GRAN BRETAÑA Y SU
ESPLÉNDIDO AISLAMIENTO
T res años antes, en 1897, cuando se celebraron los sesenta años de la coronación de la reina Victoria, Gran Bretaña se había exhibido poderosa como nunca. El jubileo de diamante fue motivo de una serie de eventos por todo el mundo, desde desfiles escolares hasta fuegos artificiales y paradas militares, en Canadá, Australia, la colonia del Cabo en Sudáfrica, India, Ceilán y los muchos lugares donde ondeaba la bandera británica. En Rangún fueron liberados seiscientos presos, y en Port Said hubo una fiesta veneciana con deportes acuáticos. Un torrente de comunicados y telegramas de felicitación llegó hasta Londres desde todos los rincones del imperio. Según The Spectator, «era como si desde toda la tierra llegase un fragor de aclamación y lealtad». El corresponsal de The New York Times dijo que los estadounidenses compartían la admiración general hacia la reina y se congratulaban de que las relaciones entre Estados Unidos y Gran Bretaña fuesen ahora tan cordiales[1].
Los fabricantes surtieron el mercado de abundantes souvenirs: naipes, jarras, platos, bufandas, medallas conmemorativas, biblias… En la propia Gran Bretaña, los pueblos y ciudades se esmeraron en organizar banquetes y bailes, y se encendieron dos mil quinientas fogatas de una punta a la otra del país. En Manchester, cien mil niños fueron invitados a un banquete especial; y en Londres, Alejandra, la princesa de Gales, organizó unos festejos por el jubileo de diamante en los que todos, hasta el más pobre y desharrapado, estaban invitados a carne asada y cerveza. Cuatrocientos mil londinenses se presentaron. Las iglesias ofrecieron servicios especiales, mientras los coros cantaban el himno O King of King’s, compuesto especialmente por sir Arthur Sullivan para el jubileo.
A sugerencia del nuevo y enérgico ministro de las Colonias, Joseph Chamberlain, la reina y su primer ministro, lord Salisbury, decidieron que el jubileo fuera una ocasión para exhibir el imperio. Así pues, no se invitó a los monarcas europeos, y sí a los primeros ministros de las colonias autónomas y a los príncipes de la India. (Esto evitó de paso la asistencia del problemático nieto de la reina, Guillermo II de Alemania, del cual se temía que solo causase problemas). El príncipe de Gales organizó una cena especial para los primeros ministros de las colonias, y el 21 de junio la reina, demostrando una impresionante resistencia para sus ochenta y ocho años, presidió un banquete de estado en el palacio de Buckingham. Se sentó entre el heredero al trono italiano, el futuro Víctor Manuel, y el archiduque Francisco Fernando del Imperio austrohúngaro, que no viviría para ascender al trono. Se trajo a veinticuatro chefs de París para la ocasión, y el centro de mesa era una corona más alta que un hombre, hecha con sesenta mil orquídeas recogidas por todo el imperio.
Al día siguiente, el martes 22 de junio, un gran desfile recorrió las calles londinenses a lo largo de diez kilómetros, desde el palacio de Buckingham hasta la catedral de San Pablo. Su «incomparable esplendor», según The Times, tenía por objeto celebrar el largo reinado de Victoria y su vasto imperio. Fue un despliegue impresionante del poderío británico. Un documental cinematográfico —uno de los primeros de la historia— muestra un escuadrón tras otro de marineros, infantes de marina, caballería montada y soldados de infantería. Los canadienses lideraban la sección que incluía a los lanceros indios, la caballería de Rodesia, la caballería ligera de Trinidad y los rifleros montados del Cabo.
Los miembros de la familia real, así como los príncipes extranjeros y los archiduques, en su mayoría emparentados con la propia reina, iban en carrozas descapotadas. Y finalmente llegó la carroza oficial tirada por ocho caballos color crema, con la diminuta figura de Victoria, vestida como se la había visto siempre desde la muerte, hacía treinta y seis años, de su amado Alberto: de negro y con un sombrero negro. No siempre había gozado de popularidad entre sus súbditos, pero aquel día recibió clamorosos y fervientes vítores. Por la noche, la reina anotó en su diario: «Creo que nadie ha recibido una ovación como la que me han dedicado, mientras recorría esos diez kilómetros de calles […]. La aclamación era ensordecedora, y todos los rostros parecían llenos de auténtica alegría. Me sentí muy conmovida y complacida»[2]. El servicio religioso, que incluía un Te Deum compuesto por el difunto Alberto, fue celebrado en el exterior, porque la reina no podía subir la escalinata de la catedral y se negó a ser llevada en andas. (También se negó a contribuir en los gastos del jubileo).
[2] Hacia finales del siglo XIX, las potencias europeas habían incorporado a sus imperios buena parte del mundo y a veces las rivalidades imperiales las habían llevado al borde de la guerra. China, donde la decadente dinastía manchú se esforzaba por mantener el control, parecía la siguiente presa. Mientras los europeos se encaraman en el huevo llamado China, Japón, que ahora soñaba con construir su propio imperio en territorio chino, y Estados Unidos, que se oponía al imperialismo e intentaba insistir en una política de «puertas abiertas» en China, contemplan con inquietud la escena.
El mayor espectáculo, y el despliegue más impresionante del poderío británico, fue la revista naval del sábado siguiente. En las resguardadas aguas del estrecho de Solent, entre la costa sur de Gran Bretaña y la isla de Wight, formaban ciento sesenta y cinco navíos; entre ellos, veintiún acorazados, cincuenta y tres cruceros y treinta destructores. El entusiasmo público era intenso. Habían venido espectadores desde toda Gran Bretaña, abarrotando las localidades de los alrededores, llenando las playas y alquilando docenas de embarcaciones para asistir desde ellas[3]. Vapores alemanes trajeron a una multitud de su país, fascinada por aquella exhibición de poderío naval. Más de doscientos reporteros estuvieron presentes, y por primera vez el almirantazgo destinó un barco a la prensa[4]. Tanto Japón como Estados Unidos enviaron un buque de guerra a manera de saludo. Alemania, en cambio, mandó un acorazado obsoleto. «Lamento profundamente no tener un barco mejor que poner a vuestra disposición», escribió el káiser Guillermo a su hermano, que era almirante, «mientras otras naciones brillan con sus espléndidos navíos»[5].
Cuando entró en el estrecho el yate real que transportaba a Eduardo, príncipe de Gales, en representación de su madre, la flota disparó una gran salva. El Victoria and Albert avanzó lentamente a lo largo de la flota, seguido por yates con sus invitados, el yate del almirantazgo, el Enchantress, y vapores para los miembros de la cámara de los comunes y de la cámara de los lores[6]. El príncipe, con uniforme de almirante, recibió el saludo de miles de marineros formados en las cubiertas de los navíos de guerra. Una oleada de emoción recorrió a la multitud cuando el inventor Charles Parsons apareció orgullosísimo en su nuevo barco, el Turbinia. Con su especial turbina rápida de vapor, la nave maniobraba a gran velocidad, totalmente fuera del alcance del pesado navío de guerra que enviaron para capturarlo. (El almirantazgo se vio obligado a prestar atención a aquel invento y más tarde serían sus turbinas las que moverían sus gigantescos acorazados). Rudyard Kipling, que estuvo presente en la revista, dijo: «Jamás soñé que hubiera algo semejante bajo el sol. ¡Fue algo inaudito, indescriptible!»[7]. Al anochecer los barcos reaparecieron, contorneados por las nuevas luces eléctricas, mientras sus reflectores recorrían tanto la flota como la masa de espectadores que todavía se aglomeraba en las playas. Como había anunciado el primer ministro lord Salisbury mientras preparaban el jubileo de diamante: «Una gran revista naval sería un tipo de celebración muy adecuada»[8].
