guerra no solo era una cobardía; la Alemania que él conocía y quería proteger ya estaba en peligro, y una paz prolongada, en la que sus enemigos, los socialistas y los liberales, se hicieran poderosos, la destruiría tanto como una guerra de desgaste. Schlieffen tomó el camino de la guerra porque no podía atisbar otra alternativa[10].
El problema al que se enfrentaba era que la alianza entre Francia y Rusia que se fue desarrollando durante la década de 1890 ponía a Alemania ante la posibilidad pavorosa de una guerra en dos frentes. Alemania no podía permitirse dividir sus fuerzas para librar una guerra total en ambas, de modo que tendría que emprender acciones dilatorias en uno mientras atacaba con toda su fuerza al otro en pos de una victoria rápida. «Así que Alemania debe procurar —escribió Schlieffen—, primero, derrotar a uno de estos aliados manteniendo ocupado al otro; pero luego, cuando el primer antagonista sea vencido, deberá transportar, por medio de sus ferrocarriles, una cantidad superior de hombres al otro escenario de la guerra, de modo que pueda destruir así también al otro enemigo»[11]. Aunque inicialmente pensó en atacar primero a Rusia, ya a finales de siglo Schlieffen había cambiado de idea: Rusia estaba preparando sus fortalezas para crear una sólida línea defensiva de norte a sur a través de sus territorios polacos, y estaba construyendo además ferrocarriles, lo que facilitaría el envío de refuerzos. Cualquier ataque alemán corría el riesgo de dilatarse en asedios, y luego, una vez que los rusos se retirasen hacia su vasto interior, en una campaña prolongada. Tenía sentido, por tanto, que Alemania permaneciese a la defensiva en el este y se ocupase primero del aliado de Rusia, Francia.
El plan Schlieffen resultaba complejo en sus detalles, pues involucraba a millones de hombres; pero conceptualmente era simple y atrevido. Inundaría Francia con sus ejércitos y derrotaría a los franceses en menos de dos meses. La tradicional ruta de entrada a Francia (o de salida, en el caso de las tropas francesas) se hallaba en la parte situada entre las fronteras de Bélgica y Luxemburgo por el norte, y la de Suiza por el sur. El que Francia hubiese perdido sus provincias de Alsacia y Lorena no cambiaba esto; es más, le dejaba una frontera ligeramente más corta y recta que defender. Schlieffen descartó aquella ruta. La disposición de los ejércitos franceses y sus maniobras de guerra demostraban que ellos esperarían un ataque por ahí. Francia, que tenía una larga tradición de levantar fortificaciones, también había reforzado su nueva frontera con dos líneas de ciento sesenta y seis fortalezas, y colocado además otro anillo defensivo alrededor de París[12]. En 1905 el parlamento francés concedió otra gran suma para reforzar sus fuertes fronterizos. Esto le dejaba a Alemania, si decidía librar una guerra ofensiva, la opción de atacar a Francia por sus flancos: por el sur a través de Suiza —que tenía la desventaja de ser montañosa y de estar preparada para defender sus pasos—, o por el norte a través de los Países Bajos de Bélgica, Holanda y Luxemburgo, con su terreno llano, sus buenas carreteras y sus excelentes redes ferroviarias. Decantarse por la ruta norteña fue fácil. Schlieffen ordenó una enorme maniobra de flanqueo que metería a los ejércitos franceses en una trampa, lo mismo que en Sedán.
En caso de guerra, cerca de cuatro quintas partes del ejército alemán se desplazarían hacia el oeste, mientras que la quinta restante libraría una acción defensiva contra Rusia en el este. En el frente occidental, los ejércitos atacantes alemanes de la gran ala derecha, que avanzaban hacia el oeste desde Alemania, barrerían los Países Bajos, según la expresión popular, con la manga del último soldado alemán rozando el canal de la Mancha, y bajarían hasta Francia en dirección a París. El ala izquierda, mucho más reducida, al sur de la gran fortaleza de Metz por debajo de Luxemburgo, atacaría por donde esperaban los franceses. A medida que evolucionaba, el plan se fue volviendo más complicado y más rígido; hacia 1914, se esperaba que los ejércitos alemanes estuviesen en París cuarenta días después del inicio de las hostilidades. Si los franceses reaccionaban del modo esperado y atacaban por la frontera común con Alemania, se estarían alejando de los principales campos de batalla. Cuando se dieran cuenta de que el grueso del ataque alemán se acercaba por el oeste, por detrás de sus fuerzas, se esperaba que los franceses, desmoralizados y confundidos, intentarían reubicar parte de las tropas con las que penetraban en Alemania para hacer frente a la amenaza en el oeste (un movimiento de por sí peligroso, ya que todavía tendrían el ala izquierda alemana hacia el este). Si todo se producía según lo previsto en el plan Schlieffen, el grueso de los ejércitos franceses se quedaría atrapado entre las dos alas de las fuerzas alemanas y se rendiría. Entretanto, la fuerza alemana del este —mucho más reducida— permanecería a la defensiva, a la espera de la lenta movilización rusa y su ataque hacia el oeste. Para cuando los rusos pudieran equipararse en número a los alemanes, la guerra habría terminado en el oeste y las tropas alemanas podrían ser enviadas hacia el este para hacerles frente.
Schlieffen simplemente pasó por alto, o no valoró, las implicaciones más amplias. De acuerdo con su plan, un conflicto con Rusia desencadenaría automáticamente una ofensiva alemana contra Francia. (Y en la primera década del nuevo siglo la probabilidad de dicho conflicto era cada vez mayor, debido a la escalada de la tensión en los Balcanes entre el Imperio austrohúngaro —aliado de Alemania— y Rusia). Schlieffen no concebía la posibilidad de que Francia decidiese permanecer neutral, al margen de lo estipulado en su tratado con Rusia (y Francia solo estaba obligada a ir en ayuda de Rusia en caso de que esta fuese la parte inocente). Además, las tropas alemanas invadirían tres pequeños países con los que no tenían disputa alguna. En el caso de Bélgica, Alemania estaría rompiendo de paso una promesa internacional, heredada de Prusia, la de respetar la neutralidad de ese país. Siendo uno de los firmantes del tratado original, Gran Bretaña bien podría sentirse en la obligación de sumarse a la guerra contra Alemania, una perspectiva que se tornó más real al deteriorarse sus relaciones con Alemania, y al irse aproximando primero a Francia y luego a Rusia. El plan Schlieffen garantizaba, y en este aspecto se mantuvo invariable hasta 1914, que Alemania combatiría en dos frentes, arriesgándose con ello a una guerra más general.
En 1913 Moltke redujo aún más las opciones de Alemania, al poner fin a la única alternativa al plan Schlieffen con que contaba el estado mayor, el plan de despliegue oriental, el cual preveía únicamente un conflicto con Rusia, en tanto Francia permanecía neutral. E incluso si Francia optase por ir en auxilio de su aliado, los alemanes podían luchar a la defensiva en el oeste. Sin embargo, al parecer el estado mayor pensó que estaba dedicando demasiado tiempo y esfuerzo a elaborar planes para una guerra que no prometía resultados rápidos. En 1912 una simulación de guerra alemana confirmaba esta opinión: la principal ofensiva de Alemania contra Rusia terminaba de manera poco fructífera cuando el bando que hacía el papel de los rusos se retiraba hacia el interior de Rusia[13]. De modo que, en la crisis de 1914, Alemania tenía un solo plan; hiciese Francia lo que hiciese, Alemania la atacaría si se veía amenazada por una movilización rusa. Una guerra que comenzase en el este se extendería casi inevitablemente hacia el oeste, cualesquiera que fuesen las consecuencias que esto pudiera traer.
Los planes de guerra alemanes implicaban otro riesgo que incrementaba la probabilidad de la guerra. De todos los planes de movilización europeos, el alemán era el único que fluía sin tropiezos desde los primeros llamamientos a filas hasta la guerra como tal. Hacia 1914 el legado de Schlieffen había producido un proceso de movilización sumamente complejo, con ocho etapas bien definidas. En las dos primeras, se advertía confidencialmente a los militares que existía un estado de tensión, para que pudiesen tomar medidas apropiadas con vistas a la movilización, como por ejemplo suspender las licencias. La tercera etapa, la del «peligro inminente de guerra», debía ser anunciada públicamente, y en ella se convocaba a la tercera y más baja categoría de reservistas, los de la Landsturm, para que los de mayor nivel estuviesen listos para incorporarse a los ejércitos regulares. Las etapas cuatro y cinco consistían en la movilización propiamente dicha de las fuerzas alemanas, en que las tropas se juntaban en sus unidades y eran enviadas en tren a los puestos que les habían asignado en la frontera. En las últimas tres etapas las tropas se trasladaban desde los trenes hasta el otro lado de la frontera, en «marcha de ataque»; y luego hasta la última etapa del ataque al enemigo[14]. Los planes funcionaron excelentemente en el verano de 1914 hasta la última etapa del ataque. Aunque en teoría se podía detener a las tropas en la frontera, los planes venían ejecutándose con tal ímpetu que esto resultó sumamente improbable. De este modo, el gobierno alemán perdió la capacidad de emplear la movilización como elemento disuasorio, o de tener un periodo de calma, antes del primer derramamiento de sangre, cuando aún podía entrarse en negociaciones.
Tal como lo entendía Schlieffen, su deber era diseñar el mejor plan militar para Alemania; la diplomacia se la dejaba a los civiles y, como casi todos los miembros del estado mayor, la veía solo como una herramienta con la que preparar el terreno para la guerra. Sin embargo, no creía que fuese su responsabilidad informar en detalle a los civiles acerca de sus planes. Tampoco él ni su sucesor Moltke se coordinaron con la marina, ni con el gabinete militar del káiser, ni con los comandantes de los cuerpos de ejército que debían llevar a cabo el plan, ni con el ministerio de la Guerra prusiano, ni con los ministerios de la guerra de los pequeños estados que constituían Alemania, responsables del tamaño del ejército, de su armamento y de parte de su movilización[15]. Y, aunque tanto Schlieffen como Moltke consideraban que no tenían suficientes tropas para ejecutar con éxito el plan, se adhirieron a él de todos modos, sin elevar una sólida propuesta al ministerio de la Guerra para expandir las fuerzas armadas o poner coto a las sumas cada vez más elevadas que se destinaban a la armada de Tirpitz.
La dirección de la estrategia general de Alemania y la coordinación de los elementos clave del gobierno, tanto civiles como militares, hubieran requerido un Bismarck, pero no había ningún hombre de su estatura antes de 1914. El propio Bismarck tenía en parte la culpa, por haber dejado en herencia un sistema en el que las líneas de control no estaban claras, ni había voluntad de clarificarlas. La única institución capaz de proporcionar coordinación y dirección general era la monarquía, pero Guillermo no era el hombre adecuado para ello. Era demasiado perezoso, demasiado errático y demasiado distraído, pese a lo cual custodiaba celosamente su puesto como autoridad suprema. Cuando un almirante del ministerio de la Marina sugirió en 1904 crear un consejo que incluyese a los líderes del ejército y la marina, al canciller y al káiser, para analizar lo que debería hacer Alemania en caso de una guerra simultánea con Gran Bretaña y Francia, su propuesta no llegó a nada[16].
