XI

PENSAMIENTOS DE GUERRA

H elmuth von Moltke, el artífice de las victorias de Prusia en las guerras de unificación de Alemania, era un hombre apuesto, que, con su cruz de hierro y sus uniformes a medida, parecía exactamente lo que era: un oficial de la élite junker, la aristocracia terrateniente prusiana. Pero tal retrato resulta al mismo tiempo fiel y engañoso. Moltke el Viejo —como se le conoce para diferenciarlo de su sobrino, el jefe del estado mayor alemán en 1914— era, en efecto, un noble terrateniente prusiano, de aquella clase que había cultivado durante siglos sus tierras en el norte y el nordeste de Prusia, que llevaba una vida sencilla y honorable, y que enviaba a sus vástagos a que fuesen oficiales del ejército prusiano. Generación tras generación, a medida que Prusia se expandía, los junkers, tal como se esperaba de ellos, habían luchado y muerto a su servicio. (Algunos apellidos que figuraron en la guerra de los Siete Años reaparecen en la de Hitler). Los junkers, hombres y mujeres, eran criados para ser físicamente rudos, resignados, valientes, leales y honorables. Moltke compartía los valores conservadores de su clase, su religiosidad sencilla y su sentido del deber. Sin embargo, en lo personal, estaba lejos de «la estúpida virilidad y la puntillosa brutalidad» que caracterizaba, según el semanario satírico Simplicissimus, al oficial junker. Moltke amaba el arte, la poesía, la música y el teatro. Leía de todo, desde Goethe hasta Shakespeare y Dickens, y en varios idiomas. Tradujo algunos volúmenes de la Historia de la decadencia y caída del imperio Romano de Gibbon, y escribió una novela romántica y una historia de Polonia. Y, algo más importante para la evolución de Alemania y de su ejército, Moltke fue un hombre sumamente moderno que, de manera decisiva, comprendió que las grandes organizaciones, para poder triunfar, necesitaban cosas tales como sistematización, información e instrucción, así como una visión y una ética comunes. De haber nacido en la época correspondiente, podría haber sido el Henry Ford o el Bill Gates alemán. Pero, en la que le tocó, fue el que mejor supo estar a la altura del desafío a que se enfrentaban los cuerpos de oficiales de los ejércitos de toda Europa: cómo combinar los valores de una casta guerrera con los requerimientos de la guerra industrial. Aunque la tensión entre estos dos factores se mantendría aún en la Gran Guerra.

Moltke, nacido en 1800, en el tiempo de las guerras napoleónicas, y muerto en 1891, vivió la transformación de la sociedad europea, de los ejércitos europeos y del modo de hacer la guerra. Tenía seis años cuando los ejércitos de Napoleón entraron en Prusia a pie o a caballo y aplastaron a su ejército en la batalla de Jena. En 1870, como jefe del estado mayor prusiano, fue el responsable de la exitosa campaña contra Francia. En esta ocasión, los ejércitos llegaron al campo de batalla en tren. Veinte años más tarde, poco antes de la muerte de Moltke, la red ferroviaria que cubría Europa se había triplicado y habían aparecido los primeros vehículos con motor de combustión interna. Antes, el tamaño de los ejércitos estaba limitado por la cantidad de suministros que podían llevar o conseguir sobre la marcha, y su alcance lo determinaba la distancia y la velocidad a que pudieran marchar los soldados. Hacia finales del siglo XIX, gracias al ferrocarril, unos ejércitos mucho mayores podían cubrir distancias mucho más extensas, así como ser reabastecidos por las fábricas que, en la retaguardia, producían los materiales necesarios, desde el armamento hasta las botas.

La revolución industrial hizo posible que los ejércitos se ampliaran, y el crecimiento demográfico de Europa había incrementado las reservas de recursos humanos. Prusia fue la primera que utilizó eficazmente estas reservas; se sirvió del servicio militar obligatorio para captar reclutas de la sociedad civil y proporcionarles varios años de entrenamiento militar. Luego devolvía estos reclutas a la sociedad civil, pero manteniéndolos en reservas, en las que se ejercitaban periódicamente. En 1897 Alemania tenía 545 000 soldados en activo y otros 3, 4 millones que podían ser reincorporados a filas[1]. Las demás potencias continentales no tuvieron más remedio que seguir su ejemplo. Gran Bretaña fue la única que, gracias a la protección de los mares y de su armada, pudo mantenerse con un reducido ejército de voluntarios. En el continente, hacia finales del siglo XIX, todas las potencias tenían ejércitos regulares —es decir, soldados que se encontraban efectivamente en sus unidades, con sus armas—, y ejércitos potenciales mucho mayores dispersos entre la sociedad, listos para formar en cuanto fuesen movilizados. Cuando Moltke tenía doce años y Napoleón inició su marcha hacia Moscú, el ejército francés y sus aliados contaban con unos seiscientos mil hombres, la mayor fuerza que Europa hubiese conocido jamás. En 1870 Moltke movilizó a 1, 2 millones de hombres, entre prusianos y aliados. En 1914, dos décadas después de su muerte, Alemania dispuso de más de tres millones de combatientes.

[11] Antes de 1914 las potencias europeas llegaron a asumir la probabilidad de una guerra general. Se enfrascaron en una carrera armamentista y planeaban luchar a la ofensiva. Aquí cinco de las potencias —Inglaterra, Francia, Alemania, el Imperio otomano o Turquía y Rusia— se enfrentan mutuamente, todas armadas hasta los dientes. El Tío Sam consternado mira desde lejos diciendo: «¡Esos tíos quieren el desarme, pero ninguno se atreve a ser el primero!».

