VIII

LA LEALTAD DE LOS NIBELUNGOS:
LA DOBLE ALIANZA DEL IMPERIO
AUSTROHÚNGARO Y ALEMANIA

E n marzo de 1909, cuando una crisis entre Rusia y el Imperio austrohúngaro motivada por Bosnia amenazaba con derivar en guerra, el primer ministro alemán, Bülow, declaró ante el Reichstag que Alemania respaldaría a su aliado de Danubio abajo con «la lealtad de los nibelungos». Era una metáfora curiosa. Si se refería a las óperas de Wagner del ciclo del Anillo (y él conocía a la familia del compositor), entonces los nibelungos representan la avaricia y la traición. Pero si se refería a la historia de los nibelungos (como llamaban los alemanes a los reyes de Burgundia en la Edad Media), entonces ciertamente hablaba de lealtad… aunque de una lealtad que conduce a la destrucción. El mito cuenta que la corte de Burgundia, rodeada por sus enemigos, se negó a rendirse a Hagen, que había traicionado y asesinado a Sigfrido, y en la defensa perecieron todos los burgundios.

Pese a todas sus proclamas de lealtad, los líderes alemanes tenían sentimientos encontrados respecto al Imperio austrohúngaro, de cuyas numerosas debilidades eran conscientes; y, aunque no dejaban de reconocer el encanto austriaco, pensaban que no compensaba el poco cuidado con que actuaban. El problema de Alemania eran sus pocas posibilidades de encontrar otros aliados. Ya había alejado a Gran Bretaña con la carrera armamentista naval, y los británicos no se mostrarían amistosos en tanto Tirpitz y el káiser no estuvieran dispuestos a retroceder. Lo cierto es que el mayor acercamiento de Gran Bretaña a Francia y Rusia en parte se debía al desafío alemán, y aunque los británicos dijeran, y hasta quizá creyeran, que la triple entente era de carácter defensivo y no vinculante, los tres países se habían habituado a consultarse entre sí y a hacer planes conjuntos, y sus funcionarios, tanto civiles como militares, habían creado lazos y cultivado amistades.

[8] Los líderes alemanes gustaban de afirmar que Alemania respaldaba a su aliado el Imperio austrohúngaro con una lealtad digna de los nibelungos. La curiosa elección de esta metáfora es una muestra de las ambigüedades y tensiones presentes en la doble alianza. Según el mito representado aquí, los nobles guerreros burgundios de la Edad Media mueren, hasta el último hombre, por culpa de las intrigas entre dos mujeres.

Si Alemania buscaba amigos, la Francia aliada militarmente a Rusia y a Gran Bretaña por la entente cordial ya no podía ser intimidada como en los días de Bismarck, y no iba a estar dispuesta por propia voluntad a aliarse con su vecino del este. Rusia era una posibilidad para Alemania por diversas razones, pero por el momento su necesidad de dinero francés y el alivio que le proporcionaba la solución de sus problemas pendientes con Gran Bretaña en oriente determinaban su resistencia a los intentos alemanes de seducción. De las grandes potencias solo quedaba Italia, que era parte de la triple alianza; pero su debilidad militar y sus discrepancias con el Imperio austrohúngaro, el tercer integrante, hacían que no se pudiese confiar en ella. En el sur de Europa, si Alemania quería obtener apoyo contra Rusia o para sí misma y para el Imperio austrohúngaro, las perspectivas no eran mejores: el Imperio otomano estaba en franca decadencia, y los estados más pequeños del sur de Europa —Rumanía, Bulgaria, Serbia, Montenegro y Grecia— se limitaban a observar atentamente, en espera del rumbo que tomaran los acontecimientos.

Eso dejaba al Imperio austrohúngaro como única opción. El embajador alemán en Viena desde 1907, Heinrich von Tschirschky, reflexionaba en 1914: «A menudo me pregunto si realmente vale la pena pegarse tanto a este estado que está a punto de saltar en pedazos y continuar con este agotador empeño de tirar de él. Pero no veo ninguna otra alternativa a las ventajas que aún comporta una alianza con la potencia centroeuropea»[1]. En los años anteriores a 1914, Alemania, con o sin razón, se sintió cada vez más acorralada (para sus vecinos, desde luego, constituía todo lo contrario: una gran potencia económica y militar que dominaba el centro de Europa); aunque con una potencia amiga al sur, el Imperio austrohúngaro, podía despreocuparse de esa frontera. El conde Alfred von Schlieffen, jefe del estado mayor alemán, que dio su nombre a uno de los planes militares más célebres del siglo XX, escribió tras abandonar su cargo en 1909: «El anillo de hierro forjado en torno a Alemania y Austria solo permanece abierto ahora en dirección a los Balcanes». Los enemigos de Alemania y del Imperio austrohúngaro —Francia, Gran Bretaña y Rusia— estaban empeñados en su destrucción, pero se encomendaban al tiempo: esperaban el momento en que las divisiones internas —en el caso de Austria, entre sus numerosas nacionalidades, y en el de Alemania, entre sus partidos políticos— hicieran su diabólica labor. En un momento determinado, «las puertas se abrirán, los puentes levadizos bajarán y unos ejércitos enormes entrarán asolando y destruyendo»[2].

A los alemanes también les preocupaba que el Imperio austrohúngaro decidiera apartarse de la triple alianza. Tanto en Rusia como en el Imperio austrohúngaro había quienes aún anhelaban una alianza conservadora —entre ellos los monarcas—, con o sin Alemania; y en el Imperio austrohúngaro había suficientes personas que odiaban a Italia y preferían lanzar una guerra contra este país y no contra Rusia. Para muchos patriotas austriacos resultaba difícil perdonar y olvidar que la unión con Alemania se había producido a expensas del tradicional papel de su imperio como uno de los principales estados germánicos. Tampoco ayudaba la proclividad de los alemanes a tratar a su aliado con condescendencia, como cuando el káiser decía que, en caso de conflicto, el Imperio austrohúngaro sería un leal segundón, o cuando los oficiales alemanes trataban a sus homólogos austriacos con prepotencia. «Nunca tuve dudas —afirmó Bülow en sus memorias—, de que, si damos por cierta la comparación del experimentado diplomático Talleyrand respecto a que la alianza entre estados establece una relación similar a la de un caballo con su jinete, nosotros debíamos desempeñar el papel de jinete en nuestra alianza con la monarquía del Danubio»[3].

Pero nunca llegaría a resultar tan sencillo, y Alemania iba a descubrir que su caballo iba adónde él quería, especialmente hacia los Balcanes. Al tomar al Imperio austrohúngaro como aliado, Alemania tomaba a la vez sus ambiciones y sus disputas en una región del mundo ya de por sí inestable, donde la acelerada decadencia del Imperio otomano no solo atraía la atención del Imperio austrohúngaro y de Rusia, sino que también estimulaba los apetitos de los pequeños estados independientes de los Balcanes. Para Alemania, el desafío consistía en reafirmar la confianza del Imperio austrohúngaro en que su respaldo era firme, y al mismo tiempo impedirle actuar de manera irreflexiva. Como apuntó Bülow, con la ventaja de la mirada retrospectiva:

«Existía el peligro de que, bajo una presión excesiva, la monarquía dual perdiera el control y cayera en las garras de Rusia, como cae la paloma asustada en manos de la serpiente. Teníamos que emplearnos a fondo para mantener la lealtad de Austria y, en caso de guerra —que podía evitarse si nos mostrábamos hábiles, pero que, naturalmente, era siempre una posibilidad—, estar seguros de la cooperación del ejército real e imperial, que seguía siendo formidable y eficaz pese a la debilidad interna de la monarquía. Por otra parte, teníamos que evitar que Austria, en contra de nuestro deseo, nos arrastrara a una guerra mundial»[4].

En los documentos y en los mapas, el Imperio austrohúngaro aparecía como un aliado impresionante. En términos actuales, se extendía desde el sur de Polonia hasta el norte de Serbia, e incluía a la república Checa, Eslovaquia, Austria, Hungría, el extremo suroeste de Ucrania, Eslovenia, Croacia y Bosnia, así como una buena parte de Rumanía (Transilvania). Este territorio contaba con una población de más de cincuenta millones de habitantes, con un fuerte sector agrícola, con una gama de recursos que iban desde el hierro a la madera, con industrias en desarrollo y una red de ferrocarriles en rápida expansión, con un ejército que en tiempos de paz se aproximaba a los cuatrocientos mil efectivos y con una armada moderna. Sus grandes capitales, Viena y Budapest, y otras ciudades más pequeñas, como Praga o Zagreb, se habían modernizado y embellecido con sistemas de alcantarillado, tranvías, iluminación eléctrica, enormes edificios públicos ricamente decorados y sólidos edificios de pisos, para la clase media. Las universidades de la monarquía dual incluían desde la Jagellón en Cracovia (una de las más antiguas de Europa) hasta la escuela de Medicina de Viena, además de otras facultades y escuelas que crecían a paso acelerado. En 1914, el ochenta por ciento de la población del imperio sabía leer y escribir.

Aunque había áreas de la monarquía dual en las que nada parecía haber cambiado —la vida de los campesinos en Galitzia o Transilvania, por ejemplo; o, en el otro extremo de la escala social, el complicado ritual de la corte en los inmensos palacios imperiales—, era imposible que el mundo moderno no afectara al Imperio austrohúngaro dando lugar a nuevas comunicaciones, empresas y tecnologías, así como a otros valores y actitudes. Por ejemplo, se habían eliminado las antiguas restricciones que impedían a los judíos acceder a ciertas profesiones. Aunque, triste es decirlo, un nuevo tipo de antisemitismo virulento haría su aparición antes de 1914. Pese a que el crecimiento económico de la monarquía dual no alcanzaba al de Rusia, su promedio anual fue del 1,7 por 100 en los veinte años previos a 1914. El imperio seguía un patrón de desarrollo similar al de Europa occidental, con un crecimiento industrial y su correspondiente desplazamiento de los campesinos desde el campo a las zonas urbanas; pese a los altibajos, la prosperidad se fue extendiendo a un sector cada vez más amplio de la población. Las tierras checas, que ya gozaban de cierto avance tecnológico y comercial, tenían mayor concentración de industrias modernas, como los importantes talleres Skoda, que producían algunas de las mejores armas de Europa. Asimismo, Viena contaba con una moderna industria en las afueras de la ciudad, incluidos los talleres Daimler. En 1900, Budapest también había avanzado y era el centro bancario para una buena parte de Europa oriental; y aunque la economía de Hungría siguió siendo ante todo agrícola, su industrialización avanzó rápidamente a partir de 1900.

