INTRODUCCIÓN

¿GUERRA O PAZ?

Ha habido tantas plagas como guerras

en la historia; pero tanto las guerras

como las plagas siempre toman por

sorpresa a la gente.

ALBERT CAMUS, La peste

Nada de cuanto ha sucedido, ni nada que haya sido deseado,

planeado o imaginado puede considerarse irrelevante.

La guerra no es un accidente: es un resultado.

Nunca se mira demasiado atrás para indagar sus causas.

ELIZABETH BOWEN, Bowen’s Court

S egún una guía de viajes de 1910, Lovaina era una ciudad apagada, pero al llegar su momento ardió con un fuego espectacular. Ninguno de sus habitantes podía imaginarse un destino así para su pequeña, hermosa y civilizada ciudad. Tras muchos siglos de paz y prosperidad, Lovaina era conocida por sus maravillosas iglesias, sus casas antiguas, su magnífico ayuntamiento de estilo gótico y su famosa universidad, fundada en 1425. La biblioteca de esta, ubicada en la vieja y distinguida Lonja de los Paños, albergaba doscientos mil volúmenes, entre ellos grandes obras teológicas y de autores clásicos, además de una rica colección de manuscritos, desde un pequeño cancionero anotado por un monje del siglo XI hasta incunables laboriosamente ilustrados a lo largo de los años. Sin embargo, a finales de agosto de 1914, el olor a humo impregnaba el aire, mientras Lovaina era arrasada por unas llamas que podían verse a kilómetros de distancia. Gran parte de la ciudad, incluida su gran biblioteca, desaparecía, al tiempo que sus desesperados habitantes escapaban penosamente hacia el campo con todo lo que podían cargar. Una estampa que llegaría a ser bien conocida en el siglo XX.

Como casi toda Bélgica, Lovaina tuvo la desgracia de hallarse en la ruta de la invasión alemana de Francia durante la Gran Guerra, que comenzó en el verano de 1914 y duraría hasta el 11 de noviembre de 1918. Los planes alemanes determinaban una guerra en dos frentes: una acción dilatoria contra Rusia en el este y, en el oeste, una invasión y derrota rápidas de Francia. Se suponía que Bélgica, un país neutral, aceptaría sin problema ser atravesada por las tropas alemanas que se dirigían hacia el sur. Como buena parte de lo que sucedería en la Gran Guerra, tal suposición resultó errónea. El gobierno belga decidió ofrecer resistencia, lo que desbarató de inmediato los planes alemanes, y Gran Bretaña, tras algún titubeo, le declaró la guerra a Alemania. Para cuando llegaron a Lovaina el 19 de agosto, las tropas alemanas ya estaban resentidas contra Bélgica, debido a lo que consideraban una resistencia irrazonable, y también nerviosas ante la posibilidad de ser atacadas por fuerzas belgas y británicas, o por civiles levantados en armas.

Durante los primeros días todo fue bien: los alemanes se comportaron correctamente, y los ciudadanos de Lovaina estaban demasiado asustados como para mostrar hostilidad hacia los invasores. El 25 de agosto llegaron nuevas tropas alemanas, en retirada tras un contraataque belga, y se propagó el rumor de que venían los británicos. Hubo disparos, muy posiblemente por parte de soldados alemanes nerviosos y quizá ebrios. El pánico cundió entre los propios alemanes, convencidos de que estaban siendo atacados, y dieron comienzo a sus represalias. Aquella noche, y durante los días siguientes, sacaron a los civiles de sus hogares, asesinando a algunos, entre ellos al alcalde, al rector de la universidad y a varios oficiales de policía. Murieron en total unas doscientas cincuenta personas, de una población de cerca de diez mil, y muchas más fueron increpadas y golpeadas. Mil quinientos habitantes de Lovaina, desde niños hasta ancianos, fueron enviados por tren hasta Alemania, donde una multitud los recibió con burlas e insultos.

Los soldados alemanes —con la frecuente participación de sus oficiales— saquearon la ciudad e incendiaron a conciencia los edificios. Fueron destruidas mil cien casas, de las nueve mil que había en Lovaina. Una iglesia del siglo XV ardió hasta los cimientos y su tejado se desplomó. Cerca de la medianoche del 25 de agosto, unos soldados alemanes entraron en la biblioteca y la rociaron con gasolina. Por la mañana el edificio estaba en ruinas y su colección había dejado de existir, aunque las llamas no se extinguieron hasta días después. Un sacerdote y estudioso de la localidad se entrevistó unos días después con el embajador de Estados Unidos en Bélgica. El hombre logró contener la calma mientras hablaba de la destrucción de la ciudad, de los amigos muertos, de la desolación de los refugiados…, pero al ponerse a hablar de la biblioteca, se tapó la cabeza con los brazos y rompió a llorar[1]. «El centro de la ciudad es un montón de ruinas humeantes», contaba un profesor a su regreso. «Por todas partes hay un silencio opresivo. Han huido todos; por las ventanas de los sótanos asoman rostros aterrorizados»[2].

