12,30 del mediodía
Desde las nueve de la mañana, en el Grupo de Atracos de la Brigada de Investigación Criminal hay ese frenético ajetreo que siempre precede a la solución de un caso. Las piezas del puzzle están encajando perfectamente. Queda aún mucho por hacer, pero casi se podría decir que es pura rutina.
En primer lugar, está la llamada de la policía de Zaragoza. Se les encargó que investigaran, dado que el Migue se pasó allí unos tres años. La búsqueda ha dado el fruto apetecido. El Migue mantenía contactos con un tipo a quien llamaban el Caro, Rafael Caro Diez, un carroza que cumplió condenas por asalto a mano armada, tráfico de drogas, proxenetismo y corrupción de menores, y que sigue relacionado con altas esferas del hampa. El comisario Robles notifica que lo han detenido y, al menos, han logrado averiguar que sabe algo acerca del robo del furgón. Pronto le sacarán qué es lo que sabe.
Después, están las tres fichas que Correa ha colocado juntas, como en un escaparate, sobre su mesa. Mario Bolaño Guerra, alias el Marujo, el que trató de reclutar gente para el asalto, fue detenido por el Gallego al mismo tiempo que el Migue, aquella memorable noche del 19 de julio de 1971.
Y el bar Julio de la calle Cortinas, donde el Flaco se entrevistó con el Migue (ahora, alias el Dientes), pertenece ¡precisamente!, a Sebastián Benítez Gómez, alias el Chava, otro miembro de la banda del Cachas. El Migue, el Marujo y el Chava, los tres supervivientes de la banda, relacionados con el caso del furgón. Todo encaja, realmente.
Y, por si eso fuera poco, el regalo que tenían preparado los de Hospederías. Un tal Miguel Vargas Reinoso tiene alquilada una habitación en la Pensión Miami, en la calle Reina Cristina, cerca de la Plaza Palacio, desde el día 1 de agosto, justo cuando se fue de casa de su hermano. Bueno, la Plaza Palacio queda cerca de Jefatura, y sólo son las doce y media así que a Correa y a Sevilla les dará tiempo de acercarse allí y, luego, comer por algún bar de la zona.
La dueña de la pensión, que sostiene un cigarrillo entre los dientes incluso cuando habla, ya se imaginaba que aquel tipo no se dedicaba a nada bueno. Tenía una mirada extraña y, si señor, la barbilla llena de cicatrices. Miraba de una forma como peligrosa, tanto que ella nunca se atrevió a llamarle la atención por traerse malas mujeres a su cuarto.
Ella no se lo permite a nadie, no, señor, que ésta es una fonda muy seria, pero al tal Miguel Vargas le daba no sé que llamarle la atención.
—… A poco de estar aquí, se trajo a una y estuvieron haciendo mucho ruido, gritando y… y parecía como si se pelearan, cayéndose al suelo y todo. Yo estuve a punto de llamar a la policía, o sea a ustedes, pero luego se callaron y no volvieron a hacer más ruido. A veces, se pasaba todo el día encerrado ahí en su cuarto y no hacía nada de ruido, nada, nada. Y, cuando se fue, me pagó a tocateja y sin rechistar, sí, señor.
—¿Vio usted a las mujeres que venían con él?
—Sólo a una, un par de veces, porque venía muy de noche. Yo la vi cuando salía, a media mañana, pero sólo un par de veces.
—¿Podría describirla?
Ésta es una pregunta ritual que pocas veces sirve de gran cosa, a menos que la persona descrita tenga algún defecto o alguna característica muy acusados. Nadie podría identificar a la Nena a partir de los datos que da la dueña de la pensión. Hay muchas fulanas por ahí con largas melenas negras y ropa llamativa.
—… Últimamente, la he visto por el barrio…
—¿Vive por aquí?
—No, que yo sepa, pero la he visto un par de veces.
Correa le da un papel a la señora.
—Llámenos a este número si vuelve a verla, ¿de acuerdo? Es muy importante.