Si la reina Victoria era un símbolo de longevidad y orden, como la Royal Navy lo era del poderío británico, su primer ministro, Robert Cecil, tercer marqués de Salisbury, parecía el epítome de la serena autoconfianza de su país y de la clase terrateniente británica. Durante siglos, la propiedad de las tierras había sido la principal fuente de riqueza e influencia en prácticamente todos los países europeos. En Gran Bretaña, unas siete mil familias, desde la pequeña nobleza con fincas de cuatro kilómetros cuadrados o más, hasta los grandes aristócratas con fincas de más de ciento veinte kilómetros cuadrados, poseían la mayor parte de las tierras cultivables, y a menudo también de los terrenos urbanos, mineros e industriales. Con toda la variedad de recursos económicos que había entre ellos, en conjunto conformaban la alta sociedad que tan bien describieran Jane Austen y Anthony Trollope. De la mano de su riqueza y su estatus, venía el poder. Los altos puestos de la sociedad civil, la iglesia, las fuerzas armadas, la cámara de los comunes y, por supuesto, la cámara de los lores estaban todos dominados por la clase terrateniente. Incluso en 1897, tras las sucesivas reformas que ampliaron el sufragio e introdujeron en la política a hombres de otras extracciones, el sesenta por ciento de los parlamentarios seguían proviniendo de dicha clase. Hombres como Salisbury consideraban que así debía ser. «Toda comunidad tiene líderes naturales —escribió en un artículo en The Quarterly Review en 1862— a quienes, si no se dejan confundir por la demente pasión por la igualdad, se volverán instintivamente. Siempre la riqueza, en algunos países la cuna, y en todos el vigor intelectual y la cultura, señalan a los hombres a quienes una comunidad que perciba las cosas de manera saludable encomendará su gobierno». Y era la obligación de los privilegiados asumir el gobierno de sus compatriotas menos afortunados[9].
Salisbury tenía más propensión a las dudas de lo que pudiera parecer. Su infancia había sido infeliz y espartana, incluso para lo que se estilaba en su clase. A los seis años fue enviado a su primer internado, experiencia que más tarde describiría como «vivir entre demonios». Eton no resultó mucho mejor: fue víctima de maltratos salvajes, y su padre acabó por sacarlo de allí y ponerle profesores particulares. Tal vez por culpa de estas vivencias tempranas, Salisbury era profundamente pesimista con respecto a la naturaleza humana y su tendencia al mal. También padeció durante toda su vida «tormentas de nervios», unos ataques de depresión que lo sumían en el abatimiento durante varios días[10].
Como compensación, la vida le dio inteligencia, temple y la ventaja de pertenecer a la clase gobernante del país más poderoso del mundo. Cuando decidió que la política era su fuerte, sus relaciones le garantizaron un puesto en la cámara de los comunes. (No tuvo que molestarse en hacer campaña, puesto que su escaño no le fue disputado). Asimismo, tuvo un matrimonio largo y feliz con una mujer que lo igualaba en intelecto y fuerza de carácter. Quienes los visitaban en Hatfield, su casa de campo, se encontraban con un ambiente doméstico alegre y unos niños bulliciosos que, a diferencia de muchos niños victorianos, eran alentados por sus padres a decir lo que pensaban.
Aunque la alta sociedad lo aburría y con frecuencia se olvidaba de los nombres, Salisbury era un hombre cortés a su manera distraída. En una cena para los correligionarios del partido, se tomó la molestia de hablar con cada invitado acerca de sus intereses particulares, pero al final le dijo a su secretario personal: «Había alguien a quien no he identificado que, según usted, era fabricante de mostaza»[11]. No le interesaban demasiado las aficiones usuales de los hombres de su clase, como el tiro y la caza. Los caballos no eran para él más que un medio de transporte, bastante incómodo por cierto. En sus últimos años solía montar en triciclo por motivos de salud. Vestido con un poncho de terciopelo púrpura, pedaleaba por los alrededores del palacio de Buckingham o, en Hatfield, por senderos creados especialmente para él. Un criado joven lo empujaba colina arriba y luego se montaba tras él colina abajo. (Sus nietos gustaban de hacerle emboscadas para echarle jarras de agua)[12].
Salisbury era un hombre profundamente religioso, y al mismo tiempo fascinado por la ciencia. Hatfield tenía ya capilla, y él hizo construir un laboratorio para sus experimentos. Su esposa, en palabras de su hija Gwendolen, «compartió las dolorosas experiencias que tan bien conocen los familiares de los químicos autodidactos». En cierta ocasión se desmayó a los pies de lady Salisbury, tras inhalar el gas de cloro que acababa de fabricar. En otra, hubo una fuerte explosión en el laboratorio. Salisbury apareció «cubierto de sangre, con graves cortes en la cara y las manos, y le explicó a su aterrorizada familia —con evidente satisfacción ante el preciso cumplimiento de las leyes de la química— que había estado experimentando con sodio en una retorta sin haberla secado lo suficiente»[13].
La familia se sintió aliviada cuando Salisbury se puso a experimentar con la electricidad, aunque tampoco esta vez los resultados fueron siempre felices. Hatfield tuvo uno de los primeros sistemas eléctricos privados de Gran Bretaña; y el primer muerto por electrocución, cuando un peón de la finca tocó un cable[14]. Por un tiempo, en Hatfield la familia y sus huéspedes tuvieron que cenar a la luz de dos primitivas lámparas arcovoltaicas, que luego fueron sustituidas por una serie de innovaciones de última moda. «Había noches —rememoraba Gwendolen Cecil—, en que teníamos que andar a tientas en la semioscuridad, iluminados tan solo por el tenue resplandor rojo de un fuego medio extinto; había otras en que un peligroso brillo culminaba en diminutas tormentas de relámpagos, para luego extinguirse totalmente». Cuando aparecieron los primeros teléfonos, los huéspedes de Hatfield debían tener cuidado de no pisar los cables tendidos por el suelo. Aquellos aparatos eran primitivos y solo podían captar frases enunciadas clara y lentamente. Según Gwendolen, la voz de Salisbury resonaba por toda la casa, «repitiendo, con distinto énfasis y expresión: “Hey, tilín tilín, el gato y su violín; la vaca saltó sobre la luna”»[15].
Con su luenga barba y su mole imponente, Salisbury se parecía, en opinión de algunos, a su contemporáneo W. G. Race, el famoso jugador de cricket victoriano. Otros lo comparaban con «una de las versiones de Dios de Miguel Ángel»[16]. Por lo general, a Salisbury le resultaba indiferente lo que los demás pensaran de él. Siendo primer ministro, se negó a vivir en Downing Street. Cuando su padre se quejó de que, al casarse por debajo de su nivel social, las personas de la alta sociedad lo evitarían, Salisbury replicó sin más: «Las personas que me descarten por casarme con la señorita Alderson son precisamente aquellas cuya sociedad estoy ansioso por descartar»[17].
Después de todo, era un Cecil, una de las familias más importantes de Gran Bretaña. Uno de sus antepasados más famosos, William Cecil, el primer lord Burghley, fue el consejero íntimo de la primera reina Isabel durante la mayor parte de su reinado. Y su hijo, Robert, fue ministro tanto de ella como de su sucesor Jacobo I. A la largo de los siglos, la familia fue acumulando riqueza y títulos. Jacobo I nombró conde de Salisbury a Robert, y le cedió el palacio real de Hatfield. Robert lo hizo desmantelar enseguida, y utilizó los ladrillos para construir la laberíntica casona que allí se levanta hasta el día de hoy. El rey Jorge III engrandeció aún más su título en tiempos del abuelo de Salisbury, con una sola condición: «Ahora, milord, confío en que seréis un marqués inglés y no un marqués francés»[18]. El hijo del primer marqués se casó con una joven y muy rica heredera, garantizando así la continuidad de la fortuna familiar. Aunque no le interesaba el lujo y era notoriamente desaliñado (cierta vez se le impidió la entrada al casino de Montecarlo[19]), Salisbury, con una renta anual de entre cincuenta mil y sesenta mil libras, era un hombre muy rico. Y Hatfield, si bien no estaba en la misma escala del palacio de Blenheim o Chatsworth, era una casa magnífica, con su larga galería, su salón de mármol, su biblioteca, sus salas y sus docenas de dormitorios. Salisbury poseía además una casa en Londres, con su propio salón de baile, y un chalet Cecil en las afueras de Dieppe.
Por poco convencional que fuese lord Salisbury, tanto a ojos de sus compatriotas como de los extranjeros, era un genuino representante de una de las clases más admiradas y envidiadas del mundo. En toda Europa, la clase alta importaba niñeras y palafreneros ingleses, vestía de tartán y tomaba mermelada en el desayuno. En la novela de Miklós Bánffy El reino dividido, ambientada en la alta sociedad húngara antes de la guerra, un joven noble que ha amado desde lejos a Gran Bretaña, tiene finalmente la oportunidad de ir a Londres. Le cuenta a su embajador que solo alberga un deseo: ser miembro temporal del club de caballeros más exclusivo de Londres, el St. James’s. Así pues, durante dos semanas, se sienta en la ventana del mismo. «Era una sensación paradisíaca». No le importaba no ver otra cosa de Londres, ni poder hablar con nadie debido a su deficiente dominio del idioma[20].