Los crecientes gastos gubernamentales en infraestructuras y programas sociales ayudaban en lo que parecía un avance sostenido hacia la modernización y la prosperidad. Pero no todo era de color de rosa. Las importaciones del Imperio austrohúngaro excedían con mucho sus exportaciones, por lo que la deuda del gobierno aumentaba. Sus gastos militares continuaban siendo los más bajos de las cuatro grandes potencias: en 1911 fueron de poco más de un tercio del gasto de los rusos[5]. Cualquier incremento de las tensiones internacionales tenía por fuerza que afectar a la salud fiscal del Imperio austrohúngaro, además de que el progreso acarreaba inevitablemente sus propios problemas y tiranteces. Por ejemplo, los pequeños campesinos y la nobleza terrateniente menos opulenta veían disminuir el precio de productos como el trigo, debido a la competencia con Rusia. Así, en las décadas anteriores a 1914 se multiplicaron las huelgas y protestas de campesinos, y se dividieron algunas de las haciendas más antiguas. En las zonas urbanas, los artesanos, que ya no podían competir con la producción de las fábricas modernas, así como los obreros industriales, cuyas condiciones solían ser espantosas, se organizaban y adoptaban actitudes más militantes.

En algunos aspectos, bajo la monarquía dual la política era similar a la de otros lugares de Europa: la antigua aristocracia rural esperaba subirse al tren del poder y la influencia; los radicales eran anticlericales; los liberales de clase media aspiraban a más libertades, al menos para ellos; y los nuevos movimientos socialistas deseaban reformas o en algunos casos la revolución. También en Europa, bajo el Imperio austrohúngaro coexistían diversas formas de gobierno, desde la autocracia hasta la democracia parlamentaria. La parte austriaca tenía un parlamento electo, que a partir de 1907 lo fue por sufragio masculino universal; en Hungría, sin embargo, el sufragio estaba limitado a un seis por ciento de la población. Por otro lado, Francisco José, emperador de 1848 a 1916, no era tan poderoso como el zar, pero tampoco sufría las restricciones del rey de Gran Bretaña. El emperador austriaco determinaba la política exterior y era el comandante supremo de las fuerzas armadas, si bien sus facultades estaban consignadas en las leyes constitucionales. Tenía potestad para designar y destituir ministros, y además tenía poderes de excepción —a los que su gobierno recurría a menudo— para gobernar sin el parlamento; aunque no podía modificar la constitución. No obstante, el negocio del gobierno no se detenía: los impuestos se recaudaban y las cuentas se pagaban. Personalmente, el emperador era popular entre su pueblo, y la perspectiva de una revolución parecía mucho más remota que en Rusia.

La preocupación por su supervivencia a largo plazo era lo que, en las décadas anteriores a 1914, llevaba a los estadistas alemanes a preguntarse si la alianza con el Imperio austrohúngaro había sido una decisión correcta, puesto que, en tiempos de crecimiento de la conciencia nacional, estaba cada vez más a merced de sus nacionalidades, al igual que el Imperio otomano. En 1838, lord Durham dijo de Canadá que se componía de dos naciones enfrentadas en el seno de un solo estado; más de un siglo y medio después, el conflicto entre franceses e ingleses aún no ha terminado. Mucho mayor era el desafío del Imperio austrohúngaro, que reconocía hasta diez u once idiomas principales. Esto no fue tan importante durante siglos, cuando las personas se definían por su religión, por su gobernante o su localidad y no por su nacionalidad; pero en las postrimerías del siglo XIX el nacionalismo, es decir, la identificación como miembro de un grupo distintivo por su idioma, su religión, su historia, su cultura o su raza, se había convertido en una fuerza de cambio por toda Europa. De la misma manera que el sentido de pertenencia a algo llamado la nación alemana o italiana había conducido a la creación de un estado alemán y otro italiano, los nacionalismos polaco, húngaro, ruteno o eslovaco ejercían presiones en el interior del Imperio austrohúngaro demandando mayor autonomía, cuando no la independencia.

El Imperio austrohúngaro carecía de una fuerte identidad que funcionara como contrapeso y en torno a la cual pudieran aglutinarse sus ciudadanos, ya que, más que un país, era una colección de propiedades adquiridas por los Habsburgo a lo largo del milenio anterior mediante maniobras hábiles, guerras y matrimonios. Francisco José detentaba tantos títulos, desde el de conde al de emperador, que con frecuencia se escribían seguidos de muchos etcéteras. Desde luego, había quienes pensaban en un imperio multinacional formado posiblemente por una mezcla de nacionalidades, por las grandes familias aristocráticas, cuyas conexiones e intereses abarcaban todo el imperio y en ocasiones toda Europa, o por partidarios de los Habsburgo, para quienes la lealtad a la dinastía estaba por encima de todo. El ejército también constituía una organización auténticamente multinacional, en la que el tema del idioma se abordaba con sensatez: los soldados debían conocer las voces de mando y la terminología técnica básica en alemán, pero se les ubicaba en regimientos de soldados que hablaran el mismo idioma; por su parte, los oficiales debían aprender el idioma de los soldados a su mando. Se dice que durante la guerra un regimiento descubrió que el inglés era la lengua más común y decidió emplearla[6].

Solo había otra institución verdaderamente imperial, y era la monarquía. Llevaba siglos y había expulsado a invasores y conquistadores, desde Solimán el Magnífico, de los otomanos, hasta Napoleón; y además había vivido guerras civiles y revoluciones, durante la época en que el imperio creció, luego se contrajo, creció de nuevo, para en la segunda mitad del siglo XIX volverse a contraer. Los Habsburgo hacían remontar su ascendencia hasta Carlomagno, pero la primera vez que dejaron su impronta en la historia de Europa fue cuando uno de ellos fue elegido emperador sacro-romano. En los siglos siguientes, la familia hizo prácticamente suyo el título, hasta que Napoleón lo abolió definitivamente en 1806. Pero los Habsburgo resistieron, y el emperador Francisco de Austria, tal como se titulaba ahora, vivió para ver la derrota de Napoleón y reinó hasta 1835, en que le sucedió su hijo, el gentil y simple Fernando. Su nieto Francisco José llegó a emperador en 1848, año de revoluciones en Europa, en que la dinastía se tambaleó y hasta el imperio austriaco estuvo a punto de deshacerse. Se persuadió a su tío Fernando para que abdicase, y el propio padre de Francisco José, apenas un poco más competente que su hermano (fue apodado «el Bueno» porque a nadie se le ocurrió nada mejor), también aceptó hacerse a un lado. (Los Habsburgo afrontaban enérgicamente y sin miramientos las frecuentes consecuencias de la consanguinidad). Se afirma que el nuevo emperador, que acababa de cumplir dieciocho años, dijo: «Adiós a la juventud»[7].

Buen mozo y de apariencia digna, Francisco José se mantuvo delgado y con una apostura de militar hasta el final de su vida. Sus tutores le habían diseñado un programa de estudios que incluía historia, filosofía y teología, además de idiomas: junto con el alemán, su primera lengua, el italiano, el húngaro, el francés, el checo, el polaco, el croata y el latín. Por fortuna tenía una excelente memoria y también gran capacidad de trabajo, así que se aplicó a los estudios con determinación. «Mi cumpleaños —escribiría en su diario en 1845—, y más importante aún, el decimoquinto. ¡Quince años de edad y en apenas poco tiempo concluiré mi educación! ¡Tengo que esforzarme realmente y corregir mis modales!»[8]. Ese riguroso sentido del deber le acompañó toda su vida, de la misma forma que, después de los acontecimientos de 1848, mantuvo siempre el odio por la revolución, así como la decisión de preservar la dinastía y su imperio. Pero no era un reaccionario; aceptaba con cierto fatalismo que se habían producido cambios y que se podrían producir más en el futuro. Y se producirían: como la pérdida gradual de la mayor parte de sus territorios italianos, y luego, tras la derrota sufrida en 1866 a manos de Prusia, la exclusión de Austria de la confederación alemana.

Su imperio se iba encogiendo poco a poco, pero Francisco José preservó el estatus de sus gloriosos ancestros. Tan solo en Viena tenía dos palacios: el enorme Hofburg y el Schönbrunn, su favorito, construido por María Teresa como palacio de verano (con mil cuatrocientas habitaciones y un inmenso parque). El conde Albert von Margutti, que fuera edecán del emperador durante casi veinte años, recordaba el primer encuentro: «Con el corazón palpitante ascendí lo que se conoce en Hofburg como la “escalinata de la cancillería”, una enorme escalera que conducía a la antesala del salón de audiencias». Guardias luciendo magníficos uniformes permanecían de pie en lo alto de la escalera, en tanto la puerta que conducía al emperador estaba flanqueada por dos oficiales con las espadas desenvainadas. «Todo sucedió con la precisión de un reloj y sin ruido; pese a la presencia de todas esas personas, reinaba un silencio que lo extraordinario de la ocasión acentuaba»[9].

