10 de la mañana
La última dirección conocida de Miguel Vargas Reinoso es de Zaragoza. Según informa la policía de allí, dejó la pensión, pagando religiosamente, el 21 de julio pasado. Dónde se puede haber escondido en todo este tiempo es una cuestión fácil de resolver. Si ha ido a una pensión o a un hotel, los de Hospederías pronto darán con él. Mientras ellos consultan sus archivos y Sevilla sigue buscando al Flaco, Correa ha localizado a un Vargas Reinoso, Juan, que vive en Bellvitge.
Se encuentra ante una mujer de mirada torva y malos modales que declara ser la esposa de Juan Vargas y, sí, señor, cuñada de ese pendón de Miguel. Y, sí, señor, Miguel estuvo viviendo en su casa desde el 21 de julio hasta final de mes. Les dijo que estaba de vacaciones y Juan, que, claro, es su hermano, no le pudo decir que se fuera. Ella, en cambio, ya se imaginaba que ese pendón de Miguel estaba preparando algo malo, porque es una mala persona, que mira, así, como mal, como una fiera. Ella pasó mucho miedo mientras él estuvo en casa y lo que más le preocupaba era que liara a Juan, su Juanito, que es el hombre más honrado del mundo. Juanito es un trozo de pan y le dejó vivir allí unos días, pero por fin la mujer recuerda que echaron a Miguel. Sí, sí, no es que se fuera por su propia voluntad, es que lo echaron, que no se fiaban de él. Y se fue amenazándolos de muerte, recuerda de repente. Juan está trabajando en el taller del suegro, calles más allá.
Juan Vargas sale del interior de un mugriento taller de reparación de motos, limpiándose las manos. Es mayor que Miguel y su mirada es más dulce, más domesticada. Se sobresalta al ver la placa del policía y, cuando tiene que hacerse oír por encima del estruendo de un motor a escape libre, se le estrangula la voz y parece al borde del llanto. Su hermano es un chico decente y seguro que no está mezclado en nada, porque se regeneró cuando salió de la cárcel, allí hicieron de él un hombre nuevo, y ha estado trabajando honradamente en Zaragoza y ahora está de vacaciones. No, su hermano no le habló de que estuviera preparando nada, porque Miguel se ha regenerado, seguro, y no haga caso de lo que le diga la bestia de mi mujer, que lo que pasa es que lo odia. Su mujer odia a todo el mundo y habla por hablar.
12,30 del mediodía
El colmado de Benítez está en una de las callejas que unen el Paseo del Borne con la Avenida del Marqués de Argentera, muy cerca del puerto. Es una tienda oscura y todas las mercancías que tiene expuestas despiertan muy poca confianza. Seguro que los yogures están pasados de fecha y que la fruta está agusanada. El Benítez camina encorvado y cojea de una forma inquietante, como si se fuera a caer de un momento a otro. Odia a los policías y a los chorizos, pero un día se vio metido en el fregado y no le quedó más remedio que bailar porque estaba en el baile, y así le fue. Todo disgustos y ninguna satisfacción. Una paliza que recordará toda su vida gracias a la cojera que provocó, y un colmado de mierda que apenas le da para ir tirando malamente. Pero cuando uno está en el baile, tiene que bailar, aunque sea cojo y esté amargado.
Reconoce a Salvador en cuanto le ve, pero sigue haciendo cuentas como si nada. Sin levantar la vista del mostrador, responde a las preguntas con murmullo de beata.
—¿El Chava? Creo que tiene un bar, pero no sé dónde. ¿El Marujo? Metido en cosas de drogas, cosas fuertes. No tengo ni idea de dónde se esconde. ¿El Migue? Desapareció hace años. No creo que ande por aquí. No, no. De ése no sé nada de nada.
Se queda paralizado al ver los cinco billetes de mil sobre el papel en que escribía. No es corriente que los policías den dinero a los confidentes. Sólo de vez en cuando algún favor… Pero dinero, no. Claro que el Gallego ya no es policía pero, coño, de todas formas estos cinco verdes son una sorpresa.
—Ya preguntaré por ellos —murmura.
7,15 de la tarde
Hace rato que la Nena espera en un extremo de la barra, tomándose una menta y aparentando no tener ninguna prisa. Hace un rato que su mirada, indiferente se cruza con la del Chava. Al entrar, ha coqueteado unos instantes con él. «Qué tal, guapo», «cuánto tiempo sin vernos», y cosas así. Por fin, ha dicho: «He venido para hablar contigo», y el Chava se ha puesto en guardia.