El prestigio de la aristocracia británica pasaba, entre otras cosas, por la riqueza. Las grandes familias inglesas eran tan ricas como las más ricas de Alemania o Rusia, y en Gran Bretaña había un mayor número de ellas. Además, la prosperidad se extendía, hacia abajo, a los pequeños terratenientes y, hacia los lados, a la emergente burguesía industrial y mercantil. Como escribiera la hija de la reina Victoria, madre del futuro Guillermo II, en una carta a su madre desde Alemania en 1877: «Usted sabe cuán pequeñas son las fortunas en Alemania y cuán poco acostumbrada está la gente al lujo y al train du grande monde». Pero, al mismo tiempo, las clases altas de toda Europa, particularmente aquellas cuyos ingresos provenían de sus propiedades rurales, percibían con un escalofrío que el mundo estaba cambiando a su alrededor. La industrialización y la extensión del poderío europeo por todo el mundo se combinaban para hacer que la agricultura fuese cada vez menos importante y lucrativa en Europa. La comida barata de las Américas y de otras partes del mundo, como Australia, beneficiaban a la clase obrera y a los empleados, pero no tanto a los terratenientes. Las rentas procedentes de la agricultura en Europa cayeron en picado durante las dos décadas anteriores, y el valor de la tierra cultivable experimentó un descenso proporcional.
Algunos terratenientes tenían la suerte de poseer propiedades urbanas, cuyo valor estaba en alza. De los ingresos de Salisbury, solo una cuarta parte provenía de las tierras cultivables y el resto de las propiedades urbanas o las inversiones. Los mayores latifundistas también lograron salvarse abriendo negocios, invirtiendo en la industria o accediendo por vía matrimonial a fortunas ajenas a sus propios círculos, como hizo el príncipe francés de Polignac con la heredera de la fortuna de la máquina de coser Singer. Pero cada vez eran más los que no lograban sobrevivir. El jardín de los cerezos, de Chéjov, o la Trilogía transilvana, de Bánffy, reflejaban la realidad de sus fincas hipotecadas hasta el cuello.
En las décadas previas a la Gran Guerra, la nobleza latifundista y la pequeña aristocracia no solo perdían terreno económicamente en tanto clases; en muchas partes de Europa, también decaían en otros sentidos. La emergente clase obrera, la burguesía y los nuevos ricos les disputaban ahora sus privilegios y competían con ellos por el poder. Las viejas clases no dominaban ya tanto socialmente: ahora, los dueños de fortunas procedentes del comercio y la industria —piénsese en los amigos del rey Eduardo VII apellidados Rothschild, Lipton o Cassels— bien podían rivalizar con ellos en mansiones hermosas y aficiones lujosas. También en la política y el gobierno los intereses latifundistas ya no contaban tanto como antes, incluso en países como Alemania. La extensión del sufragio —en Gran Bretaña el número de votantes se duplicó, de tres millones a casi seis, con las reformas de 1884 y 1885— y el replanteamiento de las restricciones al voto deshizo muchas de las viejas componendas que ponían los escaños del parlamento a disposición de los magnates locales[21].
A Salisbury no le agradaban los cambios, aun cuando, a todas luces, él fue uno de los más afortunados. «Cosas que han estado seguras durante siglos han dejado de estarlo», sostenía. La democracia de masas estaba socavando las clases altas tradicionales y esto era malo para la sociedad. «Él pensó y luchó en favor de este orden —dijo su correligionario lord George Hamilton— no para asegurar privilegios y prebendas, sino porque creía que su preservación aportaba el mejor material para un gobierno fiable y seguro». En opinión de Hamilton, Salisbury se postuló únicamente en aras del bienestar de su país[22].
Si fue así, su postulación resultó un éxito. Cuando llegó el jubileo de diamante, Salisbury había sido tres veces primer ministro, otras tantas ministro de Asuntos Exteriores, y dos ministro de la India. Afortunadamente, tenía una gran capacidad de trabajo, y la capacidad igualmente importante de bregar con la presión. No dejaba que las preocupaciones le quitaran el sueño, le contó a una sobrina; y cuando tenía que tomar decisiones, le decía a su familia, simplemente trataba de hacer el mejor esfuerzo, aunque se tratase de algo tan trivial como escoger un abrigo para darse un paseo. «Me siento exactamente igual cuando redacto un despacho del cual pudieran depender la paz o la guerra. La dificultad depende de los materiales disponibles para tomar la decisión, y no en absoluto de la magnitud de los resultados que pudieran sobrevenir. Con los resultados no tengo nada que hacer»[23].
Al ser nombrado primer ministro por última vez en 1895, Salisbury decidió, como había hecho anteriormente, ser su propio ministro de Asuntos Exteriores. «Nuestro primer deber —dijo públicamente pocos meses después del jubileo de diamante—, es para con el pueblo de este país, la preservación de sus intereses y sus derechos; nuestro segundo deber es para con la humanidad». Como él creía que la hegemonía británica en el mundo era en general benéfica, en su mente ambos objetivos no resultaban incompatibles. En asuntos exteriores su estrategia era sencilla: proteger a Gran Bretaña, sus intereses y su posición en el mundo, preferiblemente sin complicaciones innecesarias tales como alianzas y acuerdos secretos. No le agradaban las que definió ante la reina como «medidas activas»[24]. Acaso se refería indirectamente a su gran rival, William Gladstone, del partido liberal, que sí creía en la intervención en Europa, por razones humanitarias si hacía falta. Salisbury pensaba que, en el mejor de los casos, Gran Bretaña podía utilizar su influencia para impedir que sus vecinos «se agarraran por el cuello unos a otros», lo que en general sería malo para todos[25]. Y allí donde veía en peligro los intereses de Gran Bretaña, estaba dispuesto a adoptar una postura firme, hasta el punto de amenazar con acciones militares. La apertura del canal de Suez hizo que Egipto adquiriese una importancia crucial para las relaciones entre Gran Bretaña y extremo Oriente. Gran Bretaña tenía que controlarlo pensaran lo que pensaran las demás naciones, así como, para mayor seguridad, la cuenca alta del Nilo. A finales de la década de 1890, Salisbury se encontraría inmerso en una confrontación militar con Francia por el dominio del Nilo.
Como muchos de sus compatriotas, Salisbury tendía a suponer que los extranjeros eran más egoístas y menos de fiar que los británicos, y, en el caso de los latinos, más emocionales. Los griegos eran «los extorsionadores de Europa», y cuando los franceses invadieron Túnez, aquello «caía por completo dentro del código de honor por el que se rigen habitualmente los franceses»[26]. Cuando Gran Bretaña y Alemania rivalizaban en influencia sobre el África oriental en la década de 1880, Salisbury advirtió a un joven cónsul al que acababan de enviar a la isla de Zanzíbar: «Toda la cuestión de Zanzíbar es difícil y peligrosa, pues hemos de asociarnos por fuerza con los alemanes, cuya moralidad política diverge considerablemente de la nuestra en muchos aspectos»[27]. Aunque reflexionara acerca de la «vanidad» que suponía expandir el imperio, se empeñaba en que Gran Bretaña se llevara su parte cada vez que hubiese oportunidad: «El instinto de la nación no se dará nunca por contento sin una porción del botín que ve repartirse entre sus avariciosos vecinos»[28].
Ninguna nación parecía desagradarle más que las otras; salvo Estados Unidos. En los estadounidenses encontraba todo cuanto le disgustaba del mundo moderno: eran codiciosos, materialistas, hipócritas, vulgares y creían que la democracia era la mejor forma de gobierno. Durante la guerra de Secesión fue un apasionado defensor del bando confederado, entre otras cosas porque pensaba que los sureños eran caballeros y los norteños no. Pero, además, porque temía el auge del poderío estadounidense. Como sombríamente escribiera en 1902: «Es muy triste, pero me temo que Estados Unidos está destinado a sobrepasarnos, y nada podrá restaurar la igualdad entre nosotros. Si hubiésemos intervenido en la guerra confederada, nos hubiera sido posible reducir el poderío de Estados Unidos a una proporción manejable. Pero esas oportunidades no se dan dos veces en la historia de una nación»[29].