La movilización de semejantes multitudes era como desplazar pueblos y ciudades enteras. Los hombres tenían que formar en sus unidades, llegar hasta la estación ferroviaria correcta y montarse en el tren asignado. Asimismo, tenían que recibir el equipamiento correspondiente, desde la comida y las armas y municiones, hasta los caballos y mulas necesarios para la caballería y el transporte una vez que abandonaban los trenes. Aquellos ríos de hombres y animales con sus equipamientos trasladándose hacia sus campos de batalla se fusionaban en unidades mayores, la división, de cerca de veinte mil efectivos en la mayoría de los ejércitos, y luego el cuerpo, integrado por dos o más divisiones. Cada división y cada cuerpo debían tener sus propias unidades especializadas, desde la de artillería hasta la de ingenieros, para poder moverse y combatir eficazmente. Cuando Alemania movilizó a más de dos millones de hombres, con sus toneladas de material y sus cerca de 118 000 caballos, en el verano de 1914, hicieron falta 20 800 trenes únicamente para dejarlos en disposición de ser trasladados a las fronteras. Trenes de cincuenta y cuatro vagones transportaron las tropas y el equipamiento hacia Francia a través del estratégico puente Hohenzollern sobre el Rin, en Colonia, cada diez minutos en las dos primeras semanas de agosto[2]. Si las cosas salían mal —como ocurrió en el caso del Transiberiano durante la guerra ruso-japonesa—, los resultados en el frente podían ser catastróficos. Los suministros podían ir en la dirección contraria a la de los hombres que los necesitaban o permanecer durante semanas y meses en alguna vía muerta, mientras hombres y unidades enteras vagaban en su busca. En 1859, Napoleón III envió una gran fuerza por tren hacia Italia para pelear contra Austria: los hombres llegaron sin mantas, alimentos ni municiones. «Hemos enviado un ejército de ciento veinte mil hombres a Italia —dijo—, sin haber mandado allí suministros». Y reconoció que aquello era «lo contrario de lo que debimos haber hecho»[3].

Moltke fue uno de los primeros que comprendió que la nueva era demandaba métodos de organización nuevos y mucho más complejos. Los ejércitos tenían que elaborar planes, trazar mapas y reunir tanta información como fuese posible de antemano, porque el tiempo entre la movilización y el combate se había reducido drásticamente. Hasta el siglo XIX, los ejércitos se movían a pie y despacio. Federico el Grande, George Washington y el duque de Wellington elaboraban sus planes al tiempo que enviaban exploradores a caballo para reconocer el terreno e intentar localizar al enemigo. En la víspera de los combates, Napoleón tenía en su mente con toda claridad la disposición de sus propias tropas y las de su adversario; extendía entonces sus mapas de guerra y emitía las órdenes para la mañana. Aquello ya no era posible: el ejército que no lograra hacer sus planes con gran antelación era un ejército inútil. Cuando Moltke se alistó en las fuerzas prusianas en 1819, estas ya poseían en forma embrionaria lo que llegaría a ser, bajo su mando, la innovación institucional más importante para los ejércitos del mundo moderno. El estado mayor se convirtió en el cerebro que aportaba ideas, organización y, en última instancia, liderazgo a los gigantescos ejércitos que se estaban formando. Los oficiales del estado mayor reunían información acerca de los ejércitos, garantizaban que los mapas estuviesen listos y actualizados, y elaboraban y probaban los planes de guerra. El Imperio austrohúngaro, por ejemplo, tenía planes de guerra contra Rusia, Italia o Serbia.

Sustentando estos planes había cientos de páginas con otros de movilización y ferrocarriles, pues este era uno de los aspectos más importantes del trabajo del estado mayor. En ellos figuraba todo, desde el tamaño y la velocidad de los trenes y sus horarios, hasta la duración de las paradas para reabastecerse de agua y combustible[4]. Alemania, que en esto también fue un modelo para los demás ejércitos europeos, hacía tiempo que se había asegurado de que la construcción, administración y coordinación de los ferrocarriles se ajustaran a las necesidades militares. Para 1914, por ejemplo, las líneas del oeste, hasta Francia y la frontera belga, tenían más capacidad de la que requería el tráfico ordinario de civiles[5]. Cuando Moltke el Viejo le dijo al Reichstag que los cronogramas de movilización exigían un único horario estándar en toda Alemania, este estuvo de acuerdo de inmediato. Hasta 1914, el personal de la sección ferroviaria del estado mayor alemán lo componían unos ochenta oficiales, escogidos por su inteligencia y no por sus orígenes familiares. (La mayor parte de ellos procedía de la clase media, y probablemente serían en nuestra época unos nerds de la informática. En sus primeros días en la sección, el general Wilhelm Groener, que sería su jefe en 1914, se pasaba los fines de semana organizando horarios de ferrocarriles con su esposa)[6]. Gran Bretaña era también una anomalía entre las potencias en cuanto a los ferrocarriles; hasta 1911 no hubo apenas relación, ni consulta, entre el ejército británico y las compañías ferroviarias[7].

Cuando Moltke se convirtió en el jefe del estado mayor prusiano en 1857, este solo contaba con un puñado de oficiales y apenas era tenido en cuenta por el resto de la oficialidad. En 1866, en la guerra contra Austria, cuando Moltke enviaba órdenes directamente a los comandantes de campo, uno de ellos dijo: «Todo eso está muy bien, pero ¿quién es el general Moltke?»[8]. Para 1871, ya con dos grandes victorias en su haber, el estado mayor alemán, como se le llamaba ahora, era visto como uno de los tesoros nacionales de Alemania, y su influencia y poder habían crecido exponencialmente. En la década de 1880, todavía bajo las órdenes de Moltke el Viejo, tenía varios cientos de oficiales y varias secciones diferentes. Y llegó a ser también el modelo de estado mayor de las demás potencias continentales; aunque ninguno tendría una posición tan exclusiva y privilegiada como el alemán[9]. En 1883 obtuvo el derecho a acceder directamente al monarca, y cada vez se veía con mayor libertad para concentrarse en la preparación y ejecución de la guerra, dejando en manos de los civiles asuntos tales como las relaciones internacionales y la diplomacia[10]. «Desde mi punto de vista —dijo Moltke el Joven—, el arte supremo de la diplomacia no estriba en preservar la paz a toda costa, sino en ir modelando permanentemente la situación política de un estado de tal manera que, a la hora de hacer la guerra, este se halle en posición de ventaja»[11]. Semejantes actitudes se consideraban peligrosas, debido a que estos dos ámbitos, el militar y el civil, y estas dos actividades, la paz y la guerra, no podían separarse con tanta nitidez. El estado mayor, desde una perspectiva militar, tenía que tomar decisiones —como la famosa de invadir Bélgica en 1914— que habrían de tener serias implicaciones políticas.