En medio de semejante opulencia vivía un hombre de rutinas, capaz de disfrutar de una cena sencilla y de relajarse con una cacería o con unos ejercicios de tiro. Era un buen católico, aunque no pensara mucho en ello. Al igual que otros soberanos, como Nicolás II y Guillermo II, Francisco José era aficionado a la vida militar y casi siempre vestía de uniforme; también como ellos, estallaba en un ataque de ira si algún detalle del uniforme del ejército no era debidamente atendido. Por lo demás, siempre se mostraba cortés con todos, aunque sin olvidar jamás su rango. Solo una vez estrechó la mano de Margutti, como reconocimiento a una promoción. (Y Margutti siempre se lamentaría de que nadie en la corte hubiera sido testigo del gesto)[10]. Para Francisco José, el arte moderno resultaba desconcertante, pero su sentido del deber le llevaba a exposiciones públicas de arte, así como a la inauguración de nuevos edificios importantes, especialmente si gozaban del patrocinio real[11]. En cuanto a la música, sus gustos iban desde las marchas militares a los valses de Strauss y, aunque le gustaba el teatro —y de vez en cuando las actrices más bonitas—, prefería los clásicos. No le gustaban la impuntualidad, la risa estridente ni las personas que hablaban demasiado[12]. Tenía sentido del humor, aunque más bien básico; cuando ascendió a la gran pirámide de Egipto, con la ayuda de unos guías beduinos, le escribió a su esposa, la emperatriz Isabel (Sissi): «Como en su mayoría solo visten una camisa, mucho queda expuesto a la vista durante el ascenso, y esa debe de ser la razón por la que las mujeres inglesas se muestran tan interesadas y felices cuando escalas las pirámides»[13].

En sus últimos años, Francisco José durmió en un catre militar de campaña ubicado en un dormitorio extremadamente sencillo, o, como decía Margutti, «en franca penuria». Su rutina puede calificarse de estricta y espartana, pues se despertaba apenas pasadas las cuatro de la madrugada y se hacía lavar con agua fría. Se bebía un vaso de leche, y después trabajaba solo hasta las siete o siete y media, en que empezaba a recibir a sus asesores. Desde las diez y hasta las cinco o las seis de la tarde, recibía a sus ministros y embajadores, haciendo una sola pausa de media hora para consumir un almuerzo ligero, sin compañía. Por la noche cenaba solo o con invitados. Detestaba perder el tiempo e insistía en que la comida se sirviera a ritmo acelerado, por lo que a menudo los miembros de la familia más jóvenes no tenían tiempo de comer antes de que se diera por concluida la cena. A menos que hubiera un baile o una recepción en la corte, a las ocho y media ya estaba en la cama. A pesar de la estudiada sencillez de su vida, tenía un elevado sentido de su propia dignidad y del respeto que se le debía[14].

Francisco José había sentido adoración por su madre, una mujer de carácter fuerte. «¿Puede haber algo más querido sobre la tierra que la propia madre? —dijo cuando conoció el fallecimiento de la madre de Guillermo—. Independientemente de las diferencias que nos apartan, la madre es siempre la madre, y cuando la perdemos, una buena parte de nosotros se va con ella a la tumba»[15]. Su vida personal fue complicada y con frecuencia triste. Su hermano Maximiliano fue ejecutado en México después de un fallido intento por establecer un reino allí, y su viuda enloqueció. Su único hijo, Rudolf, un joven infeliz y atormentado, se suicidó en compañía de su amante adolescente en su pabellón de caza de Mayerling. Las autoridades encubrieron el escándalo, pero no lograron contener los rumores, muchos de ellos descabelladas teorías conspiratorias. Francisco José continuó con su vida, pero a la actriz Katharina Schratt, quizá su mejor amiga, le escribió: «Ya nada volverá a ser como antes»[16]. A todos sus pesares vino a sumarse que su más probable heredero sería su sobrino, Francisco Fernando, por quien no sentía especial simpatía.

Para entonces, hacía tiempo que el matrimonio de Francisco José había dejado de proporcionarle consuelo. Él adoraba a su prima Isabel, con quien había contraído matrimonio cuando ella apenas contaba diecisiete años, pero las cosas no salieron bien. Ella era encantadora, vivaz y adorable, y de niña había sido díscola e impulsiva; lamentablemente, nunca maduró. Detestaba la corte, las ceremonias y las obligaciones, y hacía todo lo posible por eludirlas. Pero, cuando quería, podía serle de gran ayuda a su esposo; a los húngaros los conquistó de tal manera, aprendiendo su idioma y vistiendo su traje nacional, que le regalaron un palacio de verano en las afueras de Budapest. Disfrutaba cabalgando y viajando, y disfrutaba de sí misma; aunque en general se le consideraba una belleza, siempre estaba preocupada por su aspecto. Confeccionó un álbum con las mujeres más bellas de Europa, que la hacía llorar[17]. A lo largo de su vida fue una fanática del ejercicio y comió lo menos posible. «Su talle —escribió la reina Victoria en su diario—, es más breve de lo que se pueda imaginar»[18]. En 1898, cuando un anarquista la apuñaló en el corazón, Isabel no murió de inmediato, porque llevaba el corsé tan ajustado que se desangró muy lentamente.

Francisco José afrontó el suceso con valentía, y continuó trabajando metódicamente en sus montones de papeles, como si de alguna manera el trabajo arduo y la atención a los detalles pudieran alejar el caos y mantener unido su imperio. Con frecuencia decía: «Dios nos ayude si alguna vez nos permitimos caer en el estilo de las razas latinas»[19]. Conforme fueron pasando los años de su prolongado reinado, su posición fue cada vez más la de un jinete que cabalga dos caballos disparejos. Hungría, que durante largos años fue un reino independiente, no lograba ajustarse a la corona de los Habsburgo. La aristocracia húngara y los nobles de menor rango que dominaban la sociedad y la política tenían un elevado concepto de su idioma (diferente de casi todos los otros del mundo), su historia y su cultura, y sentían un gran orgullo por su propia constitución y sus leyes. En los años revolucionarios de 1848-1849 intentaron, infructuosamente, independizar a Hungría, y en 1867 aprovecharon la aplastante derrota sufrida por el imperio austriaco a manos de Prusia para negociar un nuevo acuerdo con el emperador, el famoso compromiso.

Este acuerdo dio lugar a una entidad cuyo nombre lo decía todo: el Imperio austrohúngaro o la monarquía dual. Se trataba de una asociación entre Hungría, que todavía incluía Transilvania, Eslovaquia y Croacia, y los restantes territorios de los Habsburgo en el oeste, convenientemente llamados Austria, que abarcaban desde el Adriático y los Alpes en dirección al desaparecido reino de Polonia, y luego al este hasta la frontera rusa. Cada parte se ocupaba de sus propios asuntos, con su propio parlamento, sus ministros, su burocracia, sus tribunales y sus fuerzas armadas. Las únicas actividades que compartían eran las de asuntos exteriores y de defensa, así como los fondos que los financiaba; cada parte con su correspondiente ministro, que se reunían como los tres ministros comunes. El otro eslabón era el propio emperador, o el rey, como se le llamaba en Hungría. Por lo demás, la monarquía dual no suponía tanto un compromiso como una negociación interminable. Delegaciones nombradas por cada parlamento se reunían una vez al año para elaborar cualquier acuerdo necesario, por ejemplo, sobre impuestos o ferrocarriles comunes; pero, a insistencia de los húngaros, solo se comunicaban por escrito, para no dar la impresión de un gobierno compartido. Las cuestiones financieras y comerciales se renegociaban cada diez años, y por lo general daban lugar a dificultades.

Puede afirmarse que, entre las principales potencias europeas, era el Imperio austrohúngaro el que poseía los peores mecanismos de intercambio de información entre ministerios, y la peor coordinación de políticas. Es cierto que los tres ministros comunes se reunían de vez en cuando con los primeros ministros de Austria y de Hungría; pero, cuando abordaban temas de asuntos exteriores y defensa, no se comportaban como un ejecutivo. Entre el otoño de 1913 y el comienzo de la crisis de julio de 1914, el consejo de ministros comunes se reunió solo en tres ocasiones, y esto para tratar temas relativamente triviales. Tampoco el emperador se hacía cargo de la política en general, ni alentaba a otros para que lo hicieran. Francisco José únicamente hablaba con sus ministros por separado, y esto sobre sus respectivas áreas de responsabilidad; y, aunque mantenía invariable su rutina de trabajo, los años ya le pesaban. En 1910 cumplió ochenta, y su salud, mucho tiempo vigorosa, comenzó a fallarle. En el momento de estallar la guerra se encontraba bastante aislado, apartado de la vista del público en su palacio de Schönbrunn y reacio a intervenir en las disputas de sus ministros. Semejante vacío de poder condujo, entre otras cosas, a que diversas personalidades o departamentos fuertes llegaran a trazar políticas en áreas ajenas a las de su competencia[20].

En un principio, los húngaros estuvieron encantados con el compromiso, y hasta iniciaron la construcción de un nuevo edificio en Budapest para el parlamento. «No se precisa de cautela, cálculo ni ahorro», le dijo el primer ministro húngaro a su arquitecto, que se lo tomó a pie juntillas. En el momento de su terminación, el edificio del parlamento húngaro, con un estilo arquitectónico y ornamental de reminiscencias góticas, e incluso renacentistas y barrocas, y en cuya decoración se emplearon cuarenta kilos de oro, fue el mayor del mundo; pero lo que ocurrió dentro fue desmesurado en otro sentido. La política era el deporte nacional, y los húngaros jugaban para ganar, empleando entre ellos una retórica hiriente que en ocasiones culminaba en desafíos a duelo; cuando esto empezaba a aburrirles, la emprendían contra Viena[21]. Algunas de las escenas más terribles se registraron durante una prolongada y amarga crisis entre Budapest y Viena sobre el ejército conjunto.

Sucesivos líderes políticos húngaros y sus seguidores exigían medidas encaminadas a que una buena parte del ejército de la monarquía dual fuera húngaro, con regimientos conformados exclusivamente por húngaros, comandados por oficiales húngaroparlantes y presididos por el pabellón húngaro. Esta concepción daba al traste con la eficiencia y unidad del ejército y, como señalara el agregado militar francés, en cualquier caso no había suficientes oficiales que hablaran húngaro. En 1903, cuando Francisco José trató de calmar los ánimos mediante una declaración anodina sobre que sus fuerzas armadas favorecían el espíritu de unidad y armonía y trataban con respeto a todos los grupos étnicos, lo único que logró fue echar más leña al fuego de los nacionalistas húngaros de Budapest. Los húngaros interpretaron «étnico» como «tribal», y se tomó como un insulto mortal[22]. El parlamento húngaro quedó paralizado por el obstruccionismo, y las negociaciones entre Viena y Budapest se estancaron. A finales de 1904, cuando el primer ministro húngaro István Tisza (que ocuparía de nuevo el cargo en el verano de 1914) trató de desenredar el asunto, la oposición penetró en la cámara armada con cachiporras, puños de acero y revólveres, destruyó el mobiliario y golpeó a la guardia parlamentaria. Pese a su victoria en las elecciones siguientes, la oposición se negó a asumir el cargo hasta que Francisco José no aceptara sus demandas sobre el ejército, algo a lo que este se resistía. El estancamiento llegó a su fin en 1906, cuando el emperador amenazó con introducir el sufragio universal en Hungría. La oposición se desmoronó.

