IV

«WELTPOLITIK»:
EL LUGAR DE ALEMANIA
EN LA ESCENA MUNDIAL

E n el verano de 1897 el káiser se sentía muy feliz. «¡Qué dicha —le escribió a su amigo Eulenburg—, tener que tratar con alguien que vive entregado a uno en cuerpo y alma, y que además comprende y quiere comprender!»[1]. El objeto de su entusiasmo era Bernhard von Bülow, su nuevo ministro de Asuntos Exteriores, de quien el káiser esperaba que fuera su Bismarck, y que les pusiera a él y al país en el lugar que les correspondía, en el centro de los asuntos mundiales (lo que quizá resolviese también la tumultuosa política interna de Alemania). Lo cierto es que los años posteriores a la destitución de Bismarck no habían sido muy buenos para Guillermo: los ministros se habían aliado en su contra, los demás príncipes alemanes se habían irritado bajo su mandato y el dominio de Prusia, y el Reichstag había exigido imprudentemente tener participación en el gobierno alemán.

Guillermo y sus ministros habían contraatacado, exhortando a los alemanes a dejar a un lado sus diferencias y trabajar por una Alemania más grande; con Prusia, naturalmente, como centro. En 1890, el ministerio de Educación prusiano decretó que la historia que se enseñaba en las escuelas debía mostrar la grandeza del estado prusiano y sus gobernantes: «Uno de los objetivos fundamentales de las Volksschule [escuelas primarias] es enseñar a los niños los beneficios que reciben de la unidad nacional reconquistada, la independencia y la cultura restauradas por el arduo y abnegado esfuerzo de los gloriosos gobernantes Hohenzollern». Guillermo estaba plenamente de acuerdo. Ante una reunión de directores de escuela, dijo: «Tenemos que formar jóvenes nacionalistas alemanes, no griegos ni romanos»[2].

Los triunfos en el extranjero supuestamente vendrían a consolidar los distintos estados alemanes en un Reich fuerte. Guillermo solía expresar abiertamente, con entusiasmo, sus ambiciones para Alemania y para sí mismo. Su reinado tomaría un «rumbo nuevo —le dijo a su madre—: Por siempre jamás habrá un único emperador legítimo en el mundo, y ese será el káiser alemán»[3]. Y su influencia en el mundo debería ser proporcional a la de Alemania. Como le dijo a Eulenburg en 1893: «Sin ser una figura mundial, uno no era más que una burda presencia»[4]. Alemania debía ser consultada en relación con el reparto de las zonas del mundo que aún parecían disponibles. «En las áreas distantes —dijo en 1900, durante la botadura de un nuevo acorazado—, no se debería tomar ninguna decisión importante sin consultar con Alemania y con el káiser alemán»[5]. Se refería a sí mismo como «el arbiter mundi»; y, por supuesto, de Europa. Durante su visita a su moribunda abuela, afirmó ante el nuevo ministro británico de Asuntos Exteriores: «Yo represento el equilibrio de poder en Europa, ya que la constitución alemana deja en mis manos las decisiones de la política exterior»[6].

La realidad, que tanto irritaba a Guillermo en los primeros años de su reinado, era que las relaciones exteriores de Alemania no habían estado bien llevadas desde 1890. Allí donde Bismarck había intentado, y por lo general conseguido, mantenerse en buenos términos con las demás potencias, sus sucesores habían dejado que Alemania se alinease en un único bando, el de la triple alianza con el Imperio austrohúngaro e Italia. El primer grave error había sido no renovar el tratado de Reaseguro con Rusia, en virtud del cual ambos países se comprometían a permanecer neutrales en caso de ser atacados por un tercero. El que esto fuese en parte un error delata la dejadez de los responsables de la política exterior alemana posterior a 1890. El nuevo canciller, Leo von Caprivi, era militar y, pese a ser inteligente y sensato, tenía poca experiencia en asuntos exteriores. Se dejó convencer de la no renovación por el ministerio de Asuntos Exteriores, en particular por su figura principal, Friedrich von Holstein, quien había llegado a oponerse a una amistad estrecha con Rusia. El resultado fue alentar a los rusos a mirar en otra dirección, específicamente hacia Francia, con la que firmaron un acuerdo militar secreto en 1894.

Por otra parte, lo que Holstein y sus colegas esperaban no ocurrió; a saber, un acercamiento a Gran Bretaña —que se hallaba en malos términos con Rusia y con Francia— y una mayor adhesión de esta a la triple alianza. Los británicos ya habían llegado a un acuerdo con el Imperio austrohúngaro e Italia para garantizar la seguridad en el Mediterráneo (lo que fundamentalmente implicaba oponerse a los intentos de Rusia por obligar al Imperio otomano a ceder el control del crucial acceso del mar Negro al Mediterráneo, así como a las maniobras de Francia para expandir su imperio). Como consecuencia del descuido en el tratado de Reaseguro, Rusia tenía más de qué preocuparse en sus fronteras y amenazaba menos los intereses británicos en el Mediterráneo. Alemania también descubrió que sus socios en la triple alianza se iban tornando más autoritarios a medida que se debilitaba su posición.

[4] Fuertemente influenciado por el teórico naval estadounidense Alfred Mahan, quien creía que el poderío marítimo era la clave del dominio mundial, Guillermo II de Alemania se dispuso a construir su propia gran armada. Inició así una costosa carrera naval contra Inglaterra, lo cual, a su vez, contribuyó a difundir entre los británicos el sentimiento de que necesitaban buscar aliados contra Alemania.

No ayudaba el hecho de que la política alemana oscilara en aquellos años, de 1890 a 1897, entre los intentos por ganarse la amistad o bien de Rusia o bien de Gran Bretaña; ni el de que los líderes alemanes pasaran una y otra vez de las lisonjas a las amenazas. Además, en las cuestiones concretas la política alemana se mostraba con mucha frecuencia incoherente. En 1894, Caprivi le dijo al embajador alemán en Londres que las islas Salomón eran de crucial importancia para Alemania; dos meses después, Berlín había perdido todo interés por ellas[7]. Los británicos no eran los únicos europeos para quienes las políticas alemanas eran un misterio. Tampoco ayudaba el hecho de que el káiser, que se tenía por un diplomático consumado, interviniese cada vez con mayor frecuencia, a menudo con resultados desastrosos. Aunque todavía son objeto de polémica los orígenes del telegrama enviado a Kruger en 1896, como muestra del apoyo del káiser a la república bóer de Transvaal en su lucha contra Gran Bretaña, al parecer dicho telegrama fue a un intento del gobierno alemán de impedir que el káiser hiciese algo peor. (Guillermo había sugerido inicialmente, entre otras cosas, establecer un protectorado alemán en Transvaal y enviar tropas alemanas a África; lo cual habría sido una misión dificultosa, dado el poderío naval británico por entonces)[8].

En 1897 la política y el gobierno alemanes dieron un giro decisivo que impulsaría a Alemania hacia una confrontación con Gran Bretaña. Guillermo, con el apoyo de Eulenburg y otros destacados conservadores, decidió que había llegado el momento de colocar a sus propios hombres en posiciones claves dentro del gobierno alemán. Entre otros cambios, trajo de vuelta a Alfred von Tirpitz, un almirante de la escuadra alemana en China, nombrándolo ministro de la Marina, lo que desató, como veremos, la carrera armamentista naval anglo-germana. Y Bernhard von Bülow, el embajador alemán en Roma, fue designado ministro de Asuntos Exteriores. Su impacto en la política alemana fue tal vez menos espectacular que el de Tirpitz, pero también desempeñó su papel en el camino que condujo a la guerra.

Bülow, el hombre que supuestamente iba a resolver los problemas internacionales de Alemania, era un diplomático de carrera, divertido, encantador, culto e inteligente. Era también extremadamente ambicioso, y —al igual que su nuevo señor Guillermo— perezoso. «Sería un gran tipo —dijo una vez el hermano de Bülow—, solo con que su carácter estuviera a la altura de su personalidad»[9]. Aunque la familia procedía de Dinamarca, su padre había llegado a ser el nuevo ministro de Asuntos Exteriores de Alemania en 1873, ejerciendo lealmente de gran subordinado de Bismarck. A este le cayó en gracia su hijo, y Bernhard ascendió sin tropiezos hasta el cuerpo diplomático, donde tuvo ocasión de recorrer las capitales del mundo, labrándose de paso una fama inveterada de donjuán. Encontró la horma de su zapato en la mujer que sería su esposa, que era hija de una prominente familia de Roma. Aunque ella estaba casada por entonces, se divorció de su marido, otro diplomático alemán, y se casó con Bülow, para cuya carrera fue un gran apoyo.