A medida que la planificación de la guerra se iba haciendo necesariamente más detallada y compleja, fue surgiendo un nuevo peligro. La magnitud de los planes, el trabajo empeñado en su creación y el que requeriría su modificación se convirtieron en argumentos para no alterarlos. En 1914, cuando el Imperio austrohúngaro realizó a última hora un cambio en los movimientos de sus tropas, tuvo que revisar a toda prisa ochenta y cuatro cajas de instrucciones[12]. Los oficiales que se habían pasado una gran parte de su vida laboral asegurándose de que los planes fueran lo más infalibles posible, tenían depositado en su obra, lo reconocieran o no, un interés propio, así como su orgullo profesional. La idea de tirar por la borda años de trabajo y ponerse a improvisar era algo que rechazaban instintivamente los militares de todas las potencias europeas[13]. Además, los planificadores militares tendían a centrarse en un único escenario de guerra y no en toda una gama. Un alto oficial del departamento de planificación ferroviaria del ejército del Imperio austrohúngaro vio el peligro de que los militares se concentrasen en perfeccionar los planes para una sola eventualidad y no se preparasen para un cambio súbito en la política exterior y en los objetivos estratégicos. En su opinión, los militares nunca lograban conciliar estas dos exigencias: «Por una parte, elaborar planes tan minuciosos como sea posible para proporcionarle al alto mando con la mayor velocidad una base para sus primeros esfuerzos; por la otra, estar preparados para cumplir el deber fundamental del ferrocarril de campaña, a saber, “satisfacer todas las demandas de los gobernantes en todo momento”». Los sistemas que habían sido creados a lo largo de tantos años, se preguntaba, ¿dejaban a los gobernantes la suficiente libertad de decisión? La gran crisis de 1914 ofreció una respuesta. Cuando, en 1914, el káiser le preguntó a Moltke el Joven si era posible modificar el plan de guerra para que Alemania pudiera luchar en un solo frente —el ruso— en lugar de en el francés y el ruso al mismo tiempo, tal como estaba previsto, Moltke le respondió categóricamente que no y, aunque al káiser no le gustó, ni él ni su gobierno lo cuestionaron. A lo largo de las décadas, y no solo en Alemania, tanto los líderes militares como los civiles habían llegado a aceptar que la planificación militar era cosa de expertos, y que los civiles no tenían ni los conocimientos ni la autoridad para cuestionarlos o rebatir sus decisiones.

La acusación de que la rigidez de los planes previos a la guerra los convirtió en bombas de relojería que, una vez activadas, no podían detenerse, ha sido admitida popularmente como una de las causas, si no la principal, de la Gran Guerra. Pero, por complejos que fuesen, los militares podían —y lo hacían— modificar cada año los detalles de los cronogramas sobre ferrocarriles y movilización, según recibían nuevas informaciones, se creaban vías nuevas o se modificaban los objetivos estratégicos. En cuanto a los objetivos generales, se podrían haber cambiado, o se podrían haber elaborado planes alternativos. Después de la guerra, el general Groener, de la sección ferroviaria del estado mayor alemán, afirmó que él y sus hombres podrían haber elaborado nuevos planes en julio de 1914 para movilizarse solo contra Rusia y no contra Francia, y sin incurrir en ninguna dilación peligrosa para Alemania. Durante la Gran Guerra, los militares descubrieron que podían elaborar planes velozmente para trasladar grandes cantidades de hombres por ferrocarril de una parte a otra del frente[14]. El primer ejemplo impactante de esta capacidad se produjo en el primer mes de la guerra, cuando el alto mando alemán del frente oriental tomó un cuerpo de ejército de cerca de cuarenta mil hombres y lo resituó ciento cincuenta kilómetros más al sur. Los planes de movilización no fueron en sí mismos el detonante de la guerra. Los que fallaron fueron más bien los líderes civiles europeos; primero por no haberse informado acerca de las implicaciones de sus planes de guerra, y segundo por no haber insistido en disponer de varios planes alternativos en vez de un solo plan maestro.

Si los planes contribuyeron en algo al estallido de la Gran Guerra, fue en la presión suplementaria que ejercieron sobre los gobernantes, al acortar el tiempo en que estos debían tomar sus decisiones. Mientras que en el siglo XVIII, y aún en la primera mitad del XIX, los gobiernos solían disponer de meses para pensar si deseaban o necesitaban ir a la guerra, ahora disponían apenas de unos días. Gracias a la revolución industrial, desde que se iniciaba la movilización hasta que los ejércitos estaban en sus fronteras listos para el combate podía transcurrir, en el caso de Alemania, menos de una semana, y en el de Rusia, cuyas distancias eran superiores, poco más de dos. Las potencias europeas tenían una idea bastante exacta de cuánto tardaría cada una de ellas en movilizarse y estar lista para la lucha. Era crucial no retrasarse demasiado en este proceso. Una movilización incompleta, con el enemigo ya en las fronteras y completamente movilizado, era la pesadilla de todos los militares de Europa, y también la de muchos civiles.