Después de todo, los húngaros tenían sus propios problemas con las nacionalidades, uno de los cuales habían logrado pasar por alto hasta ese momento. Los húngaros —o magiares, como preferían ser llamados— apenas constituían una mayoría dentro de las fronteras húngaras, pero las restricciones instituidas ponían en sus manos casi la totalidad de los escaños del parlamento. En 1900, los movimientos nacionalistas —serbios, rumanos y croatas— cobraban fuerza en toda Hungría, atizados por esta falta de poder y por el resentimiento que generaban las promociones gubernamentales de húngaros en escuelas y oficinas. Esta situación tuvo su reflejo en el auge de los movimientos nacionalistas, tanto dentro del territorio del Imperio austrohúngaro como en torno a sus fronteras. En 1895, se convocó en Budapest un congreso de nacionalidades para exigir que Hungría se convirtiera en un estado multinacional. Los húngaros reaccionaron con alarma e indignación. Ni siquiera el relativamente liberal Tisza podía aceptar que hubiera dentro de Hungría otras naciones con aspiraciones nacionales legítimas. En su opinión, los rumanos, a excepción de los extremistas, eran como los campesinos de su hacienda y sabían que necesitaban trabajar con los húngaros: «Sé que son gentiles, pacíficos y respetuosos con los caballeros, y que agradecen cada elogio que reciben»[23].

Durante el tiempo que duró la monarquía dual, la ola de nacionalismo dio lugar a interminables e insolubles enfrentamientos por las escuelas, los empleos y hasta por las señales de tránsito. Una pregunta del censo que pedía a las personas dejar constancia de su lengua materna se convirtió en un indicador de la fuerza de las nacionalidades, ya que los grupos nacionales publicaron anuncios en los que instaban a los censados a dar las respuestas «correctas». Con frecuencia, los movimientos nacionalistas se solapaban con temas clasistas o de índole económica. Por ejemplo, los campesinos rumanos y rutenos desafiaron a sus terratenientes húngaros y polacos. Sin embargo, la fuerza del nacionalismo fue tal que las clases, que en otros países llegaron a formar partidos socialistas, liberales o conservadores, aquí se fragmentaron conforme a las divisiones nacionales.

Como la población austrohúngara se había mezclado tanto en el curso de los siglos, prácticamente cada localidad tenía sus propias luchas nacionalistas: en Eslovenia se enfrentaban italianos y eslovenos; en Galitzia, polacos y rutenos; y los alemanes parecían enfrentarse a todos, a los italianos en el Tirol y a los checos en Bohemia. En 1895, el gobierno austriaco se derrumbó, porque los germanoparlantes se opusieron a admitir en paralelo clases de esloveno en la enseñanza secundaria. Dos años más tarde, el conflicto entre checos y alemanes por el empleo del idioma checo en asuntos de gobierno en Bohemia y Moravia condujo a la violencia callejera y a la caída de otro primer ministro. Y en 1904 se suscitaron violentas manifestaciones de alemanes contra el establecimiento en Innsbruck de una facultad de derecho italiana. Entretanto, había estaciones nuevas de ferrocarril que permanecían sin nombre porque no se lograba llegar a un acuerdo sobre el idioma a utilizar. Quizá no fuera casual que precisamente un vienés, Sigmund Freud, desarrollara la idea del narcisismo de las pequeñas diferencias. Tal como escribiera en El malestar en la cultura, «Son precisamente las comunidades con territorios colindantes, y relacionadas entre sí de diferentes maneras, las que mantienen constantes disputas y se dedican a ridiculizarse unas a otras»[24].

«Una aire de irrealidad lo invadía todo —decía Henry Wickham Steed, periodista británico destinado en Viena—. La atención pública se centraba en asuntos superficiales: una riña en la ópera entre un cantante checo y otro alemán, una trifulca en el parlamento por la designación de algún funcionario intrascendente en Bohemia, las atracciones de la última ópera cómica o la venta de entradas para un baile de beneficencia»[25]. La generación más joven adoptaba una actitud de aburrimiento o cinismo hacia la política, o se sumaba a los nuevos movimientos políticos que prometían acabar con el embrollo mediante la violencia si era necesario. Lo cierto es que el Imperio austrohúngaro se debilitaba y su posición internacional quedaba socavada por la «solución ineficaz de la cuestión nacional», como le escribía el futuro ministro de Asuntos Exteriores del Imperio austrohúngaro, Alois von Aehrenthal, a su primo en 1899. «El defecto hereditario del austriaco —el pesimismo— se apodera ya de la juventud y amenaza con sofocar cualquier impulso idealista»[26].

Las diferencias nacionales no solo condujeron a la descomposición del comportamiento público, sino también a un estancamiento cada vez mayor en los parlamentos de la monarquía dual. Los partidos políticos, divididos como estaban por atender en esencia a su etnicidad y su idioma, se ocupaban fundamentalmente de fomentar los intereses de su propio grupo, o de bloquear los de los demás. Para silenciar a sus opositores, los diputados hacían sonar lo mismo una trompeta que un cencerro o un gong, tocaban tambores o lanzaban tinteros o libros; el obstruccionismo se convirtió en una práctica común. En una de las más célebres acciones de este género, un diputado alemán habló durante doce horas seguidas intentando impedir que se concediera a Checoslovaquia un estatuto de igualdad con Alemania en Bohemia y Moravia. «En nuestro país —le escribió un aristócrata conservador a un amigo—, el optimista está obligado a suicidarse»[27]. Pero, de alguna forma, el gobierno se las arregló para seguir adelante, recurriendo a sus poderes de excepción. En agosto de 1914, cuando se desató la guerra, el parlamento austriaco llevaba suspendido varios meses, y no se volvería a reunir hasta la primavera de 1917.

El nacionalismo tuvo también el efecto de socavar la burocracia, ya que los partidos utilizaban los nombramientos para premiar a sus seguidores, con la consiguiente multiplicación del volumen y el coste del sistema. Entre 1890 y 1911, la burocracia creció en un doscientos por cien, debido principalmente a nuevos nombramientos. Solo en Austria se registraban tres millones de empleados públicos, en una población total de unos veintiocho millones. Hasta las decisiones más simples se enredaban en trámites burocráticos. Es decir, en la burocracia que empleaba papel negro y amarillo para las cuestiones imperiales; rojo, blanco y verde para Hungría; y marrón y amarillo para Bosnia, después de su anexión. Un simple pago de impuestos en Viena pasaba por las manos de veintisiete funcionarios distintos. En la provincia de Dalmacia, en el Adriático, una comisión creada para informar sobre el modo de mejorar la burocracia descubrió que el coste de cobrar los impuestos era el doble del monto de los mismos. La comisión ofreció un panorama desalentador de la ineficiencia y el derroche presentes en todo el país. Por ejemplo, aunque un burócrata solo debía trabajar cinco o seis horas al día, pocos lo hacían. Un funcionario nuevo del ministerio de Asuntos Exteriores afirmó que rara vez recibía más de tres o cuatro expedientes al día para trabajar, y que a nadie le importaba si llegaba tarde y se marchaba temprano. En 1903, la embajada británica tuvo esperar diez meses una respuesta sobre el impuesto al whisky canadiense. En Londres, un diplomático británico se quejaba de que «si la dilación de los asuntos en este país continúa aumentando progresivamente, muy pronto rivalizará en ello con Turquía»[28].

No es de extrañar que la opinión pública prefiriera referirse jocosamente a la burocracia como un viejo jamelgo deslomado; pero sus consecuencias estaban muy lejos de ser jocosas. El desprecio por lo que el escritor satírico vienés Karl Kraus llamó «burocretinismo» contribuyó a menguar aún más la confianza pública en su gobierno; amén de que el coste de la burocracia significaba, entre otras cosas, que había menos dinero disponible para las fuerzas armadas, que además seguían atrapadas en interminables luchas políticas. Hasta 1912, el parlamento húngaro se había negado a aceptar el aumento de la financiación o del número de hombres reclutados anualmente, a menos que se le hicieran a cambio concesiones en temas como el idioma. Hizo falta una crisis en los Balcanes, a las puertas mismas de la monarquía dual, para que se lograse una modesta mejora. Aun así, en 1914 el Imperio austrohúngaro dedicaba menos fondos a su ejército que Gran Bretaña (que tenía un ejército mucho más pequeño que todas las demás potencias de Europa). El presupuesto total de defensa de la monarquía dual estaba muy por debajo del de Rusia, su enemigo más temible[29].

Esto no significa que el Imperio austrohúngaro fuera un cadáver flotando en el Danubio, como gustaban de llamarle algunos de sus aliados en Alemania; pero lo cierto es que no gozaba de buena salud. Se idearon varios remedios, pero fueron rechazados o considerados inoperantes. Durante la crisis con Hungría por el asunto del idioma y el ejército, el cuerpo castrense de la monarquía dual elaboró planes para el empleo de la fuerza militar en Hungría; pero el emperador se negó a considerarlos[30]. Las esperanzas de conseguir una burocracia verdaderamente nacional, por encima de la política, desaparecieron ante la inercia y el arraigo de los nacionalismos. En Austria se intentó el sufragio universal, queriendo así vincular a las masas más estrechamente con la corona; pero el resultado fue un mayor número de votantes en favor de los nuevos partidos nacionales populistas. También se ensayó el trialismo, un nuevo tipo de «compromiso» con los eslavos del sur. Se trataba de un término que cada vez se utilizaba más para referirse a los habitantes de la zona sur de la monarquía dual, y a otros pueblos balcánicos como los serbios, los eslovenos o los croatas. Un bloque eslavo en el sur podría haber contrarrestado al Imperio austrohúngaro y satisfecho las demandas de aquellos; pero fue rechazado de antemano por los húngaros. Para muchos, el heredero al trono Francisco Fernando resultaba la última esperanza, pues era relativamente joven y enérgico, y sin duda tenía muchas ideas, por más que fuesen en gran medida autoritarias y reaccionarias. Quizá él lograse revertir los cambios y hacer de nuevo de la monarquía dual una autocracia, con un gobierno central fuerte. Lo cierto es que parecía al menos un gobernante decidido, y como tal se comportó.