Según Holstein, quien inicialmente lo consideró un amigo, Bülow se había granjeado a lo largo de los años una merecida reputación entre sus colegas de taimado, poco fiable y escurridizo como una anguila. «Bernhard von Bülow —escribió Holstein en su diario—, es un hombre pálido sin barba ni bigote, de mirada furtiva y sonrisa casi perpetua. De intelecto más convincente que penetrante. Carece de una reserva de ideas con que hacer frente a toda contingencia, pero se apropia de las ajenas y las repite hábilmente sin revelar la fuente»[10]. Bülow era diestro en hacer sentir a los demás que habían dicho algo ingenioso, y en dar la impresión de estar compartiendo información importante con ellos. «Bernhard hace de todo un secreto —decía su suegra—. Te toma del brazo, te lleva hasta la ventana y te dice: “No digas nada, pero hay un perrito allá abajo que está orinando”»[11]. Una mujer que lo conoció lo comparó con un gato que atrapa ratones ofreciéndoles su queso favorito[12].

A partir de 1897, Bülow centró toda su atención en cautivar a su nuevo señor. Guillermo, según le repetía, era «brillante», «espléndido», «completamente atinado»; siempre encontraba las palabras adecuadas. Manejar a los británicos es muy difícil y requiere infinita destreza, le dijo al káiser en 1900: «Pero, así como el águila Hohenzollern pudo barrer del campo al águila bicéfala austriaca y cortarle las alas al gallo francés, con la ayuda de Dios y la fuerza de Su Majestad, también sabrá lidiar con el leopardo inglés»[13]. Para reforzar este mensaje, enviaba repetidas veces a Eulenburg desmedidos elogios del káiser, a sabiendas de que llegarían a oídos de Guillermo. «De todos los grandes reyes —escribió Bülow poco después de su nombramiento—, él es con mucho el más importante Hohenzollern que jamás haya habido»[14]. Bülow le aseguró al káiser en persona que sería su «herramienta» y que lo ayudaría a afianzar su gobierno personal sobre Alemania.

En los primeros años, Bülow logró manejar al káiser bastante bien. Le mandaba comunicados breves aderezados con chismes, evitaba las reuniones formales, donde Guillermo se aburría, y adquirió el hábito de salir a caminar con él todas las mañanas. Los Von Bülow invitaban a Guillermo a comer y a cenar y lo mantenían entretenido. Sin embargo, Bernhard el Solícito, como lo llamara uno de sus críticos, no tenía reparos en pasar por alto o modificar las medidas más descabelladas del káiser cada vez que podía, gracias a que este a menudo olvidaba lo que había dicho al calor del momento. Tampoco deseaba Bülow llevar a efecto el golpe de estado que tanto ansiaba el káiser contra las instituciones parlamentarias alemanas. Lo que él quería era manipular al pueblo alemán y a su gobernante para, en la medida de lo posible, hacerles olvidar sus diferencias. Su política de entonces, y la de más tarde como canciller, fue la misma que promovían fuertemente Guillermo y sus consejeros conservadores: unificar las fuerzas nacionalistas y conservadoras de Alemania en apoyo de la corona, y al mismo tiempo socavar el creciente movimiento socialista, así como los regionalismos fuertes —como había por ejemplo en el sur—, que nunca habían aceptado realmente el gobierno prusiano.

La Sammlungspolitik, como se la llamaba, necesitaba un principio básico organizador, y este iba a ser el orgullo patriótico alemán. Bülow creía que el gobierno tenía que adoptar «una política valiente y generosa que sepa mantener el júbilo en el carácter actual de [nuestra] vida nacional, una política que movilice las energías nacionales, una política que atraiga a la numerosa y siempre creciente Mittelstand [clase media]»[15]. A todas luces, para lograrlo era crucial una política exterior activa. El revuelo en torno a Samoa, dijo reveladoramente Bülow, «no tiene para nosotros absolutamente ningún interés material, sino un interés ideal y patriótico». Y a los diarios alemanes les dio la orden de que trataran el tema de modo que «fortalezca la confianza interior en nuestra política exterior»[16]. Su estrategia clave en los asuntos exteriores pasaba por garantizar que Alemania continuase ascendiendo en la liga de las potencias mundiales. Algo que muy bien podía significar la generación de conflictos entre las demás naciones. En 1895 le había dicho a Eulenburg: «Considero la colisión anglo-rusa no una tragedia, sino “un objetivo ardientemente deseable”»[17]. Se trataba de dejar que esos dos se agotaran mutuamente mientras Alemania se fortalecía en silencio.

Dadas las especificidades del panorama político, Bülow era partidario de mantener la triple alianza con el Imperio austrohúngaro e Italia, y en privado no le desagradaba la idea de un acuerdo con Gran Bretaña. Le parecía mucho mejor para Alemania permanecer neutral ante el prolongado conflicto entre Gran Bretaña y Rusia. «Hemos de mantenernos independientes de ambos —escribió—, y ser el fiel de la balanza, no el péndulo que oscila de un lado a otro»[18]. De inclinarse hacia alguna de las dos potencias, probablemente sería hacia Rusia, pues le parecía que, a la larga, probablemente terminaría siendo la más fuerte. En cuanto a los británicos, pensaba que antes o después comprenderían que debían mantenerse en buenos términos con Alemania, habida cuenta de la hostilidad de Gran Bretaña hacia Rusia y Francia. Al parecer, no se le ocurrió que los británicos pudieran hallar otras soluciones para su aislamiento.

Al dirigir la política exterior de Alemania, Bülow contó, al menos en un principio, con el apoyo de uno de los personajes más inteligentes, poderosos y extraños del ministerio de Asuntos Exteriores: Friedrich von Holstein, del departamento político. Eulenburg llamaba a Holstein «el monstruo del laberinto», y ese mote se le ha quedado. Tal calificativo era injusto, ya que Holstein no era ningún monstruo, sino un inteligentísimo y abnegado servidor del estado alemán, quien hizo cuanto pudo en favor de sus intereses en la escena internacional. Pero, como todos los apodos, contenía un elemento de verdad. Holstein era reservado y veía conspiraciones por todas partes. Herbert, el hijo de Bismarck, lo describió como un hombre con «una manía persecutoria casi patológica»[19]. Si bien Holstein podía resultar cruel y cortante con los demás, era una persona sumamente sensible. Vivía con extrema sencillez en tres pequeños y modestos aposentos, y, además del tiro al blanco, no parecía tener otros intereses más allá de su trabajo. Rara vez se presentaba en sociedad, y hacía lo posible por evitar al káiser, cuyo desempeño desaprobaba cada vez más. Cuando el káiser trató de pasar por la Wilhelmstrasse para ver a Holstein, este se ausentó para darse un largo paseo[20]. Cuando ambos se encontraron al fin en 1904, en una gran cena, se dice que hablaron de la caza del pato[21].

Holstein siempre rechazaba los puestos más altos dentro de la Wilhelm Strasse, prefiriendo ser el poder en la sombra, llevando un registro de los informes que entraban y salían, hilando sus intrigas y recompensando a los amigos y castigando a los enemigos. Su oficina era contigua a la del ministro de Asuntos Exteriores, y Holstein tomó por costumbre pasarse por allí a su antojo. Aunque había sido íntimo de Bismarck, que se apoyaba a menudo en él, cayó en desgracia con el viejo canciller, con su hijo y con sus seguidores, principalmente por su postura respecto a Rusia. Holstein se oponía al tratado de Reaseguro y a la idea misma de que Alemania y Rusia pudieran forjar una amistad. Acaso por haber detestado intensamente su estancia en San Petersburgo como joven diplomático, el odio y el miedo a Rusia fue uno de los pocos rasgos constantes de su política exterior[22]. Con el tiempo, él y Bülow disentirían diametralmente respecto al mismo tema.

En su primer discurso ante el Reichstag, en diciembre de 1897, Bülow expuso su visión de la política exterior alemana haciendo especial referencia a lo que parecía ser el próximo reparto de China. Su discurso estaba calculado para agradar a un amplio sector de la opinión pública alemana. «Hemos de exigir que el misionero alemán y el empresario alemán, las mercancías alemanas, la bandera alemana y los barcos alemanes en China sean tan respetados como los de las demás potencias». Alemania estaba dispuesta a respetar los intereses de esas otras potencias en Asia siempre y cuando el respeto fuera mutuo. «En una palabra: no queremos hacerle sombra a nadie, pero también nosotros reclamamos nuestro lugar bajo el sol». El mundo debía reconocer, proseguía diciendo, que el viejo orden había cambiado: «Los tiempos en que el alemán dejaba la tierra a uno de sus vecinos, el mar al otro y se quedaba para sí los cielos, eran puros reinos doctrinales; y esos tiempos se acabaron»[23]. (El discurso de Bülow fue muy bien recibido; sus frases, dijo el delegado de Württemberg en Berlín, «ya se han vuelto casi proverbios y están en boca de todos»)[24]. Dos años después, en otro discurso ante el Reichstag, Bülow empleó el término Weltpolitik por primera vez. Aunque, curiosamente, todavía hoy suele traducirse como «política medioambiental», esta palabra aludía a una política global o mundial; a una política que, además, muchos veían con la mayor suspicacia fuera de Alemania. A ella venía asociado el también inquietante concepto de Weltmachtstellung, o «potencia mundial».