Lo impresionante, en cuanto a la toma de decisiones en 1914, es cómo se aceptaba que la menor demora constituía un peligro. Conrad consideraba que cada día contaba para el Imperio austrohúngaro en la tarea de acumular tropas austriacas en Galitzia, frente a la frontera rusa; cualquier dilación podía hacer que se encontraran a medio formar ante un ataque ruso masivo. El general Joseph Joffre y Moltke, el jefes del estado mayor de Francia y de Alemania, respectivamente, advirtieron a sus gobiernos de que un solo día, quizá incluso unas pocas horas, tendrían un coste terrible en vidas y en territorio ganado por el enemigo. Y los civiles, abrumados por su responsabilidad y confiando en los profesionales, no los cuestionaban, preguntándoles por ejemplo si no sería mejor preparar posiciones defensivas y esperar a que el enemigo atacase[15]. Así pues, una vez que una potencia comenzaba a movilizarse, o simplemente daba señales de estar preparándose para ello, era difícil que sus vecinos se resistieran a imitarla. No hacer nada podía ser un suicidio, y movilizarse tarde tampoco parecía mucho mejor. Tales fueron en 1914 los argumentos con que los militares instaban a sus líderes civiles a dar las órdenes. Unos argumentos similares le fueron presentados al presidente Kennedy, y con un margen de tiempo mucho menor —de minutos en vez de días—, durante la crisis de los misiles de Cuba: que si esperaba para lanzar sus misiles a la Unión Soviética sería demasiado tarde, porque los misiles soviéticos ya habrían sido lanzados. Kennedy decidió ignorar el consejo de los militares; en 1914 no todos los líderes civiles mostraron la misma independencia.

También es fácil ver, desde la perspectiva actual, que los planificadores militares trabajaban en el vacío. Aunque en un grado distinto según las potencias, en todas ellas los planificadores del estado mayor se veían a sí mismos como técnicos que procuraban dar con el mejor modo de defender a la nación, y dejaban las consideraciones diplomáticas y políticas en manos de los civiles. El problema, y esto es algo que siempre ha estado presente en las relaciones entre el mando civil y el militar, es que los asuntos no siempre pueden clasificarse con nitidez como «militares» o «no militares». El estado mayor alemán decidió que tenía sólidas razones estratégicas para invadir Bélgica si quería atacar eficazmente a Francia; pero esta invasión de 1914 dañaría gravemente la reputación de Alemania entre las potencias neutrales, en especial Estados Unidos, y provocó que Gran Bretaña entrase en una guerra en la que, de no ser por tal razón, no habría entrado. Con excesiva frecuencia los civiles desconocían los planes de los militares o no se preocupaban de conocerlos; las conversaciones sostenidas durante años entre el estado mayor británico y el francés fueron una sorpresa para la mayoría de los miembros del consejo de ministros británico en 1914. Lo mismo sucedía en sentido contrario. Los militares franceses situaron dos divisiones, que se hubieran podido emplear en otra parte, a lo largo de la frontera de Francia con Italia, para enterarse siete años después de que los gobiernos de estos dos países habían firmado un acuerdo secreto para eliminar las tensiones allí[16].

Incluso dentro de un mismo ejército, sus distintas ramas no siempre compartían la información ni coordinaban sus esfuerzos. Bajo Jacky Fisher, la marina británica se negó a entregarle sus planes de guerra a la infantería por miedo a que se filtrase la información. En 1911, durante una larga y tormentosa reunión de la comisión de defensa imperial, el sucesor de Fisher, sir Arthur Wilson, dejó bien claro que la marina no tenía ningún plan, ni interés alguno, en cuanto a transportar tropas británicas al continente, pese a que el ejército llevaba un tiempo considerando esa posibilidad. Aunque los círculos militares alemanes temían los ataques anfibios contra la costa báltica, su ejército y su marina intentaron una sola vez, en 1904, realizar maniobras conjuntas allí[17]. Al parecer, hasta 1912, dos años antes de la Gran Guerra, el canciller alemán no fue informado del contenido del plan de guerra de su país[18]. En 1914, según cuenta el almirante Tirpitz en sus memorias, ni él ni la armada tenían la menor idea de los planes del ejército alemán[19].

El nuevo énfasis que los militares europeos ponían en la cualificación técnica no siempre cuadraba con los valores de clase de muchos de los oficiales. Cuando a un oficial británico de uno de los más modernos regimientos de caballería se le ocurrió apuntarse en la academia de estado mayor, creada, no sin cierta reticencia, por el ejército británico, un colega oficial le dijo con firmeza: «Si quieres mi consejo, no se lo digas a tus hermanos de armas, o les parecerás de lo más antipático»[20]. En el ejército del Imperio austrohúngaro, los oficiales de caballería llamaban a los artilleros los «judíos de la pólvora», e incluso para los propios oficiales de artillería la habilidad ecuestre era más importante que la cualificación técnica[21]. Aunque el aumento del tamaño de los ejércitos continentales obligó al reclutamiento de más oficiales de la clase media urbana, no pasaron a ser más apreciadas ni respetadas las habilidades técnicas o académicas; de hecho, fueron los oficiales de clase media los que incorporaron los valores aristocráticos —por ejemplo, la costumbre de batirse en duelo— y no al revés.

Esto tenía sus desventajas, y contribuyó a agrandar la brecha entre los ejércitos y sus respectivas sociedades; pero a la vez reforzó la cohesión de los cuerpos de oficiales; y además ciertos rasgos de carácter valorados por la aristocracia —el sentido del deber, el valor físico, la disposición de enfrentarse a la muerte sin dudarlo— se correspondían con las exigencias mismas del ejército. Pero el tipo de guerra que ellos concebían, por lo general, fue cayendo en lo anacrónico a lo largo del siglo XIX. Los militares europeos se inspiraban en los grandes guerreros del pasado: Alejandro Magno, Julio César y, entre los más cercanos, Federico el Grande y Napoleón. Y los soldados modernos anhelaban emular los grandes ataques del pasado, con sus asaltos de infantería, su lucha cuerpo a cuerpo y sus cargas de caballería[22]. Las historias militares, incluso las de las guerras más recientes, reforzaban la visión romántica y heroica de la guerra y se recreaban en las acciones y la destreza individuales. Los analistas europeos de la guerra ruso-japonesa se quedaron admirados ante los soldados japoneses que luchaban y morían como auténticos guerreros; y también preocupados por el hecho de que los europeos ya no fueran capaces de lo mismo[23]. Pero la guerra a que los europeos debían enfrentarse en 1900 era significativamente distinta de las del pasado. La revolución industrial había producido armas más poderosas, más eficaces, más precisas y de mucho mayor alcance, por lo que a menudo los soldados no veían al enemigo que mataban. Era mucho más fácil defender posiciones que atacar: aún no había avances tecnológicos como la aviación o los vehículos blindados, capaces de quebrantar una sólida defensa. Como dijera un general francés tras la dilatada batalla de Verdún en la Gran Guerra: «Tres hombres y una ametralladora pueden detener a un batallón de héroes».