—Ya estaba yo echando en falta el «cherchez la femme» —dice Sevilla mientras bajan la escalera.
—¿El qué?
—No, nada. La tía. En todas las novelas, hay una tía.
Salen a la calle.
12,55 del mediodía
A través de la ranura del cartón, desde el piso de enfrente, Miguel ve salir a Sevilla y a Correa de la Pensión Miami. Sus dedos se cierran en torno a la culata de la pistola.
Esos dos huelen a policía y seguro que han ido a por ti, Miguel. Tranquilo, Miguel, no pueden verte. Lo del cartón fue una gran idea. Cuando dejaste la pensión para encerrarte en el piso como un animal en su madriguera, sabías que te tocaba esperar y vigilar. Para que no te vieran siempre pegado al balcón, rompiste el cristal y lo sustituiste por este cartón, con una ranura por la que estás espiando, día y noche, día y noche. Cuando pusiste el cartón, aún estabas contento y satisfecho por tus grandes ideas. El lunes, después de vagar todo el día por ahí, escuchando las noticias del robo en las teles y las radios de los bares, entraste en el piso de madrugada, asegurándote de que nadie te viera. Y, desde entonces, caminas por él sin hacer el menor ruido, procurando no moverte si no es absolutamente necesario.
Entonces, la alegría y la satisfacción se esfumaron. En su lugar, en mitad del pecho, quedó instalada una bola de angustia y, en el cerebro, un zum-zum, la locura que se acerca. Fueron los días de las maldiciones en voz alta, de la rubia, las amenazas, los planes próximos a cumplirse. Torturas planeadas minuciosamente, hasta el último detalle. Y la diarrea interminable, la fiebre, las náuseas, los sudores fríos, el corazón latiendo como si fuera a estallar de un momento a otro. El miedo, los minutos que pasan lentamente, y la seguridad de que el Gallego será el primero en encontrarte porque el Gallego es muy listo, y tiene que ser el primero, porque esto es una cosa entre tú y yo, hijoputa, y un día vendrás aquí y ése será el Gran Día.
Pero cuatro días son muchos para pasar en el silencio y la oscuridad de una casa sucia y vacía. Y a las maldiciones han seguido los gemidos y el terror. Ése temblor incontenible y esa sensación que hace tanto que no sentías, Miguel. La sensación de soledad y de desamparo, el llanto de las noches en la celda de castigo, el desconsuelo del día en que el Caro salió de la cárcel y te dejó en manos de aquella basca y tú no podías hacer nada. El pánico del día en que el Gallego te echó el guante, cuando estabas abrazado al Cachas manchaba aquel chorro de sangre, y te miraba aquel ojo colgante, como una enorme canica redonda, blanca y roja. Minutos y minutos que pasan esperando la llegada de la Nena, siempre de madrugada, con las latas de comida y las botellas de Veterano que te bebes a morro como si fuera lo único capaz de calmar la sed. Cuatro días son demasiados para estar encerrado en un piso cubierto por una asquerosa capa de polvo gris donde las pisadas marcan caminos delatores. Del camastro, junto al balcón, hasta la puerta, para recibir a la Nena. Del camastro, junto al balcón, hasta el water, el water pestilente, que huele a mierda como ningún water del mundo, porque no puedes tirar de la cadena, Miguel, que nadie sepa que estás aquí. Y la puerta de la derecha, que no has abierto nunca. Ésa puerta te obsesiona. ¿Quién se esconde tras ella?
