4 de la madrugada
El piso sólo está iluminado por la luz que entra de la calle. Las sombras son largas y se encaraman en el techo. Brillan los ojos y la pistola. Se abre la puerta y Miguel, sobresaltado, está a punto de apretar el gatillo. Siempre está a punto de apretar el gatillo. Ésa es otra de sus obsesiones. Un día, cuando entre la Nena, disparará, y la matará, y los vecinos llamarán a la policía y todo su plan se vendrá abajo.
La Nena, en el umbral, lo mira con sus ojos tiernos. Una vez más, se compadece de esa especie de piltrafa derrumbada sobre un camastro adosado a un balcón. La Nena no sabe que están a punto de morir cada vez que entra en el piso. Miguel nunca disparará sobre ella. ¿Qué haría Miguel sin ella?
En cuanto la ve, él da media vuelta y se encara con el trozo de cartón que sustituye al cristal. La Nena camina entre los tebeos que están esparcidos por el suelo polvoriento. Hipo, Monita y Fifí, Juan Centella, El Capitán Trueno, Florita, Aventuras del FBI. El primer día estaban amontonados en un rincón, en paquetes perfectamente ordenados. Al segundo día, ya los vio así, como si Miguel los hubiera estado lanzando contra el techo y las paredes.
La casa huele mal, muy mal, y la Nena siempre cierra la puerta del water antes de hacer nada más. No protesta, no censura, nunca dice nada, pero cada vez odia más aquella pocilga. En un rincón, montones de latas y botellas de Veterano vacías.
—¿Quieres que cene contigo? —pregunta tímidamente.
—Hoy… —Miguel se aclara la garganta. La soledad le llena de telarañas la boca—. ¿Hoy no traes nada tampoco?
—¿Cómo nada? Traigo lentejas, rosbif y…
—¡Nada de dinero, digo! ¡De dinero! —Son gritos susurrados y parecen el peligroso siseo de una serpiente—. Que hace mil días que no traes nada de dinero, coño… Qué coño de lentejas ni mierdas… Dinero, digo.
—Pero si tienes dinero de sobras… —Sobre una desvencijada mesa de comedor, se ve la sombra de varios montones de billetes.
—¿Ya no haces de puta? Silencio. Respiraciones agitadas.
—¿Te abro las latas?
—¿Ya no haces de puta? Un suspiro.
—No, no hago de puta. ¿Para qué quieres que haga de puta? ¿Para qué quieres más dinero?
—Esos cerdos maricones se llevaron mi dinero. Me dieron sólo un millón y ellos se llevaron ocho. ¿Sabes a cuánto tocan por cabeza? A más de dos millones y medio. Ayer… no sé cuándo… hice el cálculo. A más de dos millones y medio. Y, para mí, sólo uno.
Arrodillada en el suelo, la Nena abre las latas.
—¿Has vuelto al Palmer? ¿A bailar con el maricón?
La Nena hunde la cuchara (sucia de días, no se puede limpiar, que los vecinos oirán cómo corre el agua) en el bote de lentejas. Se pone en pie y camina hasta el camastro, hasta Miguel. No contesta hasta que él se vuelve a mirarla.
—Sí, he vuelto al Palmer, por eso he venido a estas horas.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro.
—¿Ya? ¿Las cuatro? —Miguel empieza a comer sin apetito—. Éste mediodía, la poli ha ido a la pensión. Los he visto. Ése mierda del Gallego se ha acojonado, ni siquiera me busca. Antes, era un tío con huevos, pero ahora es un mierda. ¿No viste la cara que tiene? Es un mierda. ¿Sabes lo que ha pasado? Que él lo ha descubierto todo y, en lugar de venir a buscarme como un hombre, ha ido a la poli y se lo ha contado todo. Y por eso vienen ellos, y él no. ¿Tú no comes?
—No, Miguel. Yo me voy.
En los ojos de la Nena hay una extraña expresión, mezcla de determinación y de miedo y, joder, ha dicho «Me voy» en un tono que cualquiera pensaría que… Tiemblan la lata y la cuchara en manos de Miguel y está a punto de tirarlas contra la pared, pero cuidado, que los vecinos podrían oír el ruido… Así que, mientras la Nena va a buscar su bolso, deja las lentejas a un lado, sobre la cama, con mucho cuidado.
—No. No te vas. Come.
Ella se vuelve hacia él y en sus ojos brillantes sólo hay miedo. Miguel se ha levantado y tiene la pistola en la mano.
—¿Quién te espera?
—Nadie me espera.
—Y, si te esperan, ya se cansarán. Tú no te vas. Come porque te quedas a vivir aquí, conmigo.
—No, Miguel —dice ella, sin firmeza—. No me voy. No me gusta este piso, no me gusta todo esto…
Miguel da una zancada, la agarra del pelo y tira de su cabeza hacia atrás. Y coloca el cañón de la pistola contra su cuello.
—No grites…
—No dispararás… Los vecinos…
—Te rajo. Como grites, te rajo.
Empuja a la Nena violentamente sin soltar los pelos negros y pringosos de laca barata, como los de la rubia del Alfa-Romeo, aquella voz… Caen los dos de bruces sobre el camastro, y suelta la pistola, y la navaja hace crac y cabrillea en su mano. Y se apoya en el cuello sin arrugas, cuello hermoso y tierno, como el de la rubia, aquella vez…
—Te rajo —susurra.
Ella respira acompasadamente, boca abajo, aprisionada por una de sus rodillas mugrientas.
—Me quiero ir —balbucea en un sollozo.
—No puede ser… —murmura tiernamente Miguel, como se habla a un niño, como se había a un ser querido y muy inocente, y también su voz se estrangula en un gimoteo—. La policía ha hablado con la dueña de la pensión, y ella habrá hablado de ti, y te encontrarán… Y luego me encontrarán a mí…
—No quiero estar aquí cuando vengan, Miguel…
—¡Pues yo sí quiero que estés!
Los dos se tragan las lágrimas a la vez. Ella no ha tratado de oponer resistencia, no ha forcejeado, ni ha gritado. Y podría haberlo hecho, porque ella sabe que Miguel nunca sería capaz de rajarla. La quiere. Quizá por esto siga con él, porque la quiere.
—Está bien, me quedo.
Miguel se levanta, la suelta, lentamente. Esconde el filo de la navaja y mira a través de los sucios cristales del balcón.
—¿Por qué? —dice, en un suspiro—. ¿Por qué te quedas? ¿Por qué haces todo esto por mí? Si soy un desgraciado. Nena.
Ella se ha sentado en el camastro y se alisa el vestido.
—Porque me da la gana —balbucea.
1 del mediodía
Salvador Gallego Perca sabe que sólo tiene que esperar. También él está mirando por un balcón. Pero no ve sólo la fachada gris y antigua de la casa de enfrente, sino toda una ciudad. Una inmensa ciudad que esconde a su Enemigo. Salvador captó el mensaje al encontrarse con el Enemigo, pistola en mano y vestido de obrero, al salir del furgón. Y, cuando vio que el Enemigo no disparaba, sintió una especie de alegría infantil. Le pareció resucitar a la vida del peligro después de años de muerte rutinaria. Por tu culpa me echaron del Cuerpo. Por mi culpa, tú te mamaste cuatro años de cárcel. Cada uno de nosotros tiene una cuenta pendiente con el otro. Y tú, mi Enemigo, has venido a buscarme. Bueno. Aquí estoy, impaciente.
Desde aquella primera noche (¿cuántos años hace?, ¿siete?, ¿ocho?). Salvador supo que aquel chico era peligroso. Por eso, le provocó hasta las últimas consecuencias. Y, ahora, la aparición del Enemigo, le hace rejuvenecer. ¿Lo ves. Salvador, ves cómo no todo estaba perdido? Desde que volvió a verle, Salvador siente que una especie de efervescencia le llena el pecho y en su bajovientre se ha instalado un cosquillo que no experimentaba desde que dejó el cargo de inspector. Eso era lo que echaba en falta: ese cosquilleo del peligro. Ésa carencia es la culpable de que hayas echado tripa y de que se te hayan puesto esos ojos de besugo. Ahora, Salvador no necesita mirarse al espejo para saber que sus ojos vuelven a tener el brillo de antes, ese brillo que tanto gustaba a las mujeres y que tanto te gustaba a ti. Salvador sabe que sólo tiene que esperar.
Cuando uno emprende una investigación partiendo de cero, tiene que echar los anzuelos que estén en su mano, y esperar. Y si en esos anzuelos no pica ningún pez, no importa. El Enemigo quiere que se encuentren y acabarán por encontrarse. Para entonces. Salvador quiere estar en forma, relajado, tranquilo y seguro de sus fuerzas.
El otro día, sonrió al descubrir que la policía le estaba vigilando. Ése R-5, abajo, y el chico que se pasea continuamente, sin hacer nada, nervioso y aburrido. Criaturas… ¿Con quién creéis que estáis tratando?
Suena el teléfono y Salvador contesta con una rapidez sorprendente, adelantándose a Pilar.
—¡Diga! —grita, con la energía que gastaba en sus interrogatorios.
—¿Señor Gallego? Soy Benítez… El del colmado…
—¿Qué hay?
—¿Se acuerda que el otro día me preguntó por el Marujo, que yo le dije que estaba en cosas de drogas y que y no sabía dónde vivía?
—Sí, ¿qué hay? ¿Dónde está?
—Huy, eso no lo sabe nadie. Le llamaba para decirle que ayer fueron a por él los de la brigadilla, con un despliegue de mucho cuidao. Se ve que lo buscan por algo muy serio.
—¿Y qué pasó?
—Que el Marujo escurrió el bulto.
—Poco es por las cinco mil pelas que te di, Benítez.
—Sí, pero qué quiere. Yo he pensado que, como suele ir al bar del Chava, pues he pensado que, a lo mejor…
—¿Y dónde tiene el bar el Chava?