Estos términos reflejaban la noción, muy extendida entre los patriotas alemanes, de que el extraordinario progreso económico del país, la rápida expansión de su inversión y su comercio por todo el mundo, y sus avances en campos como el de la ciencia, debían traer aparejado un incremento de su prestigio mundial. Las demás naciones debían reconocer los logros de Alemania y su nueva posición en el mundo. Para los liberales esto significaba que Alemania asumiría un liderazgo moral. Como escribiría con añoranza uno de ellos, ya con la perspectiva que le daba la década de 1940: «Mis pensamientos siempre se remontan a la época en que cooperábamos en aquel espléndido empeño: trabajar por la Gran Alemania, la expansión pacífica y las actividades culturales en Oriente próximo […]. Una Alemania pacífica, grande, honrada y respetada»[25]. Pero para los nacionalistas de derechas —y esto incluía al káiser y a sus más cercanos asesores, así como a los numerosos miembros de las sociedades patrióticas— aquello significaba más bien el poder político y militar, y, de ser necesaria, la guerra contra otras potencias.

En aquellos años, mientras el nuevo káiser y la nueva Alemania probaban sus fuerzas, un viejo profesor de historia atraía con sus conferencias en la universidad de Berlín a un público nutrido. Heinrich von Treitschke fue uno de los autores intelectuales del nuevo nacionalismo alemán, y de ese anhelo de un lugar bajo el sol. A través de sus conferencias y textos, que incluían una muy popular historia de Alemania en varios volúmenes, Treitschke llevó a toda una generación de líderes alemanes a enorgullecerse del gran pasado de Alemania y de los extraordinarios logros de Prusia y del ejército prusiano en la construcción del estado alemán. Para Treitschke, el patriotismo era el valor más preciado, y la guerra no solo era una parte necesaria de la historia humana, sino algo noble y edificante. Solo con que Alemania aprovechase sus oportunidades, alcanzaría la hegemonía mundial, como era su derecho[26]. Era el escritor favorito de Bülow, que lo consideraba «el profeta de la idea nacional»[27]. Cuando Helmuth von Moltke, el futuro jefe del estado Mayor alemán, leyó en su juventud la historia de Treitschke, quedó «cautivado», y más tarde le escribiría a su esposa que «un halo de patriotismo y amor a la patria alemana recorre la obra, sin violar la verdad histórica; es magnífica»[28]. Sorprendentemente, al káiser no le interesó de manera especial; aunque le agradaba la orientación general de los escritos de Treitschke, el historiador no ensalzaba lo suficiente a los Hohenzollern[29].

Lo que Weltpolitik significara realmente en términos de políticas concretas era otra cuestión. Cuando la idea comenzó a circular ampliamente, el conde Von Waldersee, mariscal de campo al mando de las fuerzas europeas que sofocaron el levantamiento de los bóxers, escribió en su diario: «Supuestamente seguimos una Weltpolitik. Me gustaría saber qué se supone que es eso; por el momento, no es más que un eslogan»[30]. Lo que sí parecía implicar era que Alemania debía hacerse con un buen número de colonias. Treitschke, ciertamente, abogaba por ello. «Todas las naciones a lo largo de la historia —decía en sus conferencias—, tuvieron el impulso de imprimir el sello de su autoridad sobre los países bárbaros, en tanto se sintieron con fuerzas suficientes para hacerlo». Y ahora Alemania era lo bastante fuerte; su alto índice de natalidad era una prueba de la vitalidad alemana. Pero Alemania no salía demasiado bien parada en comparación con Gran Bretaña y con otros imperios: «Es, por tanto, una cuestión vital que el país demuestre una voluntad colonialista»[31].

Los alemanes como Treitschke no eran los únicos que pensaban que tener colonias era buena idea. Un axioma muy extendido en aquella época por Europa era el de que las colonias aportaban a sus dueños riquezas tangibles y los beneficios intangibles del prestigio. Y el descenso de los precios de los productos agrícolas y el ciclo de recesiones que duró desde 1873 hasta 1895 crearon en los líderes políticos y económicos de Alemania una aguda conciencia de la necesidad de exportar y de asegurar mercados extranjeros. Los críticos del imperio remarcaban el hecho embarazoso de que el coste de administrar y defender las colonias era a menudo mucho mayor que lo que ellas aportaban; o que la inversión, el comercio y la emigración tendían a fluir hacia regiones del mundo que no eran colonias, como Estados Unidos, Rusia y Latinoamérica. Caprivi, por ejemplo, era de la opinión de que los mercados naturales de Alemania estaban en Europa central. Pero las engorrosas evidencias, como tantas veces sucede, no lograrían alterar la fe. Era tan excitante mirar un mapa y ver todas las partes coloreadas que pertenecían al país de uno… Sin duda, tener más territorios y más población, por pobres fueran o dispersos que estuvieran, significaba un mayor poder en el mundo. Y, como dijera en 1893 el entonces ministro de Asuntos Exteriores británico, lord Rosebery, adquirir nuevas colonias era «reclamar parcelas de futuro»[32].

En Alemania, la cuestión de las colonias constituía un tema sensible. Era un país poderoso, uno de los más poderosos del mundo, y, sin embargo, hete aquí que no poseía su India ni su Argelia. Cierto que Alemania se había hecho con algunos retazos de África, pero su imperio resultaba insignificante en comparación con los de Francia y Gran Bretaña. Hasta la pequeña y burguesa Bélgica poseía el inmenso Congo. La necesidad de reducir esta desventaja y llegar a brillar como una auténtica gran potencia preocupaba cada vez más a los alemanes. Tanto en la Wilhelmstrasse como en el ejército, las ambiciones imperialistas encontraron un fuerte respaldo. Como ya había notado en 1890 el jefe del departamento colonial del ministerio de Asuntos Exteriores: «Ningún gobierno, ningún Reichstag, podría renunciar a las colonias sin humillarse ante Alemania y ante Europa. Hoy en día, la política colonial tiene partidarios en todos los rincones del país»[33]. Puede que la liga pangermánica y la sociedad colonial no tuviesen tantos miembros entre el público general, pero lo compensaban con el clamor y la vehemencia de sus demandas.

Había también escépticos, naturalmente, tanto en la izquierda como en la derecha, que aducían el gran gasto y las limitadas ganancias que tan a menudo suponían las colonias. Ni siquiera el gran Bismarck había mostrado demasiado interés por ellas (ni por una gran armada para protegerlas). Como le dijo en 1888 a un explorador que intentaba despertar su interés por África: «Mi mapa de África está aquí en Europa. Aquí está Rusia, y —señalando hacia la izquierda—, aquí está Francia, y nosotros estamos justo en el medio; este es mi mapa de África»[34]. Su sucesor, Caprivi, adoptó prácticamente la misma actitud: «Cuanta menos África, mejor para nosotros»[35].

Aunque en un inicio Bülow no había sido un gran entusiasta de las colonias, no tardó en cambiar de idea e incorporarlas a su visión. En un discurso ante el Reichstag en diciembre de 1899, lanzó el siguiente desafío: «No podemos permitir que ninguna potencia extranjera, ningún Júpiter extranjero, nos diga: “¿Qué se le va a hacer? El mundo ya está repartido. —Y añadió una ominosa profecía—: En el siglo venidero, Alemania será o el martillo o el yunque»[36]. Una pregunta peliaguda era de dónde iban a salir estas colonias, cuando el mundo ya estaba casi completamente repartido entre las demás potencias. Una posibilidad era el decadente Imperio otomano, de modo que Alemania comenzó a construir ferrocarriles y prestarle dinero a su gobierno. En 1898, el káiser hizo una prolongada visita a Oriente próximo y, al calor del momento, pronunció un dramático discurso en Damasco: «El sultán y sus trescientos millones de súbditos musulmanes dispersos por el mundo, que lo veneran como su califa, pueden estar seguros de que el káiser alemán será su amigo para siempre»[37]. China, otro imperio en declive, también parecía prometedora, y la toma del puerto de Qingdao, en la bahía de Jiaozhou, y otras concesiones en la península de Shandong, parecían ser un buen comienzo. También hubo un estrafalario intento por parte de unos entusiastas del colonialismo alemán, actuando bajo la aprobación de Tirpitz, de comprar en secreto tierras en una de las Islas Vírgenes danesas del Caribe, hasta que los alemanes fuesen mayoría allí. En ese punto el gobierno alemán intervendría y le compraría a Dinamarca la totalidad de la isla para una base naval. Guillermo, afortunadamente, se opuso a este plan, que hubiera arrastrado a Alemania a una disputa completamente innecesaria con Estados Unidos, y probablemente también con Gran Bretaña[38].