Las armas de fuego, desde el armamento reglamentario de los soldados hasta la artillería, se hicieron más fuertes y duraderas con los avances metalúrgicos; con los nuevos explosivos, entre ellos los inventados por Alfred Nobel, podían disparar mucho más lejos; y con los cañones estriados resultaban mucho más precisas. Los soldados de la época de Napoleón tenían mosquetes que, con un buen entrenamiento, lograban recargar —de pie— y disparar tres veces por minuto, con un alcance efectivo de apenas cuarenta y cinco metros. (Para lo cual los soldados no debían disparar hasta ver el blanco de los ojos del enemigo). Hacia 1870, los soldados disponían de rifles con un alcance efectivo de hasta medio kilómetro; además, podían cargar y disparar seis veces por minuto, y tendidos en el suelo, sin exponerse al fuego enemigo. Para 1900 los rifles resultaban precisos —y letales— a una distancia mayor, a veces hasta de un kilómetro, y las nuevas ametralladoras podían disparar cientos de balas por minuto. Tales cifras se habían incrementado vertiginosamente, y seguirían haciéndolo: la artillería de campo, que tenía un alcance medio de poco más de medio kilómetro en 1800, llegó a casi siete kilómetros en 1900; los cañones pesados, a menudo montados en trenes, tenían un alcance de diez kilómetros. De modo que los atacantes que avanzaban hacia el enemigo debían sobrevivir a varios kilómetros de fuego de artillería y a varios cientos de metros de intenso fuego de rifles y ametralladoras[24].

Bloch advirtió acerca de esto último, la zona de fuego, y de la creciente ventaja de la defensa; y también acerca de la posibilidad de impasses en el campo de batalla, que podían durar meses o años. Pero los planificadores militares de toda Europa desestimaron su estudio. Después de todo, Bloch encarnaba todo lo que ellos tendían a desdeñar: judío de nacimiento, banquero y pacifista. Cuando, en el verano de 1900, dictó tres conferencias en el United Services Institute, el público, compuesto ante todo por militares, escuchó cortésmente, pero no dio señales de quedarse demasiado convencido por lo que Bloch había dicho. «Una especie de antijingoísmo o antimilitarismo —opinaba un comandante general—; una especie de humanitarismo remilgado»[25]. En Alemania uno de los principales historiadores militares del momento, Hans Delbrück, dijo: «Desde un punto de vista científico, esta obra no resulta muy recomendable. Es una compilación bastante acrítica y mal estructurada; aunque está adornada con ilustraciones, el tratamiento es el de un aficionado, y contiene una ingente cantidad de detalles que no tienen nada que ver con el problema real»[26]. Como el propio Bloch denunciara, los militares constituían una casta sacerdotal que no gustaba de la intromisión de los profanos: «La ciencia militar ha sido desde tiempo inmemorial un libro con siete sellos, y nadie, salvo los iniciados, es digno de abrirlo»[27].

Pero los militares europeos sí eran conscientes del problema, y ya le habían prestado atención. ¿Cómo no habrían de hacerlo? Ellos mismos habían probado las nuevas armas y estudiado sus efectos en las guerras recientes. Algunos analistas militares europeos habían presenciado la guerra de Secesión estadounidense de 1861-1865, o la guerra ruso-turca de 1877; y habían visto en persona cómo unas buenas posiciones defensivas, en las que se combinaban las trincheras y el fuego rápido, habían devastado a los atacantes y causado muchas más bajas entre ellos que entre los defensores. En la batalla de Fredericksburg, en 1862, por mencionar un solo ejemplo entre muchos, la Unión lanzó oleadas de soldados contra posiciones confederadas bien defendidas. Todos los ataques fracasaron, y la Unión perdió más del doble de soldados que la Confederación. Se cuenta que los heridos de la Unión, desperdigados por el campo de batalla, rogaban a sus camaradas que cesasen sus infructuosos ataques. Una prueba más reciente para los militares europeos era la guerra franco-prusiana, en la que, por ejemplo, 48 000 alemanes habían defendido una línea de unos treinta y cinco kilómetros contra 131 000 franceses[28]. Y más recientes aún eran las aportadas por la guerra de los Bóers y la ruso-japonesa: granjeros bóers bien escondidos bajo tierra habían infligido devastadoras pérdidas a los británicos en sus ataques frontales, y lo mismo había ocurrido en el extremo Oriente.

En tanto los pacifistas esperaban que el progreso volviese obsoletos los conflictos armados y esgrimían como prueba de su locura guerras como la ruso-japonesa y la de los Bóers, los militares y también muchos líderes civiles europeos no podían concebir un mundo sin guerra; un prejuicio reforzado por las ideas del darwinismo social de que las sociedades tenían enemigos naturales hereditarios, con los que los conflictos resultaban inevitables. Los militares franceses, por ejemplo, desarrollaron en los años previos a la Gran Guerra la teoría de una Alemania «eterna», decidida y mortal enemiga de Francia. Despacho tras despacho, los agregados militares en Berlín advertían a sus superiores de que Alemania era una fuerza oscura y maligna que no se detendría hasta destruir Francia[29]. Los militares alemanes tenían una visión equivalente de Francia, motivada por siglos de hostilidad y envidia, y también, naturalmente, por un deseo de venganza tras su derrota reciente. Los gobernantes de Europa, por lo demás, veían la guerra desde un punto de vista poco apocalíptico, como una herramienta necesaria en el arte de gobernar. La historia reciente, en especial las unificaciones de Italia y Alemania, parecían demostrar que gracias a la guerra podían obtenerse resultados a un coste relativamente bajo. Por otra parte, quienes detentaban el poder en Europa hasta 1914 ponderaban las virtudes de la guerra preventiva, la que impedía que un enemigo se hiciese demasiado poderoso. En cada una de las grandes crisis que hubo entre 1905 y 1914, los poderosos de los distintos países veían seriamente la guerra preventiva como una opción. No solo los pueblos de Europa, sino también sus gobernantes, se estaban preparando psicológicamente para la Gran Guerra.