Los líderes civiles, por su parte, aceptaron la separación artificial impuesta por la cúpula militar de que todos los asuntos militares, desde la planificación de la guerra hasta la dirección de la misma como tal, caían bajo su exclusiva jurisdicción. (Esto no impedía que los militares interviniesen en áreas no estrictamente militares; las actividades de los agregados militares en las capitales de Europa, que informaban directamente a sus superiores de Berlín, era un viejo problema para el servicio diplomático alemán). Aun cuando las decisiones de los militares tenían un impacto político o internacional, los líderes civiles alemanes optaban por mantenerse al margen. En 1900 Holstein, todavía figura clave del ministerio de Asuntos Exteriores, fue informado de que Schlieffen pretendía ignorar en sus planes ciertos acuerdos internacionales como el que garantizaba la neutralidad de Bélgica. Tras reflexionar un poco, respondió: «Si el jefe del estado mayor, y más siendo una eminente autoridad estratégica como Schlieffen, considera indispensable esa medida, entonces la diplomacia tiene el deber de acatarla y facilitarla en todo lo posible»[17]. Los dirigentes políticos no solo abdicaron de su responsabilidad, sino que apenas tenían idea de lo que pensaban o planeaban los militares. Bethmann, el canciller desde 1909 hasta 1917, dijo después de la Gran Guerra: «Durante todo mi mandato no se celebró jamás ningún tipo de consejo de guerra en el que la política pudiera haber ido a contracorriente de los militares»[18]. Los civiles, en cualquier caso, no habrían tenido el apoyo del káiser si hubieran intentado oponerse a estos. En 1919, al contemplar la derrota de Alemania, Bethmann dijo: «Ningún analista razonablemente serio hubiera podido dejar de advertir con claridad meridiana los enormes peligros de una guerra en dos frentes. Para la parte civil, haber intentado frustrar un plan militar concebido al detalle y presentado como absolutamente esencial hubiera supuesto una responsabilidad inasumible»[19].
En 1905 Schlieffen fue coceado por el caballo de un amigo y se vio obligado a guardar cama durante varios meses. «Tengo casi setenta y cinco años —escribió—, estoy casi ciego, medio sordo, y ahora tengo además una pierna rota. Es hora de que me retire, y tengo buenas razones para creer que mis reiteradas solicitudes de jubilación serán atendidas este año»[20]. Puede que estuviese intentando sacar el mayor partido de su situación; el káiser, como tan a menudo solía hacer, estaba perdiendo su fe en él y se preparaba para reemplazarlo[21]. Schlieffen abandonó su cargo el día de año nuevo de 1906. Incluso después de su jubilación, continuó ejerciendo influencia sobre el estado mayor, cuyos miembros lo reverenciaban como uno de los más grandes generales de Alemania. Mientras las tropas de este país marchaban sobre Francia en 1914, el general Groener escribió: «El espíritu del bendito Schlieffen nos acompaña»[22]. Puede que, inevitablemente, cualquier sucesor hubiera parecido inferior; y Helmuth von Moltke el Joven fue objeto de esta comparación, tanto en vida como después.
Una mañana de otoño de 1905, el canciller Bülow realizaba su paseo a caballo matinal en Berlín cuando se encontró con su viejo amigo Moltke el Joven. «Me impresionó su expresión de angustia». Los dos hombres cabalgaron juntos y Moltke reveló que la causa de su preocupación era el retiro de Schlieffen: «Su Majestad insiste en nombrarme su sucesor y todo mi ser rechaza la idea». Moltke no creía, según le confesó a Bülow, poseer las cualidades necesarias para un cargo tan exigente: «No tengo capacidad de decisión rápida; soy demasiado reflexivo, demasiado escrupuloso, o, si se quiere, demasiado concienzudo para semejante puesto. Carezco de la capacidad de jugarlo todo a una sola carta»[23]. Probablemente tuviera razón, pero también lo movían el sentido del deber y el sentimiento de que debía ponerse a la altura de su gran apellido. Conrad asevera que Moltke le dijo que había aconsejado al káiser no nombrarlo, preguntándole: «¿Realmente piensa Su Majestad que puede ganar dos veces el primer premio en la lotería?»[24]. Moltke, no obstante, aceptó el cargo, y se mantuvo en él hasta el otoño de 1914, cuando fue destituido a causa de que el plan alemán, que para entonces ya era tan suyo como de Schlieffen, no había conducido a la victoria. El general Erich von Falkenhayn, ministro de la Guerra y sucesor de Moltke, comentó cruelmente: «Nuestro estado mayor ha perdido completamente la cabeza. Las notas de Schlieffen ya no sirven de nada, y con ellas ha caducado el ingenio de Moltke»[25].
Moltke era un hombre grande y fornido, que parecía el vivo retrato de un valiente general prusiano, pero en realidad, como lo demuestra su conversación con Bülow, tenía un carácter introspectivo e inseguro. En cierto sentido era más amable, y de intereses más amplios, que su predecesor —Moltke, por ejemplo, leía con avidez, tocaba el violonchelo y tenía un estudio en el que pintaba—; pero también era más perezoso y menos enérgico. Comenzó con buen pie, con una medida que le valió la aprobación de sus colegas oficiales: logró impedir que el káiser asistiera a las maniobras de otoño creando el caos habitual. (Guillermo no daba crédito cuando Moltke le dijo que siempre habían dejado ganar a su bando)[26]. Pero el propio Schlieffen y muchos de los oficiales de alto rango lo veían como una elección poco afortunada para un cargo considerado clave en Alemania. Moltke jamás dominó el trabajo del estado mayor tan al detalle como Schlieffen, y tendía a dejar que sus distintos departamentos funcionaran por inercia mientras él dedicaba más tiempo a manejar al káiser y su gabinete militar[27]. En opinión de los agregados militares de Rusia y del Imperio austrohúngaro en Berlín, Moltke no estaba a la altura de sus responsabilidades. «Su carácter militar y su cualificación técnica —informó el austriaco a Viena—, no sobrepasan los de un oficial medio»[28].
El nuevo jefe del estado mayor tenía además una visión fatalista del mundo, a veces rayana en un franco pesimismo, alimentada por su fascinación hacia una de las nuevas religiones esotéricas que campaban por Europa en aquel tiempo. Su esposa, una mujer de carácter fuerte —según muchos, más que el del propio Moltke—, era seguidora de la teosofía, aquella mezcla de religión oriental y espiritismo fundada por madame Blavatsky. En 1907 los dos Moltke se hicieron discípulos del gurú Rudolph Steiner, que hablaba del advenimiento de una nueva era espiritual en la tierra. (Sus escuelas Waldorf, que hacen énfasis en el desarrollo de la imaginación y la creatividad, siguen teniendo éxito hoy en día). Mientras que su esposa recibía de buen grado la perspectiva de una nueva era, Moltke se mostraba apesadumbrado: «La humanidad deberá sangrar y sufrir mucho antes de avanzar tanto»[29].
Como jefe del estado mayor, Moltke se limitó a continuar buena parte de la obra de su predecesor. El estado mayor, que era una parte considerable del legado de Schlieffen, continuó funcionando sin tropiezos. Bajo el mando de este, había crecido significativamente en profesionalismo, cohesión y tamaño; de poco más de trescientos oficiales, pasó a más de ochocientos. Había un número aún mayor de oficiales que entraban y salían del estado mayor en periodos de servicio y en consecuencia compartían la ética de aquella institución, que un chiste de la época llamaba una de las cinco instituciones perfectas de Europa. (Las otras cuatro eran la curia católica, el parlamento británico, el ballet ruso y la ópera francesa). Los oficiales del estado mayor, decía Harry Kessler, eran «reservados, serenos, claros, duros, corteses: como cortados por el mismo patrón». Abnegados, competentes, tenaces, se sabían parte de una maquinaria de élite cuyo objetivo era garantizar que Alemania estuviese preparada para la guerra. El otro elemento clave del legado de Schlieffen era, no un plan definitivo, sino una dirección estratégica general y un método de planificación. Año tras año, durante las dos décadas anteriores a 1914, el estado mayor ponía a prueba sus planes en maniobras de campo —algunas con miles de hombres y sus respectivos equipamientos—, simulacros de guerra o sobre el papel. Todos los planes eran analizados para localizar problemas, lagunas o deficiencias, y los resultados se incorporaban al proceso de planificación. El 1 de abril de cada año, cada unidad del ejército alemán tenía actualizados sus planes y sus órdenes. «Han convertido la guerra —dijo con razón Kessler del estado mayor—, en una gran empresa burocrática»[30]. Y, al igual que sucedía con otras grandes empresas, corría el riesgo de que sus procesos se volvieran más importantes que el pensamiento estratégico de mayor alcance; así como el de no examinar ni cuestionar sus presupuestos fundamentales, entre ellos la necesidad de una guerra en dos frentes.
«Si uno escucha a los médicos —comentó una vez Salisbury—, nada es sano; si uno escucha a los teólogos, nada es inocente; si uno escucha a los soldados, nada está seguro»[31]. Con la creación de la triple entente, el estado mayor alemán vislumbró un mundo en que Alemania solo podría romper su cerco mediante una guerra ofensiva. Sus líderes militares fueron aceptando cada vez más que la guerra preventiva no solo era posible, sino también deseable. «Considero que todo político y general responsable —escribió Groener sin remordimientos en sus memorias— tiene el deber de, al ver venir una guerra inevitable, desencadenarla en el momento en que las posibilidades sean más ventajosas». En 1905, durante la primera crisis de Marruecos, que se produjo en un momento en que Rusia estaba temporalmente incapacitada, nadie podía prever por cuánto tiempo, a causa de la derrota y la revolución, el alto mando alemán, incluyendo a Groener y Schlieffen, consideró seriamente la posibilidad de una guerra con Gran Bretaña y Francia[32]. El delegado militar de Sajonia en Berlín informó al volver a Dresde: «Una guerra contra los aliados Francia y Gran Bretaña sigue siendo vista aquí, en las altas esferas, como una posibilidad. Su Majestad el Emperador ha ordenado por tanto al jefe del estado mayor del ejército y al de la marina preparar un plan de campaña conjunto. Su excelencia el conde Schlieffen opina que todas las fuerzas disponibles del ejército terrestre deben ser reunidas contra Francia y dejar la protección de la costa principalmente en manos de la armada […] La guerra habrá de decidirse en Francia, no en el mar»[33]. En las crisis posteriores, como la anexión austriaca de Bosnia-Herzegovina en 1908, la segunda crisis de Marruecos en 1911, y las guerras balcánicas en 1912 y 1913, el alto mando militar alemán contempló la posibilidad de la guerra preventiva, pero el káiser, que al parecer esperaba sinceramente mantener la paz, se negó a aprobarla. Los militares comenzaban a impacientarse con lo que percibían como su debilidad. La guerra estaba en camino, decía Falkenhayn, y ni el «gran emperador de la “paz”», ni los pacifistas podrían detenerla[34].