Francisco Fernando era alto, buen mozo, con ojos grandes y expresivos y una voz poderosa y dominante. Aunque su bigote no llegaba a ser como el de Guillermo, también tenía las puntas graciosamente giradas. Su vida privada, más allá de las usuales indiscreciones de la juventud, era impecable. Se había casado por amor y se comportaba como buen esposo y padre. Tenía sensibilidad para las cosas hermosas, e hizo mucho por salvar el patrimonio arquitectónico del Imperio austrohúngaro. Le adornaba la curiosidad intelectual y, a diferencia de su tío el emperador, leía los periódicos exhaustivamente. Al mismo tiempo, era avaricioso, exigente e intolerante. Se le conocía por su regateo con los comerciantes para obtener las pinturas y los muebles que deseaba. Era implacable con sus subordinados, hasta por las faltas más pequeñas. Odiaba a los judíos, a los masones y a quienquiera que criticara o desafiara a la iglesia católica, de la que era ferviente devoto. También insultaba a los húngaros («traidores») y a los serbios («cerdos»), repitiendo que debían ser aplastados. De hecho, había algo exagerado en él, tanto en lo concerniente a sus preferencias como a sus odios. Cuando iba de cacería le gustaba que le empujasen las presas hacia él en grandes cantidades, mientras disparaba sus rifles hasta ponerlos al rojo vivo. Se contaba que, en cierta ocasión, exigió que le reunieran una manada de venados y mató a doscientos, y hasta a uno de los de la batida por error[31].

En realidad, no se esperaba que fuera el heredero al trono, pero la ejecución de su tío Maximiliano en México, el suicidio de su primo Rudolph y el fallecimiento de su propio padre de fiebre tifoidea, adquirida por beber agua del río Jordán en tierra santa, le dejó en 1896, a la edad de treinta y tres años, como siguiente sucesor masculino. (El hermano menor de Francisco José, llamado Luis Víctor, aún vivía, pero a su alrededor se amontonaban demasiados escándalos). El mismo Francisco Fernando estuvo gravemente enfermo de tuberculosis poco antes de que muriese su padre, y quedó consternado por los halagos de que era objeto su hermano menor. Pero se recuperó en un viaje por mar, y gozó de buena salud hasta 1914.

Al emperador no le importaba demasiado su nuevo heredero, y sus relaciones acusaron un marcado empeoramiento en 1900, cuando Francisco Fernando insistió en contraer matrimonio con la condesa Sofía Chotek, una joven bonita, de buena reputación y procedente de una familia aristocrática de Bohemia, pero sin el rango adecuado para un Habsburgo. Finalmente, el emperador cedió, pero no sin imponer condiciones: Sofía no recibiría el título ni los privilegios de una archiduquesa de Habsburgo, ni sus hijos podrían heredar el trono. Este desaire, que el joven sufrió amargamente, así como la indiferencia del tío hacia las opiniones de su heredero, se sumaron a la exagerada inseguridad de Francisco Fernando. Uno de sus asistentes leales aseguró que «el archiduque tiene la impresión de que se le minusvalora, y de esta percepción se deriva unos celos comprensibles hacia los altos funcionarios que gozan de gran prestigio en el ejército o en la vida civil»[32]. Es posible que, como consecuencia de esto, su temperamento siempre feroz llegara a ser casi incontrolable. Había rumores entre sus asistentes, que prácticamente eran sus enfermeros, de que disparaba su revólver sin mucho cuidado; y el embajador británico en Viena contaba que el emperador estaba considerando descartarlo de la sucesión por las dudas que albergaba sobre su cordura[33].

No se sabe cuánto había de verdad en ello —siempre corrieron numerosos rumores acerca de los Habsburgo—, pero el caso es que Francisco José fue otorgándole cada vez mayores responsabilidades a Francisco Fernando. Le entregó el precioso palacio barroco de Belvedere, le permitió establecer su propia oficina militar, y en 1913 le nombró inspector general de las fuerzas armadas, lo que implicaba considerables facultades para tratar con ellas; aunque Francisco José se mantuvo como comandante en jefe. En la medida en que Francisco Fernando fue creando su propia red de políticos, burócratas, oficiales y periodistas, el Belvedere se convirtió prácticamente en una segunda corte, donde desarrolló sus ideas para salvar a la monarquía dual, centralizando el poder y las fuerzas armadas, poniendo fin al compromiso con Hungría y creando un nuevo estado federado que incluía a húngaros, alemanes, checos, polacos y eslavos del sur. Lo cierto es que no era especialmente adepto a las instituciones parlamentarias y, de haber podido hacerlo, habría prescindido de ellas para gobernar. El conde Ottokar Czernin, ministro de Asuntos exteriores durante la guerra, dudaba de que hubiese podido conseguirlo: «La estructura de la monarquía, que tanto deseaba fortalecer y respaldar, estaba ya tan carcomida que no habría podido soportar ninguna innovación importante; de no haber sido la guerra, probablemente la hubiera aplastado la revolución»[34].

En materia de política exterior, Francisco Fernando prefería mantener la alianza con Alemania y llegar a un mejor entendimiento con Rusia, la otra gran potencia conservadora. En realidad, le habría encantado poner fin a la alianza con Italia, país que detestaba por múltiples razones, desde su forma de tratar al papa hasta su asimilación del reino de las Dos Sicilias, que había gobernado su abuelo[35]. Aunque se le calificaba de belicista, en realidad era más cauteloso de lo que aparentaba, porque sabía que el Imperio austrohúngaro era demasiado débil y estaba demasiado fragmentado como para ser agresivo en su política exterior. Como le dijo premonitoriamente a su ministro de Asuntos Exteriores en 1913, durante la crisis de los Balcanes y antes de la Gran Guerra:

«¡Sin cederlo todo, debemos hacer el máximo por preservar la paz! Sería una catástrofe entrar en guerra con Rusia, y quién puede garantizar que nuestros flancos derecho e izquierdo funcionaran; Alemania tiene que vérselas con Francia, y Rumanía se excusa debido a la amenaza búlgara. Por lo tanto, este es un momento sumamente desfavorable. Si lanzamos una guerra específicamente contra Serbia, lograremos deshacernos rápidamente de ese obstáculo, pero ¿y después? ¿A qué nos enfrentaríamos? Primero, toda Europa caería sobre nosotros con el argumento de que estamos perturbando la paz, y Dios nos ayude si nos anexionamos a Serbia»[36].

Una de las tragedias menores del verano de 1914 es que, con el asesinato de Francisco Fernando, los nacionalistas serbios eliminaron al único hombre capaz de haber evitado que el Imperio austrohúngaro fuera a la guerra. Nunca sabremos qué habría sucedido, y es posible que, en una época de nacionalismos cada vez más intransigentes, el imperio multinacional, incluso sin la guerra, estuviera condenado al fracaso.

En el caso del Imperio austrohúngaro, sus políticas interior y exterior estaban íntimamente ligadas, y determinadas por las fuerzas nacionalistas con que se las veía. Un imperio que otrora se había acercado a alemanes, italianos o eslavos del sur para atraerlos a su seno, se hallaba en la segunda mitad del siglo XIX a la defensiva, tratando de impedir que los grupos nacionalistas que rodeaban sus fronteras le arrancaran territorio. La unificación de Italia había logrado ir privando al Imperio austrohúngaro de la mayor parte de sus zonas italoparlantes, y los insurgentes italianos aún tenían sus ojos puestos en el Tirol del Sur. En este momento, las ambiciones serbias amenazaban con hacer lo mismo con los territorios eslavos del sur, incluidas Eslovenia y Croacia; los nacionalistas rumanos codiciaban las regiones rumanoparlantes de Transilvania; los agitadores rusos trataban de persuadir a los rutenos del este de Galitzia de que su lugar estaba realmente dentro de Rusia. Y el problema no haría más que empeorar, con el fortalecimiento de las relaciones de los grupos nacionalistas de fuera del Imperio austrohúngaro respecto a compatriotas de dentro de lo que algunos dieron en llamar «la prisión de naciones».

Los pesimistas —o quizá simplemente realistas— del Imperio austrohúngaro pensaban que valía la pena mantener el statu quo, e impedir divisiones mayores dentro y una decadencia más aguda fuera. El emperador se contaba entre los que sostenían esto, y también su ministro de Asuntos Exteriores hasta 1906, el conde Agenor Goluchowski. Este era buen mozo, agradable, algo perezoso (su apodo era Goluchschlafski, en referencia a su aspecto general de somnolencia; schlaf significa sueño) y pragmático. Tenía plena consciencia de la debilidad del Imperio austrohúngaro, y creía en una política exterior discreta, sin iniciativas abruptas o estridentes. Sus políticas se fundamentaban en el criterio de que el Imperio austrohúngaro necesitaba preservar la triple alianza con Alemania e Italia; mantenerse en buenos términos con Rusia; evitar desencuentros en los Balcanes o sobre el Imperio otomano; y, de ser posible, mantener los acuerdos con Gran Bretaña e Italia acerca del Mediterráneo.

Los optimistas creían que la monarquía dual necesitaba demostrar, y debía hacerlo, que todavía era una gran potencia, y construir entretanto la unidad nacional. Se lamentaban de la debilidad austrohúngara en el interior y en su propio entorno, así como de su incapacidad para sumarse al reparto mundial de colonias. En 1899 el embajador austriaco en Washington, un diplomático con experiencia, le escribió a uno de sus colegas:

«El modo en que la política de las grandes potencias se ha desarrollado, a través de asuntos extraeuropeos, nos aparta cada vez más del papel de potencia. En el transcurso de nuestras vidas, los problemas en torno a los cuales giraban las políticas de la década de 1880 han quedado obsoletos, como el de nuestro dominio en Italia en la década de 1850 y el de nuestra rivalidad con Prusia en la siguiente. Nadie está contento. A diferencia del periodo anterior, solo queremos mantener el statu quo, y nuestra única ambición es existir».