La actividad y la retórica alemanas llegaron, no obstante, a alarmar a un gobierno y a una opinión pública británicos ya predispuestos a contemplar a Alemania con suspicacia. Además, en Alemania, tanto en las esferas gubernamentales como entre el público general iba creciendo la tendencia a identificar Gran Bretaña, a menudo abiertamente, como el principal obstáculo para la Weltpolitik alemana. Las notas tomadas por los estudiantes que asistían a las conferencias de Treitschke revelan que este atacaba insistentemente a Gran Bretaña. Para qué, se preguntaba Treitschke en la década de 1890, tenía Alemania que «darle la razón en todo a la abuelita de un modo tan poco digno, cuando en Gran Bretaña incluso los bebés se proponen engañarnos». (No es de extrañar que una visita de Treitschke a Gran Bretaña reafirmase sus puntos de vista: Londres, según él, era «como el sueño de un diablo borracho»)[39]. En 1900, el embajador del Imperio austrohúngaro en Berlín envió un largo y perspicaz memorándum a Viena en el que señalaba que los principales estadistas alemanes avizoraban una época, sin duda todavía lejana, en que su país reemplazaría a Gran Bretaña como primera potencia mundial, y comentaba la «anglofobia que imperaba universalmente» en Alemania[40]. Guillermo también esperaba que el futuro fuese testigo del auge de Alemania y el declive de Gran Bretaña. Como dijo en un discurso en Hamburgo en 1899: «Los viejos imperios pasan y los nuevos se encuentran en proceso de formación».

Su actitud hacia Gran Bretaña, sin embargo, así como sus relaciones con la mitad británica de su familia, eran bastante más ambivalentes que las de muchos de sus súbditos. Su madre había adoptado imprudentemente todo lo británico como modelo, y él, como se podía suponer, reaccionó de mala manera. Ella pretendía hacer de él un caballero inglés; él se convirtió en un oficial prusiano. Ella era liberal; él conservador. Guillermo llegó a odiar a su madre —y, de hecho, la trató muy mal tras la muerte de su padre—, pero algunos de los recuerdos más felices de su infancia eran los viajes a Gran Bretaña con sus padres. Había jugado con sus primos en Osborne, en la isla de Wight, y había visitado los astilleros de la marina británica. Se había subido al buque insignia de Nelson, el Victory, y una vez ayudó a disparar los cañones del St. Vincent, bautizado en honor del gran contemporáneo de Nelson. Cuando la reina Victoria lo nombró almirante honorífico de la marina británica, poco después de su ascenso al trono, Guillermo estaba exultante. «Pensar que llevo el mismo uniforme que St. Vincent y Nelson. Es una sensación embriagadora»[41]. Envió a su abuelo un retrato suyo con su nuevo uniforme, que ahora procuraba vestir en todas las ocasiones posibles; incluso, según se cuenta, al asistir a una representación de El holandés errante[42]. (Su rango honorífico lo interpretó también como una invitación a brindar a los británicos innumerables consejos, que nadie le pedía, acerca de su armada).

Durante su vida adulta se quejó varias veces de «la condenada familia» inglesa; no obstante, amaba profundamente a su abuela, la reina Victoria. De hecho, ella era una de las pocas personas en el mundo a quienes escuchaba. Le disgustaban la arrogancia y condescendencia que creía ver en Gran Bretaña, pero todavía en 1911 pudo decirle a Theodore Roosevelt: «Yo ADORO Inglaterra»[43]. Daisy Cornwallis-West, que había llegado a ser princesa de Pless, opinaba que su amor y admiración por Gran Bretaña eran genuinos, y que sus frecuentes críticas eran como las de un pariente que se sentía incomprendido:

«Esta era la auténtica afrenta. El emperador sentía que ni la reina Victoria, ni el rey Eduardo, ni el rey Jorge, ni el pueblo británico, lo comprendían o apreciaban verdaderamente. Consciente de su propia sinceridad y seguro de sí mismo, intentó imponernos su personalidad. De igual modo que un actor de talento a veces procura conquistar con su encanto y sutileza en su papel favorito, así el emperador intentó con demasiada frecuencia conquistar a la opinión pública británica con actos que conseguían suscitar nuestro rechazo, o peor aún, que nos aburrían o nos divertían sin más»[44].

Tal fue ciertamente el caso cuando a Guillermo, con su habitual entusiasmo, le dio por asistir a las carreras de yates de Cowes. Los británicos se sintieron en principio halagados cuando, a comienzos de la década de 1890, el káiser se hizo miembro del real club náutico (propuesto por su tío Eduardo), se compró un yate y se puso a acudir cada verano a la regata anual. La reina Victoria, que tenía que alojarlo en Osborne, con su séquito, le decía inútilmente que «estas visitas anuales no son lo que se dice deseables»[45]. Guillermo, por desgracia, era mal competidor; a menudo se quejaba de las reglas y de que era una injusticia que se le asignara un hándicap a su yate, el Meteor. Su tío se lamentaba de que Guillermo se creía «el dueño de Cowes», y al parecer les dijo a unos amigos en 1895: «La regata de Cowes me resultaba antes algo festivo y agradable, pero ahora que el káiser ha tomado allí el mando, se ha vuelto una molestia»[46]. Y hubo otros incidentes que estropearon los días veraniegos: como cuando Salisbury, al parecer, no recibió el mensaje de acudir a una importante conversación en el Hohenzollern, el yate de vapor chapado en oro de Guillermo; o cuando la insistencia de Guillermo en continuar la carrera junto al príncipe Eduardo les hizo llegar tarde a una cena con la reina.

Las relaciones del káiser con su tío eran particularmente difíciles. Puede que a Guillermo le molestara que Eduardo, «el viejo y gordo Gales», fuese tan encantador, carismático y popular. La natural mojigatería de Guillermo, alimentada sin duda por su esposa, Dona, se escandalizaba ante la predilección de su tío por las mujeres hermosas y los amigos crapulosos; y, con ocasión de un escándalo particularmente peliagudo, le envió al príncipe una carta que de seguro no hizo nada por incrementar la simpatía de este hacia él. En sus momentos más exaltados, se refería a su tío como un Satanás, «un viejo pavo real», «el supremo intrigante y enredador de Europa»[47]. Por otra parte, el error de Eduardo fue el del hombre más maduro y asentado que no logra comprender al complicado joven cuyas bravatas ocultan una cierta inseguridad. Eduardo y su esposa danesa Alejandra, que nunca le habían perdonado a Prusia el que le hubiese arrebatado Schleswig-Holstein a Dinamarca, veían a Guillermo como el epítome del militarismo prusiano. «Willy es un bravucón —dijo una vez—, y la mayoría de los bravucones, cuando uno se enfrenta a ellos, resultan ser unos cobardes»[48]. En su último encuentro con Guillermo en 1909, Eduardo, ya rey, escribió algo que no era estrictamente cierto: «Sé que el emperador alemán me odia y no pierde oportunidad de decirlo a mis espaldas, mientras que yo con él siempre he sido muy amable y gentil»[49]. Theodore Roosevelt tuvo la impresión de que las emociones de Guillermo eran más complicadas, que este sentía «un verdadero afecto y respeto por el rey Eduardo, al tiempo que una viva y celosa antipatía por él, y que ambos sentimientos se iban cediendo el puesto en su mente, y por tanto en su conversación»[50].

Los conflictos entre ambos probablemente comenzaron cuando el padre de Guillermo agonizaba y Eduardo llegó para consolar a su adorada hermana, la princesa heredera Victoria. Comentarios de Eduardo tales como «Guillermo el Grande tiene que aprender que vivimos a finales del siglo XIX y no en la Edad Media» bien pudieron llegar a oídos del káiser. Dos meses después de su ascenso al trono, Guillermo dejó bien claro que no se reuniría con su tío en Viena, aunque ambos habían planeado por su cuenta estar al mismo tiempo en la ciudad. Eduardo se vio obligado a marcharse antes de la llegada de su sobrino. Bismarck intentó excusar el incidente ante los británicos culpando a la actitud de Eduardo hacia Guillermo: «El príncipe lo trató como un tío trata a un sobrino, en lugar de reconocer que era un emperador, aún joven pero ya bien instalado a la mayoría de edad». Salisbury pensaba que el káiser debía estar «un poco tocado del ala». La reina Victoria escribió furiosa a su primer ministro: «Esto es realmente demasiado vulgar y demasiado absurdo y falso hasta el borde de lo increíble. Siempre hemos tenido una gran intimidad con nuestro nieto y sobrino y pretender que hemos de tratarlo en privado y en público como “Su Majestad Imperial” ¡es una completa locura[51]. Le dijo a Salisbury que esperaba que las relaciones entre Alemania y Gran Bretaña no se resintiesen: «La Reina está de acuerdo que (de ser posible) no deben verse afectadas por estas miserables querellas personales; pero la Reina se teme que, con un joven tan exaltado, engreído y equivocado, y tan falto de todo sentimiento, esto pudiera en CUALQUIER momento volverse imposible»[52].