—Ah, eso sí que lo sé. Se llama bar Julio y está en la calle Cortinas, cerca del Borne.
—Gracias.
—¿Quién era? ¿Quién era? —dice Pilar, asustadísima.
—A ti qué te importa.
Se mete en el dormitorio, coge la Llama modelo XV de calibre 22 y la mete entré el cinturón y la camisa, atrás, sobre los riñones. Como antes. Los nudillos de hierro en el bolsillo lateral de la chaqueta…
—¡Salvador! —grita Pilar desde el comedor—. ¡Salvador! ¿Qué estás haciendo?
… Y unas cuantas hojas de afeitar, sueltas, en el otro bolsillo. Por fin, por fin, por fin, como antes.
Atraviesa el comedor como una exhalación, ignorando la histeria de Pilar, Pilar ya no existe, es un fantasma, y sale de la casa dando un portazo.
Le resulta tremendamente fácil despistar al policía de abajo. Basta con salir del parking a toda velocidad y enfilar la calle Borrel hacia arriba, contra dirección, esquivando hábilmente a un par de coches que bajaban.
El inspector Lallana, pillado por sorpresa, corre al R-5, monta en él, le da a la llave del contacto y, después de iniciar una maniobra, le da un puñetazo al salpicadero, como si él tuviera la culpa de todo.
2,30 de la tarde
En el bar Julio, de la calle Cortinas, hay poca gente. Es el primer día de un fin de semana que se anuncia radiante, con un sol y un calor que no hay quien lo soporte, y la mayoría de los parroquianos se han ido al campo, o la playa. Cuatro con boina que juegan a la manilla en esta mesa, un matrimonio anciano que come tranquilamente en la mesa de más allá, los ojos fijos en la comida, sin nada que decirse, y un par de tíos en la barra, mal afeitados y con ganas de juerga triste. Detrás del mostrador, una mujer que no está mal, con ojos de gata y labios como para ser mordidos, friega vasos. Los dos con ganas de juerga triste la desnudan con la mirada mientras hablan de que dos carajillos están bien, y tres ya son demasiados.
—¿Está el Chava? —pregunta Salvador.
Todos lo miran. Incluso el matrimonio anciano. Y el Chava asoma su cabeza por detrás de unas caja de cerveza del fondo, donde debe estar arrodillado. Salvador se dirige a él resueltamente. Cuando llega a su lado, el otro ya está en pie, se le ha encogido el corazón y se le ha secado la boca. Parpadea desconcertado. Salvador está cansado de ver miradas como aquélla, miradas que tratan de aparentar inocencia. Saca la pistola y, ocultándola con su cuerpo a las miradas de los clientes, encañona al Chava.
—Se te ha muerto un pariente —dice, en voz baja—, y tienes que cerrar el bar. Ahora, en seguida, o te vuelo los cojones.
El Chava respira agitadamente, el pecho le sube y le baja como si se estuviera ahogando, o como si tratara de demostrar que no es tan mierda como parece. Y su mirada deja de fingir inocencia y es la mirada de la rata que piensa cómo esquivar al gato. Mirada peligrosa. Salvador quita el seguro a la pistola haciendo lo posible por qué el otro se dé cuenta.
—¿Qué te crees? ¿Qué no? ¿Qué no tengo huevos?
El Chava adopta un falso aire de naturalidad. Desvía la vista y se dirige al mostrador.
—¡Señores, por favor! —dice—. Lo siento, pero tengo que cerrar… —Empuja suavemente a los de la triste alegría, se inclina hacia el matrimonio anciano—. Lo siento, pero se está muriendo mi madre… Tengo que cerrar.
Detrás de la barra, a la chica de ojos de gata se le rompe un vaso.
—¡Tú también, Carmina! ¡Espérame fuera! —El Chava empieza a perder la paciencia y todos saben ya que allí pasa algo raro.
—¿Cómo se va a ir también Carmina? —se aproxima Salvador, en tono de pariente condolido, las manos en los bolsillos de la chaqueta, cuidado, Chava, te apunto con la pistola—. Ésta es una desgracia familiar… Quiero hablar con los dos…
Son cosas que sólo pasan en el cine. Entra el sheriff y provoca la desbandada en el salón. Pero Salvador está acostumbrado a estas escenas. No es la primera vez que organiza algo parecido. La única diferencia es que antes le bastaba mostrar la placa al mismo tiempo que la pistola. Ahora, se siente como quien hace un farol en el póquer. Pero el farol está saliendo bien. Todos tiran sus cartas. Los de la pandilla ya han salido, el matrimonio corre a la puerta sin rechistar, los de la juerga triste salen detrás. El único que aguanta la apuesta, porque no le queda más remedio, es el Chava. Y la tal Carmina, a la de los ojos de gato.
El Marujo, arriba, suda tinta. Algo está pasando.
—Ahora, baja la persiana, que tenemos que hablar —dice Salvador.
El Marujo no puede oír sus palabras, pero sí el ruido de la persiana al cerrarse. Con el corazón en la garganta, los dedos engarfiados en un reflejo nervioso, mira alrededor buscando una escapatoria. Un par de ventanas dan a la fachada del bar, pero no le sirven. A quien sea le sería muy fácil levantar la persiana metálica y lanzarse tras él. ¿Cuántos serán? Porque es evidente quiénes son: la policía. La policía que lo busca. ¿Pero cuántos? ¿Dos? ¿Uno que subirá y el otro que se queda abajo vigilando?
El Marujo se mete en el dormitorio del Chava y Carmina. Sobre el armario, un ventanuco deja pasar una luz muy turbia. Da a la parte de atrás, a un patio. El Marujo no lo duda. Salta de la cama a lo alto del armario. Cuando a uno lo acosa la poli, eso resulta más fácil de lo que parece.
Salvador ha sacado la pistola a la luz y a Carmina se le ha encogido el estómago. El Chava aguanta el tipo.
—Ahora, enséñame dónde vives, Chava. Quiero ver todos los rincones.
—No eres policía, Gallego.
—Pero tengo la pipa. ¡Pasa o te reviento!
—¿Qué quieres de mí, Gallego? Estoy limpio. Conozco al comisario del distrito, y algunos inspectores…
—¡Pasa o te reviento! —grita Salvador.
Encajonado entre el armario y el techo, forcejeando con el pestillo del ventanuco que hace años que no se abre, el Marujo ha oído el grito. Para él, es un grito típico de policía, no ha reconocido la voz, pero basta para que salga pitando de esta ratonera. Se caga en todos los dioses y objetos sagrados que conoce hasta que salta el pestilo. Entonces, empuja la hoja basculante de la ventana, pasa por ella la cabeza y los hombros y comprueba que ha caído en la trampa. El ventanuco da al patio interior del bar.
El Chava delante. Carmina luego y Salvador detrás, avanzan hacia el fondo del establecimiento. A partir de la mitad, las cajas de cervezas forman como una barrera de la que no suelen pasar los clientes. Hay un par de mesas, una puerta a la izquierda…
—¡Abre esa puerta! —ladra Salvador.
Carmina la abre. Es la cocina. Con movimientos de experto, el expolicía echa una ojeada al interior. No hay nadie.
—Vamos.
Siguen. Al fondo, a la izquierda, se abre una escalera ascendente. Debajo de ella, una doble puerta con cristales.
—¡Abre!
Como era de esperar, da a un patio interior. Las cajas que se amontonan allí a diferencia de las otras, son de madera y se diría que nadie las ha tocado hace años. Sifones olvidados por todo el mundo.
—¡Salid!
Salen. Es un reducto ínfimo, sin techo, donde reposan, entre telarañas y suciedad milenaria, un lavadero, otra puerta, y cajas, y cajas, y cajas. El Chava ya no necesita otra orden para abrir esa puerta. Es un water. El más sucio y asqueroso que Salvador haya visto en su vida. Una vaharada nauseabunda llega hasta ellos. Y, más allá, la tapia que cierra el local. Salvador retrocede. No quiere exponerse a una reacción del Chava pasando demasiado cerca de él. Es evidente que nadie ha podido salir a ese patio si la puerta estaba cerrada por dentro. Así que retrocede hasta la empinada escalera ascendente.
—¿Qué quiere? —cuchichea Carmina.
—Déjalo. Es el Gallego —sisea el Chava—. Ya se cansará.
Pero eso es teatro. Lo hacen para que él lo oiga. Sabe que le ocultan algo.
—¡Arriba! —ordena.
Primero pasa el Chava. Luego, Carmina. Las escaleras son casi verticales. Cuando Salvador sube tras ellos, el culo de Carmina queda a la altura de sus narices. Mete la pistola por debajo de la bata gris y encaja el cañón entre las nalgas.
—¡Le he metido a tu mujer la pistola por el culo, Chava! —grita—. ¡Cómo intentes nada, disparo!
—¡Cagüenlamar, Gallego, dime qué buscas, dime qué quieres, Gallego, y haré lo que sea…! —estalla de repente el Chava.
Eso ha sido un aviso. Salvador sabe cómo las gastan estos mierdas. Esto ha sido un aviso.
Y el Marujo lo ha oído perfectamente. ¡El Gallego! Lo ha calculado todo y espera que le salga bien. Descuelga las piernas por el ventanuco y se queda colgado por las axilas. Tantea con los pies en busca de la tapia de separación entre el patio del bar y la tienda adyacente. Da con la tapia y se afianza en ella. Ahora, viene lo difícil. Soltarse de la ventana. Como pierdas el equilibrio, Marujo, estás perdido.
Salvador y sus dos prisioneros han llegado a una amplia sala que antiguamente fue comedor. Ahora, como el resto del lugar, parece convertida en una mezcla de almacén y cuarto trastero. Evidentemente, el Chava y Carmina comen abajo, en el bar, y no saben qué hacer de este reducto. Todo está cubierto de polvo. La vitrina, la mesa, el bufet y todo lo que se amontona sin orden ni concierto sobre ellos. Cajones de cerveza, una lámpara, un perchero, una bicicleta oxidada, un tubo de cristal roto donde se lee «Sidral»… Las ventanas que dan a la fachada del bar, están cerradas. El suelo es de madera. Salvador mira en torno suyo.