—Espera, que ahora no puedo.
Carmina estaba cerca y también la miraba con malos ojos. La Nena se ha vuelto hacia ella, descaradamente.
—Hola, Carmina. He venido a ver a tu marido. —Se ha reído, «ji, ji»—. Anda, ponme una menta, que ahora está ocupado.
Tienen miedo de lo que les pueda decir, de lo que les pueda pedir. Saben que viene de parte del Migue y con los ojos le ordenan que se largue.
Pero la Nena mira a todas partes y sorbe su menta como si todo aquello no fuera con ella. Se enrolla con dos albañiles que están tomando unas cañas, intercambian unas frases obscenas y aparta sus manos cuando van demasiado lejos. Ellos comprenden y, al acabar las cervezas, se van sin atar nada más. Su lugar lo ocupa un chaval de mirada triste que se retuerce las manos y suspira pensando que ha de decirle para ligársela. La Nena se ríe de él para sus adentros, y está tentada de darle un pellizco en el culo o de pedirle fuego, o algo así. Pero no lo hace. Se limita mover cintura al ritmo de una cancioncilla que tararea entre dientes.
El Chava se acerca a ella.
—¿Qué pasa? —dice, agresivo.
—Vamos —responde la Nena. Coge el vaso y camina hacia el fondo del bar. Allí, entre las cajas de cerveza, se encara con el Chava y le muestra el reloj negro y dorado, de dos esferas, el Baume-Mercier—. Te lo vendo.
El Chava inspecciona el reloj, recuerda que lo vio en la muñeca de Miguel, hace una mueca y un gesto de impaciencia.
—Esto es de baratillo —dice.
—Y una mierda es de baratillo. Oro puro. Lo he comprobado.
El Chava sigue dándole vueltas entre los dedos.
—Y, además, con una dedicatoria detrás. «A mi Manuel, con amor, de su Beatriz». Vaya una mierda. Esto no lo coloco yo en ninguna parte. Tíralo a una cloaca y saldrás ganando.
La Nena se pone seria.
—Por favor. Es del Migue. Échale una mano.
—Al Migue, a estas alturas, le sobran los millones.
La Nena se vuelve a un lado y a otro, temerosa de que la oigan. Susurra, angustiada:
—No puede hacer nada… ¡Todos los billetes estaban marcados! Anda, Chava, coño, por favor… No te cuesta nada… Dame diez mil pelas y en paz. ¡Si al menos vale medio millón!
—El Migue está loco.
—El Migue está muerto de miedo. Está acorralado, escondido en una pensión de la Plaza Palacio, la Pensión Miami…
—Yo no quiero saber nada.
—¡No lo vas a dejar ahora!, ¿no?
—El Migue ha hecho el imbécil, yo le dije que no lo hiciera, y ahora se ha metido en el follón y ¿qué pasará? Lo pescarán, porque lo van a pescar, y sabrán que él robó el reloj, y ¿a quién se lo vendiste? Y me meterá en el jaleo…
—Chava, por favor, hazlo por mí…
—Estáis locos los dos.
—Dale cinco mil y que se largue —interviene, de repente, Carmina.
—¡Vete a servir, coño! —grita el Chava.
—El Migue te ha querido meter en el jaleo desde el primer día. Y ya te ha metido. Aunque no le des la pasta a la Nena, cuando lo pillen, dirá que tú estaban en el ajo. ¡Pues dale cinco mil para que se largue de Barcelona!
—Con cinco mil no tiene ni para pagar la Pensión Miami.
—¡Deja de repetir que está en la Pensión Miami! —salta el Chava, en un murmullo agudo—. ¡No quiero saber dónde está!
—Con cinco mil no tiene ni para pagar la pensión —insiste la Nena—. Dale diez mil, por favor. Diez mil y el Migue se irá y nunca más volverás a saber de él.
El Chava se abre paso entre las dos mujeres y sus recíprocas miradas de odio, llega hasta el mostrador y busca nerviosamente en un sucio cajón. Carmina da la espalda a la Nena y se va a la cocina. En seguida, el Chava vuelve con tres billetes de cinco mil pesetas.
—Toma quince mil y lárgate y no quiero verte nunca más. Ni a ti, ni al Migue.
La Nena guarda el dinero.
—Eres un mierda, Chava. Ahora mismo, tendrías que ir a la Pensión Miami para ayudarle.
—Ahueca el ala, Nena, o te estampo contra la pared.