Los planificadores militares europeos hicieron todo lo posible por explicar de manera convincente los problemas de la ofensiva y su elevado coste en vidas. Las guerras recientes, por ejemplo, no habían sido libradas del modo adecuado, tal como lo harían los ejércitos europeos más avanzados. «Esos choques salvajes no merecen el nombre de guerra —dijo a Bloch un general europeo acerca de la guerra de Secesión estadounidense—, y yo he disuadido a mi oficiales de leer los testimonios publicados sobre ellos»[30]. Los militares británicos consideraban que sus pérdidas en Sudáfrica eran una anomalía debida a aquel terreno particular, y que no constituían una lección útil para Europa. Y, después de todo, los japoneses habían ganado su guerra contra Rusia, según la opinión más aceptada, precisamente porque estaban mejor preparados para atacar y para soportar bajas mucho mayores que los rusos. De modo que la lección no era que el ataque fuese algo inútil, sino que debía ser más denodado y con más hombres[31]. La historia militar, reverenciada por los militares europeos como fuente de toda la sabiduría bélica, se invocaba con frecuencia para respaldar estos argumentos[32]. Las batallas con desenlaces claros, como la de Leipzig en 1813, o la de Sedán en 1870, tendían, no obstante, a atraer más la atención que las batallas inconclusas o defensivas. La batalla de Cannas, de las guerras púnicas, en que Aníbal derrotó a una fuerza romana mucho mayor, envolviéndola con las alas de su ejército, era una de las favoritas de las academias militares, e inspiró al general Alfred von Schlieffen, del estado mayor alemán, sus planes para derrotar a Francia con un gigantesco movimiento de tenazas en torno a sus ejércitos[33].

La resistencia de los militares europeos a incorporar los nuevos modos de hacer la guerra se debió en parte a la inercia burocrática: modificar cosas como la táctica, los simulacros o los métodos de instrucción puede requerir mucho tiempo y resultar desestabilizador. La misma cohesión que los ejércitos demandaban de sus oficiales propiciaba una mentalidad colectiva en la que, más que la originalidad y la lealtad, se valoraba la capacidad de trabajar en equipo. Además, como hoy en día, a los militares se les adiestraba para resolver problemas y obtener resultados. Desde un punto de vista psicológico, resulta más fácil pensar en términos de acción; y en una guerra esto significa pasar a la ofensiva y forzar un desenlace. Antes de 1912, cuando Rusia pensaba todavía en términos de una guerra defensiva contra Alemania, o contra el Imperio austrohúngaro, o contra ambos, sus mandos regionales se quejaron de la dificultad de elaborar planes claros[34]. Atacar era asimismo más valiente y glamouroso; permanecer en una posición bien defendida o en fortaleza parecía, digamos, poco imaginativo, e incluso cobarde. «La defensa —dijo un comandante general británico en 1914—, no es aceptable para un británico, y por ello se la estudia poco o nada»[35].

No hemos de suponer, con todo, que hasta 1914 los planificadores militares fueran los únicos en insistir tercamente en la ofensiva; tanto el pasado como el presente ilustran en abundancia la impresionante capacidad de los seres humanos para pasar por alto, minimizar o restar importancia a las pruebas que no se ajusten a las presuposiciones o a las teorías sólidamente establecidas. Lo que algunos historiadores han bautizado como «el culto a la ofensiva» se afianzó aún más, antes de 1914, en la mente de los planificadores militares de Europa (para ser exactos, también en la de los estadounidenses y los japoneses); acaso porque su alternativa —la guerra había evolucionado hasta el punto de que se producían inmensas pérdidas y un mutuo desgaste sin una victoria clara para ninguno de los bandos— resultaba dura de aceptar y difícil de entender.

El futuro comandante en jefe de las fuerzas aliadas en la Gran Guerra, Ferdinand Foch, demostró minuciosamente en 1903, cuando era instructor de la academia de estado mayor francés, que dos batallones de atacantes disparaban diez mil balas más que un batallón de defensores, y con esto conseguían la ventaja[36]. La tecnología y el poder de la defensa podían ser vencidos si se garantizaba que los atacantes superasen ampliamente en número a los defensores. Pero mucho más importante que la cantidad de hombres era el factor psicológico: a los soldados había que motivarlos para atacar y para morir, mediante el entrenamiento y la apelación al patriotismo. Ellos, así como sus generales, debían aceptar grandes pérdidas sin desalentarse. Así, por ejemplo, los ejercicios con bayoneta se consideraban importantes porque insuflaban en los soldados el deseo de atacar[37]. Y lo mismo sucedía con los uniformes vistosos: «Le pantalon rouge, c’est la France!», exclamó un exministro de la Guerra cuando su sucesor propuso deshacerse de los tradicionales pantalones rojos y vestir de camuflaje a los soldados franceses[38].

En general, hasta 1914 se consideraba que el carácter, la motivación y la moral eran claves para el éxito de la ofensiva. Al enfatizar la importancia del factor psicológico, los militares asumían la corriente de pensamiento dominante en la sociedad europea de la época. Las obras de Nietzsche y Bergson, por ejemplo, habían suscitado el interés por el poder de la voluntad humana. En su estudio clásico de 1906 sobre la instrucción de la infantería, el coronel Louis de Grandmaison, uno de los principales teóricos militares franceses del periodo de preguerra, dijo: «Se nos dice, con razón, que los factores psicológicos son primordiales en el combate. Pero eso no es todo: en rigor, no existen otros factores, pues todos los demás —el armamento, la maniobrabilidad— influyen solo indirectamente, por medio de las reacciones morales que provocan […] el corazón humano es el punto de partida en todas las cuestiones bélicas»[39].