Alemania tenía la opción, por supuesto, de luchar a la defensiva; pero sus militares nunca la consideraron seriamente. Una guerra defensiva no cuadraba con su fuerte predisposición hacia la ofensiva, ni con el deseo de Alemania de romper lo que percibía como su cerco. En su último simulacro de guerra, Schlieffen exploró esta posibilidad, pero, como podía esperarse, concluyó que era mejor ceñirse a un plan ofensivo[35]. Moltke simplemente siguió los pasos del maestro. Si bien no alteró la dirección del plan de Schlieffen, sí lo actualizó y modificó según iban cambiando factores tales como la tecnología o la situación internacional. Aunque más tarde fue culpado por haber tratado de ajustar un plan que ya era perfecto, provocando con ello la derrota de Alemania, Moltke se dio cuenta, acertadamente, de que la última versión del plan Schlieffen, en un memorándum redactado en 1905 poco antes de su jubilación, partía de algunos supuestos que ya no eran válidos, por ejemplo, que Rusia, a causa de su derrota y de sus problemas internos, no era una amenaza; o que no era probable que Francia organizase un ataque fuerte contra el sur de Alemania. En los cinco años que siguieron al retiro de Schlieffen, Rusia se recuperó antes de lo esperado y reanudó su rápido programa de construcción de ferrocarriles, y los franceses al parecer pensaban en una ofensiva contra Alsacia y Lorena. En consecuencia, Moltke dejó una fuerza algo mayor en el este e incrementó el tamaño del ala izquierda alemana, de modo que ahora había veintitrés divisiones al sur de Metz, y cincuenta y cinco al norte en el ala derecha. Aunque sus críticos alegaron posteriormente que había restado fuerzas a esta última, estropeando así el plan Schlieffen, Moltke la dejó tal y como estaba, y encontró fuerzas adicionales colocando a sus reservistas en las líneas del frente[36]. Él seguía esperando, como Schlieffen, que Alemania librara un combate dilatorio contra Rusia, y también apostaba por una victoria rápida y contundente en el oeste. En un memorándum de 1911, Moltke escribió que, una vez que los ejércitos franceses fuesen derrotados en unas pocas grandes batallas, el país no podría seguir luchando[37].
Como Schlieffen antes que él, Moltke dio por hecho que el gobierno francés reconocería lo desesperado de su situación y firmaría la paz con el gobierno alemán. Pero ambos hombres habían vivido la guerra franco-prusiana, cuando la nación francesa había seguido peleando tras la derrota en Sedán. Como dijera un escéptico general alemán en tiempos de Schlieffen: «No se puede uno llevar la fuerza armada de una gran potencia como un gato en un saco»[38]. En septiembre de 1914, una vez que sus ejércitos hubieron conseguido una serie de victorias, los generales alemanes descubrieron que, si Francia se negaba a capitular, no tenían planes para una guerra prolongada[39].
Moltke hizo otros dos cambios en los planes de Schlieffen. Allí donde Schlieffen ordenaba a las fuerzas alemanas cruzar por el pedacito de Holanda —el «apéndice»— que sobresalía hacia abajo entre Alemania y Bélgica, Moltke decidió respetar la neutralidad de aquel país. Revelando el pesimismo que coexistía con sus esperanzas en una ofensiva rápida, Moltke escribió en 1911 que, si la guerra resultaba más larga de lo esperado, Holanda le serviría de «tráquea» a Alemania, permitiéndole recibir suministros por barco desde otros países neutrales. Aquella decisión significaba que los ejércitos alemanes que avanzasen sobre Francia tenían ahora que apretarse en un espacio mucho más estrecho. El primer ejército alemán en el extremo oeste del ala derecha, por ejemplo, debía hacer maniobrar a 320 000 hombres con sus animales y equipamiento en un área de unos diez kilómetros de ancho, entre la bien fortificada ciudad belga de Lieja y la frontera holandesa. Y el segundo ejército, con 260 000 hombres, se encontraba en un área de aproximadamente el mismo tamaño justo al sur de Lieja, y de hecho parte de las fuerzas alemanas tenían que cruzar por la ciudad misma. Si los belgas decidían resistir, Lieja tenía potencial para demorar, quizá durante semanas, el avance alemán. Además, cuatro líneas ferroviarias que los alemanes pretendían usar para moverse hacia el sur se concentraban allí, y resultaba vital capturarlas intactas. Un estudio encargado por el gobierno de Estados Unidos después de la Gran Guerra concluyó que la destrucción de un solo puente, dos túneles y un tramo escarpado de las vías hubiera impedido que ningún tren alemán cruzase el norte de Bélgica hacia Francia hasta el 7 de septiembre, más de un mes después de iniciada la guerra. (Llegado el momento, se colocaron cargas de demolición, pero las órdenes del comandante belga de detonarlas no fueron ejecutadas)[40]. Moltke, por tanto, hizo una segunda modificación en el plan de Schlieffen: las fuerzas de avance alemanas, movilizadas antes de cualquier declaración de guerra formal, entrarían súbitamente en acción para capturar Lieja. Esto constituyó una nueva presión para que los líderes alemanes de 1914 pusieran las piezas en movimiento.
Bülow, según sus memorias, consultó la posibilidad de invadir Bélgica con Schlieffen y con Moltke, pero en ningún caso el canciller insistió en ella. Tampoco, hasta donde él sabía, los militares ni el ministerio de Asuntos Exteriores hablaron nunca de dicha invasión[41]. En 1913, Gottlieb von Jagow, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, se enteró de la planificada violación de la neutralidad belga y elevó una tibia protesta; cuando Moltke le dijo en la primavera de 1914 que era imposible cambiar los planes, Jagow no puso al parecer ninguna otra objeción[42]. El káiser, quizá un poco nervioso ante la idea de violar un tratado firmado por sus antepasados, intentó persuadir al rey belga, Leopoldo II, de la necesidad de que su país se mostrara amistoso con Alemania. Desafortunadamente, lo hizo con su habitual falta de tacto, jactándose ante su invitado, que se hallaba de visita de estado en Berlín, del poderío de Alemania. «Quienquiera que, en caso de guerra, no estuviere conmigo —le dijo a su estremecido huésped—, estaría contra mí». Leopoldo se despidió en tal estado de conmoción que se colocó al revés su yelmo de oficial[43]. En el otoño de 1913 Guillermo lo intentó una vez más, con el sucesor de Leopoldo, su sobrino Alberto I (también pariente de Guillermo por parte de su madre, una princesa Hohenzollern), durante una visita del joven rey a Berlín. Guillermo le aseguró a Alberto que se acercaba una guerra con Francia y que la culpa era de los franceses. En un banquete de estado en Potsdam, Moltke le dijo a Alberto que los alemanes «lo invadirían todo», y le preguntó al agregado militar belga qué pensaba hacer Bélgica cuando comenzase la guerra. El embajador belga en Berlín no tenía dudas acerca de las intenciones de Guillermo y Moltke: «Era una invitación a que nuestro país, enfrentado al peligro que amenazaba a Europa occidental, se arrojase en brazos del más fuerte, brazos que ya se abrían para apresar, sí, a Bélgica, y aplastarla»[44]. Los belgas informaron enseguida a los franceses y tomaron sus propias medidas de cara a la guerra. Aunque los militares alemanes desdeñaban a sus homólogos belgas —«soldaditos de chocolate»—, ahora las fuerzas alemanas probablemente se enfrentarían a un ejército belga de unos doscientos mil hombres, así como a los obstáculos de la gran red de plazas fuertes de Bélgica, entre ellas Lieja.
Aunque los británicos se negaron firmemente a comprometerse de antemano, la invasión alemana de Bélgica conllevaba un alto riesgo de hacer entrar a Gran Bretaña en el conflicto. Moltke se tomaba tan en serio esta posibilidad que colocó tres divisiones y media en el norte de Alemania para rechazar un posible ataque anfibio[45]. Afirmaba, con todo, que no le preocupaba que una fuerza británica llegara en auxilio de los franceses y los belgas. «Nos ocuparemos de los ciento cincuenta mil británicos», se dice que declaró ante Jagow[46]. De hecho, existía la vieja y arraigada idea de que, si bien la armada alemana no estaba aún lista para vérselas con la armada británica, Alemania podía utilizar a Francia para atraer a Gran Bretaña hacia el continente y derrotarla en tierra[47]. En general, los militares alemanes no se tomaban en serio al ejército británico, sobre todo después de sus derrotas en la guerra de los Bóers. Algunos observadores alemanes advirtieron que los entrenamientos y maniobras de campo del ejército británico, algo que el alemán se tomaba muy en serio, eran descuidados y desorganizados[48]. Después de la Gran Guerra, un oficial recordaba: «Todos nos moríamos no solo por derrotar a los ingleses, sino también por hacerlos prisioneros. Se hablaba mucho de esto en tiempo de paz»[49]. Si estallaba la guerra, la marina británica emplearía, sin duda, la vieja táctica británica de bloquear los puertos de Alemania, pero el alto mando de este país había calculado que semejante medida tardaría un tiempo en afectar a las importaciones; si todo marchaba debidamente en tierra firme, la guerra habría acabado antes de que el bloqueo tuviese consecuencias significativas.
La principal preocupación de Alemania, desde su victoria en 1871, era Francia. Gracias a la labor de los espías —uno de los cuales fue descubierto, por supuesto, en el caso Dreyfus—, los informes de sus agregados en París, y una minuciosa lectura de la prensa francesa y los debates parlamentarios, los militares alemanes tenían antes de 1914 un retrato bastante exacto del poderío militar francés. Asimismo, habían deducido que sus principales ejércitos estarían concentrados en la frontera común de ambos países —entre un punto al sur de la parte occidental de la frontera belga y la frontera suiza—, y esperaban que los franceses probablemente pasaran a la ofensiva en una guerra en la zona norte de Lorena.
Lo que los alemanes nunca supieron con certeza es lo fuertes que eran en realidad los franceses, ni otra cosa igualmente importante: lo bien que lucharían. Es cierto que el poderío militar francés, como no podía ser menos, había salido bastante maltrecho del caso Dreyfus. La interferencia política y las divisiones en el seno de la sociedad francesa habían dañado seriamente tanto la moral del cuerpo de oficiales como la disciplina de las tropas, y los alemanes tomaron nota, con satisfacción, de los frecuentes episodios de indisciplina, e incluso de amotinamiento, en los años anteriores a 1914[50]. Los franceses además, fuesen oficiales o soldados, se tomaban el entrenamiento y los ejercicios militares de una manera superficial y despreocupada. «Produce una curiosa impresión —anotaba en 1906 el agregado militar alemán en París— ver en ocasiones a un escuadrón jugando al fútbol en Vincennes por la tarde, en vez de entrenando». Durante las batallas simuladas, las tropas que supuestamente debían estar alineadas y disparando se relajaban, y a veces se ponían a leer periódicos comprados a los vendedores que se aventuraban a merodear por el campo de batalla designado[51]. Por otra parte, los franceses pertenecían, sin duda, a la misma nación que el gran Napoleón y sus soldados, y tenían una tradición de luchar bien, con gran coraje. Y quizá hasta su falta de disciplina les daba ventaja sobre los alemanes. El mismo agregado militar alemán que se había sorprendido por el fútbol en Vincennes, informó también a Berlín: «Puede que el francés solo pueda ser tratado así, y lo cierto es que, en su caso, el temperamento, sobre todo en presencia del enemigo, reemplaza en buena parte a aquello que, en pueblos de sangre más lenta, solo puede cultivarse mediante la rutina y la disciplina»[52].
