EPÍLOGO

LA GUERRA

E l 4 de agosto se abatió sobre Europa lo que Theodore Roosevelt llamó «el gran tornado negro»[1]. Como una súbita tormenta de verano, la guerra tomó a muchos por sorpresa; aunque al principio pocos intentaron escapar de ella. Para algunos europeos constituyó un alivio que la espera hubiese terminado, e incluso un consuelo el ver a sus sociedades unificadas. El movimiento europeo por la paz se deshizo por las costuras nacionales que siempre habían estado ahí; y, a lo largo y ancho del continente, los socialistas unieron fuerzas con los partidos de las clases media y alta para votar abrumadoramente a favor de los créditos de guerra. Un socialista alemán sentía que «la terrible tensión se había resuelto […] uno podía, por primera vez en casi un cuarto de siglo, sumarse de todo corazón, con la conciencia limpia y sin sentirse traidor, al coro arrasador y tempestuoso que cantaba: “Deutschland, Deutschland, über alles”»[2]. Winston Churchill no era en modo alguno el único que se sintió eufórico ante aquel drama. «Mi amor —le escribió a su esposa—: Todo tiende a la catástrofe y al derrumbe. Yo me siento curioso, dispuesto y feliz. ¿No es horrible estar hecho de esta madera?»[3]. La mayoría de los europeos, hasta donde se sabe, quedaron simplemente estupefactos ante la rapidez e irrevocabilidad con que se había acabado la larga paz de Europa. Aceptaron la llegada de la guerra con resignación y sentido del deber, convencidos de que sus países constituían el bando inocente, atacado por amenazadoras fuerzas extranjeras.

Aunque hay muchos mitos acerca de la Gran Guerra, es cierto que en agosto de 1914 los soldados les dijeron a sus familias que estarían de vuelta para la Navidad. En la academia de estado mayor británica de Camberley, donde los soldados aguardaban órdenes en medio de sus habituales recepciones al aire libre, partidos de cricket y picnics, llegó la noticia de que debían ir a ocupar sus puestos, la mayoría con la fuerza expedicionaria británica que partiría hacia el continente. La propia academia cerró hasta nuevo aviso, y a sus instructores también les asignaron puestos en el estado mayor; las autoridades pensaban que no había necesidad de entrenar a más oficiales para una guerra breve[4]. Las advertencias de expertos como Ivan Bloch y el propio Moltke, o de pacifistas como Bertha von Suttner y Jean Jaurès, de que las ofensivas llevarían a otros tantos impasses en los que ningún bando sería lo bastante fuerte como para derrotar al otro, en tanto las sociedades agotaban sus recursos, tanto de hombres como de municiones, quedaron olvidadas, al menos de momento, cuando las potencias europeas marcharon a la guerra. La mayoría de la población, desde los dirigentes hasta los ciudadanos comunes, supusieron que sería corta; como la guerra franco-prusiana, por ejemplo, en la que en menos de dos meses los ejércitos de la alianza alemana lograron la rendición de Francia. (El que los combates se prolongaran debido a que el pueblo francés se sumó a la lucha era otra cuestión). Los expertos en finanzas, tanto los banqueros como los ministros del ramo, daban por sentado que la guerra tendría que ser breve: la interrupción del comercio y la incapacidad de los gobiernos para pedir préstamos, por la desaparición del mercado internacional de capitales, acarrearían una bancarrota inminente que imposibilitaría a las partes beligerantes continuar combatiendo. Como había advertido Norman Angell en su libro La gran ilusión, incluso si Europa fuese tan necia como para ir a la guerra, el caos económico y la miseria resultante obligarían rápidamente a las naciones combatientes a negociar la paz. Lo que pocos comprendían —aunque sí el propio Bloch— era que los gobiernos de Europa tenían una capacidad nunca antes probada, pero considerable, para extraer recursos de sus sociedades, mediante los impuestos, la administración de sus economías o la liberación de hombres para el frente utilizando a las mujeres como mano de obra; y los propios europeos poseían un estoicismo y una obstinación que los mantendrían luchando durante los largos años siguientes, pese a las pérdidas terribles y cuantiosas. Lo sorprendente de la Gran Guerra no es que las sociedades y los individuos terminaran por ceder bajo la presión —y no todos lo hicieron, o no del todo—, sino que Rusia, Alemania y el Imperio austrohúngaro resistieran tanto tiempo antes de sucumbir a la revolución, el amotinamiento o la desesperación.