Este fue solo el principio de la autodevastación de Europa durante la Gran Guerra. Poco después del saqueo de Lovaina, los cañones alemanes acabaron con la catedral de Reims, la más hermosa e importante de Francia, que en sus setecientos años había visto la coronación de la mayoría de los reyes franceses. Allí se encontró en el suelo la cabeza de una de sus magníficas esculturas de ángeles, con su beatífica sonrisa intacta. Ypres, con su espléndida Lonja de los Paños, quedó reducida a escombros; y el corazón de Treviso, en el norte de Italia, fue arrasado por las bombas. Gran parte de esta destrucción —aunque no toda— fue perpetrada por Alemania, lo que causó un profundo impacto en la opinión pública estadounidense y contribuyó a que en 1917 Estados Unidos entrara en la guerra. Un profesor alemán diría amargamente al término de la misma: «Hoy podemos afirmar que los nombres de Lovaina, Reims y Lusitania acabaron, casi por igual, con la simpatía de los estadounidenses por Alemania»[3].

En comparación con lo que estaba por venir —los más de nueve millones de soldados muertos y otros quince millones de heridos, la devastación de casi todo el resto de Bélgica, del norte de Francia, de Serbia y de parte de los imperios ruso y austrohúngaro—, las pérdidas de Lovaina fueron pequeñas. Pero lo allí sucedido se convirtió en un símbolo de la destrucción insensata, del daño infligido por los propios europeos a la que fuera la zona más próspera y poderosa del mundo, y del odio irracional e incontrolable entre pueblos que tanto tenían en común.

La Gran Guerra comenzó lejos de Lovaina, en el otro extremo de Europa, en los Balcanes, en Sarajevo, con el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero al trono austrohúngaro. Al igual que los incendios que asolaron Lovaina, aquel acto fue el detonante de un conflicto que se extendió por casi toda Europa y buena parte del mundo. Las mayores batallas y las pérdidas más cuantiosas tuvieron lugar en los frentes occidental y oriental; pero también se combatió en los Balcanes, en el norte de Italia, en Oriente próximo y en el Cáucaso, así como en extremo Oriente, el Pacífico y África. Soldados de todo el mundo llegaron a Europa provenientes de la India, Canadá, Nueva Zelanda o Australia, por parte del imperio británico; o desde Argelia o el África subsahariana, por parte del francés. China envió culíes para que transportaran suministros y cavaran trincheras para los aliados; y Japón, otro aliado, ayudó a patrullar las vías marítimas. En 1917, Estados Unidos, hostigado hasta lo intolerable por las provocaciones alemanas, entró en la guerra. En ella perdió cerca de ciento catorce mil soldados, y llegó a sentirse embaucado, metido en un conflicto en el que no tenía nada que ganar.

La paz, o algo parecido, llegó en 1918. Para entonces, Europa y el mundo eran muy diferentes. Habían caído cuatro grandes imperios: el ruso, que antaño sometiera a pueblos tan diversos como el polaco en el oeste y el georgiano en el este; el alemán, con sus territorios polacos y de ultramar; el austrohúngaro, el gran imperio multinacional centroeuropeo; y el otomano, que aún poseía algunas zonas de Europa, la actual Turquía y casi todo el Oriente próximo árabe. Los bolcheviques habían tomado el poder en Rusia con el sueño de crear un mundo nuevo comunista, y su revolución desencadenó otras similares en Hungría, Alemania y posteriormente en China. El viejo orden internacional desapareció para siempre. Más débil y empobrecida, Europa ya no era la dueña indiscutible del mundo. Sus colonias estaban azotadas por movimientos nacionalistas, y en la periferia emergían nuevas potencias: Japón en el este y Estados Unidos en el oeste. La Gran Guerra no fue la causa del auge de la nueva superpotencia occidental —puesto que ya estaba en marcha—, pero sí aceleró la llegada del siglo estadounidense.

El precio que Europa pagó por la Gran Guerra fue terrible, en múltiples aspectos: en los veteranos que nunca se recuperaron psicológica o físicamente, en las viudas y huérfanos, o en las muchachas que nunca se casaron debido a la cantidad de hombres muertos. Durante los primeros años de paz, nuevos males aquejaron a la sociedad europea: la epidemia de gripe (quizá como resultado de haber removido la fértil tierra, llena de microbios, del norte de Francia y Bélgica), que segó la vida de unos veinte millones de personas en todo el mundo; la hambruna, originada por la ausencia de hombres que cultivaran los campos y de redes de transporte que hicieran llegar los alimentos a los mercados; o la agitación política, provocada por extremistas de derecha y de izquierda que empleaban la fuerza para alcanzar sus objetivos. En Viena, que había sido una de las ciudades más ricas de Europa, el personal de la Cruz Roja observó brotes de fiebre tifoidea, cólera, raquitismo y escorbuto, males que ya se creían erradicados de Europa. Y, para rematarlo, resultó que las décadas de 1920 y 1930 no fueron sino una simple pausa en lo que ahora consideran algunos la última guerra de los Treinta Años europea. Cuando en 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial, la Gran Guerra recibió un nuevo nombre.