Con respecto a los rusos, los alemanes se formaron una opinión más coherente, y además compartida en buena parte con el resto de Europa. Rusia era una gran potencia meramente nominal, y sus fuerzas armadas estaban anticuadas, desorganizadas y mal comandadas. El soldado ruso ordinario era rudo y tenaz en la defensa, pero estas cualidades no eran las más adecuadas para la guerra moderna, en que primaba la ofensiva. Los oficiales, dijo un homólogo alemán que ejerció de observador en la guerra ruso-japonesa, «carecían de moralidad, de todo sentido del deber o de la responsabilidad». La derrota de Rusia a manos de Japón había demostrado, con claridad meridiana, las deficiencias de Rusia; y era evidente que la recuperación y la reconstrucción de sus fuerzas armadas llevaría años[53]. Aun cuando era patente, pocos años después de la guerra ruso-japonesa, que Rusia se estaba recuperando y reequipando a sus fuerzas armadas, el estado mayor alemán planeaba aún mantener un ejército de unas trece divisiones en sus fronteras orientales con Rusia, y dejar el grueso de la lucha en el este a su aliado el Imperio austrohúngaro, hasta que la esperada victoria alemana sobre Francia le permitiera a Alemania trasladar más fuerzas hacia el este. El tamaño de Rusia y su rudimentaria red de ferrocarriles garantizaban que, en cualquier caso, los ejércitos rusos tardarían bastante en llegar hasta sus propias fronteras. Como dijera Moltke a Conrad en 1909: «Nuestra principal intención debe ser conseguir un desenlace rápido. Y eso no sería posible contra Rusia»[54].
El alto mando alemán no tenía una opinión demasiado buena de la capacidad de combate del Imperio austrohúngaro, pero suponía que su aliado sería al menos un rival para Rusia. En 1913 el estado mayor alemán hizo una evaluación crítica de las fuerzas armadas del Imperio austrohúngaro: el ejército se hallaba debilitado por sus divisiones étnicas, y no había logrado entrenar y equipar a suficientes soldados debido a la prolongada crisis financiera y política con Hungría. Durante las décadas anteriores, apenas se había hecho nada por modernizar las fuerzas armadas y, aunque se habían emprendido algunas reformas, estas no culminarían hasta 1916. La red ferroviaria resultaba totalmente inadecuada para los necesarios movimientos de tropas. Los oficiales, como señalara otra evaluación alemana en 1914, eran abnegados y leales a la corona, pero el nivel medio del ejército era bajo[55]. Los alemanes, no obstante, contaban con que el Imperio austrohúngaro mantuviera ocupada a Rusia durante los aproximadamente cuarenta días que tardaría Francia en ser derrotada y las tropas alemanas en poder trasladarse al este para asestar los golpes finales de la guerra. Como dijera Schlieffen en 1912, poco antes de morir: «¡El destino de Austria no se decidirá a las orillas del Bug, sino a las del Sena!»[56].
La visión que tenía Alemania del ejército de su otro aliado, Italia, era aún peor. «El orden de sus marchas es inenarrable —dijo el agregado militar alemán en Roma—; cada hombre hace lo que se le antoja, y vi masas de rezagados, tropas que rompían la formación sin permiso para ir a comprarse cosas»[57]. Aún más que el austrohúngaro, el ejército italiano padecía escasez de fondos y de hombres, su equipamiento era obsoleto, y su instrucción inadecuada. Sus oficiales de alto rango eran mediocres, con contadas excepciones, y sus oficiales subalternos se quejaban de sus superiores, de sus condiciones y de sus escasas posibilidades de ascenso. No resulta extraño que la moral fuese baja en todo el ejército.
En cualquier caso, quedaba la duda de si Italia permanecería en la triple alianza. Ya en 1902, sus relaciones con Francia habían mejorado notablemente, e Italia había prometido en secreto no sumarse a ningún ataque alemán contra ese país. Y, siendo ella misma una potencia naval en el Mediterráneo, Italia siempre había preferido estar en buenos términos con Gran Bretaña, la primera potencia naval del mundo. Al mismo tiempo, las relaciones de Italia con el Imperio austrohúngaro, que nunca habían sido buenas, estaban empeorando. Ambos países eran rivales en la parte occidental de los Balcanes, y cada uno hablaba y hacía planes de ir a la guerra contra el otro. En tanto Conrad, en el Imperio austrohúngaro, pensaba en términos de ataque, el estado mayor italiano, consciente de su propia debilidad, planificó una guerra defensiva. Las promesas de Italia de apoyar militarmente a Alemania no eran compatibles con su creciente preocupación por el Imperio austrohúngaro. En 1888, poco después de la creación de la triple alianza, Italia había prometido enviar a través de Austria tropas para apoyar a Alemania a lo largo del Rin contra cualquier ataque francés. Aunque Alberto Pollio, el jefe del estado mayor italiano entre 1908 y 1914, al principio se mostró reacio a cumplir este compromiso, en febrero de 1914 el gobierno italiano confirmó que, de estallar una guerra, enviaría tres cuerpos de ejército y dos divisiones de caballería hasta el alto Rin para unirse al ala izquierda del ejército alemán. En la crisis de julio, el alto mando alemán seguía contando con la llegada de las tropas italianas, aunque con considerables reservas respecto a la fiabilidad o la utilidad de Italia[58].
Alemania podía arreglárselas sin Italia, y llegado el momento así lo hizo; pero en la década anterior a la Gran Guerra necesitaba desesperadamente el respaldo del Imperio austrohúngaro. A pesar de sus repetidos intentos por captar a Rusia o Gran Bretaña, tenía pocas posibilidades de conseguir otro aliado. El Imperio otomano era demasiado débil, y otras potencias pequeñas como Rumanía o Grecia procuraban, comprensiblemente, no involucrarse en conflicto alguno. Con el paso de los años, Alemania se fue enfrentando a una triple entente cada vez más fuerte, y su doble alianza con el Imperio austrohúngaro se volvió crucial. Lo cual implicaba, a su vez, que Alemania debía apoyar a este en sus conflictos en los Balcanes, o, peor aún, contra Rusia.
Bismarck siempre había querido que la alianza fuese defensiva, y se había opuesto a todos los intentos —los acuerdos militares vinculantes, por ejemplo— de convertirla en algo más que eso. No obstante, había permitido una serie de conversaciones de estado mayor que le habían dado a entender al Imperio austrohúngaro que, en caso de un ataque ruso, Alemania enviaría al este un número sustancial de tropas para operar en conjunto contra Rusia. Cuando Guillermo II llegó al trono, proclamó en repetidas ocasiones, al menos retóricamente, su entusiasmo por estrechar relaciones. Sin embargo, después del nombramiento de Schlieffen como jefe del estado mayor alemán en 1891, divergieron los objetivos estratégicos de ambos aliados, puesto que los alemanes veían cada vez más a Francia como su mayor enemiga, mientras que los austriacos seguían teniendo la vista puesta en Rusia. Durante su primera reunión, el general Friedrich von Beck, jefe del estado mayor austriaco, encontró a Schlieffen «taciturno y no muy amable». Schlieffen, por su parte, no confiaba demasiado en los austriacos: «Estos sujetos no harán más que desertar o pasarse al enemigo». En 1895 redujo abruptamente los compromisos de Alemania en el escenario oriental de la guerra, dejando bien claro que tan solo llevaría a cabo un pequeño ataque contra el territorio ruso. Aquello encolerizó a Beck, entre otras cosas porque la decisión alemana anulaba muchos años de trabajo del estado mayor austriaco[59]. A partir de este punto, las relaciones entre ambos estados mayores fueron correctas pero distantes, y no hubo ninguna planificación detallada conjunta.
No fue hasta 1908-1909, en un momento en que parecía que el Imperio austrohúngaro iba a declarar la guerra a Serbia por causa de Bosnia, que la doble alianza se apartó del concepto limitado y defensivo de Bismarck para convertirse en algo más firme, más ofensivo y más peligroso para la estabilidad de Europa. Guillermo II intervino, dirigiéndose así al Imperio austrohúngaro: «El emperador Francisco José es un mariscal de campo prusiano; y, por tanto, no tiene más que mandar y todo el ejército prusiano se pondrá a sus órdenes»[60]. Y, lo que era más importante, los líderes militares del Imperio austrohúngaro y Alemania comenzaron a dialogar una vez más, y desde ese momento hasta el verano de 1914 intercambiaron cartas y visitas que sirvieron para crear la expectativa de que se consultarían y actuarían de forma coordinada para apoyarse mutuamente en momentos de crisis[61]. Schlieffen y Beck ya habían salido de escena para entonces, y sus sucesores, Moltke y Conrad, establecieron una relación más amistosa. Conrad reverenciaba a Moltke el Viejo, y durante la Gran Guerra llevaría al cuello un medallón con la efigie del gran general alemán[62]. El día de año nuevo, Conrad inició un intercambio de cartas con Moltke para clarificar la posición de Alemania si el Imperio austrohúngaro declaraba la guerra a Serbia y Rusia intervenía en auxilio del pequeño país balcánico. Alemania accedió a lo que esperaba el Imperio austrohúngaro: aquella intervendría en defensa de este, por considerar que en tal caso se activaría la doble alianza. (Y, por supuesto, lo mismo valdría si Rusia atacaba a Alemania). Ambas partes pretendían que la otra se comprometiera a una ofensiva contra Rusia al inicio de una guerra, sin tener que comprometerse a hacer lo mismo. En consecuencia, las cartas están llenas de expresiones de respeto y amistad sin demasiadas promesas concretas. Como Conrad se proponía destruir Serbia primero, aun cuando Rusia entrase en la guerra, necesitaba que Alemania prometiese un apoyo significativo en el norte contra Rusia; en particular, un ataque hacia el sur desde Prusia oriental contra la Polonia rusa mientras el Imperio austrohúngaro atacaba hacia el norte desde Galitzia. Moltke, por supuesto, quería mantener un número reducido de tropas en el este, para poder concentrarse en derrotar a Francia. Al final, los dos aliados hicieron promesas que probablemente sabían que no podrían cumplir: el Imperio austrohúngaro la de que, cuando estallara la guerra, atacaría a Rusia tan pronto como fuese posible; y Alemania la de que se sumaría desde el norte, incluso antes de haber concluido su guerra contra Francia[63].
La geografía del Imperio austrohúngaro le obligaba a pensar en más posibles escenarios de guerra que Alemania: contra Rusia, Serbia, Montenegro, Italia o, desde 1913, Rumanía. Y siempre estaba la posibilidad de que los enemigos pudiesen combinarse: Serbia y Montenegro, con o sin el apoyo de Rusia; o Serbia e Italia. El propio Conrad tenía en un principio fijación con Italia, pero poco a poco se fue obsesionando también con Serbia[64]. Hablaba a menudo de destruir «ese nido de víboras» en la guerra, e incorporar su territorio al Imperio austrohúngaro. Para lidiar con los desafíos a que se enfrentaba este, Conrad elaboró varios planes de guerra, en los que se contemplaban las posibles combinaciones de enemigos y de frentes; y para asegurarse la mayor flexibilidad posible, colocó una fuerza en cada uno de los Balcanes (Minimalgruppe Balkan), y en Galitzia (A-Staffel) a lo largo de la frontera con Rusia, creando una tercera fuerza (B-Staffel) que podía trasladarse de un lado a otro para apoyar a las demás cuando fuese necesario. Esto era bastante optimista, dado el estado de los ferrocarriles del Imperio austrohúngaro. Las líneas ferroviarias a lo largo de su frontera con Serbia eran, en el mejor de los casos, defectuosas. En el norte, la construcción de ferrocarriles en Rusia sobrepasaba hasta tal punto a la del Imperio austrohúngaro que en 1912 podía enviar doscientos cincuenta trenes al día hasta la frontera con la Galitzia austriaca, mientras que el Imperio austrohúngaro solo lograba mandar ciento cincuenta y dos[65]. Además, los húngaros habían insistido, por razones nacionalistas, en construir un sistema ferroviario independiente dentro de su estado, de manera que muy pocas vías comunicaban las redes ferroviarias húngara y austriaca. Aunque Conrad rogaba por un programa acelerado de construcción de ferrocarriles, las objeciones generadas por los parlamentos húngaro y austriaco a acometer los gastos necesarios, sobre todo si esto beneficiaba a la otra mitad del imperio, provocaron que no se adelantara nada antes de 1914[66].