En aquellas primeras semanas de la guerra, parecía que tal vez Europa pudiera escapar de la catástrofe. Si Alemania derrotaba rápidamente a Francia, Rusia quizá decidiera firmar la paz en el este, y acaso Gran Bretaña reconsiderase su compromiso de luchar. Incluso si el pueblo francés decidía combatir como había hecho en 1870-1871, a la larga se vería obligado a capitular. Mientras las fuerzas alemanas invadían Bélgica y Luxemburgo de camino hacia el norte de Francia, los planes de guerra alemanes parecían desarrollarse según lo previsto. Sin embargo, no era así. La decisión de Bélgica de resistir ralentizó el avance. La fortaleza principal de Lieja cayó el 7 de agosto, pero otras doce debían ser tomadas una a una. La resistencia belga obligaba a Alemania a dejar tropas por el camino a medida que avanzaba. El ejército del gran ala derecha que se abatiría cruzando el Mosa hacia el canal de la Mancha, y luego giraría hacia el sur rumbo a París para obtener una contundente victoria, era más débil y lento de lo planeado. El 25 de agosto, August Moltke, alarmado por la celeridad del avance de Rusia en el este —las tropas rusas habían invadido las fincas de la aristocracia prusiana y quemado el pabellón de caza favorito del káiser en Rominten—, ordenó a dos cuerpos de ejército, que sumaban unos ochenta y ocho mil hombres, que se desplazaran del oeste hacia Prusia oriental[5]. Y la fuerza expedicionaria británica había llegado antes de lo previsto para reforzar a los franceses.

El avance alemán se ralentizó y luego se detuvo ante la resistencia de los aliados. A principios de septiembre, la balanza comenzaba a inclinarse en contra de Alemania, y los aliados distaban de haber sido vencidos. El 9 de septiembre, Moltke ordenó a los ejércitos alemanes situados en Francia que se retirasen hacia el norte y se reagrupasen, y dos días después dio una orden general de retirada a lo largo del frente. Esto, aunque él no podía saberlo en aquel momento, significó el fin del plan Schlieffen y de la posibilidad de derrotar rápidamente a Francia. El 14 de septiembre, el káiser lo relevó de sus deberes por motivos de salud.

Tanto los alemanes como los aliados hicieron intentos desesperados por superar las maniobras de su adversario en aquel otoño. Las pérdidas se multiplicaron, pero la victoria permaneció inalcanzable. Hacia finales de 1914 habían muerto 265 000 soldados franceses, y los británicos habían perdido a 90 000. En algunos regimientos alemanes las bajas ascendían al sesenta por ciento; el ejército alemán había perdido 80 000 hombres en los combates en las inmediaciones de la ciudad flamenca de Ypres solo en el mes de octubre[6]. Al aproximarse el invierno, los ejércitos de cada bando se atrincheraron para reanudar sus ataques en la primavera. No sospechaban que las trincheras temporales que había excavado desde la frontera suiza, cruzando las fronteras este y norte de Francia, y hasta Bélgica, se irían volviendo más hondas, más sólidas y más complicadas, y se mantendrían hasta el verano de 1918.

En el frente oriental, como las distancias eran mucho mayores, la red de trincheras nunca llegó a desarrollarse tanto ni a ser tan impermeable; pero la capacidad de defensa para repeler ataques se hizo más que evidente desde los primeros meses de la guerra. El Imperio austrohúngaro sufrió grandes reveses, pero Rusia no fue capaz de obtener ninguna victoria decisiva. Durante los primeros cuatro meses de la guerra, el Imperio austrohúngaro había sufrido un total de casi un millón de bajas. Aunque Alemania, al contrario de lo que esperaban Schlieffen y sus sucesores, había pasado a la ofensiva para derrotar a dos ejércitos rusos en la batalla de Tannenberg, la victoria en el campo de batalla no significaba el fin de la guerra. Tanto Rusia como sus enemigos tenían los recursos y la determinación necesarios para seguir combatiendo.