La ofensiva era también un modo de camuflar las fisuras en las sociedades y en sus ejércitos, alentándolos a velar por el bien común y a luchar por una causa común. Para el ejército francés, que había quedado bastante maltrecho tras el desenlace del caso Dreyfus, y en el que la moral entre los oficiales y los soldados estaba baja, la ofensiva era una promesa de mirar hacia delante. Cuando Joseph Joffre asumió el mando en 1911, declaró que pensar a la defensiva había dejado al ejército sin una idea clara de su razón de ser: «Crear una doctrina coherente, imponérsela a oficiales y soldados por igual; crear un instrumento para implementar lo que considero la doctrina adecuada: he aquí mi deber urgente»[40]. El énfasis en inculcar valores tales como el sacrificio militar en las fuerzas armadas y en las organizaciones paramilitares de la sociedad civil, como los movimientos juveniles, no solo era útil por la ventaja ofensiva añadida que otorgaba en la guerra; sino también porque ayudaba a superar las deficiencias de la sociedad moderna y a revertir lo que muchos, en especial en la clase dirigente, veían como una degeneración de la raza y un deterioro de la sociedad. Para los oficiales que provenían de esta clase, un grupo cada vez menos numeroso pero todavía influyente, con ello se propiciaba el retorno a una sociedad que desde su perspectiva era mejor, y en la que sus propios valores eran los fundamentales. El distinguido militar victoriano sir Garnet Wolseley, de la aristocracia anglo-irlandesa, una clase que compartía muchos valores con los junkers alemanes, abogaba por el servicio obligatorio en Gran Bretaña, argumentando que se trataba de un «antídoto vigorizante» contra los efectos debilitadores de la sociedad moderna: «El entrenamiento nacional mantiene sanos y fuertes a los hombres de un estado y, al salvarlos de la degeneración le presta a la civilización un servicio»[41]. Cuando los civiles alemanes se mofaron de la turbación de los militares ante el caso del fraudulento capitán de Köpenick, Hugo von Freytag-Loringhoven, un destacado teórico e instructor militar escribió indignado que aquella burla era fruto del «puro egoísmo y el dominio del confort y la vida fácil». La muerte en combate, decía, era «la recompensa suprema de la vida»; en sus muchos escritos sobre la guerra retrató a los soldados alemanes del pasado marchando de buen grado hacia el fuego enemigo[42].

Al pensar en las guerras del futuro, los militares europeos lo hacían en términos de batallas decisivas que aniquilasen al enemigo, y les resultaba reconfortante evocar las victorias del pasado. «Los cuerpos de oficiales se habían formado estudiando las guerras de Napoleón y Moltke —decía Groener de sus colegas del estado mayor del ejército alemán—: un rápido desplazamiento del ejército sobre territorio enemigo; el desenlace de la guerra en unos pocos golpes contundentes; una paz en la que un enemigo indefenso se ve obligado a aceptar sin reservas las condiciones del vencedor»[43]. En Alemania los recuerdos de la gran victoria en Sedán en 1870 se mantenían frescos y vívidos entre los oficiales alemanes; de igual manera, los de la victoria en el estrecho de Tsushima ofuscaron el pensamiento naval japonés antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Las victorias no debían ser parciales ni terminar en negociación; debían ser tan decisivas que el enemigo quedase aniquilado y aceptase las condiciones de paz que se le ofreciesen. A nivel táctico, los planificadores militares seguían considerando la caballería igual de determinante que cuando Napoleón la lanzaba al ataque en cuanto flaqueaban las líneas de la infantería enemiga. La guerra en Sudáfrica había puesto de relieve otro uso, el de una potencia montada de fuego capaz de maniobrar alrededor de los flancos enemigos; pero en los propios ejércitos europeos la caballería se resistía a ser usada, según decían, como roughriders estadounidenses. «Hay que aceptar como principio —decía el manual de caballería británico de 1907—, que el rifle, aunque efectivo, no puede reemplazar el efecto que produce la velocidad del caballo, el magnetismo de la carga y el terror del acero frío»[44]. Se hablaba incluso de criar caballos más fuertes y veloces que atravesasen más deprisa la zona de fuego.

Los ataques, las batallas, la guerra misma: todo esto debía ser rápido y, ante todo, breve. «La primera gran batalla —dijo un oficial ante el parlamento francés en 1912—, decidirá la guerra entera, y las guerras serán breves. La idea de la ofensiva debe calar en el espíritu de nuestra nación»[45]. Tales comentarios carecían completamente de fundamento; los líderes europeos, tanto civiles como militares, sabían que las guerras futuras podían ser largas. Ahora era posible mantener ejércitos en el campo de batalla durante mucho más tiempo que antes, cuando la imposibilidad de acarrear indefinidamente los suministros necesarios, así como los estragos de las enfermedades entre los grandes contingentes de hombres en los campamentos, habían impuesto límites naturales a la duración de las campañas. Los planificadores europeos de finales del siglo XIX temían las largas guerras de desgaste, y dudaban de la capacidad de sus propias sociedades para soportarlas.

Algunos sospechaban también que la guerra se estaba escapando de su control, y que cada vez resultaba más difícil conducirla a un desenlace. Los ejércitos podían conseguir victorias, como habían hecho Prusia y sus aliados en Sedán; pero los pueblos bien pudieran no aceptar el veredicto. Después de Sedán, el pueblo francés se había movilizado para continuar la lucha. En 1883, el gran teórico militar alemán Colmar von der Goltz publicó su influyente obra La nación en armas, en la que analizaba el nuevo fenómeno de la guerra entre pueblos enteros, y advirtió de que esta podía requerir mucho tiempo y unos costes inaceptablemente altos para que un bando pudiese derrotar al otro. «Solo cuando, tras un esfuerzo supremo por ambos bandos, sobreviene una crisis, seguida del inevitable agotamiento de uno de ellos, los acontecimientos empiezan a precipitarse»[46]. Pocos años después, Moltke el Viejo pronunció su famosa sentencia en el Reichstag de que la era de las guerras de gabinete había pasado y que comenzaba la nueva era de las guerras entre pueblos. Los conservadores eran quienes más razones tenían para temer los resultados de la guerra, ya fuese la bancarrota económica, la inestabilidad social o la revolución. Poco después del estallido de la Gran Guerra, un prominente conservador ruso, P. N. Durnovo, advirtió en un famoso memorándum de que la guerra conduciría a Rusia casi con certeza a la derrota, e inevitablemente a la revolución.