Aunque Conrad y su estado mayor continuaron elaborando planes para una guerra contra Italia, y en 1913 hicieron otros para una guerra contra Rumanía, ya en 1914 daban por sentado que la perspectiva más probable era la de una guerra contra Serbia, que bien pudiera luego implicar a Rusia. Al igual que las demás fuerzas armadas europeas, los militares austrohúngaros confiaban en el poder de la ofensiva y no pensaban en términos de una guerra defensiva[67]. Pero el ejército austrohúngaro, una vez movilizado, no llegaba ni a un tercio del de Rusia; su presupuesto era el más bajo de todas las potencias, menor incluso que el de Gran Bretaña, que tenía un ejército mucho más pequeño[68]. Los planes de Conrad eran optimistas, de un optimismo rayano en la ceguera, dado el estado de las fuerzas armadas y la creciente gravedad de la situación internacional para el Imperio austrohúngaro, teniendo en cuenta que Italia y Rumanía se habían ido apartando de la doble alianza durante los últimos años de paz.
Los militares de Alemania y del Imperio austrohúngaro continuaron sus conversaciones, más que nada, quizá, para reafirmarse mutuamente con respecto al esperado éxito de sus ofensivas en el este. Moltke citaba a Schlieffen para asegurarle a Conrad que el ataque alemán contra Francia realmente lo resolvería todo y que el destino de Austria se decidiría allí y no en el este. Sin embargo, proseguía Moltke, la guerra en el este era de suma importancia, por cuanto representaba un enfrentamiento entre las razas teutónicas y las eslavas: «Prepararse para esto es el deber de todos los estados que portan los estandartes de la Kultur germánica». En su respuesta, Conrad señalaba que al Imperio austrohúngaro no le sentaría bien semejante cruzada: «No podemos contar con que nuestros eslavos, que conforman el cuarenta y siete por ciento de la población, se entusiasmen con una lucha contra sus aliados»[69]. No obstante, apenas se hizo nada por coordinar o compartir información. El 4 de agosto de 1914, el día en que los alemanes invadieron Bélgica, el agregado militar alemán en Viena dijo: «Ya va siendo hora de que los dos estados mayores se consulten ahora con absoluta franqueza acerca de la movilización, el momento de las operaciones, las áreas de reunión y la fuerza exacta de las tropas»[70]. Para esto ya era demasiado tarde; pero el acuerdo entre el Imperio austrohúngaro y Alemania había servido para que una guerra en los Balcanes se convirtiese en una guerra general europea.
Rusia, el foco de atención en el este del Imperio austrohúngaro y de Alemania, tenía una idea bastante precisa de cuáles eran los planes de guerra de la doble alianza. Para 1910, los rusos habían visto ya los suficientes ferrocarriles nuevos, disposiciones militares y maniobras del ejército alemán como para deducir que el principal ataque alemán iría dirigido contra Francia. Los rusos continuaban sobrestimando, en un cien por ciento casi, la cantidad de tropas que Alemania dejaría en el este, pero aun así confiaban en superarlos en número y en que la estrategia alemana favoreciera a Rusia. Si, como se esperaba, los alemanes atacaban desde Prusia oriental, probablemente lo harían tan solo en forma de incursión rápida antes de que Rusia estuviese prevenida. Después, Alemania retiraría probablemente sus fuerzas hacia el oeste, hasta las fortificaciones de los lagos Masurianos, y esperaría al desenlace de la lucha en Francia. Esto daría a los rusos tiempo para completar su lenta movilización[71].
Los rusos tenían una idea aún más exacta de los planes de guerra del otro miembro de la doble alianza. Cada potencia tenía en las otras espías y agregados militares; pero Rusia disponía del que probablemente fuera el mejor: el coronel Alfred Redl, un oficial del estado mayor del Imperio austrohúngaro. Los rusos lo reclutaron en torno a 1901, ofreciéndole dinero, algo que él necesitaba desesperadamente, y amenazándolo además con revelar su homosexualidad, lo que en aquellos tiempos le hubiera deshonrado. Durante los años siguientes, Redl estuvo pasando informaciones secretas a los rusos, tales como los planes de movilización del Imperio austrohúngaro y detalles cruciales acerca de sus fortalezas a lo largo de la frontera común entre la monarquía dual y Rusia en Galitzia. También traicionó a los agentes austrohúngaros que había en Rusia, que fueron encarcelados o ejecutados[72]. Al igual que otros espías, por ejemplo el extravagante Guy Burgess en Gran Bretaña en la década de 1950, sorprendentemente Redl tardó en ser descubierto. Pese a su humilde origen de clase media, y a que ostensiblemente tenía que vivir de su salario del ejército, siempre disponía de un montón de dinero, que derrochaba en autos, apartamentos y ropas de lujo (tras su desenmascaramiento, se descubrió que poseía ciento noventa y cinco camisas de etiqueta), así como en sus jóvenes amantes. En 1913 la contrainteligencia alemana alertó a sus colegas del Imperio austrohúngaro sobre la existencia de un traidor, e informó que había dos sobres llenos de billetes esperando a ser recogidos por alguien llamado Nikon Nizetas en la principal oficina de correos de Viena. Redl se presentó disfrazado para reclamarlos, pero incluso entonces casi logra escapar sin ser descubierto, porque los detectives que vigilaban la oficina de correos perdieron su rastro. Solo consiguieron reencontrarlo por casualidad; pero ya por la noche Conrad, el jefe del estado mayor, tenía suficientes pruebas como para enviar un grupo de oficiales a encararse a Redl y forzar su confesión y su posterior suicidio[73]. Aunque el alto mando militar del Imperio austrohúngaro procuró alterar sus códigos secretos y sus cronogramas ferroviarios, no pudo cambiar su estrategia general antes de 1914. A consecuencia de la traición de Redl, los rusos tenían una idea exacta de cómo y dónde atacaría el Imperio austrohúngaro, así como de sus planes contra Serbia.
En la elaboración de los suyos propios, sin embargo, los rusos se enfrentaban a varios problemas. Para empezar, el tamaño de Rusia implicaba que su movilización llevaría mucho más tiempo que la de sus vecinos del oeste. En cuanto se produjese el llamamiento, el soldado ruso medio tenía que viajar más del doble que su homólogo alemán o austriaco. El sistema ferroviario ruso estaba creciendo con rapidez, gracias en parte a los préstamos franceses, y se concentraba sobre todo en el oeste, en los territorios polacos y en la zona europea de Rusia; pero aún estaba menos desarrollado que el de Alemania y el del Imperio austrohúngaro. La mayoría de las líneas rusas, por ejemplo, eran de una sola vía, lo que significaba que el tránsito de los trenes era más lento. Solo el veintisiete por ciento de sus líneas eran de doble vía, en comparación con el treinta y ocho por ciento de las de Alemania. No obstante, los militares alemanes calculaban que para 1912 la construcción de nuevos ferrocarriles habría reducido a la mitad el tiempo requerido por los rusos para concentrarse en la frontera alemana[74]. (Aunque si los rusos decidían invadir Alemania se enfrentarían a un problema, que también afectaría a las incursiones de Alemania en el este: los ferrocarriles rusos eran más anchos que los del resto de Europa, de manera que con todo, hombres y equipamiento incluidos, se tendría que hacer un transbordo). En 1914, incluso después de la mejora de los ferrocarriles, Rusia seguía tardando veintiséis días en movilizar por completo sus ejércitos en su parte europea, mientras que el Imperio austrohúngaro tardaba dieciséis días, y Alemania doce[75]. Esta diferencia supuso una presión más para que el zar se apresurase a dar la orden de movilización aquel verano, una vez iniciada la crisis.
La geografía también le proporcionaba a Rusia una amplia gama de enemigos potenciales. En el este, Japón seguía siendo una amenaza para sus territorios, mientras que en Europa eran especialmente vulnerables sus tierras polacas. Aunque el desmembramiento de Polonia a finales del siglo XVIII fue para Rusia una adquisición valiosa, con buenos recursos naturales, como el carbón, y, ya en el siglo XX, con sólidas industrias y una población de unos dieciséis millones de habitantes, con ello creó también un saliente expuesto de trescientos veinte kilómetros de norte a sur, que se extendía unos trescientos setenta kilómetros hacia el oeste, con territorio alemán al norte y austrohúngaro al sur. «Nuestro punto flaco», lo llamaba un informe militar ruso[76]. Además, Rusia tenía más enemigos potenciales incluso que el Imperio austrohúngaro, y su enorme tamaño provocaba grandes dificultades a la hora de situar o trasladar sus fuerzas. En Europa, Suecia había constituido una amenaza intermitente desde el siglo XVII, y el estado mayor ruso siguió considerándola un enemigo justo hasta 1914. Rumanía, con su rey alemán y su vivo rencor contra Rusia por haberle esta arrebatado Besarabia en 1878, era potencialmente hostil. Rusia había librado dos guerras con el Imperio otomano en el siglo XIX, y ambas potencias seguían siendo rivales en el Cáucaso y en el mar Negro.
Los conferenciantes de la academia rusa de la guerra habían venido recalcando desde 1891 que era imposible evitar un conflicto con la doble alianza del Imperio austrohúngaro y Alemania, y los militares rusos se centraban cada vez más en él como su principal desafío en el oeste. En consecuencia, tendían a interpretar los acontecimientos en aquellos países del modo más pesimista. Cuando, en 1912, los militares del Imperio austrohúngaro vieron denegado por el parlamento su deseado incremento presupuestario, los rusos dieron por hecho que aquello no era más que un ardid diseñado para ocultar que, en realidad, sí se habían incrementado los gastos militares. Los rusos se equivocaban también al creer que Francisco Fernando era el líder de los partidarios de la guerra en el Imperio austrohúngaro. La opinión de los diplomáticos rusos que conocían mejor a los demás países a menudo no llegaba hasta los militares, y el zar no se preocupaba mucho por coordinar las distintas ramas de su gobierno[77]. Lo que sí era aceptado, sin embargo, entre los líderes rusos era que cualquier conflicto en los Balcanes podía convertirse en una guerra general[78].
El estado mayor ruso, que tendía a adoptar la perspectiva más sombría posible, previó como su peor escenario un ataque de la doble alianza junto con Suecia y Rumanía por el oeste, en tanto Japón e, improbablemente, China atacaban por el este[79]. En tal caso, los militares temían que el Imperio otomano se uniera también, y que los polacos aprovecharan la oportunidad para sublevarse. Aun cuando no sucediese lo peor, su propia geografía presentaba a Rusia, tal como había hecho durante siglos, la disyuntiva estratégica de concentrarse en Europa o en el sur y el este. Aunque tanto Izvolski, ministro de Asuntos Exteriores tras la guerra ruso-japonesa, como Stolipin, primer ministro hasta 1911, miraban hacia el oeste, seguía habiendo voces influyentes entre los líderes rusos que afirmaban que Rusia tenía una misión en el este, y que Japón seguía siendo su principal enemigo. En 1909 uno de ellos, Vladímir Sujomlínov, fue nombrado ministro de la Guerra.