—¿Qué buscas, Gallego? —dice el Chava—. Dime lo que buscas…
—Busco al Marujo, y busco al Migue. Y te busco a ti… —detrás de él, una puerta—. Abre eso y dile al Marujo que salga.
El Chava abre la puerta y se hace a un lado para que se vea bien claro que el dormitorio está vacío. Él ha sido el primer sorprendido al descubrir que el Marujo no estaba allí, pero disimula. Salvador, en cambio, nota el aire fresco en la cara, levanta la vista, ve el ventanuco abierto sobre el armario y lo entiende todo. Clava la pistola en el estómago del Chava, éste lanza un grito y Carmina otro grito más agudo. Agarra al Chava de los pelos, lo incorpora de un tirón, lo empuja contra la puerta que hace un ruido espantoso y le clava la rodilla en la entrepierna. Como si acabara de recordar algo sin importancia, se vuelve hacia Carmina, que lo mira horrorizada, y murmura:
—Y tú quieta, ¿eh? Quieta o te quedas sin macarrón…
Y sigue como si aquello hubiera sido un molesto inciso inevitable. El Chava empezaba a decir algo así como «Pero, Gallego, dime…» cuando recibe la pistola en la nariz. La pistola le cruza la cara dos veces más y la sangre que brota ya es escandalosa.
—¿Dónde está el Marujo? —el ladrido suena como un latigazo.
—No sé… —balbucea el Chava.
—¿Dónde está el Migue? —en el mismo tono.
—No sé…
—¿Tú sabes lo que le hice al Migue? —El cañón de la Llama golpea suavemente contra los dientes del Chava. Lo que sube desde las encías es una promesa de dolor mortal—. ¿Tú sabes que le arranqué todos los dientes a culatazos? ¿Sabes que ahora lleva dentadura postiza?
Da un tirón al pelo y el Chava, trastabillando, va a parar al suelo, haciendo mucho ruido sobre los tablones de madera. Allí, se lleva las manos a la entrepierna y se retuerce. Salvador le envía un par de puntapiés a los riñones, y el otro gime con un alarido ahogado.
—Ahora ya sabes lo que busco, Chava —dice Salvador, cargadísimo de paciencia—. No me hagas repetir las preguntas porque me pongo nervioso…
—No sé… —repite el Chava, llorando—, no sé…
La pierna de Salvador va hacia atrás y la punta del zapato chuta la cabeza del Chava con furia. La cabeza gira, el cuerpo gira, y el Chava queda de cara a la pared con los morros pegados al zócalo desconchado, y muy quieto.
Carmina llora en silencio. Se muerde los puños hasta desollarlos.
—Desnúdate —dice Salvador, con un suspiro de resignación.
—No… —gime el Chava, con la cara contra el rincón. Así que no ha perdido el sentido, ni está muerto.
La mano izquierda de Salvador se mueve como un relámpago. La bofetada suena como un aplauso y Carmina va a parar contra la mesa de comedor, y cae la bicicleta al suelo con un ruido tremendo.
—¡Qué te desnudes, joder, ¿no me has oído?!
—No, no, no… —gime el Chava.
—¡Calla, tú! —otra patada en los riñones, otro gemido ahogado, de nuevo se retuerce la víctima en el suelo. Y Salvador a Carmina—: Que te desnudes…
Lo más horrible es ese tono de voz de suprema paciencia, como si tratara de explicar algo muy sencillo y su auditorio no lo entendiera y tuviera que recurrir a estos métodos desagradables contra su voluntad, para hacerse comprender.
Camina se quita la bata. Lleva sujetador negro, de ésos que dejan ver mucho por arriba y que apenas aprisionan los Pezones. Sostén de puta, piensa Salvador. Las bragas son lilas, muy pequeñas y están deshilachadas.
—Bueeeeeeno… Ahora, el sostén… ¡El sostén!
—No, no, no, no… —llora el Chava.
Los pechos de Carmina caen un poco, pero aún están apetitosos. A Salvador le gustan los pezones muy negros y muy grandes, y a la vista de aquéllos se excita. —Y, ahora, las bragas— sonríe.
Y Carmina se quita las bragas. Bueno, no está del todo mal, la tía, tiene un polvo. Y así, tan asustada, resulta aún más atractiva.
La pistola de Gallego sale proyectada contra la cara de Carmina. Lástima de cara, dicen los ojos del Gallego, pero no me queda más remedio. Y la tía grita y cae abierta de piernas, y el Gallego se pone de rodillas sobre aquellas piernas y apunta la pistola directamente al sexo de la chica. Un sexo velludo que nadie ha afeitado nunca. Algo bonito de verdad.
—¡No! —chilla ella.
—Ahora verás, Chava… —vuelve a suspirar el Gallego, como si le obligaran, como si él no quisiera hacer esas colas—. Le voy a meter la pipa a la Carmina por el coño y, mientras ella disfruta, tú me lo vas contando todo, ¿vale?
—¡No, no, no! —chilla Carmina, horrorizada, paralizada.
—¡Noooooo…! —El Chava da un salto grotesco. No puede moverse, aún le duelen los testículos. Se viene sobre Salvador, y éste mueve la mano de la pistola como si fuera el aspa de un molino, y el Chava sale disparado de cabeza contra la bicicleta, con un estruendo que parece ser eterno.
Pero el Chava aún respira. Se le podría oír desde la acera de enfrente.
—¡Díselo, Sebas, díselo, díselo que tú lo sabes…!
—El Migue… —jadea el Chava imperceptiblemente.
—¡Más fuerte! —reclama Salvador, como si estuviera en el teatro.
—¡El Migue…! —intenta levantar la voz el Chava, pero amorrado como está a la bicicleta, y en tan difícil postura, y en su estado, sólo le sale un ronquido—. El Migue está en una pensión… pensión Miami, dijo…
—¿Quién te lo ha dicho?
—¡La Nena, que vive con él!
—¿Qué Nena?
—¡La Nena, no sé cómo se llama! ¡La que baila en el Palmer! ¡Es todo lo que sé!
—¿Lo veis? —Salvador se incorpora, muy cansado, lamentando que le hayan obligado a llegar a esos extremos—. ¿Lo veis…?
Una vez en pie, se dirige al Chava, lo coge por la ropa, y tira de él hasta derribarlo de nuevo al suelo. La bicicleta vuelve a hacer ruido, trasto de mierda. Como si no pudiera aguantarse más, como si le flaquearan las piernas, Salvador se deja caer de rodillas sobre el tórax del chico. Por el camino, baja diciendo:
—Sólo espero que no me hayas… ¡Mentido!
—¡Ah!
Se levanta de nuevo, suspira, echa una última ojeada a Carmina, una ojeada que quiere ser un piropo, y baja las escaleras pisando fuerte. Le oyen atravesar el bar, levantar de un tirón la cortina metálica, una pausa, y la vuelve a bajar.
—Me ha matado. Carmina, me ha matado… —ronca el Chava, en un estertor—. Llama a un médico, Carmina, me ha matado, Carmina…
Carmina da un brinco hacia el bufet, abre un cajón y saca un puñado de joyas.
—¡Por esto! —grita. Los collares se le enredan en los dedos, trata de encontrar lo que busca. Un reloj de oro puro, Baume-Mercier, con dos esferas—. ¡Por esta mierda! ¡Por esta mierda! —Lanza el reloj a la cabeza del Chava, lo tira con rabia, como para hacerle más daño aún—. ¡Por esta mierda de reloj! ¿Es que no lo entiendes, imbécil? ¡Esto es culpa de Miguel! ¿Es que no lo entiendes, imbécil?
Y sigue repitiendo «Es que no lo entiendes» hasta que la interrumpe el llanto.
1,45 de la tarde
Con los brazos en cruz, como un funámbulo de circo, el Marujo ha dado tres zancadas sobre la tapia y, al llegar al ángulo en T que esta tapia forma con otra perpendicular, incapaz de mantener el equilibrio por más tiempo, ha saltado a ciegas. Ha caído sobre una claraboya y se ha torcido el tobillo, pero ya estaba fuera del recinto del bar, ya estaba fuera del alcance del Gallego, y eso le ha dado alas. Mientras atravesaba un patio particular adornado con macetas y ropa tendida, mientras trepaba un muro y se descolgaba por el otro lado, ha decidido que está demasiado cansado.
Ha llegado a la terraza de un parking. Ha corrido por las rampas abajo, a tumba abierta, y ha salido a la calle perseguido por las voces de un empleado. En el límite de sus fuerzas, ha parado un taxi y, camino de la calle Reina Cristina, ha estado a punto de desmayarse. Está demasiado cansado. Le duele el tobillo y, a pesar del calor agobiante de esta tarde de agosto, siente escalofríos. Se acabó, piensa. Se acabó tu negocio de camello, ahora no te van a dejar tranquilo ni un momento. Lárgate antes de que te caiga encima toda la policía. Estás mezclado en un asalto donde han muerto dos guardias jurados. Bueno, pues recoge tu parte del botín y muy buenas.
No toma la menor precaución. Entra en el portal, sube las escaleras todo lo rápidamente que le permite su tobillo dolorido y apoya la palma de la mano en el timbre de la puerta.
Miguel y la Nena lo han oído. La pistola se yergue como un pene excitado. Los corazones se han parado por un segundo.
El Marujo descubre que no hay luz en la casa, que el timbre no suena. Entonces, llama con los nudillos y arrima la cara a la cerradura para susurrar quedamente:
—Abre, Miguel, soy el Marujo… ¡El Marujo, Miguel!
La Nena se acerca cautelosamente a la puerta, sin hacer ruido. Va descalza. Miguel se levanta de un salto y se adelanta a ella caminando sobre las puntas de sus botas.
—¿Quién es? —sisea imperativamente.