Sus opiniones sobre los extranjeros no le impidieron a Salisbury, cuando estuvo a cargo de los asuntos exteriores, colaborar con otras potencias en objetivos específicos. A finales de la década de 1880, por ejemplo, firmó acuerdos con Italia y Austria para preservar el statu quo en el Mediterráneo y los territorios aledaños. Para mantener Egipto a salvo de los franceses, que no le habían perdonado a Gran Bretaña el haberse hecho con su administración en 1882, se mantuvo en buenos términos con Alemania. En ocasiones, pese a que le desagradaba la importancia cada vez mayor de la opinión pública en las relaciones exteriores, la utilizaba para rechazar compromisos y alianzas indeseados. En la década de 1890, cuando los alemanes sugirieron formar un frente común contra los franceses, Salisbury lamentó no poder hacer nada al respecto: «Ni el parlamento ni el pueblo se dejarán guiar en lo más mínimo por el hecho de que el Gobierno hubiese acordado en secreto ir a la guerra unos años atrás»[30]. Asimismo, arguyó que a Gran Bretaña le estaba constitucionalmente prohibido firmar en tiempo de paz acuerdos que pudieran conducirla a la guerra; argumento tanto más socorrido, por cuanto que este país carecía de una constitución escrita[31]. Y, por encima de todo, la Royal Navy —la armada más grande del mundo—, así como las ventajas geográficas de ser una isla, le concedían a Gran Bretaña la libertad de mantenerse por decisión propia relativamente al margen de los asuntos mundiales.
Al tiempo que consagraba sus mejores esfuerzos a librar a Gran Bretaña de todo compromiso, Salisbury intentaba prevenir el surgimiento de alianzas fuertes en su contra. Como explicó en un discurso en Caernarvon en 1888, las naciones debían comportarse como lo hace cualquier ciudadano sensato con sus vecinos:
«Si queremos llevarnos bien con quienes convivimos, no hemos de andar constantemente a la caza de la oportunidad de obtener pequeñas ventajas sobre ellos, sino que debemos contemplar nuestros derechos y los de los otros con un espíritu de justicia y buena vecindad: por una parte, sin sacrificar jamás ningún derecho genuino e importante que creamos esté en trance de ser oprimido o violentado; y, por otra, absteniéndonos de convertir las pequeñas controversias en disputas envenenadas y de considerar cada diferencia una cuestión de principios».
Quienes no se cuidan de seguir una conducta razonable y de buena vecindad, proseguía diciendo, «se toparán con la oposición conjunta de dichos vecinos»[32].
De haber coaliciones, en opinión de Salisbury —y esto reflejaba una antigua política británica—, lo mejor era que hubiese dos o más, y enfrentadas entre sí, en vez de opuestas a Gran Bretaña. Las relaciones de Gran Bretaña con Europa iban en general mejor cuando Gran Bretaña se hallaba en términos amistosos con el mayor número posible de potencias y cuando en el continente existía un equilibrio de poder que le permitiese maniobrar entre los distintos bloques. Salisbury logró convencerse a sí mismo, si bien no a las demás potencias europeas, de que con ello Gran Bretaña contribuía al orden global. Como dijo en su discurso de Caernarvon: «Hay una diferencia abismal entre el esfuerzo benévolo y bienintencionado de mantener buenas relaciones con nuestros vecinos, y ese espíritu de arrogante y taciturno “aislamiento” que se ha visto dignificado con el nombre de “no intervención”. Nosotros somos parte de la comunidad europea y como tal hemos de cumplir con nuestro deber»[33].
Aunque a Salisbury le disgustaba lo que él denominaba la «jerga del aislamiento»[34], su política exterior ha llegado a ser calificada de tal. Cuando, en enero de 1896, la reina Victoria protestó porque Gran Bretaña parecía un poco aislada, Salisbury le respondió tajantemente que el aislamiento «es un peligro mucho menor que el de vernos arrastrados a guerras que no nos conciernen». Era una opinión compartida por sus colegas conservadores. «Nuestro aislamiento —dijo lord Goschen, primer lord del almirantazgo, en un mitin conservador en 1896—, no se debe a que seamos débiles, ni objeto de desprecio; es una elección deliberada, la de tener la libertad de actuar como escojamos en cualquier circunstancia que pueda presentarse»[35]. Aquel mismo año, primero un político canadiense, y posteriormente Joseph Chamberlain añadieron el adjetivo «espléndido», y el término se expandió con asombrosa rapidez. Se argüía que el «espléndido aislamiento» de Gran Bretaña y su hábil manipulación del equilibrio de poder eran no solo una política deliberada, sino una postura consagrada por la tradición al menos desde los tiempos de la gran reina Isabel I, quien hubo de maniobrar entre sus rivales de Francia y España para garantizar la seguridad de Gran Bretaña. Un historiador de su reinado dijo que «un equilibrio de poder en el continente era lo más conveniente para ella, y lo más conveniente en general para este país»[36]. Montagu Burrows, profesor de historia moderna en la cátedra Chichele de Oxford, lo invistió de una significación casi mística al llamarlo «el Equilibrio», y citó aprobadoramente la frase de Edmund Burke de que Gran Bretaña era la más apta de todas las potencias para velar por él. «No es exagerado decir que ha sido la salvación de Europa», declaró con orgullo[37].
Cuán autocomplaciente suena esto visto desde hoy. Incluso en aquel tiempo tenía un cierto tono desafiante. En 1897, mientras celebraba el jubileo de diamante, Gran Bretaña estaba ciertamente aislada, pero su posición en el mundo no era tan espléndida. Carecía de aliados seguros en Europa. Se hallaba involucrada en una serie de disputas y rivalidades por todo el mundo: con Estados Unidos a causa de Venezuela, con Francia en varias partes del mundo, con Alemania en África y el Pacífico, y con Rusia en Asia central y China. Incluso el imperio era una bendición no exenta de inconvenientes. Ciertamente, le confería prestigio a Gran Bretaña, le proporcionaba mercados protegidos para sus productos, y en teoría la hacía más poderosa. En los días de la gran revista naval, una viñeta humorística del Punch mostraba a un viejo león británico llevando a cuatro leoncitos —Australia, Canadá, Nueva Zelanda y el Cabo— a ver la flota[38]. Pero a los leoncitos no siempre les entusiasmaba el pesado deber de defenderse a sí mismos, y mucho menos de defender al imperio en su conjunto.
Y el imperio siguió creciendo, y Gran Bretaña asumiendo más y más colonias y protectorados por todo el mundo, en parte para tratar de proteger los que ya tenía. Al entrar otras potencias en la pugna por los territorios, su imperio se volvió cada vez más vulnerable. Sir Thomas Sanderson, el subsecretario permanente de asuntos exteriores, dijo pocos años después: «A veces he pensado que, a ojos de un extranjero que leyese nuestra prensa, el imperio británico parecería un gigante despatarrado sobre el mundo, con dedos y pies gotosos estirados en todas direcciones, a los que no es posible acercarse sin provocar un grito»[39]. El término «hipertensión imperial» aún no había sido acuñado, pero Gran Bretaña venía padeciéndola desde la década de 1890. El poema de Kipling «Recessional». [Himno de fin de oficio], escrito poco después de asistir a la gran revista naval de Spithead, contenía una advertencia:
Distantes llamamientos diluyen nuestra armada.
En las dunas y cabos muere el fuego.
¡Ved que toda nuestra pompa de ayer
es una con la de Nínive y la de Tiro!
Juez de las naciones, perdónanos aún,
¡a menos que olvidemos, a menos que olvidemos!
Aunque Gran Bretaña lideraba todavía la producción a nivel mundial, las industrias de Alemania y Estados Unidos, más nuevas y dinámicas, ya le estaban dando alcance. Puede que no fuesen ciertas las historias de que los soldados de juguete de los niños británicos se hacían en Alemania, pero reflejaban una preocupación cada vez mayor; entre otras cosas, acerca de la capacidad de autodefensa de Gran Bretaña.