Dos años antes, en el Imperio austrohúngaro, Blasius Schemua, que fue por poco tiempo jefe del estado mayor general, había esgrimido ante su propio gobierno unos argumentos semejantes: la gente no comprendía cabalmente lo que traería la guerra[47]. Pero Schemua, a diferencia de Durnovo, no llegó a exhortar a su gobierno a evitarla en la medida de lo posible. Al igual que su predecesor (y sucesor) Conrad, abogaba más bien por una política exterior más agresiva, y aceptó, con una mezcla de resignación y esperanza, que una de las consecuencias podía ser la guerra. Quizá la población del Imperio austrohúngaro reconociera que el materialismo grosero no satisfacía sus necesidades espirituales, y con el liderazgo adecuado pudiese despuntar una nueva y más heroica era[48]. En Alemania, muchos —tal vez la mayoría— de los mandos militares alemanes dudaban hasta 1914 de que fuese posible una guerra breve y decisiva; pese a lo cual continuaron haciendo planes para una guerra de ese tipo, porque no veían otra alternativa. En una guerra de empate y desgaste Alemania bien podía salir derrotada, y ellos, como grupo, caer de su pedestal en la sociedad alemana[49]. La impresionante ausencia hasta 1914 de una planificación seria para una guerra prolongada, ya fuese en cuanto a acopio de materiales o a medidas para administrar la economía, es una prueba clara de que los líderes civiles y militares europeos simplemente no querían afrontar semejante pesadilla de derrota y agitación social[50]. En el mejor de los casos, esperaban que ni siquiera una guerra de desgaste sin vencedores durara tanto; había algo en que los militares de toda Europa coincidían con Bloch: los recursos se acabarían, y se paralizarían los esfuerzos bélicos. Como jugadores desesperados que no ven otra salida que apostarlo todo a una tirada de dados o a un giro de la ruleta, demasiados planificadores militares europeos, como los alemanes, reprimieron sus propias dudas y pusieron su fe en una guerra breve y decisiva que zanjaría las cosas de un modo u otro. La victoria produciría acaso una sociedad mejor y más unida; y, si perdían, es que ya estaban condenados de antemano[51]. En 1909 un diplomático del Imperio austrohúngaro se puso a charlar con un general ruso en el club náutico de San Petersburgo. El ruso anhelaba una buena guerra entre sus dos países. «Necesitamos prestigio —le dijo al austriaco—, para fortalecer el zarismo, que, como todo régimen, merece una gran victoria». Cuando volvieron a encontrarse, en la década de 1920, lo hicieron en el nuevo estado independiente de Hungría, y el ruso era un refugiado[52].

Aunque había pocos líderes europeos que, como Conrad, anhelaran la guerra antes de 1914, la gran mayoría la aceptaba como instrumento plausible, y pensaba que no se saldría de su control. A medida que Europa fue padeciendo una serie de crisis en la década anterior a 1914, y a medida que se iban fortaleciendo las alianzas entre los distintos líderes y sus pueblos fue calando la idea de que la guerra podía estallar. Los miembros de la triple entente —Francia, Rusia y Gran Bretaña—, más Alemania, el Imperio austrohúngaro e Italia en la triple alianza, llegaron a pensar que cualquier conflicto entre dos potencias involucraría probablemente a sus aliadas. En los sistemas de alianzas se verbalizaban promesas, se intercambiaban visitas, se trazaban planes que creaban expectativas, difíciles de defraudar en un momento de crisis. Una guerra general, librada en el corazón de Europa, comenzaba a ser imaginable. Tanto como el militarismo o el nacionalismo, el impacto de las crisis contribuyó a preparar psicológicamente a los europeos para la Gran Guerra.

Los países europeos creían en su mayoría estar defendiéndose con toda justicia contra determinadas fuerzas que querían destruirlos: Alemania contra el cerco hostil; el Imperio austrohúngaro contra el nacionalismo eslavo; Francia contra Alemania; Rusia contra sus vecinos Alemania y el Imperio austrohúngaro; Gran Bretaña contra Alemania. Los sistemas de alianzas, así como las alianzas particulares dentro de cada sistema, solo prometían apoyo en respuesta a un ataque contra el aliado. Y en una época en que importaba mucho la opinión pública, así como la disposición del público a respaldar una guerra, los líderes civiles y militares se preocupaban por garantizar que sus países fuesen vistos como la parte inocente de cualquier conflicto que iniciase las hostilidades.

Pero una vez que sobrevino la guerra, las potencias europeas estaban listas para atacar en defensa propia. Casi todos los planes militares elaborados en Europa hasta 1914 eran ofensivos, y procuraban llevar la guerra a territorio enemigo y lograr una victoria rápida y contundente. Esto, a su vez, ejerció mayor presión aún sobre los dirigentes durante las cada vez más frecuentes crisis internacionales en la dirección que iniciaran la guerra cuanto antes para obtener así ventaja. De acuerdo con su plan de guerra de 1914, Alemania necesitaba situar tropas en Luxemburgo y Bélgica antes de cualquier declaración de guerra, y eso fue lo que sucedió[53]. Y los planes contribuyeron en sí mismos a agravar las tensiones internacionales, movilizando a las fuerzas armadas para el inicio inminente de las hostilidades y alentando una carrera armamentista. Lo que podría parecer un modo razonable de autodefensa, podía ser visto desde el otro lado de la frontera de un modo muy diferente.