Sujomlínov continúa siendo, con razón, una figura sumamente controvertida, pero lo cierto es que llevó a cabo una serie de reformas muy necesarias en las fuerzas armadas de Rusia, y gracias a él este país entró en la Gran Guerra relativamente bien preparado. Mejoró el entrenamiento y el equipamiento, actualizó el armamento y creó unidades especializadas, como la de artillería de campo. En los cinco años anteriores a la Gran Guerra, Rusia incrementó también en un diez por ciento el número de hombres que reclutaba y entrenaba, a fin de poder movilizar, en caso de guerra, a más de tres millones de soldados. Sujomlínov reorganizó la estructura y el sistema de mando del ejército y estableció un sistema nuevo y más eficiente de movilización. Además, retiró tropas de la parte oeste de Polonia hacia el interior de Rusia, donde estarían a salvo de cualquier ataque, y más disponibles para ser enviadas hacia el este si las relaciones entre Rusia y Japón volvían a deteriorarse[80]. Intentó asimismo deshacerse de la línea de fortalezas rusas en el oeste de Polonia, la cual, según él, consumía dinero y recursos que podían destinarse a otro fin mejor. Esto último provocó grandes protestas. El primo del zar, el gran duque Nikolái Nikolaiévich, que odiaba profundamente a Sujomlínov, se opuso a la destrucción de las fortalezas, y tenía muchos partidarios entre los militares. El ministro de la Guerra se vio obligado a echarse atrás[81].
Sujomlínov contaba ya para entonces con muchos enemigos, y aún iba a contar con más, debido en parte a que interfería con tradiciones arraigadas y con intereses ajenos, y en parte a su propia personalidad. Era un hombre taimado, implacable y encantador. Pese a ser bajito y calvo, muchas mujeres lo encontraban irresistible. Los muchos detractores que tuvo en vida —y los que tendría después— lo acusaban de todo, desde senilidad hasta corrupción y alta traición, y un diplomático ruso lo describió como el genio del mal de su país. Sus propios colegas se quejaban de que era perezoso e incapaz de ocuparse sostenidamente de los muchos desafíos a que se enfrentaba. El general Alekséi Brusílov, uno de los generales más competentes de Rusia, dijo: «Un hombre sin duda inteligente, un hombre que podía evaluar una situación y decidirse con gran rapidez por una línea de acción; pero con una mentalidad superficial y frívola. Su principal defecto era no poder sondear las cosas hasta el fondo y contentarse con que sus órdenes y disposiciones fueran brillantes en apariencia»[82]. Sujomlínov era, sin embargo, un maestro de la política burocrática, como incluso sus enemigos reconocían. Tejía redes de partidarios por todo el ejército y el ministerio de la Guerra, empleando astutamente sus influencias; y, lo que era igual de importante, adulaba al zar, de quien dependía su permanencia en el cargo[83].
Sujomlínov, nacido en 1848 en el seno de una familia de pequeños aristócratas, había tenido una prominente carrera de soldado. Se graduó entre los primeros de su clase en la academia de estado mayor, y se forjó una reputación de valiente en la guerra ruso-turca de 1877-1878. En 1904 ya era teniente general y estaba al mando del importante distrito militar de Kiev. Cuando estallaron allí los disturbios tras el desenlace de la guerra ruso-japonesa, Sujomlínov fue nombrado gobernador general de un área más extensa, que incluía buena parte de la actual Ucrania. Restableció la ley y el orden, y puso fin al deshonroso y brutal maltrato de los judíos locales, algo por lo que muchos conservadores nunca lo perdonaron. También se enamoró de una mujer casada, hermosa y mucho más joven, que se convertiría en su tercera esposa. Su romance y subsiguiente divorcio provocaron un escándalo considerable, y la insaciable sed de lujos de la joven dio pie a la aureola de corrupción que siempre rodeó a Sujomlínov. «El general Sujomlínov tiene algo que lo pone a uno nervioso —dijo Maurice Paléologue, el embajador francés en San Petersburgo—. Con sesenta y dos años, esclavo de una bonita esposa treinta y dos años más joven que él, inteligente, astuto y taimado, obsequioso con el zar y amigo de Rasputín, rodeado de una chusma que sirve de intermediaria en sus intrigas y dobleces, es un hombre que ha perdido el hábito de trabajar y reserva toda su fuerza para los placeres conyugales. Con su mirada artera, esos ojos que siempre brillan, vigilantes, bajo los pesados pliegues de sus párpados, conozco pocos hombres que inspiren más desconfianza a primera vista»[84].
Sujomlínov sobrevivió hasta 1915 en su puesto porque contaba con el apoyo del zar, pero esta ventaja tenía sus inconvenientes. Nicolás no era un amo fácil, y en su ansiedad por defender su propio poder azuzaba a sus ministros unos contra otros. Pese a ser un amateur en asuntos militares, se sentía obligado a intervenir en estos como autoridad suprema. En 1912, concluyó un debate sobre táctica y estrategia diciendo: «La doctrina militar consiste en hacer todo lo que yo ordeno»[85]. Aunque Sujomlínov intentaba coordinar los consejos que el zar recibía, ni siquiera él logró reformar la naturaleza caótica e incoherente del poder ruso, y los militares continuaron ocultando informaciones cruciales a los líderes civiles. En 1912, por ejemplo, los militares rusos y franceses acordaron no informar al primer ministro ruso acerca de los detalles de sus acuerdos militares[86].
En los años que precedieron a la Gran Guerra, Sujomlínov estaba reconsiderando su opinión de que Rusia debía ver en Japón a su principal enemigo. Además, la turbulencia en los Balcanes estaba atrayendo la atención de Rusia hacia el oeste; algo que los franceses, como era de esperar, alentaban. Lo que Francia necesitaba, en caso de que estallase una guerra general, era un ataque ruso inicial contra Alemania por el este, lo que facilitaría la labor de las fuerzas francesas en el oeste. A lo largo de los años, Francia había empleado su poder financiero sobre Rusia, surgido de la desesperada necesidad de esta de préstamos extranjeros, para que se comprometiese a dicho ataque. Y también había hecho todo lo posible para que sus préstamos a Rusia para la construcción de ferrocarriles se tradujesen en unas líneas férreas que llevasen velozmente a las fuerzas rusas hasta la frontera alemana. Aunque las exigencias francesas contrariaban a los líderes rusos, el jefe del estado mayor de Rusia había accedido, hacia 1911, a prometerle a Francia que su país atacaría a Alemania en Prusia oriental a los quince días de iniciarse las hostilidades. Esta promesa se fue reiterando justo hasta el estallido de la guerra, aun cuando algunos líderes rusos opinaban que era un error y que lo mejor para Rusia era evitar, hasta donde fuese posible, una guerra con Alemania y, en cualquier caso, concentrarse en su principal enemigo, el Imperio austrohúngaro[87].
Rusia disponía de varias opciones estratégicas en sus fronteras occidentales: librar una guerra defensiva, hasta que estuviera lista para contraatacar; concentrar su ataque principal, o bien contra el Imperio austrohúngaro, o bien contra Alemania; o batirse con los dos a la vez. Retrospectivamente, lo más acertado hubiera sido una fuerte defensa y una retirada hacia las vastas extensiones rusas en una primera fase, y después un contraataque masivo y simultáneo contra uno de sus enemigos. Pero hacia 1912 los militares habían descartado por completo la guerra defensiva y se habían sumado al entusiasmo general de Europa por la guerra ofensiva. La guerra rusa más reciente, contra Japón, parecía demostrar que las fuerzas rusas habían perdido por haberse quedado esperando a que los japoneses atacaran. Ahora la instrucción, el reglamento y las órdenes en el ejército ruso hacían hincapié en el poder del ataque y prestaban poca atención a la defensa[88]. Rusia también estaba planeando en el mar Negro ataques anfibios contra la zona superior del Bósforo para hacerse con el control de los estratégicos estrechos de salida del mar Negro, pese a que la flota rusa de este mar era débil y no poseía barcos adecuados para el transporte de tropas[89].
Entre 1910 y 1912 hubo un intenso debate estratégico entre los miembros del alto mando ruso. Unos opinaban que tenían, para con Francia, la obligación moral de atacar a Alemania en primer lugar y con todas las fuerzas. El propio Sujomlínov veía cada vez más a Alemania como el principal enemigo de Rusia[90]. Otros, en cambio, querían concentrarse en el Imperio austrohúngaro, en parte porque era el principal rival de Rusia en los Balcanes, y en parte porque los militares rusos confiaban en poder derrotar a sus ejércitos, algo que no creían posible en el caso de Alemania. Los militares rusos tenían un saludable, y tal vez obsesivo, respeto por el poderío y la eficiencia de las fuerzas armadas alemanas. Tendían a compararse desfavorablemente con los alemanes en todos los aspectos, algo que las clases gobernantes rusas habían hecho durante siglos[91]. A un oficial francés le impresionó la ausencia de odio hacia Alemania que vio entre sus colegas rusos[92]. Además, pese al espionaje de Redl, los rusos subestimaron la cantidad de fuerzas que el Imperio austrohúngaro colocaría en Galitzia y dio por hecho que Rusia tendría una ventaja significativa. Los rusos esperaban también que el problema de las nacionalidades del Imperio austrohúngaro estallara finalmente, y que los súbditos eslavos y húngaros del imperio se rebelaran al comenzar la guerra[93]. Por último, y esto era un factor de peso para los rusos, si los austriacos, que supuestamente atacarían a los quince días de iniciada la guerra, obtenían algunas victorias iniciales, los descontentos súbditos polacos de Rusia bien podrían envalentonarse y sublevarse a su vez. Como dijera el jefe del estado mayor ruso a su homólogo francés en 1912: «Rusia no puede exponerse a una derrota a manos de Austria. El efecto moral sería desastroso»[94].
En una reunión de febrero de 1912, presidida por Sujomlínov, el alto mando militar recalcó su compromiso de «dirigir el grueso de las fuerzas contra Austria, sin descartar totalmente una ofensiva contra Prusia Oriental»[95]. Como dijera más tarde un general ruso, esta fue «la peor decisión de todas»[96]. El nuevo plan militar de Rusia, el 19A, contemplaba una movilización y un temprano ataque contra ambos miembros de la doble alianza, y dividía las fuerzas rusas de tal modo que en ningún escenario tenía Rusia una ventaja decisiva. Además, en tanto sus enemigos estarían completamente preparados al decimosexto día desde el inicio de la guerra, Rusia tan solo tendría desplegada la mitad de sus fuerzas. Al atacar por el norte, Rusia se crearía un problema nuevo y más peligroso, puesto que sus dos ejércitos más septentrionales quedarían a ambos lados de las posiciones fortificadas alemanas en los lagos Masurianos, en Prusia oriental[97]. Aunque supuestamente existía una variante, el plan 19G, en el que Rusia permanecía a la defensiva contra Alemania y enviaba el grueso de sus fuerzas a atacar al Imperio austrohúngaro, nunca se elaboró en detalle. Tampoco existían planes de movilización contra un solo enemigo. En la crisis de 1914, los líderes de Rusia descubrirían que no tenían otra opción que atacar a Alemania y al Imperio austrohúngaro.