—¡El Marujo, coño! ¡Abre, joder! ¡El Marujo!
Miguel abre la puerta, agarra al Marujo de las solapas, tira de él con violencia y le apoya la pistola en el cuello.
—¡Te van a oír, cagontumadre! —dice entre dientes. La Nena cierra con muchísimo cuidado.
—¡El Gallego te está buscando Migue! ¡Ha ido a ver al Chava en plan bestia! Migue: tú sabes cómo es el Gallego…
Miguel se relaja. Sonríe enigmáticamente. Suelta al otro y baja el arma. Por fin. El Gallego no es un cobarde. El Gallego recogió el guante, aceptó el desafío. Y ya viene de camino. Por fin. No estabas esperando en balde.
—Te esperaba hace días, Marujo. Creí que te habías rajado.
De repente, el Marujo se asusta. Tanto el Migue como la Nena ofrecen un aspecto horrible, muy sucios los dos, como si hubieran estado revolcándose por el polvo que alfombra el piso. Con esas miradas fijas que hielan la sangre. Son dos locos peligrosos. Los dos. También la Nena, desgreñada y con churretes en la cara.
—He venido a buscar mi parte. Me largo. Miguel deja de sonreír y lo mira indiferente.
—Merezco una parte del botín, ¿no Migue? ¡Yo te di la idea del asalto, te proporcioné tres tíos, vale, no te sirvieron, pero hice lo que pude, ¿no?! ¡Te presté diez mil pelas para que tiraras adelante con el plan! ¡Y, además, han detenido al Flaco, a uno de los que te presenté! Ayer vinieron a buscarme como fieras, te lo juro, como fieras… Ahora, la poli sabe que yo te ayudé, estoy en el ajo tanto como tú… Merezco una parte, ¿no, Migue?
Miguel se encoge de hombros y señala la desvencijada mesa de comedor. Hay seis montones de billetes de cinco mil.
—Claro que sí, Marujo. Trabajamos juntos. Por eso, te di esta dirección, ¿te acuerdas? Ahí tienes tu parte.
—¿Cuánto? —jadea el Marujo, codicioso.
—Todo.
—¿Todo?
—Pero aún no has terminado el trabajo. Dijiste que me ayudarías a joder al Gallego, ¿te acuerdas? Bueno, pues joderemos al Gallego y tú coges todo eso y te vas. Millón y medio de pelas, Marujo. Para ti solo.
—Pero… ¿Y tú?
Miguel da media vuelta, camina hasta el balcón, se tumba en el camastro y mira por la ranura del cartón.
—Así que el Gallego ha ido a ver al Chava… —dice—. Y, ahora, vendrá aquí.
El Marujo y la Nena se acercan a él con cuidado, sin hacer ruido, como, muy atentos a sus palabras. Miran por el balcón. La calle está desierta. Pasa un coche. Pasa una pareja metiéndose mano.
—Vendrá aquí —repite Miguel—. Sabía que el Chava acabaría ayudándome a joder al Gallego. ¿Lo ves, Chava, qué fácil? Gracias, Chava, te has portado.
4,20 de la tarde
—¡Míralo! —exclama el Marujo.
Ahí está. Con un traje gris brillante, floja la corbata de rayas, desabrochado el cuello de la camisa. Camina contoneándose, pero no hay nada ridículo en su trote decidido y vigoroso. Ahí está. En la mira de la pistola. Miguel quita el seguro.
—¡Dispara, Migue! —gruñe el Marujo.
Se acabó. Has llegado al final de la carrera, Migue. Con la izquierda sujeta su mano derecha, se afianza sobre los codos en el camastro, amolda su índice al gatillo. Contiene la respiración. Que no te tiemble el pulso. Ocho balas de 9 milímetros. Ocho balas para el Gallego. Te las voy a meter todas en los cojones, cabrón. Se acabó.
—¡Dispara, Migue!
La Nena espera una especie de milagro. Ahora, el Migue apretará el gatillo y todo cambiará de repente. El Migue volverá a ser como antes y huirán juntos.
—¡Dispara, Migue! ¡Venga, dale ya!
La Nena piensa con todas sus fuerzas: «Tira, tira, tira». El Gallego se mete en el portal de la Pensión Miami.
—¡Me cago en la mar. Migue! ¡¿A qué coño juegas?!
El Cachas abrazado a un árbol, había caído de rodillas, tenía un ojo colgando y de la nariz salía un chorro de algo que, en la penumbra, parecía negro. El Gallego debe estar hablando con la dueña de la pensión. Le habrá dicho que es policía. «¡Policía! ¡Quietos o disparamos!». Y los crujidos, crack-crack-crack, que Miguel no sabía que eran disparos. «¿Vive aquí un joven con cicatrices en la boca? Uno alto, rubio…». «¡Cállate! ¡Cállate!», y cada «Cállate» era un golpe que le aplastaba los labios, que le llenaba la boca de sangre y de dientes. «Vivía aquí, pero se fue». «¿Ha dejado alguna dirección?». «Pues no, ninguna».
—Dispara en cuanto salga. Migue… —suplica el Marujo—. ¡Vuélale la cabeza a ese cabrón!
El Gallego reaparece en la puerta de la pensión, y se queda plantado ahí, mirando alrededor con gran tranquilidad. Sabe que estás cerca, porque tú le has traído, Migue, y ahora se pregunta dónde estás y qué pretendes.
—¡Tira ya, Migue!
Te sacaré los ojos, cabrón, te llenaré la boca de cristales y luego te arrancaré los dientes uno a uno, hijoputa, te cortaré los huevos en vivo. ¿Dónde quedan aquellas promesas, Miguel, aquellas torturas refinadas?
—¡Tira ya, Miguel, cojón, tira!
Crack, un tiro y caerá dentro de la portería, o caerá de rodillas. Tienes que tirar de prisa las ocho balas, Miguel, o sólo podrás meterle la primera. La primera, a la pierna, Miguel, que sufra. Crack, la segunda en el pecho. Crack, la tercera en la cabeza. No. No se enterará de nada. Caerá de repente…
—¡Me cago en diez, Migue!, ¿en qué piensas? ¡TIRA!… No se enterará de nada. Estará vivo, preguntándose dónde está el Migue y por qué lo ha traído aquí, y de repente recibirá un golpe, crack, y no sentirá nada más. Ni dolor, siquiera.
El Gallego se va por donde vino.
—¡MIGUE! —ruge el Manijo, desesperado.
Y Miguel, hecho una furia, se vuelve hacia él, lo encañona y está a punto de disparar.
—¡No! ¡Así, no! ¡Así, no! —El Marujo contiene la respiración. Miguel añade, más calmado—: Así, no… Sé dónde vive…
Le tiembla la mandíbula. Tiembla todo él mientras busca en un bolsillo, en otro, en otro… Y tiembla un arrugado papel en su mano.
—¡Aquí está! En la calle Borrell, cerca del Mercado de San Antonio… —Tiembla su voz—. Iremos a buscarle a su casa, Marujo. Ahora, ya sé que tiene huevos y que está dispuesto a dar la cara. Bueno, pues yo también daré la cara… ¿Tienes pistola?
—N… no.
—¡Consíguete una! —Miguel quiere sonreír, pero un tic le deforma la boca—. No puedes escurrir el bulto, Marujo. El Chava ya me ha echado una mano. Ahora, te toca a ti… No te voy a dar millón y medio de pelas sólo por mirar, ¿no te parece? Consíguete una pistola y, a las siete y media, nos encontramos aquí… ¿Entendido? Luego, coges el millón y te vas donde quieras.
La Nena los contempla inexpresiva.
5 de la tarde
El Chava no mintió respecto al escondite del Migue, así que no hay motivo para pensar que mintiera respecto a la chica que le dio la información. La Nena, dijo. Que trabaja en el Palmer.
—¿Trabaja aquí una tía, que le llaman la Nena?
—¿Cómo?
—La Nena, me parece. Una bailarina.
—Sí, hombre —interviene el portero, vestido de verde—. Es la Pepa. La Mónica, la que baila con el Gran Manfred.
—¿Está aquí? ¿Puedo verla?
—No, no está aquí. No actúa hasta las doce de la noche. Y, luego, a la una y media.
Ahora, son las cinco.
—Bueno, la esperaré —decide Salvador. No puede hacer otra cosa.
7,45 de la tarde
Cuando Correa ha llegado a Jefatura, después de pasarse el día sondeando chivatos, tras la pista del Migue; Sevilla le ha dicho que tenía dos noticias para él: una buena y otra mala.
—Dime primero la mala.
—El Gallego se ha esfumado. Descubrió que Lallana lo seguía y lo despistó de la forma más espectacular posible. Conduciendo como un loco en contra-dirección.
—Vaya, hombre… —Correa ha conectado el ventilador y se ha colocado delante de las aspas para quitarse el sofocón del exterior—. ¿Y la buena?
—Ése tío de Zaragoza, el Caro, ha cantado. Efectivamente, el Migue le pidió tres tipos para un asalto, y él le consiguió tres profesionales sudamericanos. El Juez ya ha dictado orden de caza y captura.
—Pues muy bien…
Hay noticias buenas que pueden quitar por completo el mal sabor de las malas. El caso se está resolviendo a la perfección. Cuando un policía conoce ya el nombre del delincuente, y tiene su foto y sus huellas dactilares, ya puede dar el caso prácticamente por terminado. Sabe que tarde o temprano, el delincuente caerá. Si es listo, permanecerá escondido durante un tiempo. Pero nadie puede esconderse mucho tiempo sin que los confidentes de la policía se enteren. El escondido tendrá que mantener algún contacto con el exterior, tendrá qué comer, y acabará por salir. Entonces, no hay más que alargar el brazo para cogerlo.
—¿Qué hacemos con el Gallego? —pregunta Sevilla.
—¿Tienes algo que hacer?
—No… En fin, no mucho…
—Vete a vigilar su casa. Y llama a Jefatura cada media hora, ¿estamos?