Al ser una isla, Inglaterra se las había arreglado para mantener apenas un ejército diminuto, confiando en su armada para la defensa de sus fronteras y de su imperio. Los adelantos tecnológicos provocaron que las armadas fuesen cada vez más caras y requiriesen presupuestos cada vez mayores. «El cansado titán —decía Joseph Chamberlain— tambaleándose bajo el orbe excesivamente vasto de su destino»[40]. Al mismo tiempo, existía la preocupación de que los compromisos globales de la Royal Navy dejaban poco protegidas a las islas británicas. Desde finales de la década de 1880 algunos militares pesimistas habían venido advirtiendo de que los franceses, si quisieran, podrían barrer fácilmente la fuerza naval británica del canal de la Mancha e invadir Gran Bretaña. El propio Salisbury, en un memorándum ante su consejo de ministros en 1888, esbozó un escenario en el que se contemplaba a los franceses, liderados «por el tipo de soldado que descuella en las revoluciones», desembarcando un sábado por la noche mientras los británicos disfrutaban del weekend. Con la ayuda de «dos o tres patriotas irlandeses», los invasores podrían cortar los cables del telégrafo y llegar hasta Londres antes de que nadie en el ejército británico fuese capaz de reaccionar[41]. Pero esta perspectiva —y cabría cuestionarse hasta qué punto él mismo creía en ella— no le impidió seguir pasando sus vacaciones en Francia.
Las malas relaciones con este país continuaron siendo un problema para el último gobierno de Salisbury; de hecho, se temió la posibilidad de una guerra en 1898. La nueva y floreciente amistad entre Francia y otro rival del imperio, Rusia, era también preocupante. La inclinación de Salisbury por colaborar con la triple alianza de Alemania, el Imperio austrohúngaro e Italia ya no parecía dispensar el contrapeso adecuado. Su escasa confianza quedó demostrada con las matanzas de armenios a mediados de la década de 1890, en lo que es hoy la parte occidental de Turquía.
Estos infortunados súbditos cristianos del Imperio otomano estaban siendo diezmados por sus vecinos musulmanes, y los gobiernos, ya fuese deliberadamente o por pura incompetencia, no hacían nada para impedir las atrocidades. Durante la mayor parte del siglo, la postura británica había sido respaldar a los otomanos, a fin de impedir que los rusos se hicieran con las aguas que conducían del mar Negro al Mediterráneo. Pero el interés nacional no siempre se correspondía con la opinión pública británica, que se indignaba cada vez que el Imperio otomano maltrataba a alguna de sus comunidades cristianas. De hecho, Gladstone libró toda una campaña electoral apoyándose en las atrocidades de Bulgaria y en la necesidad de que la comunidad internacional tomase medidas. Por más que le disgustara intervenir en los asuntos internos de otros países, Salisbury siempre había tenido una imagen poco halagüeña de los otomanos, y le habría encantado abandonarlos antes si Gran Bretaña no hubiese necesitado un amigo en el extremo oriental del Mediterráneo. En 1895 intentó buscar aliados —posiblemente Austria o Italia, tal vez Alemania, o incluso Rusia— con los que presionar a los otomanos para que cesasen en sus ataques contra los armenios; pero ninguna otra potencia se avino a actuar. Salisbury pasó noches sin dormir cavilando sobre esto, pero se vio obligado a aceptar que Gran Bretaña no podía hacer nada. También llegó a la conclusión de que tendría que buscar otros modos de salvaguardar los intereses de Gran Bretaña en el Mediterráneo y en el canal de Suez —el paso crucial hacia la India— que no consistiesen en el respaldo al moribundo y corrupto Imperio otomano. La cuestión de cómo hacerlo permanecería en el aire algunos años. ¿Incrementar la (costosa) presencia militar en Egipto y en el Mediterráneo? ¿Aliarse con otra potencia con intereses en la región, como Francia y Rusia? Con ninguna parecía probable, dadas sus rivalidades con Gran Bretaña en otras partes del mundo.
El Imperio otomano era además un motivo de preocupación por las tentaciones que ofrecía en una era imperialista. Las potencias, y sus pueblos, medían su importancia mundial por el número de colonias que poseían; pero las reservas de tierras no reclamadas se estaban agotando. África había sido repartida casi al completo en la década de 1890, así como las islas de extremo Oriente y del Pacífico. Esto hacía que solo quedasen aquellas partes del mundo donde algún viejo orden estuviese desmoronándose: por ejemplo, China, Persia o el Imperio otomano. En 1898, Salisbury pronunció un famoso discurso en el Albert Hall de Londres: «Las naciones del mundo pueden dividirse, a grandes rasgos, entre las vivas y las moribundas —dijo ante un público conservador—. De un lado, están los grandes países con un poder inmenso que se incrementa cada año, que van ganando en riqueza, en dominio, en perfeccionamiento de su organización». Del otro, estaban sus víctimas naturales, mortalmente enfermas a causa de la corrupción y el desgobierno. El proceso que Salisbury veía como más probable era peligroso en potencia: «Las naciones vivas irán invadiendo de manera gradual el territorio de las moribundas, y aparecerán rápidamente semillas y causas de conflicto entre las naciones civilizadas»[42].
Ya se las veía aparecer. En la década de 1880, Gran Bretaña y Francia se habían disputado Egipto, que nominalmente formaba parte aún del Imperio otomano; y los franceses y los italianos eran rivales en Túnez. El Imperio otomano había caído como un pez en una red cuyas mallas se cerraban cada vez más: préstamos de los gobiernos y bancos europeos, y con ello un mayor control foráneo sobre sus finanzas; concesiones a intereses europeos para construir ferrocarriles, buenos para el comercio pero que también contribuían a extender la influencia europea; injerencia europea en la política otomana para con sus súbditos cristianos en nombre del humanitarismo; y demandas de reformas por parte de Europa. Más adelante, cuando los otomanos ya no dieran abasto, sus territorios, que incluían parte de los Balcanes y del Oriente próximo árabe, pasarían de seguro a estar disponibles.
La expansión del imperio ruso hacia el sur y hacia el este metió a Persia en el gran juego que rusos y británicos libraban en Asia central. Los rusos eran cada vez más influyentes en el norte, mientras que los británicos procuraban consolidar su posición en el sur y a lo largo del océano índico; y ambos cortejaban al gran sah. El juego continuaba en Afganistán, que ahora se encontraba entre el territorio ruso y la India británica; en el Tíbet; y, más al este, en China.
En Asia, a las potencias europeas China les resultaba casi irresistible, dada su evidente debilidad. Estados Unidos se les sumó, aun cuando el antiimperialismo tenía hondas raíces históricas en este país. Grover Cleveland, presidente a mediados de la década de 1880 y de nuevo entre 1893 y 1897, y destacado opositor a que Estados Unidos adquiriese colonias, declaró en su famoso primer discurso inaugural que su país permanecería fiel a sus orígenes revolucionarios y que no albergaba ninguna ambición hacia otros continentes. Pero Estados Unidos se encontraba ya predispuesto a intervenir en su propio patio trasero caribeño, y no tardaría en apoderarse de las Filipinas, Hawái y Puerto Rico. En cuanto a China, las administraciones estadounidenses mantenían que la única política correcta era una política de «puertas abiertas», que diera a todas las naciones acceso a la totalidad del territorio chino, en lugar de crear esferas exclusivas de intereses.
Para gran sorpresa y admiración de los occidentales, Japón, que había sorteado el peligro de convertirse en otra colonia mediante una rápida adaptación a las nuevas fuerzas del mundo, demostró tener también ambiciones imperialistas en China. Las potencias extrajeron concesión tras concesión al moribundo régimen de Pekín: tratados portuarios en virtud de los cuales los extranjeros podían vivir y trabajar bajo la protección de sus propias leyes y gobiernos; ferrocarriles, claro está, y en China estos eran protegidos por tropas extranjeras; y derechos exclusivos de minería y comercio en determinadas áreas. Los chinos percibieron claramente el surgimiento de un patrón que dejaría a su país troceado como una sandía.
Gran Bretaña dominaba cómodamente el comercio y las importaciones en China, particularmente a lo largo del valle del Yangtsé, y no le interesaba especialmente adquirir partes de China, contrayendo además la responsabilidad de administrarlas. Pero ¿podía sentarse tranquilamente a ver a las demás potencias entrar en China y anexionarse tal vez sus territorios? Cuando Salisbury asumió el cargo en 1895, Rusia ya estaba amenazando los intereses británicos en el norte del país. Y la rivalidad por la influencia en China estaba a punto de enconarse por la intervención de otros actores, entre ellos Alemania.