Hay una anécdota que incluso podría ser cierta. Ernest Shackleton, el gran explorador polar, partió hacia la Antártida en el otoño de 1914. Cuando finalmente logró regresar hasta la estación ballenera de la isla de Georgia del Sur, en la primavera de 1916, se cuenta que preguntó quién había ganado la guerra europea, y se asombró enormemente cuando le dijeron que aún no había terminado. Las industrias, la riqueza nacional, la mano de obra, la ciencia, la tecnología e incluso las artes, se hallaban supeditadas al esfuerzo bélico. El progreso de Europa, tan orgullosamente celebrado en la exposición de París de 1900, había permitido perfeccionar los medios para movilizar sus grandes recursos en aras de su propia destrucción.

Las primeras etapas definieron el terrible patrón de los años siguientes: los ataques eran repelidos una y otra vez por el fuego letal de las armas de los defensores. Los generales intentaron repetidas veces romper el impasse con ofensivas a gran escala, que condujeron a un número equivalente de bajas; los frentes, especialmente el occidental, donde el terreno había quedado destrozado por los explosivos, estaban llenos de los cráteres de la metralla y cubiertos de alambre de espino; las líneas apenas se movían. La guerra, al prolongarse, consumió un número de vidas que resulta difícil imaginar. En 1916, solo la ofensiva de verano rusa produjo 1 400 000 bajas; 400 000 italianos fueron hechos prisioneros durante la ofensiva de Conrad en los Dolomitas contra Italia; y hubo 57 000 bajas británicas el 2 de julio, el primer día del Somme. Hacia el final de esta batalla, en noviembre, sumaban 650 000 los aliados muertos, heridos o desaparecidos junto con 400 000 alemanes. En Verdún, la lucha entre Francia y Alemania por el control de la fortaleza les costó a los defensores franceses más de 500 000 bajas, y a los atacantes alemanes más de 400 000. Para cuando terminó la guerra, el 11 de noviembre de 1918, sesenta y cinco millones de hombres habían combatido, y ocho millones y medio habían muerto. Ocho millones cayeron prisioneros o simplemente desaparecieron. Veintiún millones resultaron heridos, y esta cifra incluyó solo las heridas medibles: nadie sabrá nunca cuántos quedaron dañados o destruidos psicológicamente. Por comparar, en Vietnam cayeron 47 000 soldados estadounidenses; y durante la invasión y ocupación de Irak murieron 4800 soldados de la coalición.

La guerra, en un principio europea, pronto se volvería mundial. Desde el primer momento, los imperios se habían involucrado automáticamente. Nadie se paró a preguntarles a los canadienses o a los australianos, a los vietnamitas o a los argelinos si deseaban combatir por las potencias imperiales. En honor a la verdad, muchos sí lo deseaban. En los dominios «blancos», donde muchos tenían aún vínculos familiares con Gran Bretaña, se asumió sin más que había que defender a la madre patria. Más sorprendente fue el hecho de que muchos nacionalistas indios apoyaran a Gran Bretaña. El joven abogado radical Mahatma Gandhi ayudó a las autoridades británicas a reclutar indios para la causa de la guerra. Otras potencias fueron tomando partido poco a poco. Japón le declaró la guerra a Alemania a finales de agosto de 1914, y aprovechó la oportunidad para hacerse con las posesiones alemanas de China y el Pacífico. El Imperio otomano echó su suerte con Alemania, el Imperio austrohúngaro dos meses más tarde, y Bulgaria se les unió en 1915. Este sería el último aliado que tendrían las potencias centrales. Rumanía, Grecia, Italia, varios países latinoamericanos y China se unieron al final a los aliados.

En Estados Unidos, ninguno de los dos bandos contó inicialmente con un fuerte apoyo, pues aquel conflicto no parecía tener mucho que ver con los intereses estadounidenses. «Una y mil veces doy gracias a Dios por el océano Atlántico», escribió Walter Page, el embajador de Estados Unidos en Londres. Las élites, los liberales, los habitantes de la costa este o aquellos que tenían vínculos familiares con Gran Bretaña se decantaban por los aliados; pero una minoría significativa, tal vez hasta una cuarta parte de la población estadounidense, era de origen alemán. Y la gran minoría católica irlandesa tenía poderosos motivos para odiar a Gran Bretaña. Al comenzar la guerra, Wilson abandonó el lecho de muerte de su esposa para dar una conferencia de prensa, en la que proclamó que Estados Unidos debía permanecer neutral. «Deseo tener el orgullo —declaró— de decir que al menos Estados Unidos es aún dueño de sí mismo y que, sereno en sus ideas y firme en sus objetivos, permanece dispuesto a ayudar al resto del mundo». Solo las políticas alemanas, o más específicamente las del alto mando alemán, conseguirían sacar a los estadounidenses de su neutralidad. En 1917, Estados Unidos, enfurecido por los ataques de los submarinos alemanes contra sus transportes, así como por la noticia, que los británicos comunicaron amablemente a Washington, de que Alemania intentaba convencer a México y Japón de que atacasen a Estados Unidos, entró en la guerra en el bando de los aliados.