Y concluía con un pensamiento lúgubre: «Nuestro prestigio ha caído tan bajo como el de Suiza»[37]. A las puertas mismas del Imperio austrohúngaro yacían las tentaciones de ganancias en los Balcanes, y quizá más allá incluso, en la costa de Asia menor, en la medida en que el Imperio otomano se aproximaba a su ocaso[38].

Siete años más tarde, cuando la posición del Imperio austrohúngaro se había deteriorado todavía más, Conrad von Hötzendorf, nuevo jefe del estado mayor y uno de los hombres más influyentes de la monarquía dual, expuso sus criterios sobre política exterior. El Imperio austrohúngaro necesitaba ser convincente y positivo: para demostrarle al mundo que merecía ser tomado en serio; y, más aún, para inspirar en sus propios ciudadanos el orgullo por su país, y que se superaran con ello las agotadoras disputas internas. El éxito en el exterior, incluso en el terreno militar, le generaría mayor apoyo al gobierno dentro del país, lo que a su vez multiplicaría el respaldo a una política exterior más agresiva; y este resultado, el único posible si el Imperio austrohúngaro quería sobrevivir, dependía de unas fuerzas armadas poderosas. Como señalaría Conrad años después: «Es preciso tener siempre presente que los destinos de las naciones y las dinastías se deciden en el campo de batalla y no en la mesa de reuniones»[39].

Y no era el único en sostener estas ideas, que compartían, en realidad muchos altos oficiales de toda Europa. Lo que marcaba la diferencia en su caso era que la combinación de su propia personalidad con la incoherencia del gobierno austrohúngaro le permitía ejercer una gran influencia tanto en la política interior como en la exterior. Con el paréntesis de un año, 1912, Conrad fue jefe del estado mayor entre 1906 y 1917: es decir, durante los años de crisis que precedieron a la guerra, la carrera armamentista y el fortalecimiento de las alianzas; en las semanas cruciales de 1914, en que el mundo entró en guerra; y, por último, durante la propia guerra, en que el Imperio austrohúngaro fue de desastre en desastre.

Conrad tenía cincuenta y cuatro años de edad cuando se convirtió en el líder militar más importante de la monarquía dual, próximo al propio Francisco José, y fue un devoto servidor del imperio y de su emperador. Nacido en Viena en el seno de una familia germanoparlante, como muchas otras en el viejo imperio, aprendió varios idiomas a lo largo de su vida, entre ellos el francés, el italiano, el ruso, el serbio, el polaco y el checo, pues consideraba que ser políglota formaba parte de la esencia misma de ser austriaco. (Después de su promoción a jefe del estado mayor asistió a la escuela Berlitz para añadir el húngaro; Francisco José decía que era preferible que aprendiera chino)[40].

Conrad era un hombre apasionado, seguro de sí y presumido (no se ponía las gafas si podía evitarlo), de gran energía y resistencia, y con una buena estampa a caballo, algo importante para los oficiales de los ejércitos europeos de la época. Sabía ser encantador, pero también arreglárselas para salirse con la suya. Sus subordinados le querían por lo general, pero a menudo se enfrentaba a colegas y superiores, incluso a Francisco Fernando, que fue el que inicialmente lo había deseado al frente del estado mayor. Los orígenes de Conrad eran relativamente modestos, al menos en comparación con otros oficiales de alta graduación (la familia de su padre pertenecía a la nobleza menor y su abuelo materno era pintor), y él había ascendido en las filas del ejército por su propio talento y por su esfuerzo. Esta última característica probablemente la aprendiera de su madre, que le obligaba a concluir sus deberes antes de cenar, y que ejerció siempre una fuerte influencia para él. Ella y la hermana de Conrad vivieron con él después del fallecimiento del padre. Conrad era un hombre que amaba y respetaba a las mujeres, y estuvo felizmente casado. En 1904, cuando su esposa murió, a la relativamente corta edad de cuarenta y cuatro años, aproximadamente uno antes de que fuera jefe del estado mayor, Conrad se quedó desolado, y sufrió el primero de lo que serían unos episodios depresivos recurrentes. Nunca había tenido antes de esto excesiva fe en la religión, y después se volvió cínico en cuanto a las promesas de esta, y cada vez más dubitativo sobre el significado de la vida. Este pesimismo le aquejaría el resto de su existencia, y entraría en contradicción con sus repetidos llamamientos a emprender acciones positivas[41].

Según los parámetros de la época, Conrad era un oficial poco convencional, que se aburría en las cacerías y se impacientaba con las formalidades. Por otra parte, leía abundantemente libros de historia, filosofía, política y ficción, y se formaba sus propias opiniones. Una de sus creencias fundamentales, compartida por muchos en la época, era que la existencia era lucha, y que las naciones se alzaban o caían según su capacidad de adaptación. Su esperanza era que el Imperio austrohúngaro luchara, aunque a menudo dudaba de que fuera capaz. En política interna era conservador, y, al igual que su señor Francisco Fernando, era antihúngaro; en política exterior, sin embargo, era aventurero y hasta irreflexivo. Consideraba a Italia una amenaza importante, si no mayor, para el imperio; pero buscaba atraer a los ciudadanos italianos y desafiaba al Imperio austrohúngaro en el Adriático y los Balcanes. Cuando Rusia quedó temporalmente neutralizada como resultado de la guerra ruso-japonesa, instó a su gobierno a lanzar una guerra preventiva para aplastar a Italia, y cuando llegó a jefe del estado mayor continuó presionando en tal sentido. «Austria no ha iniciado jamás una guerra», le dijo Francisco Fernando. A lo que Conrad respondió: «Lamentablemente, Su Majestad». Aunque tanto el emperador como Francisco Fernando rechazaban la idea de una guerra contra Italia, sí le permitieron a Conrad reforzar las fortificaciones en el Tirol del sur, a lo largo de su frontera, lo que exigió el desvío de los escasos recursos destinados a la modernización y equipamiento de las fuerzas armadas del imperio. Conrad también emprendió pretenciosos ejercicios con su estado mayor a lo largo de la frontera; en una ocasión practicó incluso una defensa austriaca contra Italia en la ribera del río Isonzo, uno de los más sangrientos campos de batalla en ese frente durante la Gran Guerra[42].

Para Conrad, Serbia era otro enemigo. Después de prestar servicios con las fuerzas que aplastaron las rebeliones de Bosnia y Herzegovina, a finales de la década de 1870, desarrolló cierta animosidad contra los habitantes eslavos del sur de los Balcanes. En su opinión, estos pueblos eran primitivos, «sanguinarios y crueles»[43]. En la medida en que Serbia se fortaleció y se desplazó hacia la órbita rusa a partir de 1900, Conrad abogó por una guerra preventiva también contra ella; pero hasta 1914 el emperador se resistió. Después de la Gran Guerra, Conrad arguyó que el Imperio austrohúngaro había pagado un precio muy alto por haber perdido la oportunidad de enfrentarse contra Serbia e Italia cuando estuvo en condiciones de hacerlo. «El ejército no es un extintor de incendios, no se puede permitir que se oxide hasta que las llamas empiecen a salir por las ventanas. Pero en manos de políticos inteligentes y conscientes de los objetivos que persiguen, es un instrumento útil para la defensa crucial de sus intereses»[44].

Las ambiciones de Conrad de hacer algo dramático y a gran escala se alimentaban del torbellino personal que era su vida. En 1907, volvió a enamorarse apasionadamente, esta vez de Gina von Reininghaus, una mujer hermosa, casada y con seis hijos, a quien le doblaba la edad. Se habían sentado juntos durante una cena y él le habló de su pena por el fallecimiento de su esposa y de su soledad. Según contaría Gina, más tarde, al abandonar la fiesta, Conrad se volvió a su ayudante y le dijo que debería abandonar Viena inmediatamente: «Esta mujer será mi destino». En lugar de irse, Conrad le declaró su amor y la instó a divorciarse de su esposo y casarse con él. Esto no solo habría sido difícil (ella habría perdido la custodia de sus seis hijos, entre otras cosas), sino que habría provocado un escándalo perjudicial. Así que se negó. Pero, pasados unos años, Conrad y Gina se hicieron amantes con el consentimiento del esposo, que aprovechó la oportunidad para iniciar su propio romance extramatrimonial. Conrad le escribía apasionadas cartas de amor, la mayor parte de las cuales jamás enviaba, y siempre añoró casarse con ella. Durante la crisis Bosnia de 1908, le escribió que todo apuntaba a la guerra, y se atrevió a soñar que quizá regresaría victorioso: «[…] entonces, Gina, rompería las cadenas para tenerte como mi adorada esposa, la mayor felicidad de mi vida. Pero ¿qué sucederá si las cosas van de esta manera y si esta horrible paz continúa? ¿Qué sucederá entonces, Gina? Mi destino está en tus manos, completamente en tus manos». Ella vio esta carta por primera vez después de la muerte de Conrad en 1925, tras haber hecho gestiones en los altos niveles correspondientes para obtener la anulación de su matrimonio[45].