A las preocupaciones de Salisbury venía a sumarse el hecho de que las relaciones con Estados Unidos, siempre complicadas, se hallaban en una fase particularmente mala. La administración de Grover Cleveland se había inmiscuido en la vieja disputa entre Gran Bretaña y Venezuela por las fronteras de esta última con la Guayana británica. En julio de 1895, un mes después del nombramiento de Salisbury, el secretario de Estado, Richard Olney, emitió un comunicado beligerante diciendo que Estados Unidos tenía derecho a intervenir en la disputa. Citó la autoridad de la doctrina Monroe, aquella declaración maravillosamente vaga e infinitamente elástica que advertía a las potencias externas de que no interfiriesen en el Nuevo Mundo, y afirmaba que Estados Unidos «es prácticamente el soberano de este continente, y sus decretos son ley para los súbditos a quienes vayan dirigidos». Se desató un gran clamor en la prensa a ambos lados del Atlántico. El embajador estadounidense en Londres leyó ante Salisbury un largo despacho en el cual su gobierno respaldaba el derecho de Venezuela a un trozo sustancial de la Guayana británica y exigía que los británicos acatasen su arbitraje. Salisbury se tomó cuatro meses para contestar. Se negó a aceptar que la doctrina Monroe concediese a Estados Unidos autoridad alguna sobre las posesiones británicas en el Nuevo Mundo, y sugirió que los estadounidenses no tenían «ningún interés práctico visible» en una disputa fronteriza entre una posesión británica y otro país. Cleveland dijo que Salisbury estaba «completamente loco» y, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, se empezó a hablar exaltadamente de la posibilidad de una guerra. Finalmente, se llegó a un acuerdo. Salisbury dejó de oponerse a la extensión estadounidense de la doctrina Monroe, y en 1899 un arbitraje estableció leves modificaciones en la frontera. Venezuela, a la que el embajador estadounidense en Londres calificó despectivamente de «estado mestizo», consiguió muy poco. (El presidente venezolano Hugo Chávez reclamó el territorio en disputa hasta su muerte, y sus sucesores continúan haciéndolo)[43].
Salisbury también hizo concesiones en otras disputas. Cuando los franceses se anexionaron en 1896 Madagascar, donde Gran Bretaña tenía considerables intereses, lo dejó pasar sin una sola protesta. No obstante, continuaba oponiéndose a toda sugerencia de que Gran Bretaña contrajese más relaciones permanentes. Se resistía, como siempre, a preocuparse inoportunamente por cualquier rincón del globo: prefería concentrarse en las áreas de vital importancia para el imperio británico. Como le dijo al procónsul en Egipto, sir Evelyn Baring (más tarde lord Cromer), cierta vez en que cundieron temores respecto a la seguridad en el mar Rojo: «Yo no me dejaría impresionar demasiado por lo que digan los militares sobre la importancia estratégica de estos sitios. Si les dejáramos, insistirían en la importancia de establecer cuarteles en la Luna para protegernos de Marte»[44]. A sus colegas les inquietaba verlo tan despreocupado, así como el que no tuviese una política exterior clara. Si la tenía, no era en absoluto propenso a revelarla; esta tendencia de Salisbury al secretismo se fue acusando con la edad. Lord Curzon, que trabajó bajo sus órdenes como subsecretario en el ministerio de Asuntos Exteriores, se referiría a él más tarde como «aquel extraño, poderoso, inescrutable, brillante, obstruccionista peso muerto de las altas esferas»[45]. Curzon opinaba que Salisbury empleaba con demasiada frecuencia el recurso de lanzarles huesos a los perros, los cuales, como ocurría claramente con Francia y Rusia, luego no paraban de ladrar pidiendo más. Aunque no todos sus colegas criticaban a Salisbury, a la mayoría le preocupaba que ya no fuese capaz de asumir el trabajo que involucraba su doble cargo de primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores. A finales de la década de 1890 ya se le notaban bastante los años, y además se hallaba deprimido por la prolongada enfermedad de su esposa, que le ocasionó la muerte en 1899.
Ya antes de renunciar a su puesto de ministro de Asuntos Exteriores en 1900, Salisbury había estado delegando gran parte de sus funciones como tal en su sobrino Arthur Balfour, que era líder de la mayoría de la cámara de los comunes, y en su ministro de las Colonias, Joseph Chamberlain. Estos dos hombres no podían ser más diferentes. Balfour era sobrino de Salisbury y por tanto miembro de aquel círculo íntimo e interrelacionado que estaba en la cúspide de la sociedad británica. Como primogénito de un hombre acaudalado, poseía extensas fincas en Escocia. Era apuesto, inteligente y encantador, aunque muchos lo encontraran frío y evasivo. Un conocido suyo decía que su sonrisa era «como un rayo de luna sobre una lápida»[46]. Se rumoreaba que su corazón había quedado destrozado cuando la mujer que amaba murió de fiebre tifoidea, mientras que un amigo cercano sospechaba que había «agotado sus facultades en esa dirección» y prefería la seguridad de cómodos romances con mujeres casadas. Su gran pasión era la filosofía y, curiosamente, durante la Gran Guerra llegaría a entusiasmarse con el sionismo. Aunque trabajaba mucho, procuraba que no se notara. Salía de la cámara de los comunes a jugar al golf y luego regresaba para quedarse hasta muy tarde en traje de etiqueta. Solía recostarse en el banco «como para descubrir —decía el Punch— si era capaz de sentarse sobre los omóplatos»[47].
Balfour encontraba a Chamberlain interesante pero antipático. Como le escribiera a una de sus amantes favoritas: «Aunque todos lo queremos mucho, Joe, de algún modo, no encaja ni se mezcla del todo, no interactúa químicamente con nosotros»[48]. Chamberlain era un próspero industrial que había ascendido por sus propios méritos, uno de los hombres nuevos cuyo auge tanto deploraba Salisbury. Nacido en el seno de una familia de clase media, había abandonado la escuela a los dieciséis años para trabajar en un negocio familiar en Birmingham fabricando tornillos. A diferencia de Balfour, se había casado (tres veces). Sus primeras dos esposas murieron al dar a luz a sus hijos, el primero Austen, y el segundo Neville, que llegaría a ser tristemente célebre como el contemporizador primer ministro de finales de la década de 1930. Su tercera esposa, a la que casi le doblaba la edad, era estadounidense, hija del secretario de la Guerra del presidente Cleveland. Por lo que todos decían, fue un matrimonio muy feliz.
Enérgico, tenaz y ambicioso, el joven Chamberlain había llevado su negocio hasta convertirlo en el mayor de su género en Gran Bretaña, y se retiró siendo un hombre muy rico a los treinta y seis años. No le gustaban los deportes y tenía pocas aficiones, salvo una insólita pasión por las orquídeas, las cuales cultivaba en invernaderos especiales (siempre llevaba una en el ojal). Se dedicó a la política con la misma tenacidad que había puesto en los negocios y llegó a ser alcalde de Birmingham. Se preocupó por la educación primaria para todos, los desagües y el agua limpia, la erradicación del chabolismo y el abastecimiento de las bibliotecas. Incluso cuando se incorporó a la cámara de los comunes como liberal, continuó siendo el gobernante indiscutido de la ciudad. En el parlamento sorprendió a sus colegas por no ser un demagogo desenfrenado, sino un consumado polemista que pronunciaba discursos concisos y brillantes. «Su desempeño —según el periodista británico J. A. Spender—, era acaso demasiado perfecto. “Todo eso está muy bien, muy bien, señor Chamberlain”, le dijo un viejo parlamentario a quien había pedido consejo, “pero la cámara se sentiría sumamente halagada si, de vez en cuando, usted lograra perder la compostura”»[49].
Chamberlain continuó siendo un radical, que abogaba por las reformas sociales y atacaba a las instituciones privilegiadas, como la clase latifundista y la iglesia anglicana. Sin embargo, también desarrolló un apasionado apego por el imperio británico, al que consideraba una fuerza benéfica para el mundo. Esta convicción le llevó a romper con los liberales en 1886, cuando estos propugnaron el autogobierno de Irlanda; Chamberlain y sus correligionarios arguyeron que aquello socavaría la unidad del imperio. Con el tiempo, los liberales unionistas, como eran llamados, se acercaron al partido conservador[50]. Chamberlain nunca defendió personalmente a sus antiguos colegas. Simplemente, siguió adelante. Según Spender, era capaz de «una concentración mortal» en aquello que estuviera haciendo, y esto era principalmente la política: «A sus ojos todo era negro o blanco, con contornos bien definidos y sin medias tintas»[51].