Esta aún extiende su sombra, tanto sobre nuestro mundo como sobre nuestra imaginación. Toneladas de munición de artillería permanecen enterradas en los campos de batalla, y cada cierto tiempo alguien —quizá un desafortunado agricultor que labra su parcela en Bélgica— se suma a la lista de bajas. Cada primavera, con el deshielo, unidades de los ejércitos belga y francés tienen que recoger los proyectiles sin estallar que salen a la superficie. La Gran Guerra permanece también en nuestros recuerdos, como un capítulo oscuro y terrible de nuestra historia, en buena parte gracias a la extraordinaria profusión de memorias, novelas y cuadros, pero también debido a los vínculos familiares que muchos de nosotros tenemos con ella. Mis dos abuelos participaron en la guerra: uno en Oriente próximo, con el ejército de la India; el otro era un médico canadiense que sirvió en un hospital de campaña del frente occidental. Mi familia todavía conserva las medallas que ganaron, una espada que le había regalado un paciente agradecido en Bagdad, y una granada de mano con la que jugábamos cuando niños en Canadá, hasta que alguien se dio cuenta de que probablemente no estuviera desactivada.

También recordamos la Gran Guerra por cuanto constituye un gran enigma. ¿Cómo pudo Europa hacerse esto a sí misma, y al mundo? Hay muchas explicaciones posibles, tantas que resulta difícil decantarse por una. Para empezar, están la carrera armamentista, los rígidos planes militares, las rivalidades económicas, las guerras comerciales, el imperialismo y sus escaladas colonialistas, o los sistemas de alianzas que dividían a Europa en bandos hostiles. Las ideas y emociones a menudo traspasaban las fronteras nacionales: el nacionalismo, con sus componentes repugnantes de odio y desprecio hacia los otros; el miedo a la pérdida o a la revolución, a los terroristas y a los anarquistas; las esperanzas de cambio o de un mundo mejor; las exigencias del honor y la hombría, que implicaban no ceder ni mostrar debilidad; o el darwinismo social, que clasificaba las sociedades humanas como si fuesen especies y promovía, no ya la fe en la evolución y en el progreso, sino en la inevitabilidad de la lucha. Cabe también preguntarse por el papel y las motivaciones de cada nación: ¿las ambiciones de las potencias emergentes, como Alemania y Japón? ¿Los temores de las que estaban en declive, como Gran Bretaña? ¿La venganza de Francia y Rusia? ¿La lucha por la supervivencia del Imperio austrohúngaro? En cada nación, por su parte, existían presiones internas: un creciente movimiento obrero, por ejemplo, o fuerzas expresamente revolucionarias; demandas en favor del voto femenino o de la independencia de países sometidos; o la lucha de clases, o de creyentes y anticlericales, o de militares y civiles. ¿En qué medida estos factores actuaron en favor del mantenimiento de la paz en Europa o la impulsaron a la guerra?

Las fuerzas, las ideas, los prejuicios, las instituciones y los conflictos son ciertamente factores importantes. Pero no tienen en cuenta a los individuos —que al fin y al cabo no fueron tantos— en cuyas manos estaba decir «sí, adelante, desatemos la guerra», o bien «no, detengámonos». Algunos eran monarcas hereditarios con mucho poder, como el káiser de Alemania, el zar de Rusia o el emperador austrohúngaro. Otros, como el presidente de Francia o los primeros ministros de Gran Bretaña e Italia, pertenecían a regímenes constitucionales. La tragedia de Europa y el mundo, vista desde hoy, estuvo en que ninguno de los actores clave de 1914 fue un líder con la suficiente grandeza e imaginación, ni con el suficiente coraje, como para oponerse a las presiones que empujaban hacia la guerra. Cualquier explicación de cómo se desencadenó la Gran Guerra deberá tener en cuenta que en el pasado los hombres se han visto a veces arrastrados por las grandes corrientes, pero también a veces han logrado alterar su cauce.