Para 1918, las fuerzas combinadas de sus enemigos fueron demasiado para las potencias centrales, y una por una empezaron a pedir la paz, hasta que finalmente Alemania solicitó un armisticio. Cuando los cañones enmudecieron el 11 de noviembre, el mundo era muy diferente al de 1914. En toda Europa las viejas fisuras de la sociedad, tapadas provisionalmente al comienzo del conflicto, fueron resurgiendo conforme se prolongaba la guerra e imponía cargas cada vez más pesadas. Al extenderse la agitación política y social, los viejos regímenes se tambalearon, incapaces de conservar la confianza de sus pueblos o de cumplir sus expectativas. En febrero de 1917, el régimen zarista se derrumbó al fin, y el débil gobierno provisional que lo sucedió fue a su vez derrocado, diez meses después, por un nuevo tipo de fuerza revolucionaria, la de los bolcheviques de Vladímir Lenin. Para salvar su régimen, que sufría el ataque de sus rivales políticos y de los vestigios del viejo orden, Lenin firmó la paz con las potencias centrales a comienzos de 1918, cediéndoles unas inmensas franjas de territorio ruso en el oeste. Mientras los rusos se batían entre sí en una enconada guerra civil, los pueblos sometidos por su imperio aprovecharon la oportunidad para escapar. Polacos, ucranianos, georgianos, azerbaiyanos, armenios, fineses, estonios y letones gozaron, algunos solo por poco tiempo, de su independencia.

El Imperio austrohúngaro se hizo pedazos en el verano de 1918, sucumbiendo a los problemas de sus nacionalidades. Sus polacos se unieron a los que se habían liberado súbitamente de Rusia y Alemania para crear, por primera vez en más de un siglo, un estado polaco. Los checos y eslovacos se unificaron en un inestable matrimonio para formar Checoslovaquia; mientras que los sudeslavos de Croacia, Eslovenia y Bosnia se unieron con Serbia para formar un nuevo estado que sería llamado Yugoslavia. Hungría, muy reducida por la pérdida de Croacia y por los acuerdos de paz tras la guerra, se convirtió en un estado independiente; mientras que lo que quedó de los territorios de los Habsburgo pasó a integrar el pequeño estado de Austria. De las potencias centrales, también Bulgaria tuvo su revolución, y Fernando, zorro hasta el final, abdicó en favor de su hijo. El Imperio otomano se derrumbó también; los aliados victoriosos lo despojaron de sus territorios árabes y de casi todo lo que le quedaba en Europa, dejándole tan solo el centro de Turquía. El último de los sultanes otomanos pasó discretamente al exilio en 1922, y un nuevo gobernante seglar, Kemal Ataturk, se dedicó a crear el moderno estado de Turquía.

Cuando los ejércitos alemanes fueron derrotados en el verano de 1918, el pueblo alemán, al que Hindenburg y Ludendorff había ocultado el desarrollo de la guerra, reaccionó violentamente contra el propio régimen. Por un tiempo, mientras los marineros y soldados se amotinaban y los consejos de trabajadores se hacían con el control de los gobiernos locales, parecía que Alemania iba a seguir los pasos de Rusia. El káiser se vio obligado a abdicar a principios de noviembre de 1918, y los socialistas proclamaron una nueva república y finalmente lograron evitar la revolución.