En sus primeros años como ministro de las Colonias, mientras lidiaba con desafíos y crisis que iban desde la del bacalao en Terranova hasta la del oro en Sudáfrica, Chamberlain cobró aguda conciencia del gran aislamiento y vulnerabilidad de Gran Bretaña. Al mismo tiempo, la opinión pública, aquel nuevo e impredecible factor en los asuntos exteriores, demandaba acciones que apuntalasen los intereses británicos en todo el globo. Chamberlain argumentaba que el aislamiento ya no prestaba ningún servicio a Gran Bretaña, y Balfour comenzaba a estar de acuerdo con él. En cuanto a Rusia, como dijera Chamberlain en un discurso en 1898, «cuando cenes con el diablo, lleva una cuchara larga». Sus pensamientos giraban cada vez más en torno a Alemania, con quien Gran Bretaña había tenido relativamente pocos conflictos. No era él el único; otras figuras clave, miembros del gobierno, almirantes, funcionarios de asuntos exteriores, escritores influyentes, comenzaban a compartir este criterio[52].
Con la tibia aprobación de Salisbury, Chamberlain inició conversaciones con el embajador alemán en Londres acerca de un posible tratado. En 1899 dialogó amigablemente con el káiser y su ministro de Asuntos Exteriores, el príncipe Bernhard von Bülow en el castillo de Windsor, y ello lo indujo a pensar que tal vez fuera posible forjar una alianza, quizá incluyendo también a Estados Unidos. Al día siguiente de que la delegación alemana abandonara Gran Bretaña, Chamberlain pronunció un discurso en Leicester en el que habló a grandes rasgos de «una nueva triple alianza entre la raza teutónica y las dos grandes ramas trasatlánticas de la raza anglosajona, que llegaría a ser una poderosa influencia en el futuro del mundo»[53]. Hubo algunos otros signos prometedores. En 1898, Gran Bretaña firmó un acuerdo con Alemania respecto a las colonias portuguesas de Mozambique, Angola y Timor, que se hallaban a punto de salir al mercado mundial, ya que su dueño se hallaba prácticamente en bancarrota. Ambos firmantes (Portugal no fue consultado) acordaron mantener a raya a las demás potencias y dividirse entre los dos el imperio portugués. Al año siguiente, los británicos pusieron fin a una absurda querella con los alemanes por el archipiélago samoano del Pacífico sur, cediéndoles el control de la isla principal.
Ya en 1901, Chamberlain, como él mismo le dijo a un miembro de la embajada alemana en Londres, estaba a favor de una cooperación más estrecha con Alemania, y tal vez de llegar a ser miembro de la triple alianza con Alemania, el Imperio austrohúngaro e Italia[54]. Balfour estaba de acuerdo. Le parecía que el enemigo más probable de Gran Bretaña era la doble alianza de Francia y Rusia. «Es para nosotros una cuestión de suprema importancia que Italia no sea aplastada, que Austria no sea desmembrada y, a mi parecer, que Alemania no quede mortalmente atrapada entre el martillo de Rusia y el yunque de Francia»[55].
Los alemanes no se opusieron a la idea, pero no tenían ninguna prisa por forjar una alianza en toda regla, ni por ver a Gran Bretaña convertida en miembro de la triple alianza, sobre todo porque les parecía que los británicos los necesitaban más a ellos que al revés. La guerra de los Bóers, que estalló en octubre de 1899, tan solo dos años después del triunfal jubileo de diamante, dañó severamente el prestigio y la confianza de Gran Bretaña. En los primeros meses, tras una sucesión de humillantes derrotas, surgió en este país un auténtico temor de que Francia aprovechase la oportunidad para invadirlo, y de que Rusia amenazase su posición en el océano índico[56]. En enero de 1901 murió la reina Victoria, acaso otra señal de que el viejo orden llegaba a su fin.
Las investigaciones ulteriores demostraron que los comandantes británicos habían sido incompetentes, que las fuerzas habían sido enviadas al combate sin órdenes precisas, sin mapas ni informes de inteligencia adecuados, y que el equipamiento había sido del todo insuficiente. Leo Amery, quien fuera corresponsal de guerra para The Times, escribió, por ejemplo, sobre el desastre de la batalla de Spion Kop: «No se realizó ningún esfuerzo previo por delimitar la posición que debía ser ocupada, ni por suministrar dicha información a los oficiales al cargo. Estos tampoco se esforzaron lo suficiente por descubrir la forma de la elevación antes de atrincherarse»[57]. Aquella guerra dio lugar a profundas reformas en el ejército, pero pasaría tiempo antes de que estas resultasen efectivas.
Por si fuera poco, en aquellos años de finales de siglo la situación en China permanecía inestable, desafortunadamente para Gran Bretaña. En 1897, Alemania había utilizado el pretexto del asesinato de dos misioneros para forzar al débil gobierno chino a que le diera una concesión, que incluía un puerto en Tianjin y ferrocarriles en la península de Shandong. Este fue el desencadenante de lo que pareció, en un principio, un frenético reparto de China. Rusia se hizo unilateralmente con un puerto de aguas templadas en el extremo sur de Manchuria. El gobierno consideró la posibilidad de enviar barcos de su escuadrón chino al norte para expulsar a los rusos, pero se lo pensaron mejor, por miedo a lo que pudiera hacer Francia como aliada de Rusia. Pocos meses después, Rusia se hizo con otro puerto, justo al norte de Port Arthur, y obligó al gobierno chino a firmar un documento indicando que renunciaba a sus derechos sobre ambos puertos durante veinticinco años.
Ante el clamor de la prensa, y de colegas suyos como Chamberlain, de que Gran Bretaña tenía que hacer algo, cualquier cosa, Salisbury dijo melancólicamente: «“El público” exige algún tipo de compensación territorial o cartográfica en China. No será nada útil, y sí bastante caro; pero, por una cuestión de puro nacionalismo, tendremos que hacerlo». Así pues, Gran Bretaña exigió un puerto en Weihaiwei, al norte de la península de Shandong y al sur de los puertos rusos de Manchuria. (Al final resultó inútil como puerto, pero contaba con una bonita playa de arena para nadar)[58]. En 1900, y al menos esto parecía una buena noticia, Alemania y Gran Bretaña llegaron a un acuerdo en China, en virtud del cual ambos se comprometían a utilizar su influencia en favor de una política de puertas abiertas allí, que les permitiera el acceso a todas las potencias. En realidad, al menos para los británicos, esta fue una medida dirigida contra Rusia en Manchuria; lo último que deseaba Alemania era un conflicto con su vecina Rusia, con la que tenía una larga frontera terrestre en Europa. Esto se hizo evidente después del levantamiento de los bóxers.
En 1900, un movimiento nacido inicialmente contra la dinastía manchú fue hábilmente redirigido por esta contra los extranjeros de ultramar. Los misioneros, diplomáticos y hombres de negocios de Occidente fueron atacados en todo el norte de China, y en Pekín los diplomáticos extranjeros fueron asediados en el verano de 1900. Las potencias del mundo, que por una vez tenían motivos para actuar conjuntamente, reunieron a toda prisa una fuerza de liberación internacional. El levantamiento de los bóxers fue sofocado, Pekín saqueada, y el gobierno chino obligado a pagar una gran indemnización y a aceptar una injerencia extranjera aún mayor en sus asuntos. Los rusos aprovecharon la oportunidad para introducir tropas en Manchuria y, una vez concluido el levantamiento de los bóxers, esgrimieron excusas para no marcharse. Se extendieron rumores de que Rusia estaba negociando un acuerdo con China para la ocupación permanente de Manchuria. Cuando el gobierno británico pidió apoyo a los alemanes para buscar la manera de que los rusos se retirasen, la respuesta fue muy clara. Bülow declaró desde el Reichstag el 15 de marzo de 1901 que el acuerdo anglo-germano sobre China «no tenía nada que ver con Manchuria»[59].
Así se hizo más que evidente que Alemania no estaba dispuesta a ayudar a Gran Bretaña en sus intereses imperiales al precio de crearse problemas en Europa. Y, como muchos británicos se preguntaban, ¿quería realmente Gran Bretaña dejarse involucrar en las disputas de Alemania con Francia y Rusia en Europa? Con todo, los alemanes pensaban que los británicos aceptarían esta alianza, cuando comprendieran que a la larga la amistad con Alemania era su mejor opción. «No debemos mostrar intranquilidad ni impaciencia —le dijo Bülow a su subalterno Friedrich von Holstein en octubre de 1901—. Debemos dejar que la esperanza brille en el horizonte»[60].
