XVIII

12,05 de la noche

El viejo 850 deja atrás Sarria, el Pie del Funicular, y la curva en U desde donde se distingue la inmensidad agobiante de la Barcelona nocturna, y aminora la marcha.

Se trata sólo de una corazonada, pero Correa tiene fe ciega en ella. No dispone de otra pista. Según la declaración de Manuel Maristany, el del reloj Baume-Mercier de dos esferas, el navajero los obligó a ir a la carretera de Vallvidrera, a un desvío que hay a la derecha sobre el kilómetro 5. El mismo sitio donde Salvador Gallego detuvo al Migue el 19 de julio de 1971. Siempre el mismo punto de referencia, el centro de la violencia.

El hombre aparece en mitad de la carretera, dando trompicones y braceando como si anduviera a tientas. Tiene la cara cubierta de sangre, sangre que, a la luz del coche, es negra. Le flaquean las piernas, que parecen arquearse en todas direcciones, como si el hombre avanzara sobre un par de muelles. Su cuerpo se mueve arriba y abajo, cojea. Correa tiene que clavar el freno para no atropellarlo, y el hombre se desploma sobre el capó, exhausto. Se abraza al policía cuando éste trata de incorporarlo con cuidado. Su respiración agitada, es un continuo ronquido angustioso, sus ojos miran, pero no ven, manotea torpemente buscando una caricia, una caricia que traía de hacer, o que quiere que le hagan. El estertor que sale de sus pulmones es el de un moribundo. Correa le grita a la Nena:

—¡Quítate de ahí! ¡Bájate, coño!

El hombre le pone las manos ensangrentadas en las mejillas y los dedos de su mano derecha se tuercen hacia atrás. El hombre trata de decir algo, pero ronca, sólo ronca y ronca en una respiración que conmueve todo aquel cuerpo en un temblor irreprimible. Farfulla y escupe sangre y sus ojos miran extraviados y, como cubiertos de polvo, manifiestan un total desconsuelo. Mueve la cabeza diciendo que no, que no, que no, y está a punto de caerse de espaldas.

—¡Ayúdame con él, por Dios! —grita Correa a la Nena que está de pie, quieta, sus ojos brillantes. Y al hombre—: Tranquilo, tranquilo… Ahora le atenderán, ahora lo verá un médico…

—Ah… —hace el otro—. ¡Ah…!

Y jadea como un fuelle, inflando y desinflando el pecho, roncando, y separa, la mano izquierda que tenía contra la mejilla de Correa y le muestra, poniéndolo muy cerca, muy cerca, un jirón de carne sanguinolenta que sostiene entre los dedos. Roncando. Roncando sin parar.

Correa aparta la cara violentamente, como si temiera que el otro quería hacérselo comer. Aspira aire por la nariz para evitar la náusea, el vómito que llena la boca, el vahído, el sudor frío. Da un manotazo a la mano del hombre y el pene y el testículo van a parar al centro de la carretera.

—¡Ayúdame, coño! —suplica.

La Nena se acerca al hombre por detrás, lo sujeta. Y, de repente, el hombre interrumpe un ronquido, da un respingo, fija sus ojos muy abiertos en los del inspector y, por su expresión, parece que va a llorar. Y los ojos pierden vida, y el cuerpo pierde apoyo, se convierte en una marioneta entre los brazos de Correa.

El inspector aprieta los labios, mareado y confuso. Irritado, apenado y frustrado. En su cerebro se repite, como una maldición, una sola palabra, una sola idea. «Dios, Dios, Dios, Dios…».

La Nena tiene una navaja en la mano. La navaja que el Migue se dejó en el piso, sobre el camastro, cuando se fue. El filo está ensangrentado. Los ojos de la Nena destellan ilusionados. La Nena sonríe inocentemente, como si acabara de hacer una travesura.