—¿Y tú?
—Yo iré a ver a ese amigo del Migue… El Chava, el que tiene un bar en la calle Cortinas.
Conduciendo su viejo 850 Layetana abajo, Correa piensa que debería haber hablado antes con el tal Chava. Cuando pidió informes sobre él a la comisaría del distrito, el inspector de guardia le dijo que era un marrullero, rumores de timbas nocturnas y algo así, pero que nunca se metería en algo tan gordo como un robo de nueve millones. Con frecuencia, intercambiaban favores. No era uno de los mejores chivatos, pero algún caso se había resuelto gracias a él. Lo tienen bien marcado, y él lo sabe. Sin embargo, Correa piensa ahora que el Chava fue amigo del Migue y del Marujo, y el Migue y el Marujo han desaparecido, andan escondidos por ahí, y qué hay más lógico que ir a preguntar a su amigo común.
Deja el 850 con dos ruedas sobre la acera de la calle Cortinas y se dirige resueltamente al bar Julio. La persiana metálica está bajada, pero en la rendija inferior y en las ventanas de arriba se ve luz. Correa no se molesta en llamar. Sólo se agacha, sube la persiana y entra en el bar desierto.
Aquí pasa algo raro. Un cosquilleo extraño se pasea por los pelos de su nuca. Sobre una mesa, hay dos platos de comida sin terminar. Eso es lo que llama su atención.
—¿Hay alguien? —grita.
Nadie responde. Pero en el piso de arriba alguien se mueve.
Correa saca su pistola reglamentaria y camina decidido hacia el fondo del local. A la izquierda, una escalera empinada conduce a las alturas. Y al final de la escalera hay luz.
—¿Hay alguien ahí? —repite—. ¡Policía!
Sube con gran precaución, peldaño a peldaño, la pistola por delante. Lo primero que ve es una imagen de película de terror. Una mujer desnuda, sentada en el suelo, encogida, con las rodillas bajo el mentón, y un gran cuchillo de cocina entre sus manos. Lo más horrible es su cara sucia de sangre que brota de su pómulo desfigurado y del rímel que las lágrimas han desparramado sobre sus mejillas. Y esos ojos muy abiertos, fijos en él. Correa piensa en una loca que ha estado escondida en aquel piso durante años, asesinando a todos los que violaban su gruta. No sabe qué decir. Sólo acaba de subir las escaleras y mira alrededor.
—Creí que era él. Que volvía —balbucea la mujer. Cuando mira a su espalda, Correa ve el dormitorio, la cama, y el cuerpo tirado de cualquier forma sobre ella. Antes que nada, se inclina sobre la mujer y, con infinito cuidado, le quita el cuchillo de cocina de las manos.
—¿Qué ha pasado? —pregunta, más bruscamente de lo que quisiera.
—Ha muerto… —responde ella, sin entonación. Correa entra en el dormitorio. Suspira ante la imagen de aquel hombre con los ojos abiertos y un grumo de sangre en la boca. Se vuelve hacia la mujer, más por dejar de mirar el cadáver que por otra cosa.
—¿Quién ha hecho esto?
—El Gallego, ese hijoputa, el Gallego… Si vuelve por aquí, lo mato, lo mato… —Los ojos cobran vida—: ¡Devuélvame mi cuchillo! ¡Si vuelve el Gallego, lo mato!
Correa echa una ojeada en derredor. Sobre el suelo de madera, hay joyas esparcidas. Y un reloj. Sin pensar, impresionado aún por la visión del cadáver, Correa se agacha y lo recoge. La marca le recuerda algo. Baume-Mercier. Tiene dos esferas ovaladas. Una marca las tres menos cuarto, y la otra, las diez menos cuarto. El cristal está roto. En el dorso, se puede leer «A mi Manuel, con amor, de su Beatriz, 12-IX-53/12-IX-78».
—¿Qué quería el Gallego? —pregunta automáticamente.
—Quería saber dónde estaban el Migue y el Marujo… Todo por culpa de esa mierda de reloj…
—¿Le dijisteis dónde estaban?
—Claro que se lo dijimos… ¿No ve lo que le ha hecho a mi marido? —La mujer no se mueve, contesta mirando a la pared de enfrente, a la boca de la escalera, como si aún temiera que el Gallego apareciera de nuevo por allí.
—¿Dónde están?
—En la pensión Miami. Correa suspira aliviado.
—¿Qué pasa con este reloj?
—Vino esa puta, la amiga del Migue, para vendérselo al Sebas… Y, entonces, el Sebas le tiró de la lengua, porque el Sebas sólo hacía que hablar del Migue, pobre Migue, qué le pasará al Migue, se ha metido en un lío, el Migue… Y vino su puta y le vendió el reloj, que más valiera que se lo hubiera metido en el culo, puta de mierda, Migue de mierda, mierda de mierda…
Correa se pone en pie, baja la escalera y, en el bar, busca el teléfono.
—¿Dígame?
—Soy Correa. Enviad un par de coches al bar Julio, de la calle Cortinas. Que vengan los dos de Identificación. Hay un muerto.
—¡Jopé!
—Oye… Cuando llame Sevilla, dile que suba a casa del Gallego y que lo espere arriba. Que lo detenga, ¿estamos? Él es el asesino.
—¡Jopé, qué rápido!
Cuando cuelga el auricular, Correa nota algo indefinible a su espalda. Una respiración, un movimiento. Recuerda a la mujer de arriba, con el cuchillo, y al muerto, le da un vuelco el corazón y se vuelve rápidamente.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
Es una chica menuda, despeinada y muy sucia. En su cara tiznada, brillan unos grandes ojos llorosos, con expresión de desconsuelo. Sin duda, acaba de oír lo que él ha dicho por teléfono.
—Venía a ver… qué le han hecho al Chava… —dice con voz insegura.
—¿Es usted… amiga… pariente…?
—Soy la Nena —responde ella sin ningún énfasis—. La novia del Migue.
8,40 de la noche
Sevilla cuelga el auricular, sale de la cabina y atraviesa la calzada a paso rápido.
—Soy Sevilla —ha dicho—. ¿Alguna novedad?
—¡Jopé, si hay novedad! ¡Qué subas a casa del Gallego, que lo detengas si está y, si no, que le esperes! ¡Se ha cargado a un tío! ¿Quieres que te enviemos a alguien?
—No, no hace falta.
Llama al timbre correspondiente al sexto C, en el portero electrónico de abajo. Tardan en contestar.
Está temblando de rabia. Lamenta no haber previsto algo así. El Gallego es un loco. Un tío que ha llegado a atacar al Comisario Jefe es capaz de cualquier cosa. Deberían haberlo previsto. Tendrían que haberlo detenido el primer día. Un tío así no puede andar suelto por las calles. Es peligroso.
—¿Quién? —responde una temblorosa voz de mujer. Voz gimiente, angustiada.
—¿Salvador Gallego…?
—¿Quién es?
—Policía.
Una duda. Un largo rato de silencio. Pero no cortan la comunicación.
—¡Mi marido no está! ¿Le ha pasado algo?
—No, señora. Sólo quiero hablar con él.
Cuchicheos.
—No está.
—Está bien. Ábrame. Le esperaré.
Ahora sí se corta la comunicación. El portero electrónico es demasiado impersonal para estos casos. No le puedes enseñar la placa, no puedes llegar hasta el mismo piso por sorpresa. El inspector Sevilla se siente un poco malhechor en estos momentos. Se siente tan marginado como un navajero. Señor, señora: instalen en su piso el portero electrónico. Con él evitarán molestas visitas de navajeros, desvalijadores, asesinos y policías. A Sevilla no le gustan estos cacharros. Una portera, por malhumorada que fuera, le habría dicho con un cierto tono de temor: «Está bien, pase». «Gracias, buenas noches». «Buenas noches». El trasto este, en cambio, se limita a emitir un zumbido que pone los pelos de punta. Un zumbido perentorio, como una orden chillada de forma impertinente, y tienes que precipitarte a empujar la puerta mientras él lo manda porque, de lo contrario, te cierra el paso de nuevo y definitivamente.
Mientras sube en el ascensor, Sevilla piensa en lo que ocurriría a continuación. El Gallego no está en casa, seguro, o él lo habría visto entrar. Tendrá que sentarse a esperar delante de la puerta para sorprenderlo cuando llegue. Tendrá que soportar las preguntas nerviosas de la esposa excitada. Seguramente, tendrá que sacársela de encima. Le sudan las manos. ¿Y si está en casa? ¿Si ha llegado antes de que Sevilla se pusiera a montar guardia? ¿Y si saca la pistola y se escuda en su mujer? ¿Con quién ha estado cuchicheando la mujer? Sevilla saca la pistola de la sobaquera y la mete en el bolsillo de la cazadora.
La puerta del piso está abierta de par en par y la esposa de Gallego Perca está al fondo del pasillo, muy lejos, frotándose las manos y con expresión de desconsuelo. En este instante, Sevilla tiene la convicción de que Salvador Gallego está en casa y de que su mujer trata de protegerlo. Entra en el piso con cautela, pero procurando no aparentar miedo ni prevención. Es un policía. Poca gente se atreve a agredir a un policía. Tratan de convencerlo, lo amenazan quizá, pero nunca lo atacan de buenas a primeras, a menos que se trate de un hombre acorralado. O de un loco.
Cierra la puerta tras de sí y empieza a recorrer el pasillo. Cruza por delante de una puerta cerrada, de otra entreabierta.
—¿Está su marido en casa, señora…?
Ella lo mira con ojos de horror. Levanta las manos y se muerde un dedo. No, no lo está mirando a él. Está mirando por encima de su hombro, a su espalda…
Sevilla echa mano al bolsillo, sujeta la pistola, se vuelve rápidamente. Pero no le da tiempo a ver nada. Sólo una sombra, una vaga silueta, un hombre que movía vertiginosamente un brazo largo, larguísimo, hacia su cabeza. Sevilla recibe un golpe en la ceja y su cerebro estalla en pedazos, el pasillo se llena de fogonazos que le ocultan a su agresor y, antes de golpearse contra el suelo, ya ha perdido el conocimiento.