Aunque las potencias victoriosas tuvieron su cuota de levantamientos —hubo huelgas y manifestaciones violentas en Francia, Italia y Gran Bretaña en 1918—, en ellas el viejo orden resistió, por el momento. Pero Europa en su conjunto no era ya el centro del mundo. Había agotado su gran riqueza y su poderío estaba exhausto. Los pueblos de sus imperios, que generalmente habían consentido ser gobernados desde el exterior, estaban sublevados, pues los cuatro años de salvajismo en los campos de batalla de Europa habían destruido irremediablemente su confianza en el buen juicio de sus amos extranjeros. Unos nuevos líderes nacionalistas, muchos de ellos soldados que habían sido testigos de lo que la civilización europea podía producir, demandaban el autogobierno ahora y no en un futuro lejano. Los dominios «blancos» de Gran Bretaña aceptaban seguir formando parte del imperio, pero solo a condición de que se les diera más autonomía. Los nuevos actores no europeos del escenario mundial desempeñaban un papel cada vez mayor en los asuntos internacionales. En el lejano Oriente, Japón había ganado poderío y seguridad en sí mismo, y dominaba su entorno. Al otro lado del Atlántico, Estados Unidos era ahora una gran potencia mundial; la guerra había estimulado aún más sus industrias y su agricultura, y Nueva York era cada vez más el centro de las finanzas globales. Los estadounidenses veían a Europa vieja, decadente y acabada; muchos europeos coincidían con ellos.

La guerra no solo había acabado con gran parte del patrimonio de Europa y con millones de sus habitantes, sino que había insensibilizado a muchos de los supervivientes. Las pasiones nacionalistas que sostuvieron a los europeos durante la guerra condujeron también a la gratuita matanza de civiles, ya fuesen alemanes en Bélgica, rusos en Galitzia, o austriacos en Bosnia. Los ejércitos de ocupación habían sometido a los civiles a trabajos forzados y habían expulsado a los de la etnia «equivocada». Después de la guerra, en gran parte de Europa la política estuvo marcada por la violencia, con frecuentes asesinatos y combates encarnizados entre los partidos rivales. Y las nuevas ideologías intolerantes y totalitarias del fascismo y del comunismo a la rusa adoptaron la organización y la disciplina de los militares; en el caso de los fascistas, la propia guerra sirvió de fuente de inspiración.

La Gran Guerra marcó un giro en la historia de Europa. Hasta 1914, Europa, pese a todos sus problemas, confiaba en que el mundo se estaba convirtiendo en un lugar mejor y en que la civilización humana estaba avanzando. A partir de 1918, ya no era posible para los europeos semejante fe. Mirando al pasado, hacia su mundo perdido de antes de la guerra, solo podían tener una sensación de pérdida e inutilidad. A finales del verano de 1918, cuando se hizo patente la magnitud de la derrota de Alemania, el conde Harry Kessler regresó a su vieja casa en Weimar, que no pisaba desde hacía años. Aunque Kessler había participado del fervor nacionalista en 1914, hacía ya tiempo que lamentaba que la guerra hubiese comenzado. Su viejo cochero y su perro lo esperaban en la estación de trenes, y lo recibieron como si apenas hubiera estado ausente unos días. Su casa, recordaba Kessler, lo aguardaba inmutable, como la Bella Durmiente:

«Los cuadros impresionistas y neoimpresionistas, las hileras de libros en francés, inglés, italiano, griego y alemán, las figuras de Maillol, sus mujeres un poco demasiado corpulentas, lujuriosas, su bella joven desnuda tras el pequeño Colin, como si fuese todavía 1913, y las muchas personas que estaban aquí y están ahora muertas, desaparecidas, desperdigadas, así como los enemigos, pudieran regresar y reanudar la vida europea. Me parecía un pequeño palacio sacado de Las mil y una noches, lleno de toda clase de tesoros y símbolos y recuerdos medio desvaídos que alguien llegado aquí desde otra época solo pudiera beber a pequeños sorbos. Encontré una dedicatoria de D’Annunzio; cigarrillos persas de Isfahán traídos por Claude Anet; la bombonera del bautizo del hijo menor de Maurice Denis; un programa del ballet ruso de 1911, con fotos de Nijinski; el libro secreto de lord Lovelace, nieto de Byron, acerca de su incesto, que me enviara Julia Ward; libros de Oscar Wilde y Alfred Douglas con una carta de Ross; y —todavía sin abrir— la obra maestra tragicómica de Robert de Montesquiou de los años anteriores a la guerra sobre la bella condesa de Castiglione, a la que él fingía amar póstumamente; el camisón de la condesa yacía en un joyero o cofrecillo de cristal en una de las habitaciones de él. Cuán monstruosamente se encabritó el destino contra esta vida europea —justo contra ella—, tal y como la segunda tragedia más sangrienta de la historia había emergido de los juegos pastoriles y el espíritu de la levedad de Boucher y Voltaire. Todos sabíamos que la época no se encaminaba hacia una paz más sólida, sino hacia la guerra; pero a la vez no lo sabíamos. Era una especie de sensación flotante que, como una pompa de jabón, reventó y desapareció de súbito sin dejar rastro, en cuanto estuvieron a punto las fuerzas infernales que borboteaban en su seno»[7].