Resulta cómodo encogerse de hombros y decir que la Gran Guerra fue inevitable; pero se trata de una conclusión peligrosa, y más teniendo en cuenta que nuestro mundo se asemeja en algunos aspectos, aunque no en todos, al de los años previos a 1914, es decir, al mundo que fue barrido por la guerra. El de hoy se enfrenta a desafíos similares, de orden revolucionario e ideológico, como el auge de la violencia religiosa o de las protestas sociales; y también a otros que nacen de la tensión entre las naciones que prosperan y las que entran en decadencia, como China y Estados Unidos. Necesitamos pensar cuidadosamente acerca de cómo se generan las guerras y cómo podemos preservar la paz. Las naciones se enfrentan entre sí, tal como hicieron antes de 1914, en lo que sus líderes consideraban un juego controlado de alardes y simulaciones. Pero qué rápido y cuán de repente pasó Europa de la paz a la guerra en aquellas cinco semanas que siguieron al asesinato del archiduque. En otras crisis anteriores, algunas tan graves como la de 1914, Europa no perdió los estribos. Los líderes —y en buena parte sus respectivos pueblos— habían escogido resolver sus diferencias y preservar la paz. ¿Por qué no fue así en 1914?

Imaginemos para empezar un paisaje, por el que caminan personas. El terreno, la vegetación, las colinas y los arroyos serían los componentes esenciales de Europa, desde su economía hasta su estructura social; en tanto que las brisas serían las corrientes de pensamiento que conformaban las opiniones y puntos de vista europeos. Suponga el lector que es uno de los caminantes. Tendrá distintas opciones ante sí. El clima es agradable, pero pueden verse algunas nubes en el cielo. El camino que hay por delante es fácil, porque cruza una llanura. El lector sabe que debe seguir avanzando, porque el ejercicio es bueno y porque desea llegar a un destino seguro. También sabe que mientras camina debe tener cuidado: puede haber animales peligrosos, ríos que vadear, abruptos precipicios más adelante… No se le pasa por la cabeza que pudiera caerse por uno de ellos y morir. El lector es un caminante lo suficientemente sensato y experimentado.

Y sin embargo, en 1914 Europa se dirigió al abismo en un conflicto catastrófico que traería la muerte de millones de seres humanos, desangraría sus finanzas, haría temblar imperios y sociedades hasta destrozarlos, y socavaría para siempre el dominio europeo sobre el mundo. Las fotografías de las multitudes dando vítores en las grandes capitales son engañosas. La llegada de la guerra tomó por sorpresa a la mayoría de los europeos, y su reacción inicial fue de incredulidad y conmoción. Estaban acostumbrados a la paz. Tras el fin de las guerras napoleónicas, siguió el siglo más pacífico que conoció Europa desde la época del imperio romano. Es cierto que hubo guerras, pero o bien tuvieron lugar en colonias lejanas, como las guerras zulúes en el sur de África, o en la periferia de Europa, como la guerra de Crimea; o bien fueron contiendas cortas y concluyentes, como la guerra franco-prusiana.

El empujón decisivo hacia la guerra duró poco más de un mes: entre el asesinato del archiduque austriaco en Sarajevo el 28 de junio, y el estallido en Europa de una guerra generalizada el 4 de agosto. En último extremo, las decisiones cruciales de aquellas semanas, que condujeron a Europa a la guerra, fueron tomadas por un número sorprendentemente pequeño de personas (todos ellos hombres). Pero para comprender por qué actuaron como lo hicieron, hemos de remontarnos más atrás y analizar las fuerzas que los conformaron. Necesitamos entender las sociedades e instituciones que los produjeron. Debemos tratar de comprender los valores y las ideas, las emociones y los prejuicios, que configuraban su visión del mundo. También tenemos que recordarnos a nosotros mismos que, con escasísimas excepciones, no sabían muy bien adónde conducían a sus países y al mundo. Esto revela lo en sintonía que estaban con su propia época; la mayoría de los europeos creía que una guerra general era imposible, o improbable, o que estaba destinada a terminar rápidamente.

Al tratar de interpretar los acontecimientos del verano de 1914, deberíamos meternos en la piel de nuestros antepasados de hace un siglo, antes de insultarlos, criticarlos y acusarlos. Ya no podemos preguntarles a quienes tomaron aquellas decisiones en qué pensaban cuando dieron tales pasos en el camino de la destrucción; pero, gracias a los documentos de la época y a las memorias posteriores, podemos hacernos una idea bastante aproximada. Una cosa está clara: a la hora de tomar sus decisiones, o de eludirlas, tuvieron muy presentes otras crisis y situaciones previas.