Si ambos países hubieran sido monarquías constitucionales, las querellas familiares hubiesen agitado las aguas por un momento y generado chismes, pero sin causar daños duraderos. El problema en este caso era que el gobernante alemán tenía realmente un poder considerable y estaba dispuesto a utilizarlo para lograr su objetivo de convertir a Alemania en una potencia mundial. Lo cual significaba, para Guillermo y para muchos de su entorno, tener una armada capaz de proyectar hacia alta mar el poderío de Alemania, proteger el comercio y la inversión, y, antes que nada, las colonias alemanas, tanto las ya existentes como las futuras. En 1896 Guillermo, en un discurso de considerable repercusión había pedido ayuda al pueblo alemán «para unir firmemente este gran imperio alemán con el imperio en nuestra propia tierra»[53]. Semejante criterio no era exclusivo de Alemania; la idea de que el poderío naval resultaba un componente clave del poder mundial era comúnmente aceptada en aquel periodo. De otro modo, ¿cómo habría podido Gran Bretaña —y, de hecho, Holanda o Francia— construir y mantener sus grandes imperios?

A veces, un solo individuo logra formular aquello que ya se intuye o se sospecha; el papel del mar tuvo su gran teórico en un comandante poco conocido de la academia naval de Estados Unidos, país que no era una gran potencia naval aún. En 1890 el capitán Alfred T. Mahan publicó su clásico estudio Influencia del poder naval en la historia. Mahan era por entonces un hombre de cincuenta años, esbelto y desgarbado, al que nunca le había gustado demasiado hacerse a la mar. En muchos sentidos, resultaba lo opuesto al marinero bullicioso. Era taciturno, reservado, y mojigato. (No permitía que sus hijas leyesen las novelas de Zola). También era excepcionalmente escrupuloso; sus hijos tenían prohibido usar los lápices del gobierno[54].

La idea que lo haría famoso se le ocurrió leyendo la historia de Roma, al darse cuenta de cuán distintas hubieran sido las cosas si Aníbal hubiese invadido por mar en vez de cruzando los Alpes, y sobre todo si hubiese logrado recibir apoyo por mar desde Cartago. «El control del mar —pensaba Mahan—, era un factor histórico que nunca había sido valorado ni expuesto sistemáticamente»[55]. Así pues, se dedicó a hacerlo. En sus libros se remitió a la historia para argumentar que, ya fuese en las guerras anglo-holandesas del siglo XVII, o en la de los Siete Años entre Gran Bretaña y Francia en el XVIII, el poderío marítimo era casi siempre el factor decisivo. Y garantizaba tanto una paz próspera como, si había guerra, la victoria. «En estas tres cosas —escribió Mahan—: la producción, con la necesidad de intercambiar productos; el transporte por mar, mediante el cual se efectúa dicho intercambio; y las colonias, que facilitan y agrandan las operaciones de transporte y tienden a protegerlo multiplicando los puertos seguros; está la clave de gran parte de la historia, y también de la política, de las naciones costeras»[56]. Una armada fuerte protegía las vías cruciales de la comunicación y el comercio a través de los océanos, y, lo que era igualmente importante, permitía conquistar y mantener colonias. Sus flotas de guerra podían servir de agentes disuasorios, sobre todo colocadas en puntos estratégicos. «La flota en activo», como la llamaban Mahan y otros, no necesariamente tenía que combatir; podía utilizarse para presionar a una potencia hostil en tiempo de paz y que esta se lo pensara dos veces antes de arriesgar su propia flota, aunque fuera mayor[57]. En la guerra, sin embargo, el deber de la flota, o las flotas, era destruir al enemigo en una batalla decisiva.

Mahan y aquellos que en inglés se hacían llamar navalists [navalistas] no lograron convencer a todo el mundo. Existía otra escuela de pensamiento sobre la estrategia naval —una escuela que inicialmente gozó del apoyo del propio gabinete naval de Guillermo—, cuyo ideario proponía que para debilitar al enemigo y ganar las guerras había que atacar su comercio. En el mundo cada vez más interdependiente de finales del siglo XIX, pocos países podían sobrevivir largo tiempo, y mucho menos librar una guerra, sin comercio marítimo. Así pues, en lugar de invertir en grandes y costosos acorazados, tenía mucho más sentido construir cruceros y torpederos rápidos, así como submarinos de última generación, para atacar a los barcos mercantes del enemigo. En realidad, los grandes acorazados, con su pesado blindaje y su armamento, también eran buenos blancos para los barcos más pequeños y veloces, las minas y los submarinos. La guerre de course, como la llamaban los franceses, era la misma que los británicos habían empleado con bastante éxito en la época isabelina contra los galeones españoles cargados de oro y plata del nuevo mundo. Y cuando finalmente llegó la Gran Guerra, esta resultó ciertamente una de las mejores armas que Alemania esgrimió contra los aliados: la guerra submarina, librada por una rama de la marina alemana que había sido despreciada y ninguneada en tiempo de paz, casi logra cortar los suministros que Gran Bretaña necesitaba para seguir adelante con la contienda.

Las teorías de Mahan, sin embargo, contaban con la gran ventaja de parecer avaladas por la historia y de halagar el orgullo nacional. Un torpedero sencillamente no podía compararse con un gran acorazado, y el hostigamiento al comercio no resultaba tan dramático ni espectacular como un enfrentamiento entre buques poderosos. Sus escritos ejercieron una enorme influencia en Estados Unidos, donde fomentaron la ambición de Roosevelt y de otros por poseer colonias y armadas; en Gran Bretaña, donde parecían explicar la hegemonía británica; y también en Alemania. El káiser se sumergió en la lectura de Influencia del poder naval en la historia. «Justo ahora estoy, no leyendo, sino devorando el libro del capitán Mahan, y tratando de aprendérmelo de memoria», le escribió a un amigo en 1894. Con apoyo del gobierno, el libro fue traducido al alemán y editado en fascículos, y en cada buque de guerra alemán había un ejemplar del mismo. Hasta ese momento, la principal fuerza militar alemana había sido el ejército, en tanto que su marina mantenía un tamaño reducido, ejerciendo más que nada como guardia costera. Ahora Guillermo estaba obsesionado con la idea de que Alemania necesitaba una marina fuerte de alta mar, con grandes acorazados. En una crisis entre Grecia y el Imperio otomano por la isla de Creta en 1897, los británicos lograron poner fin a la disputa con su poderío naval, mientras Alemania se mantenía al margen. «Aquí vemos una vez más —se lamentaba Guillermo—, cuánto sufre Alemania por no tener una flota fuerte»[58]. Como la constitución alemana ya le concedía el mando supremo de la marina, y había hecho los pertinentes cambios organizativos para ir controlándola personalmente cada vez más, el káiser estaba en condiciones de hacer algo para remediarlo; siempre y cuando, claro está, consiguiese del Reichstag los fondos pertinentes.

Mahan le aportó el fundamento intelectual, pero intervenía otro factor en el deseo de Guillermo de poseer una gran armada. Él había visto y admirado de cerca la marina británica desde los días de su infancia. El efecto había sido muy similar al que le produjo al Sapo de El viento en los sauces la primera visión de un automóvil: «¡Visión gloriosa y conmovedora!». De joven, había asistido en representación de su familia al jubileo de oro de la reina Victoria en 1887, y el espectáculo de la gran revista naval había elevado aún más su pasión por las armadas. En 1904, cuando su tío, ya Eduardo VII, visitó la base naval alemana de Kiel, el káiser le ofreció un brindis durante una cena en su club náutico (cuyo modelo era el de Cowes): «Cuando yo era niño, me permitieron visitar Portsmouth y Plymouth de la mano de amables tías y amistosos almirantes, admiré los orgullosos barcos ingleses en aquellos dos magníficos puertos. Entonces se despertó en mí el deseo de construir barcos como aquellos algún día, y poseer, cuando fuese mayor, una armada tan espléndida como la inglesa». Guillermo, conmovido casi hasta las lágrimas por su propia elocuencia, arrancó tres hurras al rey. La respuesta de Eduardo fue mesurada: «Mi querido Willy, siempre has sido tan gentil y amistoso conmigo que me es difícil expresar mi gratitud por todas tus bondades de un modo que realmente te haga justicia». Bülow prohibió al representante de una prominente agencia de noticias que telegrafiase a Berlín las efusiones del káiser: «Yo he redactado, como tantas veces, otra alocución imperial; igualmente amistosa, pero más sobria». Su señor se sintió bastante herido: «Has dejado fuera las mejores partes». Pero Bülow se mantuvo firme: «Si describís nuestra flota, construida con un coste tan elevado, y a veces con peligro, como el resultado de vuestras inclinaciones personales y vuestros recuerdos juveniles, no será fácil obtener del Reichstag más millones para la construcción de barcos». El káiser lo captó: «Ach, ese maldito Reichstag»[59].