Por fortuna para la paz en Europa a corto plazo, Conrad no vio realizarse su deseo de guerra en 1908, ni tampoco en las siguientes crisis que tuvieron lugar en los Balcanes entre 1911 y 1913. El archiduque también se estaba desilusionando de su protegido y hasta quizá sentía celos de la reputación de Conrad como principal pensador y estratega militar de la monarquía dual. Además, Conrad no mostraba el respeto necesario, y no se avenía a recibir órdenes. Los dos hombres discreparon sobre el entrenamiento del ejército y sobre su empleo; Francisco Fernando habría estado dispuesto a emplearlo contra la oposición interna en Hungría y otros lugares, mientras que Conrad insistía en que se utilizara en guerras externas. La ruptura definitiva se produjo en torno a Italia, país que en 1911 se enfrentó al Imperio otomano en una guerra por Libia, momento que Conrad consideró perfecto para una invasión, ya que las fuerzas italianas estaban ocupadas en el norte de África. Tanto el emperador como su heredero y el ministro de Asuntos Exteriores, Aehrenthal, rechazaron la propuesta. Luego, cuando un periódico de Viena publicó un artículo anónimo reflejando las opiniones de Conrad y atacando a Aehrenthal, el viejo emperador sintió que no tenía más opción que sustituir a su jefe del estado mayor. Pero Conrad no fue despedido sin más, sino que se le concedió un cargo importante en el ejército, para ser restituido un año después en el anterior. Aunque Francisco Fernando siguió tratándolo con desconfianza, y en 1913 le escribió al nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Leopold Berchtold, advirtiéndole de que no se dejara influir por Conrad, «porque, naturalmente, Conrad abogará de nuevo por todo tipo de guerras y por la política de formar un gran ejército para conquistar a los serbios y Dios sabe que más»[46].

Francisco José y Francisco Fernando se preocupaban por preservar la posición del Imperio austrohúngaro como gran potencia; pero eran esencialmente conservadores, como la mayoría de los estadistas del imperio, en su enfoque de las relaciones exteriores, y antes que la guerra preferían la paz. Después de las fracasadas guerras de la década de 1860, el Imperio austrohúngaro se había concentrado en el establecimiento de alianzas defensivas y en tratar de eliminar las causas de los conflictos con otras potencias. Durante varios decenios mantuvo buenas relaciones con sus vecinos grandes, Alemania al oeste y Rusia al este. A este esfuerzo había contribuido el hecho de que las tres monarquías eran conservadoras y opuestas a la revolución, como se había demostrado en las guerras de la revolución francesa, en el congreso de Viena en 1815, en 1830, y de nuevo en 1848. En 1873, Bismarck había creado la liga de los tres emperadores, que duró hasta 1887; aunque la idea reaparecería varias veces hasta finales de 1907.

En 1879, el Imperio austrohúngaro demostró dónde estaría su lealtad a largo plazo al firmar una alianza con Alemania cuyo propósito fundamental era la contención de Rusia. Los firmantes prometían acudir en ayuda mutua en caso de un ataque ruso; pero se mantendrían neutrales, de manera «benevolente», si un tercero atacaba a cualquiera de ellos, a menos que este tercero estuviera respaldado por Rusia, en cuyo caso intervendrían los dos. El tratado, renovado periódicamente, perduró hasta el fin de la Gran Guerra. Otra alianza importante del Imperio austrohúngaro fue la triple alianza con Alemania e Italia, firmada por primera vez en 1882 y que sobrevivió hasta el estallido de la guerra en 1914. Los países firmantes se comprometían a ayudar a Alemania e Italia si cualquiera de los dos era atacado por Francia, así como a acudir en ayuda del otro en caso de ser atacado por dos o más potencias.

A pesar de que en su preámbulo se caracterizaba a la triple alianza como «esencialmente conservadora y defensiva», su creación contribuyó a la división de Europa en los años venideros tanto como la triple entente. Las alianzas, como las armas, pueden ser calificadas de defensivas, pero en la práctica su empleo puede ser ofensivo. La triple alianza, al igual que la triple entente, estimuló a sus miembros a trabajar coordinadamente en la escena internacional, y durante un creciente número de crisis; estableció lazos de cooperación y amistad; creó expectativas de respaldo en el futuro; y propició el intercambio en materia de planificación y estrategia. Los acuerdos alcanzados con la intención de crear un clima de seguridad a largo plazo, en 1914 se transformaron en un elemento de presión sobre sus miembros para que permanecieran fieles entre sí, y de este modo convirtieron un conflicto local en otro más general. Al cabo, Italia, la potencia europea más débil, demostró ser la única capaz de mantenerse al margen en 1914.

Italia se había sumado a la triple alianza, por una parte, porque el rey Humberto quería contar con un apoyo conservador en momentos en que su país atravesaba una situación de inestabilidad política y social que se asemejaba demasiado a las revoluciones; y por otra, por la necesidad de protección contra Francia. Los italianos no perdonaban a los franceses por haber ocupado el puerto de Túnez, que durante mucho tiempo había sido de interés para Italia, ni tampoco por haberle sustraído territorio a Italia a cambio de apoyo en las guerras italianas de unificación. Por lo demás, ser parte de una alianza con Alemania, la potencia dominante del continente, satisfacía el viejo anhelo de Italia de estar entre las grandes potencias.

Pero la triple alianza unía también a Italia con el Imperio austrohúngaro, relación no exenta de complicaciones. Ambas partes sabían perfectamente que en sus fronteras comunes podían surgir conflictos. El Imperio austrohúngaro, que había perdido a manos de Italia las ricas provincias de Lombardía y Venecia, albergaba profundas sospechas acerca de los designios italianos sobre sus territorios, incluidas las zonas italoparlantes del Tirol del sur y el puerto adriático de Trieste, los otrora territorios venecianos de la parte superior del Adriático, y abajo, en la costa dálmata del Imperio austrohúngaro, así como en lo que los patriotas italianos llamaban las «fronteras naturales» de Italia, hasta el punto más elevado de los Alpes. El decadente Imperio otomano abrió nuevos horizontes a la expansión italiana al otro lado del Adriático. La Albania otomana y el estado independiente de Montenegro ofrecían lo que Italia tanto necesitaba como potencia naval: puertos. Los italianos solían lamentarse de que la naturaleza había hecho la ribera occidental del Adriático llana y fangosa, con apenas algunos puertos y sin defensas naturales; mientras que la oriental contaba con buenos puertos naturales y aguas claras y profundas. A los austriacos no les gustó que Italia permitiera la celebración en Nápoles, en 1903, del congreso nacional albano; ni que el heredero del rey Humberto se casara con una de las muchas hijas del rey de Montenegro; ni tampoco que el inventor italiano Guglielmo Marconi abriera allí la primera estación telegráfica[47]. Los italianos, por su parte, percibían al Imperio austrohúngaro como el enemigo que había bloqueado la unificación y continuaba interponiéndose en la culminación del proyecto nacional italiano, además de ser hostil a las ambiciones italianas en los Balcanes. No obstante, algunos políticos italianos aducían que la triple alianza podía presionar al Imperio austrohúngaro para la concesión de territorios. Como señaló uno de ellos en 1910: «Debemos aunar esfuerzos para preservar la alianza austriaca hasta el día en que estemos listos para la guerra, y ese día está aún distante»[48]. En realidad, ese día estaba más cerca de lo que suponía.

Para el Imperio austrohúngaro, la relación clave era con Alemania. El recuerdo de las derrotas que le había infligido Prusia en la década de 1860 se había atenuado con el tiempo, especialmente desde que Bismarck tuvo la sabia idea de ofrecerle una paz en términos generales. En ambas partes, la opinión pública cambió significativamente, llegando a confluir en un sentimiento de amistad; y después de 1905, cuando el poder ruso creció de nuevo, en un sentimiento de unidad de los teutones contra los eslavos. En los niveles más altos de la sociedad, la burocracia y el cuerpo de oficiales, predominaban los germanoparlantes, que sentían afinidad con Alemania y no con Rusia. Tanto Francisco José como Francisco Fernando se entendían bien con Guillermo II, y Francisco Fernando le agradecía en particular que tratara a su esposa Sofía con todos los honores. El viejo emperador simpatizó con Guillermo desde el principio, porque había depuesto al odiado Bismarck; y llegó incluso a considerarlo un amigo, algo cada vez más raro en su vida. El joven Guillermo adquirió el hábito de visitar a Francisco José con frecuencia, todos los años en el periodo inmediatamente anterior a la Gran Guerra, mostrándose siempre agradable y respetuoso, y haciendo reiteradas declaraciones de amistad hacia el Imperio austrohúngaro. «Por cualquier razón que usted movilice sus fuerzas —le aseguró a Francisco José y a su jefe del estado mayor en 1889—, el día de su movilización será también el día de la movilización de las mías, y que los cancilleres digan lo que les plazca». Los austriacos estaban encantados, especialmente porque los alemanes repetirían su promesa en las crisis que estaban por llegar. En ocasiones, Francisco José se preocupaba porque Guillermo era demasiado impulsivo; pero, como le dijo a su hija después de una visita en 1906, tenía confianza en sus intenciones pacíficas. «Me ha hecho bien estrechar de nuevo la mano del emperador. En la actualidad, cuando la superficie se ve tranquila pero la tormenta bulle por debajo, nunca será demasiada la frecuencia con que nos reunamos para ofrecernos mutuamente garantías, cara a cara, sobre nuestros sinceros deseos de paz y nada más que paz. En este empeño podemos confiar realmente en la lealtad mutua. A él no se le pasaría por la cabeza siquiera dejarme en la estacada»[49].

Con los años, inevitablemente surgieron tensiones en la relación. Aunque Alemania era el principal socio comercial del Imperio austrohúngaro, las tarifas alemanas, por ejemplo, establecidas para la protección de sus propios campesinos, afectaban a los productores del imperio. Asimismo, la economía alemana era sencillamente más expansiva y dinámica; en los Balcanes, donde el Imperio austrohúngaro acostumbraba ser la potencia económica dominante, la competencia con Alemania era cada vez más fuerte. Cuando en Alemania los periódicos atacaban a los checos, o cuando el gobierno prusiano maltrataba a su minoría polaca, ello repercutía en el Imperio austrohúngaro, más allá de la frontera. El modo en que Alemania llevaba su política exterior también era fuente de preocupación para sus aliados. Goluchowski expuso la opinión generalizada cuando en 1902 le escribió al embajador austrohúngaro en Berlín:

«Tomada en conjunto, la manera como se ha estado desarrollando últimamente la política alemana constituye una gran fuente de preocupación. La creciente arrogancia, el deseo de jugar a ser el maestro en todas partes y la falta de consideración con que Berlín se conduce a menudo crean un entorno sumamente incómodo en el terreno de los asuntos exteriores que no puede sino tener repercusiones nocivas, a largo plazo, para nuestra relación con Alemania»[50].