Por ejemplo, los líderes rusos no habían olvidado ni perdonado la anexión de Bosnia y Herzegovina por el Imperio austrohúngaro en 1908. Rusia, por su parte, no había respaldado a su protegida Serbia cuando esta hubo de enfrentarse una y otra vez al Imperio austrohúngaro en las guerras de los Balcanes de 1912-1913. Ahora el Imperio austrohúngaro amenazaba con destruir Serbia. ¿Qué sería de Rusia y su prestigio si nuevamente permanecía al margen, sin hacer nada? ¿Acaso Alemania no le había dado un respaldo total a su aliado el Imperio austrohúngaro en aquellas confrontaciones? Si Rusia no hacía nada esta vez, ¿perdería a su único aliado seguro? El hecho de que estas potencias hubiesen resuelto pacíficamente otras crisis muy graves, a propósito de las colonias o en los propios Balcanes, añadió otra variable a la ecuación de 1914. La amenaza de la guerra se había esgrimido ya antes, pero entonces terceras partes presionaron decisivamente, se hicieron concesiones, se celebraron exitosas cumbres en las que se logró sortear el riesgo del conflicto. La temeridad política había obtenido resultados. Seguramente esta vez, en 1914, volvería funcionar el mecanismo. Pero no fue así. Esta vez el Imperio austrohúngaro sí declaró la guerra a Serbia, respaldado por Alemania; Rusia decidió apoyar a Serbia y entró en guerra con el Imperio austrohúngaro y Alemania; Alemania atacó a Francia, aliada de Rusia; y Gran Bretaña intervino en defensa de sus aliados. Así se vinieron abajo los límites.

El inicio de la guerra en 1914 generó conmoción, pero no surgió de la nada. Las nubes llevaban ya dos décadas cerrándose, y bastantes europeos se percataban de ello, alarmados. En la literatura de esos años eran muy comunes las imágenes de tormentas a punto de estallar, de diques a punto de desbordarse, de avalanchas a punto de precipitarse… Por otra parte, muchos de ellos confiaban en poder lidiar con las amenazas de conflicto y construir instituciones internacionales mejores y más fuertes, con las que zanjar de manera pacífica las disputas y volver obsoleta la guerra. Puede que aquellos últimos años dorados de Europa antes de la guerra sean más bien una elaboración de las generaciones posteriores; pero lo cierto es que en la literatura de la época había también imágenes de rayos de sol extendiéndose por todo el mundo, y de la humanidad marchando en dirección a un futuro más próspero y dichoso.

Muy pocas cosas en la historia son inevitables. Europa no tenía por qué ir a la guerra en 1914; la conflagración general pudo haberse evitado hasta el último momento, aquel 4 de agosto en que Gran Bretaña decidió finalmente participar. A toro pasado, resulta fácil distinguir los elementos que incrementaban las probabilidades de guerra: la rivalidad por las colonias, la competencia económica, los nacionalismos étnicos que desgarraban los decadentes imperios austrohúngaro y otomano, o el desarrollo de una opinión pública nacionalista que ejercía sobre sus líderes unas presiones nuevas en favor de lo que percibían como derechos e intereses de sus naciones.

Podemos ver, igual que los europeos de aquel momento, las tensiones en el orden internacional. El problema alemán, por ejemplo. La creación de Alemania en 1871 plantó de pronto una nueva gran potencia en el corazón de Europa. ¿Sería Alemania el eje en torno al cual giraría el resto de Europa, o la amenaza contra la cual habría de unirse? ¿Cómo encajarían las nuevas potencias no europeas —Japón y Estados Unidos— en un sistema mundial dominado por Europa? El darwinismo social, ese hijo bastardo del pensamiento evolucionista, junto con su primo el militarismo, fomentaron la creencia de que la competencia entre naciones estaba de acuerdo con el orden natural, y que al final sobrevivirían las más aptas. Y la implicación de esto era que probablemente habría guerra. A fines del siglo XIX, la admiración de que era objeto el ejército como la parte más noble de la nación, así como la propagación en las sociedades civiles de los valores militares, alimentaron la suposición de que la guerra era una parte necesaria de la gran lucha por la supervivencia; y de que podía ser incluso un bien para las sociedades, al, por así decirlo, ajustarlas.

La ciencia y la tecnología, que tantos beneficios trajeron a la humanidad en el siglo XIX, trajeron también armas nuevas y más terribles. Las rivalidades nacionales fomentaron una carrera armamentista, que ahondó a su vez las inseguridades, acelerando y dándole ímpetu a dicha carrera. Las naciones buscaron aliados para compensar sus propias debilidades, y sus decisiones contribuyeron a acercar a Europa a la guerra. Francia, que perdía la carrera demográfica con Alemania, concertó una alianza con Rusia, en parte por sus inmensas reservas de mano de obra. Rusia tuvo a cambio acceso al capital y a la tecnología de Francia. La alianza franco-rusa hizo que Alemania se sintiera rodeada, lo cual la ató aún más al Imperio austrohúngaro, y al hacerlo se vio involucrada en las rivalidades de este con Rusia en los Balcanes. La carrera armamentista naval, que Alemania concebía como un medio para forzar a Gran Bretaña a permanecer en buenos términos, lo que hizo fue persuadirla de que debía, no solo superar a Alemania, sino también abandonar su distanciamiento de Europa y acercarse a Francia y Rusia.