—Átalo —ordena Miguel, con una mano tapando la boca de Pili mientras con la otra sujeta la pistola contra el cuello de la chica.
—¡Oh, señor, lo ha matado, lo ha matado! —gime desconsolada la señora Pilar de Gallego.
9,05 de la noche
Correa sujeta el brazo de la Nena y ella nota su excitación a flor de piel, mientras el policía de uniforme hurga con la ganzúa en el portón. A Correa le da la impresión de que lo han metido en un torbellino enloquecedor, en una especie de montañas rusas interminables, desde hace hora y media.
Primero, el guirigay organizado en el bar de la calle Cortinas. El ir y venir de los camilleros, del forense, de los inspectores de la comisaría de Estación Norte, del inspector de Atracos que hace recuento de las joyas encontradas, de los fotógrafos de Identificación y, por fin, la triunfal llegada del juez. Todo ello formando un tumulto caótico a su alrededor mientras él trataba de interrogar a la Nena, que sólo decía que incoherencias. En realidad, el Migue quiere devolver su parte del dinero, él no quería matar a los dos guardias, le engañaron. El Migue sólo iba a por el Gallego, pero le engañaron, se aprovecharon de él…
—¿Pero él quería matar al Gallego?
—¿Qué?
—¡Qué si quería matar al. Gallego! Interrupciones continúas:
—Correa: Romero quiere hablar contigo…
—¡Lueeego!
—Correa: Alfonso dice que si ese reloj que has encontrado se lo das y lo incluye en la lista o si lo necesitas…
—¡¿Pero no veis que estoy…?!
—¡Correa! ¡Te llama el juez!
Sudando a chorros, con esa gota intermitente en la punta de la nariz, Correa se inclina sobre la Nena, que está sentada y lo mira con sus ojos brillantes.
—¿Quería matar al Gallego, o no?
—Bueno, no lo mató, ¿no? —dice la Nena—. El día del robo, pudo haberlo matado y no lo hizo…
—¿Dónde se esconde?
—¿Qué?
—¡Qué dónde se esconde, coño!
—Quiero ir con usted… Si yo puedo hablar con él, el Migue no hará nada… El Migue está asustado, se quiere entregar…
Uno de Identificación pasa junto a ellos. Correa le agarra de la manga.
—¡Eh, Romero! ¿Habéis acabado?
—Enseguida, espera… Hemos encontrado cantidad de objetos robados. Éste tío era un perista de marca…
—¡Venga, date prisa, que tenemos que hacer otro servicio!
—¡No me fastidies…!
La odisea de conseguir a dos agentes con subfusil, y un coche. El coche ha sido lo más difícil. Se han metido en él Correa, la Nena, Romero y los dos agentes.
Por fin, la ganzúa vence a la cerradura. Correa saca la pistola, se oye el crac-crac de los subfusiles al ser montados. La Nena se muerde los labios. Encienden las linternas, entran en el portal y se lanzan escaleras arriba. No hace falta dar ninguna orden. La escuela de policías, la práctica, la lógica y los telefilmes ya han enseñado lo que hay que hacer. Contra la pared y apartados del centro de la puerta, por si alguien dispara desde el interior, a través de la madera. Unos momentos de duda. Más vale no encender la luz de la escalera, si es que la hay. El foco de la linterna deslumbrará a los del interior (desde la calle ya han visto que en el piso no hay luz) y, en todo caso, cuando entren, la oscuridad les favorecerá. La mano de Correa ejerce una presión en el bíceps de la Nena.
—¡Miguel! —grita ella, débilmente—. ¡Soy la Nena…! Estoy aquí… ¡No te harán nada! —Y, en seguida, sin dar tiempo a que nadie responda—. No está.
Correa la mira de una forma extraña. La luz de las linternas marca expresiones satánicas en los cinco rostros. El inspector se limita a expresarse con los ojos. Un agente de uniforme capta la orden y carga brutalmente con el hombro contra la puerta. Un estruendo y se aparta escaleras abajo, por lo que pueda ocurrir. El otro toma el relevo, carga, ¡bum!, la puerta se abre y el agente entra en la boca del lobo como una tromba. Las linternas enfocan el interior. Nadie dispara. No pasa nada.
—¿Miguel? —grita Correa.
—No está —repite la Nena, a su lado.
Sobre el polvo del suelo se ven pisadas.
—No entréis —recomienda Romero, el de Identificación. Con mucho cuidado, pegándose a la pared, Romero y Correa se introducen en la leonera, que apesta a cerrado, a sudor, a humedad y a mierda. La Nena queda custodiada por el agente de uniforme. El otro agente, el que ha hecho saltar el cerrojo, está paralizado en mitad del recibidor. Cuando la puerta ha cedido, ha tenido la seguridad de que lo iban a recibir a tiros.
—¡Enfocad, coño! —murmura Correa, muy nervioso.
El comedor está alfombrado de polvo, pisadas y tebeos. Bajo los cristales del balcón, un camastro sucio, con sábanas revueltas. En el suelo, en un rincón, latas de conserva, vacías y llenas, un abridor y varias botellas de coñac. A la derecha, una mesa de comedor. Sobre ella, seis montones de billetes de cinco mil.
—No toquéis nada —dice Romero. La fuerza de la costumbre—. Aquí hay mucho trabajo. Correa.
—Mira, pues yo te dejo. Hazte cargo de todo, ¿quieres? Me voy a Jefatura para interrogar a la chica.
Y, en Jefatura, ahora que todo parecía haberse calmado:
—¿Qué se sabe de Sevilla?
—No ha dado señales de vida.
—¿Ha telefoneado cada media hora?
—No.
—¿Ha ido a por el Gallego?
—Sí.
—¿Solo? ¿No le habéis enviado a nadie?
—Sí… No… Dijo que lo haría solo…
—¡Pero ése es imbécil! ¿Qué se cree, que el Gallego es un viejo chocho? ¿Se cree que es tan fácil detener a un tío como él…?
—No sé… Él ha dicho…
—¡Enviad a alguien inmediatamente, y bien armado…!
—¡No tenemos a nadie, Correa! No vengas con prisas… Estamos en agosto, de vacaciones, ha habido dos asesinatos y tres atracos… ¡No tenemos a nadie ahora, Correa!
Correa se tiraría de los pelos. Si le da un puñetazo a la mesa, podría romperla en dos. Está histérico. Pero se contiene. Seca el sudor de su frente con la manga y resopla de tal forma que hace volar los papeles del escritorio. Enciende un cigarrillo.
—Bueno, pues empapela tú a ésta… Por encubridora. Búscale un abogado de oficio y demás. Yo voy a ver qué ha pasado con Sevilla…
—¡No! —salta la Nena. Y ahora es ella quien le agarra del brazo a él—. ¡Yo quiero ir con usted…!
Correa la mira, incrédulo. Sólo le faltaba eso.
—¿Por…? —dice.
—Porque el Migue y el Marujo están allí. Han ido a matar al Gallego a su casa.
9,50 de la noche
Salvador se ha cansado de esperar. El Migue le ha fallado. El Migue no tuvo cojones de dispararle el día del asalto. No es que no quisiera disparar, es que no se atrevió. Y ahora se ha escondido, se ha largado, estará por ahí cagándose en los pantalones. No merece la pena perder el tiempo en el Palmer, soportando a esos jóvenes que hacen el payaso al ritmo de ruidos que rompen los tímpanos. Salvador se siente derrotado, decepcionado, cuando detiene su Seat Ritmo en el chaflán de Borrell y Manso. No hay policía a la vista. Ni el R-5, ni el joven que lo ha estado vigilando estos días. Claro: el Chava no se habrá atrevido a denunciarle. Hasta ahí podríamos llegar. Así que Salvador pone el coche en marcha, entra en el parking de la finca y se sumerge en las profundidades.
Mientras sube en el ascensor, está desalentado. No hubo desafío. Sobrevaloró al Migue, viendo en él al Enemigo que ansiaba encontrar toda su vida, y el Enemigo se ha rajado. Igual fue pura casualidad que coincidiesen el día del atraco. Se acabó, Salvador. Unos días de esperanza y, al final, nada.
Volver a la rutina. Fue divertido mientras duró. Abre la puerta del piso y recorre el pasillo con la guardia baja.
Llega al comedor y se queda de piedra.
Un tío de barbas con cazadora de cuero marrón claro está en el suelo, como muerto, las dos manos sujetas con unas esposas al respaldo de una silla de forma que, aún inconsciente, parece estar pidiendo clemencia al cielo. Pilar está sentada en un sillón con los ojos desorbitados. Y el cerdo, el Migue, el de las cicatrices, le tapa la boca a, la Pili, muy pegado a ella, abrazándola. El Enemigo. Así que estabas aquí, hijoputa. Una pistola se clava en los riñones de Salvador.
—Tranquilo, papá —dice una voz a su espalda.
No puede reaccionar. Una mano busca en su bolsillo derecho. La Llama del 22 abulta demasiado como para que no se hayan fijado en ella. Se la quitan.
—Tenía ganas de verte, Gallego. Ya estoy harto de jugar al escondite —dice el Enemigo. Y da un empujón a la Pili, que sale dando trompicones contra la mesa—. Amordaza a estas dos para que no armen jaleo. Y tú. Gallego, pasa conmigo a tu dormitorio. —El gallego obedece, su cerebro trabajando a mil por hora, como una calculadora electrónica—. Piensa una cosa, maricón: Si me haces algo, yo sólo tendré que gritar para que este colega se cargue a tus dos tías. ¿Entendido?
Desde la puerta del dormitorio, el Gallego mira al otro intruso. Es bajo, cuadrado, macizo, y oculta su cara con un pasamontañas que sólo permite ver unos ojos grandes, caídos y tristones. Los ojos del Marujo.