Algunos de quienes contribuyeron a llevar a Europa hasta la Gran Guerra no vivieron para ver su conclusión. Moltke no regresó ya de su licencia por motivos de salud para retomar sus funciones como jefe del estado mayor de Alemania. Murió de un infarto en 1916, mientras su sucesor, Falkenhayn, lanzaba una y otra vez al ejército alemán a costosos e inútiles ataques en Verdún. Princip, que había puesto en marcha la cadena fatal de acontecimientos con su asesinato de Francisco Fernando en Sarajevo, fue hallado culpable por un tribunal austrohúngaro, pero no pudo ser ejecutado porque era menor de edad. Murió de tuberculosis en una cárcel austriaca en la primavera de 1918, sin haberse arrepentido de lo que había desatado su acto[8]. El emperador, Francisco José, murió en 1916, legando su tambaleante trono a su joven e inexperto sobrino nieto Carlos, que solo conservó el poder hasta 1918. István Tisza, que finalmente le había dado su aprobación a la decisión del Imperio austrohúngaro de forzar una guerra contra Serbia, fue asesinado delante de su esposa por unos soldados revolucionarios húngaros en 1918. A Rasputín lo mataron en San Petersburgo en 1916 unos aristócratas conspiradores, que esperaban en vano poder salvar el régimen quitándolo del medio. Nicolás abdicó al año siguiente. Él, Alejandra y sus hijos fueron asesinados en Ekaterimburgo por los bolcheviques en la primavera de 1918. Los cadáveres fueron enterrados en una tumba anónima, y allí los descubrieron tras la caída de la Unión Soviética. Los restos se identificaron mediante una prueba de ADN, que incluyó una muestra del duque de Edimburgo, sobrino nieto de Alejandra, y la iglesia ortodoxa rusa ha santificado a los padres y a los hijos.

Algunos ministros de Nicolás fueron más afortunados. Izvolski nunca regresó de París a Rusia, y siguió viviendo en Francia con una reducida pensión del gobierno francés. Sazónov, el ministro de Asuntos Exteriores, fue destituido a principios de 1917. Se unió a las fuerzas antibolcheviques del almirante Kolchak en la guerra civil, y terminó exiliado en Francia, muriendo en Niza en 1927. Sujomlínov fue culpado por los fracasos de Rusia en la guerra, y en 1916 el zar abandonó a su ministro de la Guerra y permitió que fuera juzgado con los cargos de corrupción, negligencia para con los ejércitos de Rusia y espionaje para Alemania y el Imperio austrohúngaro. La corrupción era real, sin duda; pero, de los demás cargos, el gobierno solo pudo presentar pruebas poco convincentes. El nuevo gobierno provisional que asumió el poder a principios de 1917 lo metió en la cárcel junto con su bella esposa Ekaterina, y reanudó el juicio a finales del verano. Ekaterina resultó absuelta, pero Sujomlínov fue sentenciado a cadena perpetua; aunque en mayo de 1918 los bolcheviques, entonces en el poder, lo liberaron dentro de una amnistía general. Escapó de Rusia hacia Finlandia en aquel otoño y llegó a Berlín, donde escribió las casi inevitables memorias y trató de sobrevivir en una pobreza extrema. Ekaterina, que para entonces ya había encontrado un nuevo protector rico, permaneció en Rusia; al parecer los bolcheviques la mataron en 1921. Una mañana de febrero de 1926, la policía de Berlín encontró el cadáver de un anciano en el banco de un parque: Sujomlínov, que había sido uno de los hombres más ricos y poderosos de Rusia, había muerto congelado durante la noche[9].