Se ha culpado muchas veces a los planes militares, que fomentaron la carrera armamentista y las alianzas, de crear una maquinaria de destrucción que, una vez puesta en marcha, no pudo ser detenida. A finales del siglo XIX, todas las potencias europeas, excepto Gran Bretaña, contaban con ejércitos de reemplazo; una pequeña proporción de sus hombres entrenados vestía de uniforme, mientras que eran muchos más los que militaban como reservistas en la sociedad civil. Ante una amenaza de guerra, era posible formar en pocos días unos ejércitos enormes. La movilización masiva se basaba en una planificación detallada, de modo que cada hombre llegaba hasta su unidad con el equipo adecuado, las unidades se juntaban según la configuración correcta, y se trasladaban, generalmente por ferrocarril, hacia las posiciones designadas. Los horarios eran obras de arte, pero muy a menudo eran también inflexibles, y no permitían, como ocurrió con Alemania en 1914, una movilización parcial en un solo frente; por eso Alemania fue a la guerra contra Rusia y Francia a la vez, en lugar de hacerlo solo contra Rusia. Asimismo, se corría el peligro de no movilizarse lo bastante rápido. Si el enemigo estaba en tus fronteras mientras tus hombres aún trataban de llegar a sus unidades y a los trenes, la guerra podía estar ya perdida. Aquellos horarios y planes rígidos amenazaban con dejar las decisiones finales fuera de las manos de los líderes civiles.

En un extremo de la gama de posibles explicaciones de la Gran Guerra estarían los planes; y en el otro, las nebulosas pero contundentes razones del honor y el prestigio. Guillermo II de Alemania tenía como modelo a su antepasado Federico el Grande, pero los franceses se burlaban de él llamándolo Guillermo el Tímido, por haber cedido en sus demandas durante la segunda crisis marroquí. ¿Querría pasar por algo así de nuevo? Lo que movía a los individuos movía también a las naciones. Tras la humillación de la derrota por Japón en 1904-1905, Rusia tenía una necesidad apremiante de reafirmarse como gran potencia.

El miedo también desempeñó un gran papel en las actitudes de las potencias, y en la aceptación por parte de sus líderes y ciudadanos de la guerra como herramienta política. El Imperio austrohúngaro temía desaparecer como potencia si no actuaba contra el movimiento nacionalista sudeslavo dentro de sus fronteras; lo que quería decir actuar contra la atracción que ejercía una Serbia sudeslava independiente. Francia temía a su vecino alemán, más fuerte económica y militarmente. Alemania miraba hacia el este con aprensión. Rusia se estaba desarrollando y rearmando a gran velocidad; si Alemania no la atacaba pronto, ya no sería capaz de hacerlo. A Gran Bretaña la beneficiaba enormemente el mantenimiento de la paz, pero temía, como siempre lo ha hecho, que el continente estuviese dominado por una única potencia. Cada potencia, pues, temía a las otras; pero también temía a su propio pueblo. Las ideas socialistas se habían propagado por toda Europa, y los sindicatos y los partidos socialistas desafiaban el poder de las viejas clases dominantes. ¿Era esto el presagio, como muchos pensaban, de una revolución violenta? El nacionalismo étnico constituía una fuerza perjudicial para el Imperio austrohúngaro, pero también para Rusia y Gran Bretaña, donde en los primeros meses de 1914 el problema irlandés era un asunto interno que preocupaba más que la política exterior. ¿Podía ser la guerra una forma de superar las divisiones internas, uniendo al pueblo en una gran oleada de patriotismo?

Por último, y esto también vale para la época actual, no debemos subestimar la intervención en los asuntos humanos de los errores, la desorganización, o simplemente la falta de sentido de la oportunidad. La naturaleza compleja e ineficiente de los gobiernos de Alemania y Rusia hizo que sus líderes civiles no estuviesen debidamente informados sobre los planes militares, pese a las implicaciones políticas de estos. Francisco Fernando, el archiduque austriaco asesinado en Sarajevo, se había opuesto durante mucho tiempo a quienes querían resolver los problemas del Imperio austrohúngaro mediante la guerra. Con su muerte desaparecía, irónicamente, el único hombre que hubiera podido evitar que su país le declarase la guerra a Serbia, deteniendo con ello la subsiguiente reacción en cadena. El asesinato tuvo lugar a comienzos de las vacaciones de verano. Muchos estadistas, diplomáticos y militares habían dejado ya sus capitales. El ministro inglés de Asuntos Exteriores, sir Edward Grey, estaba observando aves; el presidente y el primer ministro franceses habían emprendido un largo viaje a Rusia y el Báltico en las dos últimas semanas de julio, y se hallaban con frecuencia sin comunicación con París.

Al poner el foco en los factores que empujaban a Europa hacia la guerra, corremos el riesgo de descuidar los que lo hacían en dirección contraria, hacia la paz. El siglo XIX fue testigo de una proliferación de clubes y asociaciones que trabajaban para proscribir la guerra y promover otras opciones —como el arbitraje— que zanjaran las disputas internacionales. Hombres ricos como Andrew Carnegie y Alfred Nobel donaron sus fortunas para fomentar el entendimiento entre los países. Los movimientos obreros y los partidos socialistas del mundo se organizaron para formar la Segunda Internacional, que aprobó repetidas mociones contra la guerra y amenazó con llamar a la huelga general si estallaba alguna.