El «maldito Reichstag» era un verdadero problema. No le entusiasmaba demasiado tener una marina mucho más grande. Ni los socialistas, cuyo número iba en aumento, ni los liberales y los moderados de diversas tendencias, y ni siquiera algunos conservadores estaban dispuestos a aprobar la financiación necesaria, dado que Guillermo y su gabinete naval no lograban justificar claramente la necesidad de semejante gasto. En 1895, cuando el káiser pidió treinta y seis cruceros, el Reichstag le concedió cuatro; en 1896 rechazó todas sus demandas. A comienzos de 1897, el Reichstag volvió a cuestionar los cálculos navales del káiser. Entonces este recurrió al hombre que podría conseguirle su armada.

Alfred Tirpitz se hallaba en el otro extremo del mundo, comandando la escuadra del Asia oriental y, entre otras cosas, buscando algún puerto prometedor en la costa del norte de China. (Escogió la bahía de Jiaozhou, que Alemania se apresuró a tomar aquel otoño). Aunque en un inicio se resistió a dejar su mando y regresar a Alemania, Tirpitz se plegó a los deseos del káiser y se convirtió en ministro de la Marina (puesto en el que se mantendría durante dieciocho años). Esto constituyó otro paso crucial en dirección a 1914: Tirpitz le proporcionó al káiser la marina que anhelaba, alterando así la estrategia naval de Alemania. De este modo, Alemania adoptó el rumbo que le llevaba a colisionar con Gran Bretaña.

En 1897, Tirpitz tenía cuarenta y ocho años, diez más que Guillermo. A diferencia de muchos miembros del círculo más cercano al káiser, no provenía de la nobleza, sino de las clases profesionales cultas. Su padre era un abogado un tanto liberal que llegó a ser juez, y su madre era hija de un médico. Tirpitz creció en el este de Prusia, en lo que hoy es parte de Polonia; y absorbió el amor a Prusia y el fuerte sentido del deber hacia el rey y el país típicos de su época y de su medio. Su ídolo, entonces y para el resto de su vida, fue Federico el Grande, cuya biografía escrita por Carlyle leyó varias veces. Los primeros años del futuro almirante, sin embargo, no fueron demasiado prometedores. Era un estudiante apático, cuya principal aptitud parecía ser la de las broncas callejeras. Sin las debidas relaciones era improbable que ascendiera en el ejército, de modo que, tal vez por defecto, escogió como carrera la marina, donde se valoraba más el talento.

La marina prusiana en la que se alistó en 1865 era pequeña, y muchos de sus barcos estaban obsoletos. Dependía de astilleros foráneos para hacer reparaciones. Era el ejército el que tenía glamour y un pasado glorioso, y el que contaba con el grueso de los recursos prusianos para la defensa. Cuando Prusia atrajo a su órbita a los demás estados alemanes para fundar Alemania, la marina jugó un papel insignificante. Pero se fue expandiendo y modernizando gradualmente, y Tirpitz ascendió poco a poco en la jerarquía militar, distinguiéndose como alguien capaz de dominar los detalles técnicos y al mismo tiempo analizar las más vastas cuestiones estratégicas. En 1888 fue designado capitán de un crucero blindado, un ascenso impresionante para alguien todavía tan joven. En 1892 ya era jefe del estado mayor naval en Berlín. Llegó a tener el apodo de «el Amo» o bien «el Eterno» (por sobrevivir allí donde otros no lo habían conseguido).

Tirpitz siempre encontraba tiempo para leer de todo, aunque su tema favorito era la historia. Asistió a las conferencias de Treitschke en Berlín y absorbió sus ideas sobre el auge inevitable de Alemania (y la también inevitable hostilidad de Gran Bretaña). Asimismo, leyó a Mahan y asimiló firmemente sus nociones sobre la importancia del poder marítimo y sobre lo necesario que era para los países poseer flotas de guerra[60]. «Un rasgo característico del combate en alta mar —le dijo a su oficial superior en 1877—, es que su único objetivo es la aniquilación del enemigo. El combate en tierra ofrece posibilidades tácticas, tales como la conquista del terreno, que no existen en la guerra en el mar. En esta solo cuenta como triunfo la aniquilación»[61]. En 1894 Tirpitz escribió un memorándum importante, una de cuyas secciones, «El propósito natural de una flota es la ofensiva estratégica» tuvo gran repercusión. En ella desestimaba las afirmaciones de quienes abogaban por que las flotas tuvieran un papel defensivo, incluyendo la construcción de defensas costeras, y afirmaba que el dominio del mar «se decidirá fundamentalmente mediante el combate, como en todas las épocas». Además, llegó a convencerse de que Alemania libraba una pelea de vida o muerte por su lugar bajo el sol. La pugna por las partes del mundo aún no repartidas continuaba, y aquellos países que no lograran hacerse con las suyas entrarían en el siglo XX con un serio hándicap[62].

Tirpitz tenía una figura imponente, con ojos penetrantes, amplia frente, gran nariz y enorme barba terminada en dos afiladas puntas. «De todos los consejeros de Guillermo II —dijo Beyens—, ninguno trasmitía tanta impresión de fuerza y autoridad»[63]. Curiosamente, Tirpitz no amaba en exceso el mar y prefería pasar sus largas vacaciones de verano elaborando sus planes en su casa de la Selva Negra. Era también más emocional de lo que aparentaba. Aunque podía ser inexorable y decidido en sus batallas con colegas y políticos, a veces las presiones le resultaban excesivas: su secretario alguna vez lo encontró llorando en su despacho al final de la jornada[64]. Sus memorias y demás escritos están llenos de autojustificaciones y quejas hacia todos aquellos que alguna vez se le enfrentaron.

Alguien que lo conocía bien dijo que Tirpitz era «un temperamento muy enérgico. Es demasiado impetuoso como para no ser un líder. Es ambicioso, nada exigente en cuanto a sus medios, de disposición sanguínea. Muy exaltado en sus alegrías, pero sin cejar jamás en su actividad creativa, por más abatido que pudiera parecer»[65]. Su hijo diría más tarde que su divisa era: «Si un hombre no tiene el coraje de hacer algo, debe querer tenerlo[66]». Hubiera triunfado igualmente en los negocios, pues entendía de organización, administración y creación de equipos. Un alto oficial hizo de él una valoración más ambigua, cuando Tirpitz estaba a punto de convertirse en ministro de la Marina: «Su desempeño, por lo demás positivo, en puestos de responsabilidad ha demostrado una tendencia a analizar las cuestiones desde un solo ángulo, y dedicar todas sus energías a la consecución de un fin en particular, sin prestar la debida atención a los requerimientos generales del servicio, con el resultado de que el éxito se ha alcanzado a expensas de otros objetivos[67]». Lo mismo podría decirse de la política internacional de Alemania en los años previos a 1914.

Cuando Tirpitz asumió ese cargo bajo las órdenes del káiser, los dos hombres se habían visto en varias ocasiones. La primera parece que fue en 1887, cuando Tirpitz formó parte del séquito que acompañó al joven príncipe Guillermo al jubileo de oro de la reina Victoria. Ambos sostuvieron al parecer largas conversaciones. Pero el primer encuentro clave sucedió en 1891 en Kiel, en el Báltico, cuando, después de un debate general y poco concluyente sobre el futuro de la marina, el káiser le pidió a Tirpitz su opinión. «Entonces —contó Tirpitz en sus memorias—, le describí cómo concebía yo el desarrollo de la marina; y, como había estado anotando constantemente mis ideas sobre el tema, pude ofrecerle sin dificultades un panorama completo»[68].