Los muebles del dormitorio son antiguos, sólidos y pasados de moda. El cabezal es muy alto, los pies muy bajos, con dos columnillas retorcidas, barrocas y de mal gusto, una a cada lado.
Lentamente, sin perder de vista a Salvador, Miguel deja su pistola sobre la mesilla de noche. Sonríe. Se le marcan las cicatrices, como arrugas absurdas, en el labio superior y en la mandíbula. Se acerca con seguridad y aplomo a Salvador, y éste descubre el cordón de la electricidad en sus manos.
—Túmbate en la cama. Con los pies hacia la cabeza. Salvador obedece sin prisas. Los dos se mueven como a cámara lenta, como siguiendo un ritual a un dios desconocido.
—Creí que sería de otra manera —suspira.
—Túmbate.
Se tumba. No tienen que decirle lo que ha de hacer. Pone los brazos en cruz, acercando las manos a las columnillas retorcidas, barrocas, anticuadas y de mal gusto.
—Creí que tendrías más cojones —dice, el miedo palpitando en su garganta.
El Migue se ríe. Tiene ojos de loco. Coloca cuidadosamente los cordones de electricidad en torno a la muñeca derecha del Gallego y tira de ellos con fuerza salvaje. Salvador cierra los puños y los crispa. Hay un imperceptible forcejeo. Por fin, el cable pasa alrededor de la columnilla, y Miguel le hace dar varias vueltas entorno, y anuda con energía, una vez, y otra, y otra.
—¿Qué vas a hacer?
El mismo proceso en el otro lado. La muñeca izquierda queda fuertemente atada a la cama.
Miguel sonríe como un niño delante de un dulce. Está a punto de babear. Nunca creyó que fuera tan fácil. Tiene la carcajada a flor de labios. Se muerde el labio inferior, se incorpora, regocijándose con la expresión de odio del Gallego, y, por fin, se lleva la mano a la boca. Mete el pulgar y el dedo medio por las comisuras y, como gesto de prestidigitador en un escenario, se saca limpiamente, como esperando el aplauso, su sonrisa de calavera, su dentadura postiza. La deposita sobre la mesilla de noche, junto a la pistola, y siempre a cámara lenta, busca en el bolsillo posterior del pantalón y saca unas tenazas.
—Ahora te vas a enterar, Maricón. He estado ocho años pensando en este momento —dice, ceceando.
Instintivamente, Salvador aprieta los labios hasta que se convierten en una línea muy fina. Miguel se le viene encima.
La casa se llena de un chillido ahogado, gutural.
—¡Salva! ¿Qué te hacen, Salva? —grita Pilar desde la habitación de al lado.
—¡Papá! —grita Pili.
Salvador patalea, pero a Miguel le resulta muy fácil esquivarle. Cae sobre su estómago, le clava el codo, y Salvador se incorpora tanto como le es posible, cerrando los ojos, cerrando la boca, tirando con todas las fuerzas de sus brazos, a la mierda la Pilar y la Pili, a la mierda todo el mundo, tienes que desatarte y matar a este cabrón antes de que…
—Estás demasiado gordo, Maricón —ríe Miguel descargando las tenazas sobre los labios prietos, y aparece una marca sanguinolenta—. ¡Estás demasiado gordo, Maricón, para ya! —Otro golpe.
Los labios, aplastados entre los dientes y las tenazas, empiezan a sangrar. La boca se llena de sangre. De la garganta surge un gorgoteo. Los ojos de Miguel cambian de expresión. Se acabó la risa, y el próximo golpe es mucho más fuerte, brutal, horrible, hay un salpicón de sangre y un gemido infrahumano. Un chillido de cerdo cuando lo capan. Y las tenazas se levantan y caen de nuevo, y ahora ya han roto algo.
—¡Papá! ¿Qué te hacen, papá? —llora la Pili, al lado.
—¡Cállate, puta! —la temblorosa voz del Marujo—. Como grites, te frío, mecagondiós.
Las tenazas se levantan y caen, una y otra vez, ya has roto un hueso, algún diente, Miguel, sigue, sigue, sigue. La almohada ya está manchada de sangre. Los ojos de Salvador están a punto de salirse de las órbitas. Dale, Miguel, dale.
—¡Abre la boca, joder! —grita Miguel, echando mano a los labios sangrientos que parecen soldarse a cada nuevo golpe.
Las manos de Salvador tiran de sus ligaduras con movimientos convulsivos. Las columnillas anticuadas, retorcidas y de mal gusto se están moviendo, ceden las ataduras… Y, por fin, con los ojos enrojecidos, Salvador escupe sangre y un diente, y abre la boca para poder respirar, la sangre lo ahoga… Y las tenazas van adentro, y Miguel lanza un «Ah, ja, ja» triunfal. El forcejeo es bestial, inhumano. Miguel sujeta la cabeza de Salvador y las tenazas se mueven dentro de la boca, golpeando los dientes y el paladar, y trata de abrirlas, pero el otro mueve demasiado la cara, es imposible… Salta otro diente. ¡Ante tus propios ojos, Miguel, salta un diente arrancado de una encía que empieza a sangrar como una fuente, y por fin se han abierto estas putas tenazas…! Salvador hace «glogloglo», como un pavo el muy desgraciado, el muy hijoputa, ahora sabrá lo que es bueno, búscale un diente, pellízcale una encía y llévatelo todo, Miguel, que se merece eso y más, qué le habrá hecho él al Chava, lo que te hizo a ti, Miguel, lo que le hizo al Cachas, ese ojo colgado, los sesos sobre la cara…
La columnilla retorcida, barroca y de mal gusto se suelta de repente y salta por los aires, al extremo de un brazo furibundo, hasta la sien de Miguel. Es un golpe sonoro, como algo hueco cuando cae al suelo, y Miguel salta de lado con cara de sorpresa, se precipita de la cama con estruendo…
—¿Miguel? —grita el Marujo, asustado.
—¡Papá! —grita la Pili, al mismo tiempo.
—¡Quieta tú ahí, joder, o te jodo, mecagondiós!
Salvador se revuelve en la cama. Se acabó la cámara lenta. Ahora es cámara rápida, como en las películas antiguas. Levanta el brazo otra vez y puño y columnilla de madera caen sobre la cabeza de Miguel, que trata de cubrirse, que grita. Salvador, sobre él, sujeto aún un brazo a la cama, le envía un rodillazo a los huevos. Y Miguel grita de nuevo.
—¿Qué pasa, Miguel? —chilla el Marujo—. ¿Qué hago? ¿Disparo? ¿Disparo, Miguel?
Salvador es una furia. Gatea por encima de la cama, tira de su mano atada y la segunda columna se desprende con un estampido. Cae al suelo. Sobre la mesilla está la pistola, la Bernardelli, la pistola. La coge de un manotazo.
—¿Qué hago, Miguel? —grita el Marujo, muy asustado. Salvador aparece gateando en la puerta del dormitorio.
Es una visión de pesadilla, con la boca ensangrentada, goteando sangre al suelo. El Marujo lo ve, se vuelve hacia él y, en la ranura del pasamontañas aparece un destello de sorpresa, algo ridículo, casi un mudo «Coño, qué haces tú ahí». Salta la pistola, crack, Bernardelli de 9 milímetros, y el Marujo echa la cabeza hacia atrás, ridículamente también, como si recordara, «ah, hombre, sí, claro», cae de espaldas con las patas arriba, manoteando en todas direcciones, y se da de morros contra el suelo.
Miguel salta por encima de la cama, catapultado por el terror, se lanza con los dos pies por delante buscando la cabeza del Gallego. Falla por poco, pero aplasta aquel cuerpo gordo y absurdo contra el marco de la puerta. Un grito. Dos gritos: «¡Papá!», «Salvador». Miguel rueda por el suelo, se agarra a un mueble, se levanta. El cuerpo ya no es suyo. A su cuerpo lo están impulsando, lo están dirigiendo unas fuerzas extrañas. De su garganta sale una especie de «Yyyyyyyyyyyy» que pone los pelos de punta. Recorre el pasillo como un gamo, esperando de un instante a otro el estampido de la pistola a su espalda, el trompazo en la columna, la muerte. Pero no llega. Forcejea con la puerta, sale al rellano se precipita por la escalera abajo, a toda velocidad, de cuatro en cuatro, prefiero matarme cayendo de cabeza que de un balazo en la espalda.
Pilar y Pili corren hacia Salvador.
—¡Salvador, ¿qué te ha hecho?!
—¡Papá! ¿Qué ha pasado?
Salvador se levanta como un gigante mitológico, abriendo los brazos, golpeándolas ciegamente, rugiendo como una fiera y escupiendo sangre. Sale al descansillo, pistola en mano. El ascensor aún está ahí. Manotea torpemente la puerta, escupe sangre, pulsa el botón de la planta baja y escupe sangre.
Miguel baja a trompicones, salta, tropieza, va contra una pared, gira, se marea, emprende el siguiente tramo, salta, salta, tropieza, tropieza, choca, choca… Llega a la portería.
Salvador lo piensa mejor y pulsa el botón del parking. Lo atrapará mejor en coche, a ese hijoputa, mierda, traidor, cobarde que tiene que atar a sus enemigos para joderlos, que no es capaz de enfrentarse cara a cara y luego sale cagando leches…
Miguel casi choca con la puerta de la calle. Tira de ella con demasiada furia, casi se cae, sale al exterior y corre por Borrell. Entonces, ve el 850 ante él. Y a la Nena, tras el parabrisas, horrorizada. Y al conductor que salta del coche con una pistola en las manos y gritando:
—¡Alto, Miguel Vargas! ¡Ríndete!