Lord Lansdowne, quien por entonces había sustituido a Salisbury como ministro de Asuntos Exteriores, trató de mantener vivas las conversaciones con los alemanes, pero fracasó. Intentó además, sin mucho entusiasmo, un acercamiento con los rusos, que resultó igualmente improductivo. No obstante, estaba convencido, como muchos de sus colegas, de que Gran Bretaña no podía regresar a la política de separación de Europa establecida por Salisbury. Lord George Hamilton, por entonces secretario de Estado para la India, dio cuenta de una sombría conversación con Balfour en aquel verano de 1901:
«Dijo que no había podido sino convencerse de que actualmente no éramos más que una potencia de tercera categoría; y una potencia de tercera categoría con intereses que están en conflicto con los de las grandes potencias de Europa. Expuesto en estos términos elementales, se hace patente la debilidad del imperio británico, tal como existe hoy en día. Contamos con una inmensa fuerza, tanto efectiva como latente, si pudiéramos concentrarla […] pero la dispersión de nuestros intereses imperiales […] lo hace casi imposible»[61].
En aquel otoño, lord Selborne, primer lord del almirantazgo, hizo notar a sus colegas en el consejo de ministros que Gran Bretaña tenía solo cuatro acorazados en extremo Oriente, mientras que Rusia y Francia juntas pronto tendrían nueve[62].
Sin embargo, ya en esta fase, la opinión pública de ambos países se estaba convirtiendo en un factor significativo. En el otoño y en el inicio del invierno de 1901-1902, por ejemplo, una tonta disputa pública entre Bülow, ahora canciller de Alemania, y Joseph Chamberlain, fue motivo de ira en ambos países. En aquel mismo mes, Chamberlain pronunció un discurso en Edimburgo en el que defendió a las tropas británicas de la acusación de que trataban con excesiva severidad a los civiles afrikáners. Chamberlain llegó a decir que los demás países se habían comportado mucho peor, por ejemplo Prusia en la guerra franco-prusiana. En Alemania, los nacionalistas se tomaron esto como una ofensa grave, y Bülow insistió en presentar una protesta formal ante el ministerio de Asuntos Exteriores británico. Los británicos trataron de matizar aquellos comentarios, pero se negaron a emitir una disculpa formal. Entonces Bülow decidió apelar a la opinión pública alemana con un desafiante discurso en el Reichstag en enero de 1902. Entre vítores, citó una famosa frase de Federico el Grande, según la cual todo aquel que se atreviese a criticar al ejército alemán se encontraría «mordiendo granito». Tres días después, Chamberlain habló para un público igualmente entusiasta en su baluarte de Birmingham: «Lo dicho, dicho está. No retiraré nada. No matizaré nada. No defenderé nada. No deseo dar lecciones a un ministro extranjero y no las aceptaré de ninguno». En privado, le dijo al barón Hermann von Eckardstein, de la embajada alemana en Londres: «no voy aguantar más que se me trate así, y ya no hay más que hablar en cuanto a una asociación entre Gran Bretaña y Alemania»[63].
El gobierno británico ya había llegado a la conclusión de que necesitaba buscar otros aliados. Con la aquiescencia de un Salisbury cada vez más agotado, exploró la posibilidad de una alianza defensiva con Japón. Esto no era tan insólito como pudiera parecer. Japón era una potencia emergente; en la década de 1890 derrotó fácilmente a China en una guerra. Curzon, que conocía bien Asia, le escribió a Salisbury en 1897: «Si las potencias europeas se están agrupando contra nosotros en extremo Oriente, probablemente nos veremos obligados, más tarde o más temprano, a hacer algo con Japón. Dentro de diez años, será la mayor potencia naval en aquellos mares»[64]. Esto último resultaba atractivo para la industria naval británica, un sector siempre muy influyente, a la que le agradaban los encargos que le hacía regularmente la marina japonesa. En 1898, el almirante Charles Beresford, quien había dejado a un lado temporalmente su carrera naval para hacerse parlamentario y presidente de la liga naval, dijo en la cena anual de la asociación japonesa de Londres: «Existe una gran afinidad entre nuestras dos naciones, y una alianza entre ambas significaría mucho para la paz mundial»[65]. Además, los intereses de Japón se hallaban adecuadamente confinados en extremo Oriente. No había, por tanto, el mismo peligro que en el caso de Alemania de que una alianza arrastrase a Gran Bretaña a un conflicto armado. Gran Bretaña podía utilizar a Japón para contrarrestar a Rusia en China, y tal vez para lograr que su imperio rival se lo pensara dos veces antes de continuar avanzando por Asia central en dirección a la India.
Desde la perspectiva japonesa, Gran Bretaña era la más amistosa de las grandes potencias europeas. En 1895, al finalizar la guerra chino-japonesa, Rusia, Alemania y Francia se habían unido contra Japón para obligarle a ceder parte de lo que había conquistado en China, principalmente Manchuria. Poco después, Rusia se adueñó por su cuenta de los dos puertos sureños de Manchuria y empezó a construir un atajo para el Transiberiano por el norte. Durante el levantamiento de los bóxers, Gran Bretaña y Japón habían cooperado eficazmente. Japón, al igual que Gran Bretaña, había explorado sus posibilidades mediante conversaciones con Rusia y Alemania. Y, al igual que Gran Bretaña, llegó a la conclusión de que estas no llegarían a nada.
Justo antes de la navidad de 1901, el príncipe Ito Hirobumi, uno de los veteranos estadistas que habían supervisado la transformación de Japón desde 1868, hizo escala en Londres procedente de Rusia. Al igual que Salisbury, Ito había sido primer ministro de su país en tres ocasiones. (A diferencia de Salisbury, era también un notorio donjuán). Se supo que su visita a Gran Bretaña obedecía tan solo a razones de salud. En cualquier caso, fue recibido por Eduardo VII, quien le impuso la gran cruz de la orden de Bath. El alcalde de Londres ofreció un gran banquete en su honor. Cuando se puso de pie para devolver el brindis, Ito, según cuenta The Times, fue acogido «con prolongados vítores». En su discurso, Ito habló acerca de la larga amistad, «de casi un siglo», entre Japón y Gran Bretaña, así como de sus gratos recuerdos del país al que había ido a estudiar en su juventud. «Es muy natural —prosiguió diciendo—, que albergue la sincera esperanza de que perduren nuestros sentimientos de amistad y simpatía mutua, que estos sentimientos de amistad y simpatía mutua, que han existido entre nosotros en el pasado se fortalezcan cada día más en el futuro. (Vítores)»[66]. Luego visitó a Salisbury en Hatfield y a Lansdowne en su casa de campo de Bowood, y sostuvo conversaciones particularmente interesantes con este último.
El 30 de enero, se firmó la alianza anglo-japonesa. Aunque los británicos esperaban que esta abarcase también a la India, los japoneses insistieron en que se limitase a China. Ambos países acordaron seguir una política de puertas abiertas (aunque atendiendo al particular interés de Japón en Corea); permanecer neutrales en el caso de que uno de los dos fuese atacado por un tercer país; y acudir en auxilio del otro en caso de ataque por dos o más potencias. Hubo también una cláusula secreta relativa al poderío naval en la región. La armada británica y la japonesa comenzarían a hablar de cooperación contra enemigos potenciales en el Pacífico, como Francia o Rusia. La noticia del tratado fue acogida con notable entusiasmo en Japón, donde se organizaron manifestaciones públicas en respaldo del mismo. En Gran Bretaña la reacción fue más apagada, y el gobierno lo prefería así.
Gran Bretaña había abandonado una política que, sin ser estrictamente aislacionista ni centenaria, le había resultado muy útil. Durante buena parte del siglo XIX había logrado establecer su comercio y su imperio sin preocuparse demasiado por las coaliciones de las potencias en su contra. Pero el mundo había cambiado y la alianza de Francia con Rusia representaba ahora un adversario formidable. Nuevas potencias como Alemania, Estados Unidos y el propio Japón socavaban también la hegemonía global británica. Su tratado con Japón era un modo de tantear el terreno, para decidir si deseaba entrar de lleno en las redes de las alianzas. En 1902, las perspectivas británicas eran alentadoras. La guerra de los Bóers había concluido finalmente en mayo de 1902, y Transvaal y el estado libre de Orange eran ahora parte del imperio británico. Y las esperanzas de que Alemania llegase a ser un aliado más firme no se habían desvanecido del todo. En Alemania, la reacción fue en un principio de tibia complacencia. Al aliarse con Japón, Gran Bretaña se hallaba un paso más cerca de una confrontación con Rusia en Asia, y posiblemente también con Francia. Cuando el embajador británico en Berlín informó al káiser acerca del nuevo tratado, lo primero que dijo este fue: «Esos bobos parecen haber tenido un arranque de lucidez»[67].