A la larga, sin embargo, las relaciones se mantuvieron firmes, porque cada parte necesitaba de la otra; y, en la medida en que se ahondaban las divisiones en Europa, sus líderes comprendían cada vez mejor que no tenían alternativa.

Mientras el Imperio austrohúngaro seguía tratando de llegar a Rusia, un miembro de la triple entente, permitía que sus relaciones con los otros dos, Francia y Gran Bretaña, se debilitaran. Como dijera un joven diplomático: «Una buena esposa, tan leal que no es capaz de salir a ver a sus viejos amigos sin el consentimiento de su esposo». Para ser justos, los viejos amigos no siempre eran amables. Francia y el Imperio austrohúngaro se habían movido en direcciones políticas diferentes desde la instauración de la tercera república en 1871. En Viena, el estamento gubernamental monárquico, aristocrático y católico no veía con buenos ojos a una Francia a la que consideraba dominada por radicales, anticlericales y masones. En materia de asuntos exteriores, Francia estaba atada a Rusia y no haría nada que pudiera perturbar esta alianza crucial; por lo tanto, los mercados financieros franceses permanecían cerrados para el Imperio austrohúngaro. En los Balcanes, los diplomáticos franceses intentaban atraer a Serbia y Rumanía a la triple entente, mientras las inversiones y empresas francesas se abrían paso en los mercados austrohúngaros. Por ejemplo, en los primeros diez años del siglo XX, las firmas del Imperio austrohúngaro perdían contratos en los Balcanes, en favor de la firma francesa de armamentos Schneider. De cuando en cuando, algunos estadistas franceses como Delcassé se alarmaban por la hipotética caída del Imperio austrohúngaro y el surgimiento de un enorme estado alemán en el centro de Europa, pero no hacían nada por mejorar las relaciones[51].

Con los años, las relaciones del Imperio austrohúngaro con Gran Bretaña se habían estrechado, llegando a ser más cordiales que con Francia. Pese a las tradiciones radicales de Gran Bretaña, desde Viena se la veía como una sociedad más estable y conservadora que la francesa, pues allí la aristocracia todavía dominaba la política y la administración pública, como debía ser. El nombramiento en 1904 del conde Albert Mensdorff como embajador austrohúngaro se consideró un movimiento inteligente, ya que mantenía estrechas relaciones con la familia real británica y era bien recibido en los círculos aristocráticos. Por otra parte, no existían rivalidades coloniales que apartaran a Gran Bretaña del Imperio austrohúngaro, como ocurría entre Gran Bretaña y Rusia; e incluso en el Mediterráneo, donde las dos eran potencias navales, compartían un mismo interés por mantener las cosas en calma, especialmente en el extremo oriental. Además, para cada una la otra se convertía en un importante contrapeso contra Rusia. Durante la guerra de los Bóers, el Imperio austrohúngaro fue una de las pocas potencias que respaldaron a Gran Bretaña. «Dans cette guerre je suis complètement Anglais», le dijo Francisco José en 1900 al embajador británico en la audiencia de los embajadores francés y ruso[52].

No obstante, poco a poco las relaciones se enfriaron, y los acuerdos para el mantenimiento del statu quo en el Mediterráneo, que en parte se proponían bloquear el control de Rusia sobre los estrechos que comunican el mar Negro con aquel, quedaron sin efecto en 1903, cuando cada país intentó llegar a un acomodo con Rusia. Desde Londres se tenía la percepción de que el Imperio austrohúngaro caía cada vez más bajo el control de Alemania, y en la medida en que la carrera armamentista naval cobraba fuerza, los británicos temían que cada nuevo barco construido por el Imperio austrohúngaro reforzara los contingentes navales alemanes. De manera que, cuando en 1907 Gran Bretaña alcanzó un entendimiento con Rusia, hizo todo lo posible por evitar cualquier medida que pudiera perturbar tan importante relación, como por ejemplo brindar apoyo al Imperio austrohúngaro en los Balcanes o el Mediterráneo. Así, en la medida en que las relaciones del Imperio austrohúngaro con Rusia se debilitaron, sus relaciones con Gran Bretaña se enfriaron aún más[53].

Para el Imperio austrohúngaro resultaba cada vez más difícil mantener buenas relaciones con Alemania y Rusia, cuando el distanciamiento entre estas dos potencias se acrecentaba. Aunque Francisco José y sus ministros de Asuntos Exteriores lamentaban la tendencia, lo cierto es que para el Imperio austrohúngaro resultaba más complejo mantener sus relaciones con Rusia que con Alemania. El despertar del nacionalismo eslavo en el Imperio austrohúngaro estimulaba el interés y las simpatías de Rusia, pero para el imperio esta situación añadía una complicación más a sus problemas internos, e, incluso aunque Rusia no se autodesignara protectora de los eslavos europeos, su mera existencia bastaba para despertar inquietud en sus vecinos acerca de sus intenciones.

Los cambios registrados en los Balcanes le sumaron nuevas preocupaciones al Imperio austrohúngaro, pues mientras el Imperio otomano se replegaba de Europa, no por propia voluntad, los nuevos estados —Grecia, Serbia, Montenegro, Bulgaria y Rumanía— se volvían amigos potenciales de Rusia, en tanto sus poblaciones eran predominantemente eslavas (aunque los rumanos y los griegos insistían en que eran diferentes) y en buena medida compartían con Rusia la religión ortodoxa. ¿Y qué ocurría con los restantes estados europeos del Imperio otomano, como Albania, Macedonia y Tracia? ¿Acaso se convertirían en objeto de intrigas, rivalidades y guerras? En 1877, el ministro de Asuntos Exteriores de la monarquía dual, Julius Andrássy, señalaba que Austria y Rusia «son vecinos inmediatos y están obligados a coexistir, en paz o en guerra. Una guerra entre los dos imperios […] probablemente concluiría con la destrucción o el desmoronamiento de uno de los contendientes»[54].

A finales del siglo XIX, Rusia también percibía los peligros que entrañaba la desintegración del Imperio otomano, puesto que después de la extinción del tratado de Reaseguro ya no podría contar con la amistad de Alemania. De cualquier manera, ya estaba empezando a prestar atención a extremo Oriente, por lo que sus gobernantes veían con buenos ojos un empate con el Imperio austrohúngaro en los Balcanes. En abril de 1897, Francisco José y su canciller Goluchowski fueron objeto de una cálida bienvenida en San Petersburgo, donde las bandas militares tocaron el himno austriaco mientras las banderas amarilla y negra de Austria, y roja, blanca y verde de Hungría ondeaban con la brisa primaveral junto al pabellón ruso, y el zar y sus invitados paseaban en coches descubiertos por la avenida Nevski. Esa noche los dos emperadores intercambiaron amables brindis durante un banquete de estado, y manifestaron sus esperanzas de que reinara la paz. En conversaciones posteriores, las dos partes acordaron trabajar de consuno para mantener intacto el Imperio otomano y dejar claro a las naciones independientes de los Balcanes que en adelante ya no podrían enfrentarse entre sí. Como era posible que los otomanos perdieran el control sobre sus restantes territorios en los Balcanes, Rusia y el Imperio austrohúngaro trabajarían juntos en una división de los Balcanes y presentarían luego un frente común ante las demás potencias. Rusia obtuvo la promesa de que, pasara lo que pasara, los estrechos otomanos permanecerían cerrados a los buques de guerra extranjeros que entraran en el mar Negro; en tanto que el Imperio austrohúngaro logró un entendimiento, o al menos eso creyó, respecto a la anexión en un futuro de los territorios de Bosnia y Herzegovina ocupados por sus fuerzas desde 1878. Pero posteriormente los rusos enviaron una nota afirmando que la anexión «crearía una situación más compleja que merecería un análisis especial, en el momento y lugar adecuados»[55]. En 1908, dicha situación se presentaría de manera particularmente nociva.

No obstante, en los años siguientes las relaciones entre Rusia y el Imperio austrohúngaro fueron relativamente buenas. En el otoño de 1903, el zar visitó a Francisco José en uno de sus cotos de caza, y ambos analizaron el deterioro de la situación en Macedonia, por su abierta rebelión contra los gobernantes otomanos (y por matarse entre sí según se fuera un tipo u otro de cristianos). Los mandatarios acordaron presentar un frente común acerca de las reformas exigidas al gobierno otomano de Constantinopla. Al año siguiente, el Imperio austrohúngaro y Rusia firmaron un tratado de neutralidad, y hasta se habló de resucitar la liga de los tres emperadores con Alemania, aunque esta idea no prosperó.

La relación no marchaba bien; ninguna de las partes confiaba totalmente en la otra, especialmente en lo tocante a los Balcanes. Si el Imperio otomano iba a desaparecer, lo cual parecía muy probable, cada país quería cerciorarse de que sus intereses quedaban protegidos. El Imperio austrohúngaro deseaba el surgimiento de una Albania fuerte, que bloquease el acceso de los eslavos del sur al Adriático (providencialmente, los albanos no eran eslavos); pero Rusia deseaba lo contrario. Unas veces de manera discreta, y otras abiertamente, los dos competían por la influencia en Serbia, Montenegro y Bulgaria; hasta en el caso de Macedonia ambas partes discrepaban en cuanto a los detalles de las reformas. Más tarde, las posibilidades de un enfrentamiento en los Balcanes crecieron notablemente cuando, al producirse su derrota en la guerra ruso-japonesa, Rusia volvió de nuevo su mirada a occidente. Además, una vez que Rusia enmendó sus relaciones con Gran Bretaña en 1907, ya no necesitaba apoyarse tanto en el Imperio austrohúngaro para ayudarle en el Mediterráneo y tratar con el Imperio otomano. En 1906 se había producido por otro lado un cambio de vital importancia en el liderazgo austrohúngaro: Conrad se convirtió en jefe del estado mayor, y Aehrenthal, que abogaba por una política exterior más activa que Goluchowski, era ahora ministro de Asuntos Exteriores. Mientras Europa comenzaba a sufrir una serie de crisis, las dos grandes potencias conservadoras se apartaban peligrosamente en los tormentosos Balcanes que yacían entre ellas.