El siglo XIX fue una época extraordinaria en cuanto al progreso de la ciencia, la industria y la educación; progreso que se basaba en gran parte en una Europa cada vez más próspera y poderosa. Sus pueblos estrecharon vínculos entre sí y con el mundo, gracias a las comunicaciones cada vez más rápidas, y a través del comercio, la inversión, la emigración y la expansión de los imperios (oficiales y no oficiales). La globalización del mundo antes de 1914 solo puede equipararse con la de nuestra propia época desde el final de la guerra fría. Y estaba muy extendida la fe en que este nuevo mundo interdependiente crearía nuevas instituciones internacionales, y en que las naciones irían aceptando progresivamente unas normas de comportamiento universales. Las relaciones internacionales ya no se veían, como en el siglo XVIII, como un juego de suma cero en el que si uno ganaba, otro tenía que perder. Por el contrario, si se preservaba la paz podían ganar todos. El incremento en el recurso al arbitraje para dirimir conflictos entre países; las frecuentes ocasiones en que las grandes potencias europeas trabajaban conjuntamente para lidiar, por ejemplo, con las crisis del decadente Imperio otomano; o el establecimiento de un tribunal internacional de arbitraje: todo ello parecía demostrar que, poco a poco, se iban sentando las bases de un modo nuevo y más eficiente de tratar los asuntos mundiales. Se confiaba en que la guerra llegaría a ser algo obsoleto, por su ineficacia a la hora de solventar las diferencias. Además, la guerra se había vuelto excesivamente costosa, tanto en cuanto a los recursos que las partes en conflicto debían invertir, como en cuanto a la magnitud del daño que la tecnología y las armas nuevas eran capaces de provocar. Los banqueros levantaron la advertencia de que, aunque comenzara una guerra general, esta se detendría a las pocas semanas, simplemente porque no habría modo de financiarla.

La mayor parte de la copiosa literatura sobre los acontecimientos de 1914 se pregunta, y es comprensible, por qué estalló la Gran Guerra. Pero quizá fuese mejor formular la pregunta así: ¿por qué aquella larga paz no se prolongó? ¿Por qué las fuerzas que promovían la paz, con ser poderosas, no prevalecieron? Después de todo, lo habían logrado antes. ¿Por qué falló esta vez el sistema? La posible respuesta pasa por ver cómo se habían ido reduciendo las opciones de Europa en las décadas anteriores a 1914.

Imaginemos de nuevo a nuestros caminantes. Ellos inician su viaje, como Europa, por una ancha y soleada llanura; pero llegan a bifurcaciones donde han de decantarse por un camino u otro. Aunque en ese momento no puedan darse cuenta de las implicaciones, se encuentran descendiendo hacia un valle que se vuelve cada vez más angosto, y que podría no ser el camino que ellos hubieran preferido tomar. Todavía es posible cambiar de ruta, quizá volviendo sobre sus pasos. Esto podría resultar costoso, y además, ¿a quién le gusta reconocer que ha tomado una decisión equivocada? Quizá fuese posible escalar por alguna ladera y cruzar hasta el otro lado; pero eso requeriría un esfuerzo considerable, y tampoco se sabe qué habría allí. ¿Podría haber admitido el gobierno alemán, ante sí mismo y ante su pueblo, que la carrera armamentista naval contra Gran Bretaña no solo había sido insensata, sino que había supuesto un colosal derroche de dinero?

Este libro recorre la senda que condujo a Europa hasta 1914, destacando aquellos puntos de inflexión en que se redujeron sus opciones. Uno de ellos fue la decisión de Francia de buscar una alianza defensiva con Rusia como contrapeso a Alemania; otro fue la decisión de Alemania, a finales de la década de 1890, de iniciar una carrera armamentista naval contra Gran Bretaña. Gran Bretaña mejoró, cautelarmente, sus relaciones con Francia, y con el tiempo también con Rusia. Otro momento clave ocurrió en 1905-1906, cuando Alemania trató de dividir a la entente cordial en la primera crisis marroquí. Este intento fracasó, y los dos nuevos amigos, Gran Bretaña y Francia, se unieron aún más y comenzaron a mantener conversaciones militares secretas que estrecharon sus lazos. Las siguientes graves crisis de Europa —la crisis bosnia de 1908, la segunda crisis marroquí de 1911, y las guerras de los Balcanes de 1912 y 1913— aumentaron los posos de resentimiento, sospechas y recuerdos que determinaban las relaciones entre las potencias. Este fue el contexto en el que se tomaron las decisiones en 1914.