Tirpitz llegó a Berlín en junio de 1897, y casi de inmediato tuvo una larga audiencia con el káiser. El nuevo ministro de la Marina se mostró cáustico con respecto a las ideas que cundían en la marina alemana (incluyendo las del propio káiser): lo que hacía falta era una estrategia de ataque, y no aquel hostigamiento al comercio ni aquellas medidas defensivas por las que habían abogado su predecesor y otros; lo cual significaba más acorazados gigantescos y más cruceros blindados, y muchos menos cruceros y torpederos rápidos y de blindaje ligero de los preferidos hasta entonces. Una armada semejante excitaría el orgullo de los alemanes, y —esto era música celestial para los oídos del káiser y de Bülow— contribuiría a crear una nueva unidad nacional. Y, como dejó bien claro Tirpitz, el principal enemigo de Alemania en el mar solo podía ser Gran Bretaña.

A diferencia de otros compatriotas suyos como Treitschke, Tirpitz no odiaba a Gran Bretaña. De hecho, envió a sus hijas a una célebre escuela privada, el Cheltenham Ladies College. Toda la familia hablaba excelente inglés y adoraban a su institutriz inglesa. Tirpitz era simplemente un darwinista social con una visión determinista de la historia como una serie de luchas por la supervivencia. Alemania necesitaba expandirse; Gran Bretaña, como potencia hegemónica, seguramente querría impedirlo. Por lo tanto, habría lucha; con toda seguridad económica, pero muy probablemente también militar, hasta que Gran Bretaña reconociese que no podía continuar oponiéndose a Alemania.

El objetivo fundamental de una nueva ley naval, le dijo Tirpitz al káiser en aquella primera reunión, tenía que ser «el fortalecimiento de nuestro poder e importancia políticos de cara a Gran Bretaña». Alemania no podía vérselas con aquel país en todas partes, pero sí podía constituirse en una seria amenaza para las islas británicas por medio de bases alemanas en el mar del Norte. Providencialmente, bajo el acuerdo anglo-germano de 1890, Alemania había trocado sus derechos en Zanzíbar por la rocosa isla de Heligoland, que podía ser útil para custodiar los accesos a los puertos alemanes en el mar del Norte. De manera que si Gran Bretaña, como Tirpitz creía probable, intentaba atacar la costa alemana o la propia armada alemana en tiempo de guerra, su flota sufriría pérdidas significativas. Su estrategia permaneció inmutable a lo largo de los años: destruir la flota británica a ciento sesenta kilómetros al oeste de Heligoland. Y Alemania contaba con la ventaja adicional de poder concentrar su flota, mientras que Gran Bretaña tenía que dispersar la suya por todo el mundo. «Como hasta los oficiales navales, almirantes ingleses y demás son plenamente conscientes de esto —le dijo al káiser—, también en el terreno político todo depende de una guerra de acorazados entre Heligoland y el Támesis»[69]. Al parecer, Tirpitz no consideraba seriamente la posibilidad de que la armada británica optase por eludir una batalla a gran escala y por el contrario bloquease a Alemania desde lejos para impedir la llegada de suministros por mar, o aislase a la armada alemana cerrando el estrecho de Dover y los pasos entre Noruega y Escocia, en vez de intentar un ataque contra la costa o la armada alemanas; que fue lo que sucedió durante la Gran Guerra[70]. Y algo todavía más importante: Tirpitz tampoco acertó en cuál sería la reacción de Gran Bretaña ante su programa de construcción naval.

En los años siguientes, Tirpitz expuso ante el káiser, Bülow y sus colegas más próximos su vistosa teoría del riesgo, tan simple como audaz. Su objetivo era poner a Gran Bretaña en una posición en la que el coste de atacar a Alemania en el mar fuese demasiado alto. Gran Bretaña tenía la mayor armada del mundo y procuraba superar siempre en fuerza a otras dos armadas cualesquiera: la regla del doble poder, como se la llamaba. Alemania no intentaría igualar esto, sino que construiría una armada lo bastante fuerte como para que Gran Bretaña no se atreviese a atacarla, ya que de hacerlo correría el riesgo de sufrir daños tales que la debilitarían seriamente de cara a sus otros enemigos.

Si Gran Bretaña decidía librar al final una guerra naval contra Alemania, según Tirpitz, estaría propiciando su propio declive porque, ganase o perdiese, sufriría pérdidas. Esto alentaría a sus otros enemigos, muy probablemente a Francia y Rusia, que también tenían armadas poderosas, a atacar a la entonces debilitada Gran Bretaña. Como lo expresara el preámbulo a la segunda ley naval de Tirpitz de 1899: «No es necesario que la flota de guerra de nuestras aguas iguale a la de la mayor potencia naval. En general, esta no estaría en disposición de concentrar todas sus fuerzas navales contra nosotros. Incluso si lograse atacarnos con una fuerza superior, la destrucción de la flota alemana dañaría tanto al enemigo que su propia posición como potencia mundial quedaría en entredicho»[71].

Una prueba palpable de la estrechez de miras de Tirpitz es que, al parecer, no contaba con que los británicos advirtiesen este indicio tan claro de que Alemania los tenía en el punto de mira.

Y no era el único. Sus colegas, como Bülow y el káiser, contaban con tener tiempo para construir su armada hasta que esta fuese lo bastante fuerte como para llevar a cabo su estrategia. En esta «zona de peligro» en que aún era mucho más débil que Gran Bretaña, Alemania debía tener cuidado de no alarmar a su rival. Como dijo Bülow, «en vista de nuestra inferioridad naval, debemos operar con enorme cautela, como la oruga antes de convertirse en mariposa». En veinte años, cuando su armada estuviese lista, le dijo el káiser al embajador francés, «yo hablaré otro lenguaje»[72]. Pero si no eran cuidadosos, los británicos podían verse tentados a emprender alguna acción preventiva. Lo que más preocupaba a quienes dictaban la política alemana era el miedo a otro Copenhague: el ataque preventivo de 1807, cuando la armada británica bombardeó la capital de Dinamarca y se apoderó de gran parte de la flota de este país para impedir que fuese usada en apoyo de Napoleón[73].

Con todo, en sus momentos más optimistas, Tirpitz, el káiser y sus colegas confiaban en poder superar a Gran Bretaña sin luchar. La estrategia de riesgo se asemejaba a la disuasión nuclear durante la guerra fría, la de la destrucción mutua garantizada, como se la llamaba. Lo que impedía que la Unión Soviética y Estados Unidos se atacasen con armas nucleares de largo alcance era el conocimiento de que la parte superviviente del arsenal nuclear enemigo bastaría para contraatacar, infligiendo daños inaceptables. De hecho, Tirpitz a veces actuaba y hablaba como si en realidad no pretendiese utilizar nunca su flota de guerra; durante las varias crisis europeas anteriores a 1914, cuando se hablaba de una guerra que pudiera involucrar a Gran Bretaña y Alemania, él repetía invariablemente que la armada no estaba aún lista. Más bien parece que esperaba, con la mera existencia de aquella flota, cumplir su objetivo de obligar a Gran Bretaña a llegar a un acuerdo.

Una vez que Alemania hubiese alcanzado aquella posición de fuerza en que su armada le mostrase a Gran Bretaña la desagradable perspectiva de una decadencia futura, los británicos comprenderían que no había más opción que aceptar lo inevitable y llegar a un entendimiento con Alemania, y tal vez incluso unirse a la triple alianza. Por esta razón, tanto Tirpitz como Bülow mostraron indiferencia ante la alianza ofrecida por Chamberlain a finales de la década de 1890. Era demasiado pronto. En un escrito posterior a la Gran Guerra (intentando demostrar que Alemania no había sido culpable de provocar el conflicto), Tirpitz declaró: «Respecto al modo de pensar del pueblo inglés que imperaba a finales de siglo, yo no creía en el espejismo de un acuerdo benévolo con el que Joseph Chamberlain tal vez hubiera podido engañarse a sí mismo, y ciertamente a algunos alemanes, en sueños infinitos. Un tratado que se correspondiese con los deseos hegemónicos ingleses nunca hubiera estado en concordancia con las necesidades alemanas. Para esto, la igualdad hubiera sido la condición previa»[74].

A las pocas semanas de su llegada a Berlín en el verano de 1897, Tirpitz ya había esbozado una ley naval completamente nueva, enfocada a lo que se llamaban navíos de línea o buques capitales: los acorazados y cruceros pesados que desempeñarían un papel decisivo en un combate marítimo total. Durante los siguientes siete años se construirían once acorazados, y a la larga la armada alemana llegaría a tener sesenta de estos navíos de línea. Significativamente, la ley establecía la fuerza de la armada y estipulaba que los tipos de barcos debían ser reemplazados automáticamente al quedar obsoletos, según un cronograma definido en la propia ley. Esto proporcionó lo que Tirpitz denominaba el «presupuesto de hierro». Tal como prometió al káiser, se propuso eliminar «la perturbadora influencia del Reichstag sobre las intenciones de Su Majestad respecto al desarrollo de la marina»[75]. En esta y en las siguientes leyes navales, como dijera Tirpitz en sus memorias, «el Reichstag renunciaría a la posibilidad de negar dinero para los nuevos tipos de barco, cada vez de mayor tamaño y mayor coste, a menos que estuviese dispuesto a cargar con el reproche de construir barcos inferiores»[76].