Entre los militares rusos existía antes de 1914 una preocupación general acerca del nuevo plan. Aunque Sujomlínov había dicho en público que Rusia estaba lista para la guerra, en privado se mostraba pesimista respecto a sus preparativos[98]. Los oficiales de los distintos distritos militares señalaban problemas de logística y abastecimiento, y elevaban sus preocupaciones en cuanto a las dificultades en las comunicaciones y en el control de lo que llegaría a ser un frente de enorme extensión. En el único simulacro de guerra en que se probó siquiera una parte del plan 19A, realizado en Kiev en abril de 1914, los participantes notaron que el énfasis en la velocidad implicaba que Rusia tendría que atacar al Imperio austrohúngaro y a Alemania mucho antes de estar preparada, y que no había planes detallados para la guerra ni para coordinar las acciones de sus distintos ejércitos[99]. Resulta difícil explicar la mezcla de fatalismo y optimismo con que los dirigentes rusos encararon la posibilidad de la guerra. Acaso la única explicación sea que no se atrevieron a permanecer inactivos; los recuerdos de la cuasi revolución de 1905-1906 estaban demasiado cercanos. Si el régimen vacilaba, podía perecer de todas formas. Tal vez la guerra, que tantos creían inevitable, pudiera aportar una salida: la victoria podría ser su salvación. Y tal vez fuese preferible la derrota al deshonor y la traición de las promesas que Rusia le había hecho a su aliado occidental.
A Francia la alianza con Rusia le parecía esencial para su supervivencia. Sin la amenaza en el este, Alemania podría dirigir toda su fuerza contra ella. No obstante, los franceses nunca salieron de dudas con respecto a Rusia. ¿Reanudaría Rusia su vieja relación con Alemania? Cuando el zar se reunió con el káiser en Potsdam en 1910, por ejemplo, muchos en Francia se preocuparon de que ambos forjaran algún tipo de alianza. Y aun cuando Rusia fuese un aliado seguro, ¿serían capaces las fuerzas rusas de hacer frente al ejército más profesional de Europa? En los años inmediatamente posteriores a la guerra ruso-japonesa, los franceses sabían de sobra que las fuerzas armadas rusas se encontraban deshechas y que no estaban en condiciones de sumarse a una guerra. Los rusos, de manera comprensible, tampoco estaban deseosos de establecer compromisos militares vinculantes con los franceses. Desde la primera convención de 1892, los franceses habían demandado detalles sobre cantidades de tropas y otras disposiciones, ante las evasivas de los rusos. A los franceses les preocupaba la lentitud de la movilización de Rusia, a pesar de sus nuevos ferrocarriles, y veían indolencia e imprecisión en su ejército. Según un informe del estado mayor francés: «Como resultado de sus interminables inviernos y sus inacabables comunicaciones, Rusia no concede ninguna importancia al tiempo»[100]. A los rusos, por su parte, les irritaba la insistencia de los franceses en la precisión y los detalles, así como la para ellos excesiva meticulosidad de los modales franceses[101].
Lo que los franceses más anhelaban, y finalmente obtuvieron, era una promesa por parte de los rusos de atacar a Alemania enseguida, y justo a la vez que Francia; pero ambas partes se mostraban cautelosas con respecto al número de tropas comprometidas y a su sincronización. Mientras que el estado mayor de cada uno de estos países sostenía conversaciones regulares con el otro y sus líderes militares y civiles intercambiaban visitas con frecuencia, ninguno de ellos confiaba totalmente en el otro. Los rusos solo revelaron a los franceses su plan del guerra, el 19A, en 1913, un año después de haber sido aprobado, y les dieron a entender que las fuerzas rusas comprometidas en el frente contra Alemania eran más numerosas de las que en realidad había[102]. En la última reunión de tiempos de paz, a finales del verano de 1913, entre el jefe del estado mayor francés, Joffre, y el general Yakov Zhilinski, su homólogo ruso, ambos hombres, dijo un observador ruso, eran como jugadores de cartas: «Zhilinski, no teniendo suficientes triunfos, evitaba jugarlos, y Joffre procuraba sacárselos a su compañero de un modo u otro»[103].
Mientras que Rusia, como las demás potencias, tenía que pensar por lo menos en dos enemigos potenciales, Francia lo centraba todo, desde 1871, en Alemania. Italia, ciertamente, era hostil en potencia; pero las relaciones habían mejorado, hasta el punto de que los franceses daban por hecho desde 1902 que Italia permanecería neutral en cualquier guerra. Esto significaba que Francia podía trasladar el grueso de sus fuerzas hacia el norte para hacer frente a Alemania. Durante gran parte del periodo anterior a 1914, los militares franceses habían pensado principalmente en una guerra defensiva: dejar que el ataque alemán se desgastase contra las fortificaciones de Francia a lo largo de la frontera con Alsacia y Lorena, hasta que los franceses vieran la oportunidad de lanzar un contraataque. Asimismo, desde 1892 los franceses tenían en cuenta la posibilidad de que Alemania violase la neutralidad de Bélgica y abatiese su ala derecha sobre la parte oeste de este país y del pequeño Luxemburgo. Así pues, Francia se volcó en su gran fortaleza de Verdún, a unos sesenta kilómetros de distancia de las fronteras alemana, luxemburguesa y belga, y en sucesivos planes fue trasladando más efectivos hacia el norte.
En lo tocante a los detalles de la estrategia francesa y la administración y dirección del ejército, las cosas eran mucho más complicadas. Los republicanos tenían una desconfianza muy arraigada hacia los militares, pero al querer implantar un fuerte control civil habían establecido un sistema que resultaba incoherente. El mando del ejército estaba dividido entre el ministerio de la Guerra y el estado mayor, y los mecanismos para coordinarlos a ambos simplemente no funcionaban. Los frecuentes cambios de gobierno de la tercera república tampoco ayudaron: tan solo en 1911 Francia tuvo tres ministros de la Guerra, uno que no duró lo suficiente para llegar a tener funcionarios de alto rango propios, y el tercero, Adolphe Messimy, que sobrevivió poco más de seis meses y que verdaderamente logró poner en marcha algunas reformas que condujeron a un mando militar más unificado. Los radicales, que habían primado en el gobierno desde el caso Dreyfus, habían llevado a cabo sus purgas de oficiales sospechosos de ideas derechistas, haciendo descender aún más la ya menguada moral del ejército.
La política también afectaba a las decisiones sobre temas tales como la duración del servicio y la instrucción. Los izquierdistas, pensando en la guardia nacional revolucionaria, querían un ejército de ciudadanos, donde los hombres recibieran cierto entrenamiento, pero conservando su perfil de civiles. La derecha quería un ejército profesional, en el que los hombres llegaran a ser buenos soldados, leales a sus oficiales y a su unidad. La izquierda quería un mayor uso de reservistas, sobre la base de que esto involucraba a toda la sociedad en las tareas de su propia defensa; la derecha, y esto incluía a la mayoría de los altos oficiales del ejército, despreciaba a los reservistas, ya que, en su opinión, estaban contaminados por su participación en la sociedad civil, hasta el punto de ser inútiles como soldados. Hasta los uniformes se vieron envueltos en las luchas políticas sobre el tipo de ejército que debía tener Francia. Messimy pretendía seguir el ejemplo de los demás ejércitos europeos, y dar a los soldados unos uniformes que los camuflaran en el campo de batalla. La derecha vio en esto una afrenta a las gloriosas tradiciones militares de Francia: esos nuevos uniformes, decía la prensa derechista, eran un escándalo y una contravención del buen gusto francés. Las gorras se parecían a las que usaban los jockeys, y los oficiales tenían que vestirse como mozos de cuadra. El conservador L’Écho de Paris declaró que aquello trataba de destruir la autoridad de los oficiales sobre sus hombres, y que las logias masónicas que lo habían planeado estarían sin duda muy complacidas. (Fue entonces cuando un exministro de la Guerra exclamó que los pantalones rojos eran Francia). En cualquier caso, dijo un miembro del parlamento, el ejército debería usar todos sus viejos uniformes antes de gastar dinero en comprar otros nuevos. Los fondos para estos fueron aprobados poco antes de que comenzara la guerra; demasiado tarde para los soldados franceses, que debieron partir al combate con sus uniformes coloridos[104].
La debilidad del liderazgo y la interferencia política exacerbaron otros problemas en el ejército. El entrenamiento era anticuado e ineficaz; la calidad de los oficiales del estado mayor era baja; y las tácticas fundamentales, por ejemplo, cómo hacer maniobrar a los hombres en el campo de batalla, no estaban bien establecidas, ni se enseñaban bien[105]. En estas circunstancias, un grupo de jóvenes reformadores comenzó a promover la doctrina de la ofensiva como un modo de dar nuevo ímpetu al ejército. Al igual que en otras partes de Europa, ellos también reflejaban las preocupaciones de su sociedad, de que sus miembros se estaban volviendo decadentes y que ya no estaban dispuestos a morir por la nación. En el caso de Francia, los recuerdos del pasado también proyectaban sombras, ya fuese la furia francese que tanto había aterrorizado a los italianos en el siglo XV; o las furiosas cargas de los revolucionarios franceses en la batalla de Valmy en 1792, que habían dispersado a las despavoridas fuerzas de la reacción; o las tropas que habían peleado y muerto a las órdenes de Napoleón en la conquista de Europa. En el estado mayor, el jefe de la oficina de planificación, el coronel Louis de Grandmaison, inspiraba a sus jóvenes colegas con sus recetas personales para salvar a Francia. La guerra defensiva era una cobardía; solo la ofensiva era digna de una nación viril. Las batallas eran, en esencia, enfrentamientos morales donde la voluntad y la energía eran los factores decisivos. El patriotismo debía mover a los soldados franceses a seguir el ejemplo de sus antepasados y cruzar en oleadas el campo de batalla hasta aplastar al enemigo. Grandmaison, en el curso de dos famosas conferencias que pronunció en la academia de guerra francesa en 1911, sostuvo que un ataque súbito y rápido paralizaba al enemigo. «Este ya no puede maniobrar y muy pronto se vuelve incapaz de toda acción ofensiva»[106]. En 1913, los autores del nuevo reglamento táctico para el ejército francés aceptaron el criterio de Grandmaison, afirmando decididamente: «Solo la ofensiva genera resultados positivos». La bayoneta, según el reglamento, seguía siendo el arma clave para la infantería; se tocarían tambores y cornetas; y los oficiales liderarían la carga[107]. «El triunfo será —prometía el reglamento—, no del que haya tenido menos bajas, sino del más impávido y del que tenga mayor temple moral»[108]. Y, al igual que en las otras potencias, los militares franceses daban por sentado que la próxima guerra también sería corta. Ni ellos ni el gobierno tomaron medidas para hacer acopio de suministros, movilizar la industria ni defender los recursos naturales, muchos de los cuales se concentraban en el norte, cerca de la frontera alemana[109].
En 1911, en medio de una crisis con Alemania, el gobierno otorgó a Messimy la autoridad de reorganizar el ministerio de la Guerra y la estructura de mando del ejército, a fin de incrementar enormemente las facultades del estado mayor, tanto en la paz como en la guerra. Al mismo tiempo, Messimy nombró a un nuevo jefe del estado mayor; entre varias posibilidades, escogió a uno de los más firmemente comprometidos con la doctrina de la ofensiva. El general Joseph Joffre era un burgués —su padre era tonelero— y un sólido republicano. Lo apodaban el «cangrejo», por su tamaño y porque no caminaba recto. Tenía el don de gustar a los políticos y de saber cómo manejarlos, serenidad incluso en los momentos de gran crisis y un carácter testarudo y decidido a salirse con la suya. Su carrera fue, al igual que su persona, más sólida que brillante. Se había dado a conocer como un funcionario eficiente y de fiar en un par de guerras coloniales francesas y como jefe de Ingenieros del ejército. Se le daban bien la rutina y el papeleo, y entendía de logística y comunicaciones. Sus partidarios, que eran muchos, lo admiraban por su capacidad para tomar decisiones y por su confianza, incluso en los momentos más negros, en que Francia saldría victoriosa. En 1912 le preguntaron si pensaba en la posibilidad de la guerra. «Sí que pienso en ella —respondió—, pienso en ella todo el tiempo. La tendremos, y yo la libraré, y la ganaré»[110]. Sus adversarios consideraban que era poco flexible y poco imaginativo. Como dijera uno de los más distinguidos generales de Francia: «Se somete a los acontecimientos, no los crea […] Joffre no sabe nada de estrategia. Organizar el transporte, reabastecer, dirigir arsenales: eso es lo suyo»[111].