La Nena piensa: «Migue, Migue, Migue, que te matan, Migue, ríndete», pero no dice nada, no se mueve. Sólo mira. El cuerpo no es tuyo. Lo dirigen a control remoto. Te hubiera gustado detenerte, levantar las manos y acabar con esta pesadilla, pero, en lugar de esto, das un brinco por encima del capó del coche más cercano, caes a la calzada, te levantas como impulsado por un resorte y echas a correr al mismo tiempo que tratas de recordar si ya han disparado o no.
—¡Alto! ¡Alto! —gritan a tu espalda.
Corres en zigzag. Ahora, sí oyes el tiro. Crack, hace, no es como en las películas. Es un ruido seco, inofensivo, pero oyes el ziuuuuuuu y recuerdas al Cachas, con el ojo colgado, y ruegas a Dios, sí, a Dios, a Dios, porque no quieres morir como el Cachas, como el Cachas no, por favor. Debieras pararte, levantar las manos, pero el cuerpo no es tuyo, las piernas funcionan por su cuenta, y corren, y corren, y corren y tú quieres pararte.
El Seat Ritmo sale del parking como un toro enfurecido sale a la plaza, y sorprende al inspector Correa en el centro de la calzada, sujetando la pistola con las dos manos y alargando los brazos para afinar la puntería. Correa salta a un lado y esquiva la embestida por centímetros. Y ve al Gallego al volante. ¡Dios, la cara del Gallego! Sólo por un segundo, puede ver la sangre, goteando desde su barbilla.
El coche dobla la esquina. Miguel se detiene en seco evitando el atropello. Mira horrorizado, reconoce al Gallego. Éste se tira a la otra puerta, tira de la manija, la abre y ruge, ruge, metiéndole prisa. El cuerpo no te pertenece, Miguel, lo está moviendo otra persona, otra mente. Tú no deberías montar en este coche. Pero lo haces, y luego te preguntas por qué. El Gallego arranca en segunda, apenas ha detenido el coche, en seguida pone tercera, a toda velocidad, por Manso, contra dirección.
Correa ya ha montado en su coche, donde espera la Nena, horrorizada. Lucha por ponerlo en marcha, retrocede, gira en redondo y se lanza como un loco por donde se ha ido el Gallego. Otro coche tiene que frenar en seco, haciendo sonar el claxon como una sirena, el viejo 850 zigzaguea, roza a los coches aparcados a la derecha, pero rectifica y se pega al Seat Ritmo que está atravesando la Ronda San Antonio. Correa no piensa en nada. En una persecución así, no hay que pensar. Sólo aprieta el acelerador y sigue a tu presa. Y no pienses en nada, o te acojonarás y los perderás.
Nadie bloquea la bocacalle de San Antonio Abad, que también es contra dirección. El Ritmo se lanza hacia allí de forma suicida y enfila la calle con chirrido de ruedas. Unos faros se prenden ante él, cegadores, y Salvador tuerce a la derecha vertiginosamente, choca con la pared, contra algún coche aparcado, y emprende una calle muy estrecha. El 850 se ha visto obligado a frenar en seco ante el que venía, ha evitado la colisión por menos de un metro. Correa, el corazón latiéndole en la cabeza, golpeándole los ojos desde el interior del cráneo, hace señas al otro conductor para que retroceda, pero el otro se niega y se baja del coche.
—¡Qué es contra dirección, chalao, qué coño te crees! No hay tiempo de discutir. Correa retrocede. Los coches que suben por la Ronda lo embisten, lo esquivan, tocan el claxon, le insultan.
El Seat Ritmo corre por el Paralelo, hacia Plaza España, a velocidad normal.
—¿Dónde quieres que vayamos? —balbucea el Gallego, salpicando de sangre y babas el parabrisas. Resulta muy difícil entender lo que dice.
Correa, en una cabina telefónica, el auricular en el oído y el cuerpo convulsionado por los nervios, escuchando la crispante señal intermitente, mete la mano en el bolsillo en busca de monedas, y sus dedos tropiezan con el reloj Baume-Mercier, de oro, el que marca dos horas distintas. «A mi Manuel con amor de su Beatriz».
Cuelga el auricular y sale corriendo en dirección al coche, donde la Nena parece haberse convertido en una estatua.
Salvador, atento a la conducción, mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca la pistola. Se la entrega a Miguel. Miguel sopesa el arma en su mano. Es su Bernardelli, la de la BV en la culata. La que engrasó tantas veces en Zaragoza, esperando el día de hoy. Suspira…
… Y la tira por la ventana.
11,35 de la noche
La luz del panel del coche se refleja, siniestra y pobre, en los rostros de dos hombres que se miran. En los ojos de Salvador hay una orden: «Venga, vamos, ¿no me buscabas?, ya me has encontrado». En los ojos de Miguel hay una indefinida indecisión, una vaga sospecha de que no era eso lo que quería. Salvador es el primero que se mueve. Abre la puerta y baja. Camina unos pasos y se coloca ante los faros del coche. Miguel lo sigue. Está recuperando su cuerpo de nuevo. Un cuerpo tembloroso e inseguro, un dolor de cabeza, una punzada en la sien donde le ha golpeado Salvador poco antes. Está cansado, no quiere pelear. Ahora, sabe que no quiere pelear. Sólo quiere que lo dejen en paz. Pero es demasiado tarde. Ya estás frente al Gallego. ¿No es eso lo que querías?
Salvador ha metido su mano en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. Une sus manos. Miguel no entiende lo que hace. De repente, los faros del coche despiertan un destello en aquellos nudillos, y el chico comprende, y ataca a ciegas. Hunde la cabeza entre los hombros y adelanta las manos hacia el brazo derecho del Gallego, que trata de esquivarlo inútilmente. Chocan. Salvador golpea de arriba abajo, girando sobre sí mismo, Miguel, doblado en dos, golpea de abajo arriba. Al estómago, a los huevos. Sólo alcanza a los muslos del otro que retrocede, trastabilla, pero no cae, no cae, se aparta del campo de luz que proporciona el coche y, en las sombras, la pelea es más sorda, más confusa… La mano del Gallego, protegida por los nudillos de hierro, cae sobre la espalda de Miguel una, dos, tres veces. Por fin, Salvador cae y, en el suelo, Miguel trepa en busca de su cara. Tropieza con unas piernas levantadas que patalean. Las hace a un lado y descarga el puño, como una maza, sobre la cara del adversario. El otro es torpe, vamos, Miguel, hazte a la idea de que te va la vida en esto, ¿aún no lo has entendido? No, no lo ha entendido. Ha ido al combate con los músculos flojos, con la idiotez de un autómata. Pega de nuevo y, en la oscuridad, su puño da en la tierra y casi se hunde en ella. No ha comprendido que Salvador lo tenía todo preparado. Y un ariete de hierro le perfora la sien, la misma donde antes golpeara la columnilla de la cama. Y Miguel chilla y rueda por el suelo, y comprende que se está jugando la vida, la vida, la vida. Se incorpora de un salto y una sombra cae sobre él. Una sombra pesada y contundente que lo aplasta, un golpe en el pecho le corta la respiración, y otro que busca la boca, y falla, pero insiste. Miguel se levanta, el otro lo sujeta. Como moscas que vuelven una y otra vez a la luz, los dos cuerpos aparecen ante los faros del coche, chocan con el capó. Tumbado boca arriba, Miguel lanza una patada, cuidado con los huevos, Miguel, y Salvador sale despedido hacia atrás, gritando.
Miguel embiste de nuevo, como un toro, pero ahora va con las manos levantadas hacia la cara del Gallego, sus uñas arañan los ojos, la nariz, la boca desdentada y llena de sangre, y los dos van a parar al suelo, y ahora Miguel ya lo ha entendido todo y el juego va en serio.
Izquierda al estómago. Otra vez, otra vez y otra vez hasta que Salvador lanza una especie de aullido y quiere revolcarse porque estás tú encima, y no le dejas, y no acierta a darte otro golpe con esa mierda de nudillos de hierro, tramposo de mierda, ¿qué crees que puede hacer un viejo como tú contra un joven como yo? Miguel manotea y encuentra el brazo armado, lo sujeta de la ropa, se desgarra la manga y el puño pasa lejos. Rueda por el suelo. Patadas al aire, gritos y manotazos sin objetivo. Chocan con un árbol. Miguel se lanza como un tigre sobre esa mano tramposa, esa mano de hierro, caen. Salvador le golpea en la espalda, una y otra y otra vez, pero eso no duele, Miguel, más duelen los nudillos de hierro. Y Miguel se concentra sólo en aquellos dedos, los agarra con ambas manos y lucha por abrir el puño, abrirlo, abrirlo. ¿Podrán más cuatro dedos que tus dos manos, Miguel? Salvador, desesperado, ha dejado de golpear. Sólo araña y tira de la ropa, la desgarra, encuentra la piel, y araña, araña como una puta. Sabe que está acabado. Y tú abres ese puño que parecía invencible y tuerces, los dedos hacia atrás, tuerces los dedos hacia atrás, hacia atrás. El Gallego te mete la mano en la cara. Te busca los ojos. No te preocupes, Miguel, hacia atrás, sigue, hacia atrás, sigue… Trac, uno. Salvador chilla. «No, no, no», dice. Te quita la mano de la cara. Trac, dos. «No, no, no», chilla el viejo de mierda. Trac, tres…
La mano izquierda de Salvador sale del bolsillo. Busca de nuevo la cara de Miguel, que se refocila, triunfador, con el cuarto dedo, te enseñaré yo a hacer trampas, maricón. La mano del Gallego llega a la cara de Miguel y se la acaricia con dos dedos, parece que sólo sean dos dedos. Y Miguel siente un dolor penetrante desde debajo del ojo hasta la mandíbula. ¡Te están acariciando con una cuchilla de afeitar!
Una cuchilla de afeitar, y otro tajo.
Una cuchilla de afeitar, y otro tajo.
Suelta la mano que sujetaba y tres dedos rotos engarzados en un aro de hierro le dan en la cara y lo tiran a un lado. Y ahora Miguel se convierte en una tromba, en una máquina ciega y destructora.