Al concluir la guerra, Hoyos, el halcón que había ayudado a conseguir el cheque en blanco de Alemania para el Imperio austrohúngaro, contempló brevemente la posibilidad del suicidio, sintiéndose responsable de la guerra y del fin de la monarquía dual; pero se lo pensó mejor y murió apaciblemente en 1937. Berchtold, el canciller, renunció durante las primeras etapas de la guerra, en protesta contra la torpe negativa del emperador y sus colegas de conceder a Italia las partes del territorio austriaco que deseaba en aras de asegurar su neutralidad. Vivió hasta 1942, en una de sus fincas de Hungría, y está enterrado en su castillo de Buchlau, escenario de la fatal entrevista entre su predecesor Aehrenthal e Izvolski, que desencadenó la crisis bosnia de 1908. Conrad, el jefe del estado mayor del Imperio austrohúngaro, que finalmente había obtenido el permiso de Francisco José para casarse con Gina von Reininghaus en 1915, fue destituido por el nuevo emperador en 1917. Tras la guerra, Conrad y Gina vivieron modestamente en las montañas austriacas, y él dedicaba su tiempo a estudiar inglés —su novena lengua—, a dar caminatas con el exrey Fernando de Bulgaria, y a escribir unas voluminosas memorias en cinco tomos, en las que intentaba justificarse. (En la década de 1920 saldrían a la luz un torrente de memorias similares, pues los personajes clave intentaban exculparse a ellos mismos de la guerra y culpar a los otros). Conrad murió en 1925, y el gobierno de la nueva república de Austria le concedió un funeral de estado. Gina vivió para ver a Austria absorbida por el Tercer Reich alemán, y los nazis la trataron siempre con gran deferencia. Murió en 1961.

Asquith fue cada vez más criticado por su displicente manejo del esfuerzo bélico, y se vio obligado a renunciar a finales de 1916. Su sucesor fue Lloyd George, que, a pesar de su antipatía por la guerra, demostró ser un líder fuerte para tal circunstancia. La rivalidad entre estos dos hombres dividió al partido liberal, que nunca ha vuelto a recuperar su antigua fuerza. Grey, que estaba casi ciego, pasó también a la oposición, pero accedió a ser embajador británico ante Estados Unidos al terminar la guerra. En sus memorias, siguió negando haber hecho jamás compromiso alguno con Francia. Poco antes de morir publicó un libro sobre el encanto de las aves. Sir Henry Wilson, que tanto hiciera por estrechar las relaciones entre Gran Bretaña y Francia, terminó la guerra como mariscal de campo. En 1922 fue nombrado asesor de seguridad del gobierno de Irlanda del Norte, que continuó siendo parte del Reino Unido cuando el sur se independizó. Fue asesinado poco después por dos nacionalistas irlandeses en las escaleras de su casa de Londres.

Poincaré continuó en su cargo durante toda la guerra y llegó a presidir la victoria de Francia y la recuperación de Alsacia y Lorena. Su mandato como presidente expiró en 1920, pero regresó dos veces como primer ministro en la década de 1920. Se retiró a causa de su mala salud en el verano de 1929, pero vivió para ver a Hitler y a los nazis tomar el poder en 1933, muriendo al año siguiente. Dreyfus peleó como voluntario durante toda la guerra en el ejército que lo había deshonrado; murió en 1935, y su cortejo fúnebre atravesó la plaza de la Concordia por entre las tropas en formación.

En Alemania, Bethmann fue forzado a dimitir en el verano de 1917 por el dúo Hindenburg y Ludendorff, cuando intentó oponerse a que estos prosiguieran con los ilimitados ataques submarinos contra transportes mercantes y con sus planes expansionistas. Bethmann se retiró a su amada finca de Hohenfinow y pasó allí los pocos años que le quedaban de vida, intentando justificar sus políticas y negando que Alemania hubiese tenido responsabilidad alguna en la guerra. Murió en 1920 a los sesenta y cuatro años. Su rival por la atención del káiser, Tirpitz, participó como político de la derecha tras la guerra, y mantuvo hasta su muerte en 1930 que su política naval había sido acertada, culpando a todos los demás, desde el káiser hasta el ejército, de la derrota de Alemania.