Para cuando Joffre asumió el mando, los franceses ya sabían con bastante certeza que los alemanes planeaban invadir Francia atravesando Luxemburgo y al menos una parte de Bélgica. Tanto el ministerio de Asuntos Exteriores francés, en el Quai d’Orsay, como la policía nacional francesa, habían logrado descifrar los códigos alemanes (aunque la rivalidad entre ambos hacía que muchas veces no compartieran la información)[112]. En 1903 un espía que se hacía llamar el Vengador, y que tal vez fuera un oficial del estado mayor alemán, entregó una de las primeras versiones de los planes de Schlieffen. Se presentó completamente disfrazado, con la cabeza vendada de tal modo que solo sobresalían sus bigotes. Esto resultó demasiado teatral para algunos y se temió que aquella información fuese en realidad un ardid para engañar a los franceses[113]. Además, los agentes franceses consiguieron en 1907 copias de un plan posterior; y de los simulacros de guerra alemanes de 1912 y 1913; y también se hicieron con los últimos planes alemanes antes de la Gran Guerra, que fueron puestos en práctica en abril de 1914. Los rusos enviaron a los franceses el aviso, un mes después, de que, según sus fuentes, Alemania intentaría aplastar primero a Francia y después a Rusia[114]. A lo largo de los años hubo muchos otros indicios de las intenciones de Alemania: este país reforzó sus fortalezas de la parte norte de su frontera con Francia; perfeccionó su red ferroviaria de la región de Renania, en las fronteras con Bélgica y Luxemburgo; construyó nuevos apeaderos ferroviarios en los pueblos, a fin de que los militares pudieran utilizarlos para desembarcar con todos sus hombres, caballos y equipamiento; y mejoró los puentes sobre el Rin en Düsseldorf, para facilitar la entrada al norte de Bélgica[115].
Los militares franceses se tomaron muy en serio la posibilidad de una invasión a Bélgica. En cada revisión de sus planes militares, incrementaban sus fuerzas al norte y noroeste de Verdún[116]. En los años que precedieron a la guerra, los oficiales del estado mayor francés hacían recorridos regulares por Bélgica, y en 1913, en el examen final de la academia militar de St.-Cyr se preguntó cómo podrían las fuerzas francesas y belgas bloquear una invasión alemana[117]. (La propia Bélgica, en un fallido intento de permanecer al margen de un conflicto generalizado, aceleró sus preparativos para la defensa y dejó bien claro que se defendería contra cualquier potencia que violase su neutralidad). Joffre le preguntó a su propio gobierno si podía introducir tropas en Bélgica antes que Alemania lo hiciese, pero su petición fue rechazada. Solo estaría autorizado a introducir tropas en Bélgica una vez que los alemanes hubieran infringido su neutralidad. El gobierno francés no quería privarse de la ayuda de los británicos, que consideraba esencial en una guerra contra Alemania, sobre todo en el mar; y también era importante asegurarle a la opinión pública francesa que el país terminaría triunfando[118].
Sin embargo, al analizar los planes alemanes para Bélgica, los franceses incurrieron en una suposición que casi les resultó fatal en 1914. No creyeron que los alemanes pudieran colocar una gran fuerza al oeste de Lieja, entre el mar y la margen oeste del río Mosa, que corría por el norte y por el sur. Aquí los militares franceses fueron víctimas de sus propios prejuicios contra los reservistas; dieron por sentado que los oficiales alemanes, al igual que ellos, consideraban que los reservistas estaban demasiado apegados a la vida civil como para ser soldados eficaces, y que los emplearían en tareas menos importantes, como custodiar líneas de comunicación, asediar fortalezas o hacerse cargo de instalaciones tales como hospitales en la retaguardia, pero no en las líneas del frente[119]. Los franceses conocían con precisión el número de soldados en activo que tenía Alemania, y que tal número bastaba para defenderla contra un ataque francés a lo largo de la frontera con Alsacia y Lorena, así como para llevar a cabo una invasión de Bélgica al este de Lieja y el Mosa; pero no alcanzaba para una incursión a gran escala en la parte occidental de Bélgica. El hecho fue que los militares alemanes, no sin reticencia, habían aceptado la idea de colocar reservistas en las líneas del frente. Justo antes de 1914, se acumularon las pruebas de que en realidad planeaban avanzar por el oeste del Mosa. Ya en 1910, los franceses notaron que el ejército alemán estaba comprando montones de coches, especialmente útiles para Bélgica occidental, que era llana y tenía buenas carreteras[120]. En 1912 los representantes militares franceses en Bruselas advertían que Alemania parecía ser capaz de marchar directamente contra Lieja o de atacar por el oeste[121].
Aquí la testarudez de Joffre resultó un obstáculo: simplemente, se negaba a aceptar las pruebas que contradecían lo que él ya había decidido. Y cuando aparecían pruebas que le reafirmaban —por ejemplo, un documento aparentemente escrito por el general alemán Erich Ludendorff diciendo que Alemania no emplearía a sus reservistas en las líneas del frente—, Joffre optaba por creerlas[122]. Y no era el único. Muchos militares franceses, fascinados como estaban por el glamour de la ofensiva, no se movían de la idea de atacar a Alemania, con la esperanza de poder dar un desenlace rápido y eficaz a la guerra antes de que los alemanes pudiesen montar su propia ofensiva. A principios de 1914, cuando varios generales franceses experimentados dieron su opinión de que Alemania atacaría por el oeste del Mosa, Joffre, una vez más, se negó a escucharlos[123]. El inicio de la Gran Guerra lo sorprendió convencido aún de que tendría que enfrentarse a los alemanes en Lorena y más al norte, en el este de Bélgica y Luxemburgo, y que sus fuerzas serían más o menos equivalentes a las de Alemania en los primeros combates. Si las fuerzas británicas llegaban a tiempo, pensaba Joffre, al sumarse con las tropas francesas superarían en número a las alemanas[124]. Dejó desprotegidos cerca de ciento noventa kilómetros, entre el canal de la Mancha y la población francesa de Hirson, justo al sur de la frontera belga. Si los británicos enviaban sus fuerzas —lo que no era seguro—, estas podrían cubrir ese agujero. En agosto de 1914, cuatro divisiones británicas se interpondrían en el camino de dos ejércitos alemanes[125].
El plan de Joffre, el tristemente célebre XVII, fue aprobado por el gobierno al inicio de mayo de 1913, y los detalles fueron decididos y distribuidos en el ejército un año más tarde. Trasladaba aún más fuerzas francesas al norte, hacia la frontera belga, y las desplegaba de manera que pudiesen contrarrestar un ataque alemán proveniente de Bélgica oriental, Luxemburgo o el norte de Lorena. Joffre diría firmemente en sus memorias que el plan era colocar a las tropas en sus puntos de concentración, no hacer la guerra. Dio a cada comandante del ejército alternativas para sus operaciones contra los alemanes; pero no dio ninguna otra indicación sobre sus propósitos, más allá de decir que pretendía atacar en algún sitio del nordeste, una vez que todas las fuerzas francesas estuviesen en sus puestos. En agosto de 1913, en una reunión con los rusos, Joffre prometió que Francia iniciaría sus operaciones ofensivas contra Alemania en la mañana del undécimo día desde que comenzara la movilización[126]. Si alguna vez contempló una estrategia defensiva en las fronteras francesas, no compartió esos pensamientos en ningún momento previo a 1914.
Las maniobras militares de 1912 y 1913 revelaron considerables problemas de coordinación y mando. Como dijera Joffre en sus memorias de posguerra: «Muchos de nuestros generales se mostraron incapaces de adaptarse a las condiciones de la guerra moderna»[127]. También la artillería pesada del ejército francés estaba sumamente atrasada con respecto a la de las otras potencias europeas, en particular a la de Alemania. Esto era consecuencia de años de mala planificación, falta de recursos y desacuerdos entre los propios soldados sobre el tamaño de los cañones que debían emplearse en campaña, ya fuese para debilitar al enemigo antes de atacarlo o para apoyar las oleadas de soldados atacantes. Tal vez, sacando partido de una mala circunstancia, el ejército francés se inclinaba por esto último. Los partidarios de la ofensiva aducían también que, en los combates del futuro, los desplazamientos serían tan rápidos que la artillería pesada, que resultaba engorrosa de mover, no podría seguir la marcha; y que, por tanto, para la batalla era mejor la artillería ligera, que Francia poseía en abundancia, y la artillería pesada debía usarse solo donde fuese posible para apoyar a las tropas en su ataque[128]. Joffre no permitió que nada debilitara su convicción de que las fuerzas francesas tenían que atacar.
En los últimos dos años de paz, Francia experimentó un aumento de la confianza; y, al menos en París, un acusado despliegue del nacionalismo. Su ejército, bajo el mando de Joffre, había encontrado un sentido nuevo, una finalidad. Allá en el este, su gran aliado Rusia se estaba modernizando a toda prisa, aparentemente repuesto de sus reveses de la guerra contra Japón y de la cuasi revolución de después. «En 1914, la fe en el poderío y, sobre todo, en el caudal inagotable del ejército ruso —dijo Messimy—, era firme, a nuestro juicio, tanto en los cuarteles como entre la población»[129].
Los planes de guerra de todas las grandes potencias continentales reflejaban una muy arraigada fe en la ofensiva, y una voluntad de no contemplar la opción de una estrategia defensiva. El plan de Joffre, pese a su vaguedad, al menos tenía el mérito de que era flexible. En los casos de Alemania y Rusia, sus planes determinaban la apertura de frentes contra dos enemigos a la vez, y sus militares no habían concedido la alternativa de pelear únicamente contra uno de ellos. Tampoco sus políticos vieron la necesidad de informarse acerca del contenido de los planes militares, ni hicieron por determinar sus objetivos. Los planes de guerra de las potencias continentales en 1914 se parecían peligrosamente a gatillos que podían dispararse a la menor perturbación. Aunque ni los militares ni sus planes provocaron por sí solos la Gran Guerra, su obcecación con la ofensiva y su aceptación de la guerra como necesaria e inevitable los llevaron a presionar a quienes debían tomar las decisiones en momentos de crisis. El consejo de los militares conducía, casi invariablemente, a la guerra. Además, la falta de comunicación entre las distintas esferas de poder hizo que los militares elaborasen planes que limitarían, a veces peligrosamente, las opciones de los dirigentes civiles.
La serie de crisis que tuvieron lugar entre 1905 y 1913 no solo exacerbaron la carrera armamentista y la elaboración de planes y preparativos militares; también sirvieron para estrechar los lazos que unían a cada una de las dos flojas alianzas, así como para agrandar la brecha entre una y otra. Para el verano de 1914, eran más las promesas formuladas, y mayores las obligaciones y las expectativas. En la mente de los líderes, y a menudo en las de sus pueblos, los recuerdos y las supuestas lecciones de las crisis también estuvieron presentes en aquel verano fatal, y sus armas estaban listas para ajustar cuentas con quienes los habían agraviado en el pasado.