Y hoy, de repente, llega la policía a la Pensión Miami y te das cuenta de que el Gallego no es tan listo como creías. Han llegado antes que él, Miguel, y te van a detener. La dueña de la pensión habrá visto algo raro en el piso de enfrente, y les habrá dicho algo y ahora están subiendo, Miguel, vienen a por ti. O alguien habrá visto las entradas y salidas de la Nena y ya han señalado el piso con el dedo, ahí pasa algo raro…
Miguel se sienta en el camastro sucio de orines (porque uno no puede estar yendo al water cada dos por tres, el Gallego podría llegar en ese instante) y apoya la espalda contra el balcón y encañona la puerta con la niquelada Bernardelli. Ahora, llamarán, o la derribarán a patadas, y es el momento de empezar a disparar. Pero nadie llama ni derriba nada a patadas, y Miguel se queda como hipnotizado, sobre el camastro, pistola en mano, sucios los pantalones de orines y de mierda, los ojos enloquecidos y desorbitados, la barba de cuatro días, y ni una pizca de odio. Sólo toneladas de miedo.
6 de la tarde
La Guardia Civil tenía muchos datos sobre el Marujo. Continuamente entra y sale de la cárcel por asuntos de drogas. Saben que su centro de acción está en la Plaza General Mola, de Hospitalet. Mientras trabaja, tiene una red de ojeadores que le avisan en cuanto ven el peligro. Entonces, el Marujo tira su mercancía a una papelera, o a una alcantarilla, y ni siquiera se digna escapar. La policía sabe que nunca, o muy difícilmente, le pillarán con la heroína, ni las jeringuillas, ni la marihuana, ni el chocolate, así que se limita a esperar el momento adecuado en que alguien les sople dónde se esconde y dónde guarda su mercancía. Por eso, se limitan a controlarlo de vez en cuando, le echan el guante algunas veces, lo ablandan un poco, y la mayor parte del tiempo anda suelto por ahí.
Pero hoy, clientes, ojeadores y mirones, han captado de inmediato que el Manijo se ha metido en un lío muy serio. Primero, por el despliegue de polis que han acordonado la plaza y, luego, porque el Marujo ha salido corriendo como un desesperado. Hoy, la cosa va muy en serio… Y el Marujo, en cuanto un chaval le ha dicho «Te buscan», se ha olido perfectamente por qué van tras él. Cuando se enteró del robo del furgón, le entró el canguelo. Aquello resultó ser más gordo de lo que él imaginaba. Nunca hubiera creído al Migue capaz de algo parecido. Cargarse a dos guardias jurados y robar nueve millones, eso quema los dedos. Y, más tarde, supo que detuvieron al Flaco, y el Flaco habrá cantado la Traviata. Que si el Marujo conoce al Migue, que si el Marujo se esconde aquí o allí.
La noticia le pesca en el bar del malagueño y, automáticamente, se dirige al retrete. Se encierra con el pestillo, se sube a la taza, abre el ventanuco y, con grandes trabajos, pasa a través de él. Éste ventanuco da a un estrechísimo tragaluz surcado por gruesas cañerías de desagüe. Es fácil trepar por ellas, como el hombre mosca, poniendo el pie en las horizontales, y el otro pie en el alero de las ventanas, y arriba, y arriba, con esa sensación de cagalera y de mareo y un grito que no acaba de salir de la garganta. Cuando llega a la ventana del tercer piso, la encuentra abierta, como esperaba, Salta al interior de un diminuto cuarto de baño y el Monqui, que lo oye, le sale al paso, muy excitado.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—¡Déjame, coño, joder! ¡Me voy al terrao, que vienen! Sale al descansillo de la escalera y sube los peldaños de dos en dos, echando el bofe, hasta la puerta de la azotea, que alguien descerrajó no, se sabe cuándo. Atraviesa la azotea a toda carrera, los cinco sentidos puestos en los gritos, pitidos o tiros que empezarán a sonar tras él de un momento a otro. Salta torpemente las balaustradas que separan una casa de otra. Una de las puertas está abierta. Milagro. La abre y se precipita escaleras abajo, no sabe dónde irá a parar, Igual se mete en la boca del lobo.
Pero no. Sale a una calle desconocida y echa a correr por ella como si le persiguieran todos los tanques del ejército. Un taxi. El Marujo levanta la mano, y el taxi se detiene, y el Marujo salta a su interior y, procurando parecer calmado, dice:
—Al paseo del Borne, por favor.