Guillermo sobrevivió durante años, grandilocuente, mandón y farisaico hasta el final. Durante la guerra se había convertido en «la sombra del káiser»; sus generales lo hacían todo en su nombre, pero en realidad no le prestaban ninguna atención. Guillermo se estableció en la pequeña ciudad belga de Spa, tras las líneas del frente occidental, y se pasaba los días en una rutina de paseos mañaneros en coche, un par de horas de trabajo (que consistían principalmente en otorgar condecoraciones y enviar telegramas de felicitación a sus oficiales), visitas a hospitales, excursiones a lugares de interés y caminatas por las tardes; luego cenaba con sus generales y se acostaba a las once. Le gustaba acercarse al frente para oír los disparos, y decir con orgullo en Spa que había estado en la guerra. Al igual que Hitler en una guerra posterior, gustaba de soñar con lo que haría una vez terminado el conflicto. Guillermo estaba lleno de planes para alentar las carreras de automóviles y reformar la sociedad de Berlín. Ya no habría más fiestas en los hoteles; toda la aristocracia tendría que construirse sus propios palacios[10]. A medida que avanzaba la guerra, su personal notó que Guillermo parecía envejecido y se deprimía con facilidad. Optaron por evitar darle las noticias, que eran cada vez peores[11].

Cuando la derrota de Alemania se hizo evidente en el otoño de 1918, los militares planearon que su káiser muriera heroicamente en una última carga en el campo de batalla. Guillermo no quiso saber nada de esto y siguió esperando, en vano, poder conservar su trono. Ante el deterioro de la situación en Alemania, lo convencieron finalmente el 9 de noviembre de que se fuera a Holanda en un tren especial, y ese mismo día Alemania se convirtió en una república. Al llegar a la finca del aristócrata holandés que había accedido a acogerlo, la primera petición de Guillermo fue «una buena taza de auténtico té inglés»[12]. Pese a las presiones de los aliados, los holandeses se negaron a extraditarlo, y vivió hasta el fin de sus días en un palacete de Doorn. Se mantuvo activo cortando árboles —veinte mil hacia el final de la década de 1920—; escribiendo sus memorias, que, como era de esperar, no mostraron remordimiento alguno por la guerra ni por las políticas que condujeron a ella; leyendo largos fragmentos de P. G. Wodehouse a su personal; despotricando contra la república de Weimar, los socialistas y los judíos; y culpando al pueblo alemán por haberlo decepcionado aun cuando seguía esperando que algún día le pidiese que regresara. Tomó nota del ascenso de Hitler con sentimientos encontrados; le parecía vulgar y plebeyo, pero estaba de acuerdo con muchas de sus ideas, sobre todo con las que implicaban restaurar la grandeza de Alemania. Pero advirtió: «Eso acabará con él, como acabó conmigo»[13]. Guillermo recibió encantado las noticias del comienzo de la Segunda Guerra Mundial y la sucesión inicial de victorias alemanas. Murió el 4 de junio de 1941, a menos de tres semanas de que Hitler invadiera Rusia, y está enterrado en Doorn[14].

¿Fue Guillermo el culpable de la Gran Guerra? ¿Fue Tirpitz? ¿Grey? ¿Moltke? ¿Berchtold? ¿Poincaré? ¿O no hubo un culpable? ¿Hemos de volvernos más bien hacia las instituciones y las ideas? ¿Estados mayores demasiado poderosos, gobiernos absolutistas, darwinismo social, culto a la ofensiva, nacionalismo? Una vez más, las preguntas son tantas como las respuestas. Acaso a lo más que podamos aspirar sea a entender lo mejor posible a aquellos individuos que debieron decidir entre la guerra y la paz, así como sus fuerzas y sus debilidades, sus amores, sus odios, sus prejuicios. Para ello tenemos también que entender su mundo, los supuestos de la época. Hemos de recordar, como lo hicieron estos líderes, lo que había sucedido antes de la última crisis de 1914 y las lecciones que se sacaron de las crisis marroquíes, de la de Bosnia, o de los sucesos de las primeras guerras balcánicas. El propio éxito de Europa al haber sobrevivido a esas crisis anteriores condujo paradójicamente a la peligrosa seguridad, en el verano de 1914, de que una vez más surgirían soluciones en el último momento y se lograría preservar la paz. Y si quisiéramos señalar culpas desde nuestra perspectiva del siglo XXI, podríamos acusar de dos cosas a quienes llevaron a Europa a la guerra. Primero, de falta de imaginación para ver cuán destructivo sería un conflicto semejante; y segundo, de falta de valor para enfrentarse a quienes decían que no quedaba otra opción que ir a la guerra. Siempre hay otras opciones.