La primera ley naval de Tirpitz fue una apuesta temeraria, porque, si bien contaba con el apoyo entusiasta del káiser y de Bülow, no estaba nada claro que el Reichstag fuese a aprobarla. Tirpitz resultó ser un maestro de las intrigas y las relaciones públicas. Una de sus primeras medidas como ministro de la Marina fue crear una sección de noticias y asuntos generales parlamentarios, que se convirtió en una herramienta sumamente efectiva para movilizar a la opinión pública. En aquellos meses, mientras preparaba la ley naval, y durante las décadas siguientes, su oficina produjo un torrente de memorándums, libros, fotografías y películas. Organizó eventos especiales —por ejemplo, el envío de cien torpederos a lo largo del Rin en 1900—, y las botaduras de acorazados se fueron volviendo cada vez más aparatosas. En el periodo previo a la votación de la ley naval, en marzo de 1898, varios delegados del ministerio de la Marina se desplegaron por toda Alemania para dirigirse a los formadores de opinión, tanto del mundo empresarial como del universitario. El ministerio organizó ciento setenta y tres conferencias, imprimió ciento cuarenta mil panfletos y distribuyó ejemplares del clásico estudio de Mahan sobre el poder naval. A los periodistas se les preparó un recorrido especial por los buques de guerra y se prestó especial atención a la propaganda en las escuelas. Se recabó la ayuda de organizaciones públicas como la sociedad colonial, con sus veinte mil miembros, o la liga pangermánica, y estas respondieron con entusiasmo, distribuyendo miles de panfletos[77]. Este no fue simplemente un caso de manipulación desde arriba: la idea de la marina atraía a los nacionalistas de todas las clases. Tenía acaso un especial atractivo para la creciente clase media, donde era vista como una carrera más liberal y accesible a sus hijos que el ejército. Y, aunque la liga naval fue fundada en 1898 como una organización de élite por un grupo de industriales, hacia 1914 tendría más de un millón de miembros afiliados.

Tirpitz se volcó en el trabajo. Hizo que un grupo de prominentes industriales y hombres de negocios emitieran una resolución en apoyo de la ley naval, y logró obtener incluso una reticente promesa de apoyo por parte de Bismarck. Visitó a los otros gobernantes de Alemania; el gran duque de Baden, por ejemplo, quedó completamente encantado, y le escribió al canciller alemán, Caprivi: «Qué personalidad tan excelente, un hombre con un carácter y una experiencia igualmente espléndidos»[78]. En Berlín, Tirpitz se pasaba horas charlando cordialmente en su oficina con los miembros más influyentes del Reichstag.

Al reanudarse las sesiones del Reichstag en otoño, el káiser, Tirpitz y Bülow tomaron la palabra, en términos de lo más lisonjeros. Guillermo dijo que la ley era una simple medida defensiva. «Está muy lejos de nuestras mentes una política aventurera», añadió el canciller (aunque fue en este mismo discurso donde mencionó el lugar bajo el sol para Alemania). «Nuestra flota tiene el carácter de una flota protectora —afirmó Tirpitz—, y esta ley no viene a cambiar en absoluto su carácter». Su ley iba a facilitar mucho el trabajo del Reichstag en los próximos años, al deshacerse de los «ilimitados planes de la flota» del pasado[79]. El 26 de marzo de 1898, la primera ley naval fue aprobada sin tropiezos, con 212 votos a favor y 139 en contra. El káiser estaba extasiado: «¡He aquí a un hombre verdaderamente poderoso!». Entre otras cosas, a Guillermo le encantó verse libre de la necesidad de obtener la aprobación del Reichstag, y se arrogó él mismo el mérito. Su director de finanzas contó que se había jactado ante él: «Engañó completamente a los miembros del Reichstag. No tenían la menor idea cuando la aprobaron, añadió, de cuáles serían sus consecuencias, pues la ley en realidad implicaba que habrían de concederle todo cuanto deseara». Y prosiguió diciendo que era «como un sacacorchos con el que poder abrir la botella en cualquier momento. Aunque los espumarajos lleguen al techo, esos perros tendrán que pagar sin rechistar. Ahora los tengo en la palma de mi mano, y ningún poder en el mundo me impedirá beber de la botella hasta dejarla seca»[80].

Tirpitz comenzó a trabajar de inmediato en sus siguientes medidas. Ya desde noviembre de 1898 había propuesto acelerar el ritmo de construcción de los buques principales por encima de los tres anuales que había hasta entonces. Un año más tarde, en una audiencia en septiembre de 1899, le dijo al káiser que aumentar el número de barcos era una «absoluta necesidad para Alemania, sin lo cual esta marchaba hacia su ruina». De las cuatro grandes potencias del mundo —que para él eran Rusia, Alemania, Estados Unidos y Gran Bretaña—, las dos últimas solo podían ser alcanzadas por mar, por lo que el poderío marítimo era esencial. Y le recordó al káiser el concepto de la eterna lucha por el poder: «El discurso de Salisbury de que los grandes estados se vuelven cada vez más grandes y fuertes, y los pequeños más pequeños y débiles, lo hago también mío». Alemania no podía quedarse atrás. «El poderío naval es esencial si Alemania no quiere zozobrar». Tirpitz quería una nueva ley naval, antes de que expirase la primera en 1903, para duplicar la flota. Alemania tendría entonces cuarenta y cinco navíos de línea. Cierto que Gran Bretaña poseía más, «pero —prosiguió Tirpitz—, también contra Gran Bretaña tenemos buenas posibilidades gracias a nuestra posición geográfica, nuestro sistema militar, nuestros torpederos, nuestro entrenamiento táctico, nuestro desarrollo organizativo planificado y el liderazgo unificado en el monarca. Además de nuestras nada despreciables condiciones de combate. Gran Bretaña perderá [todo] deseo de atacarnos, y en consecuencia le concederá a Su Majestad suficiente presencia naval […] para llevar a cabo una política en ultramar a gran escala»[81].

El káiser no solo estuvo completamente de acuerdo, sino que se apresuró a anunciar en un discurso en Hamburgo que habría una segunda ley naval. Tirpitz tuvo que presentarla antes de lo planeado, pero el momento en realidad resultó oportuno. El estallido de la guerra de los Bóers en octubre de 1899 y la captura por parte de Gran Bretaña de unos barcos de vapor junto a las costas del sur de África a finales de aquel año, inflamaron a la opinión pública alemana. La segunda ley naval fue aprobada en junio de 1900, y efectivamente duplicó el tamaño de la armada alemana. En aquel mismo año, el káiser, agradecido, ascendió a Tirpitz al rango de vicealmirante, y eliminó su pasado burgués otorgándoles títulos nobiliarios a él y a su familia. El futuro parecía despejado para que Alemania continuase atravesando la «zona de peligro» hacia su lugar justo en el mundo.

Pero para lograr este triunfo el gobierno alemán habría de pagar un alto precio. Había comprado el apoyo de los importantes grupos de interés agrarios del partido conservador alemán (DKP), prometiéndoles un arancel que gravara el barato grano ruso, y en 1902 introdujo, en efecto, una medida proteccionista. La pérdida de un mercado importante enemistó aún más a los rusos, ya molestos por la toma alemana de la bahía de Jiaozhou y sus incursiones en el Imperio otomano. La opinión pública alemana contra Gran Bretaña y a favor de una gran armada había sido útil, pero una vez excitada no era fácil de apaciguar. Y, lo más importante de todo, los británicos, tanto los formadores de opinión como el público general, habían empezado a darse cuenta. «Solo con que se quedaran quietos en Alemania —se quejaba Hatzfeldt, el embajador alemán en Londres—, pronto llegaría el día que los pollos fritos nos llegarían volando ellos solos. Pero estos continuos sobresaltos histéricos de Guillermo II y la temeraria política naval del señor Von Tirpitz nos llevarán a la destrucción»[82].

Tirpitz dio por sentados tres puntos cruciales: que los británicos no se darían cuenta de que Alemania estaba creando una gran armada; que Gran Bretaña no podría responder mediante la construcción de más barcos que Alemania (entre otras cosas, Tirpitz suponía que los británicos no podían permitirse un gran incremento en su presupuesto naval); y que, al verse presionados a estrechar lazos con Alemania, Gran Bretaña no optaría por buscar amigos en otra parte. Se equivocaba en los tres.