Es posible liberarse del pasado y comenzar de nuevo. Nixon y Mao, después de todo, decidieron a principios de la década de 1970 que sus países se beneficiarían poniendo fin a más de veinte años de hostilidad. Las amistades pueden cambiar y las alianzas pueden romperse; así lo hizo Italia al comienzo de la Gran Guerra, cuando rechazó luchar junto a los otros dos miembros de la triple alianza, el Imperio austrohúngaro y Alemania. Pero a medida que pasan los años esto se vuelve cada vez más difícil, al incrementarse las obligaciones mutuas y los vínculos personales. Uno de los argumentos más convincentes que utilizaron en 1914 los partidarios de la intervención británica fue que Gran Bretaña había hecho creer a Francia que la ayudaría y sería deshonroso retractarse. No obstante, hubo tentativas por parte de las potencias de trascender los dos sistemas de alianzas; algunas todavía en 1913. Alemania y Rusia hablaban cada cierto tiempo de cómo resolver sus diferencias, y lo mismo hacían Gran Bretaña y Alemania, Rusia y el Imperio austrohúngaro, y Francia y Alemania. Pero, fuese por inercia, por el recuerdo de los enfrentamientos pasados, por temor a la traición, o por lo que fuese, tales intentos fracasaron.

Aun así, siempre estará al final esa minoría de generales, monarcas y políticos que, en el verano de 1914, tuvieron el poder y la potestad de decir o no. Sí o no a la movilización de los ejércitos, sí o no a las concesiones, sí o no a la ejecución de los planes elaborados por los militares. El contexto es crucial para comprender por qué fueron como fueron y actuaron como actuaron. No podemos, sin embargo, minimizar la importancia de las personalidades individuales. El primer ministro alemán, Theobald von Bethmann Hollweg, acababa de perder a su muy amada esposa: ¿influyó esto en el fatalismo con que contempló el estallido de la guerra? Nicolás II de Rusia era un personaje fundamentalmente débil, lo que seguramente hizo que le resultara más difícil oponerse a sus generales, quienes querían la inmediata movilización de Rusia. Franz Conrad von Hötzendorf, jefe del estado mayor del ejército austrohúngaro, deseaba la gloria para su país, pero también para sí mismo, y así poder casarse con una mujer divorciada.

La guerra, cuando finalmente llegó, fue tan espantosa que dio pie a una búsqueda de los culpables que aún prosigue. Mediante la propaganda y la publicación de documentos históricos, cada país beligerante proclamaba su propia inocencia, al tiempo que acusaba a los demás. La izquierda culpaba al capitalismo o a los fabricantes y traficantes de armas, «mercaderes de la muerte»; la derecha culpó a la izquierda, a los judíos, o a ambos. En la conferencia de paz celebrada en París en 1919, los vencedores hablaron de llevar a juicio a los culpables —el káiser, algunos de sus generales y diplomáticos—, pero al final aquello terminó en nada. La cuestión de la responsabilidad continúa siendo relevante, porque si Alemania fue responsable entonces resultó justo que pagase sus indemnizaciones. Si no lo fue, y esta por supuesto era la opinión general en Alemania, y cada vez más en el mundo angloparlante, entonces las indemnizaciones y otras sanciones sufridas por Alemania resultaron profundamente injustas e ilegítimas. La opinión que prevaleció en los años de entreguerras, como dijera David Lloyd George, fue esta: «Las naciones resbalaron hasta el caldero hirviendo de la guerra sin ninguna muestra de aprensión ni de consternación»[4]. La Gran Guerra, o bien no fue culpa de nadie, o bien fue culpa de todos. Tras la Segunda Guerra Mundial, algunos historiadores alemanes, con Fritz Fischer a la cabeza, revisaron de nuevo los archivos para demostrar que Alemania era verdaderamente culpable, y que había una siniestra continuidad entre las intenciones del último gobierno alemán antes de la Gran Guerra y las de Hitler. Estos audaces historiadores fueron cuestionados a su vez, y el debate continúa.

Se trata de una búsqueda que probablemente nunca tendrá fin. Yo misma intentaré mostrar que algunos países, y sus líderes, fueron más culpables que otros. La insensata determinación del Imperio austrohúngaro de destruir Serbia en 1914, la decisión de Alemania de apoyarla incondicionalmente, la impaciencia de Rusia por movilizarse, cargan en mi opinión con la mayor responsabilidad en el estallido de la guerra. Ni Francia ni Gran Bretaña deseaban la guerra, aunque para detenerla tal vez podrían haber hecho más. Pero, al final, lo que encuentro más interesante es la pregunta de cómo fue posible que Europa, en el verano de 1914, llegara a un punto en que la guerra fue más probable que la paz. ¿En qué pensaban los que tomaron las decisiones? ¿Por qué en aquella ocasión, como habían hecho antes, no se echaron atrás? En otras palabras: ¿por qué fracasó la paz?