12 del mediodía
A primera hora, Sevilla ha salido para localizar a la testigo que llamó a la Policía Municipal y luego no se presentó. No hay muchas esperanzas de encontrarla. Aprovechando que hoy es fiesta, su marido se la habrá llevado al campo huyendo precisamente de una visita oficial. Si pincha por ese lado, Sevilla irá a buscar confidentes. Después de un robo de ocho millones, los chivatos y los policías corren unos al encuentro de los otros como enamorados de película.
Procurando no mancharlo de sudor, Correa ha pasado la mañana leyendo el historial de Salvador Gallego Perca. Está obsesionado por la penetrante mirada que intercambiaron el asaltante y el guardia jurado durante el robo.
«… Funcionario de la Dirección General de Seguridad en la Brigada de Investigación Social desde 1944 a 1967, traspasado a la Brigada de Investigación Criminal donde estuvo hasta 1972, en que abandonó el Cuerpo con la categoría de inspector de primera».
¿Por qué salió de la policía este inspector de primera, después de veintisiete años de encomiables servicios, para dedicarse a guardia jurado, con sueldo y categoría inferior?
No es difícil localizar a un compañero de los que coincidieron en la Brigada con Salvador Gallego. Está en el bar Cannes, tomando una cerveza, y le gusta contar aventuras pasadas. Así es como Correa oye hablar del «lío».
—¿Qué es eso del lío?
—Bueno… Fue muy comentado entonces… El Gallego siempre fue muy buen policía. Entró en la Social al salir de la mili y no tenía competencia, te lo digo yo. Era duro, era un tío de muchos cojones. Amigo de todo el mundo, un compañero estupendo, pero, macho, cuando le echaba el guante a un rojo, ése ya se podía ir preparando. Y detuvo a muchos, a muchos. En el 49, cuando aún estaba Chinchilla de jefe superior, Gallego ya tenía una red de confites extraordinaria, y avisó de que se iban a colocar bombas cuando Franco visitara Barcelona. Bueno, pues nadie le hizo caso y las bombas estallaron, y se montó un follón de miedo que le costó el puesto a Chinchilla. Entonces, nombraron jefe superior a José María Albert, y Albert se fiaba mucho de Gallego en lo referente a las bandas anarquistas, aquello del Facerías y el Sabaté, y Gallego hizo unos cuantos servicios memorables. En el 52, por ejemplo, les preparó una emboscada a tres de la banda del Facerías, en la calle Rocafort esquina Provenza, y hubo un tiroteo de órdago. Los anarquistas les tiraron una bomba de mano y todo, y el Gallego, nada, duro, duro, duro, acabó por engancharlos en un solar del Carmelo, después de un tiroteo de tres pares de huevos…
—Sí, eso ya lo sé… ¿Pero qué es eso del lío?
—Pues que, mira, el Gallego también era un poco chulo, no todo eran amigos. En la Social se enemistó con un tío muy influyente, uno que tenía muchos padrinos, no viene a caso su nombre. Pues el tío este tenía miedo de que el Gallego le hiciera sombra y consiguió que lo pasaran a la Criminal en el… Sesenta y pico…
—En el sesenta y siete, sí, pero…
—El caso es que hubo un par de redadas que salieron mal, se habían filtrado las informaciones o algo por el estilo, o algún chivatazo en falso o algo así, y nada, que se levantó la liebre. Y el Gallego llegó a acusar al otro tío de que había levantado la liebre para perjudicarlo a él y, ya te digo, casi llegaron a las manos y todo. Y el Gallego fue a parar a la Criminal, a pescar chorizos. Bueno, la Criminal también participaba en asuntos políticos, ya sabes, pero ya no era lo mismo, toda la gloria se la llevaba el otro. Y el Gallego se empezó a trastocar. Para él, eso fue como un castigo, y realmente había caído en desgracia. Fíjate que por arriba empezaron a decir que si tenía ideas rojillas, que si guardaba propaganda de izquierdas, que tenía amigos de ideas… así, raras, ya sabes. Porque el Gallego se había metido mucho en el ambientillo de los anarquistas y los comunistas, para hacer confites y pescar chivatazos. Pero todo era falso, ¿eh?, todos los rumores eran falsos, porque yo conocí al Gallego y, macho, te juro que era un tío con las pelotas bien puestas… ¡Pero…! Desde entonces, el Gallego se fue a pique. Kaput. ¡Gastaba una mala leche con los chorizos…! ¡Uuuuuh…! Y, entonces, vino lo del lío…
—¿Pero qué lío?
—Pues que un día detiene a un chorizo y, realmente y entre nosotros, las cosas como son, se pasó con él. Le machacó la cara a culatazos. ¡Entiéndeme…! A los chorizos los tratas a hostias o no sacas nada en claro de ellos, ya sabes, pero aquel día se cogió por su cuenta al chaval, que tendría unos… yo qué sé… quince o dieciséis años y… «dejadme solo», ¿sabes? Lo había pescado atracando a una pareja en la carretera de Vallvidrera, y hubo un tiroteo y todo, y murió uno de los de la banda. El Gallego dijo que este chaval en cuestión, que ahora no me acuerdo cómo se llamaba, tenía una pistola y le disparó primero. El caso es que, después, la pistola no salió por ninguna parte. Pero, antes de llevarlo a juicio, el día que lo detuvo, le machacó la boca, zis, zas, zis, zas… Cómo sería que tuvimos que sujetarlo, y el Gallego… Yo creo que, aquel día, el Gallego se volvió loco. Y, entonces, se empezó a decir que si el Gallego no quería que el chaval hablara, que no quería que dijera no sé qué… Y el chaval, en cuanto pudo hablar, y en el juicio y todo, empezó a decir… Bueno, eso decía él, yo no puedo creerlo y aquí nadie se lo creyó, pero… El chaval decía que el Gallego, una vez le había dado por el culo. Se ve que el chaval hacía de chapero en los urinarios públicos y… Bueno, aquí nadie dio mucha importancia a todo eso, conocíamos al Gallego y sabíamos que no era maricón, joder, si siempre llevaba a todas las tías de cabeza. No era maricón, o sea, vamos, eso seguro… ¡Pero…! A partir de entonces, el Gallego empezó a beber… Ya te digo yo, creo que se volvió loco. Le entró la manía de que creíamos que era maricón, y dale con que no soy maricón, y que no soy maricón, y al que me llame maricón le pego un tiro… Un día, detuvimos a unas putas y el tío llegó borracho y se las quería tirar a todas aquí delante y empezó que si yo no soy un maricón… ¡Montó un cisco…! Tuvimos que sujetarlo entre varios, se lió a hostias, sacó la pistola, y… Bueno, ahí se acabó todo. El jefe de la Brigada ya le había llamado la atención muchas veces y lo envió al jefe superior. Y nadie sabe lo que pasó allí, pero parece que fue de órdago. Se dice que hasta llegó a amenazar al jefe, y que sacó la pistola y todo, y, en fin… El caso es que lo echaron y, además, se pasó dos meses en el Frenopático, en el manicomio. No estaba loco-loco, entiéndeme, pero se trastornó cuando lo sacaron de la Social. Porque el Gallego disfrutaba en la Social, ¿sabes? Se sentía más… importante, no sé. A él no le iba eso de pescar chorizos.
De nuevo en la Brigada, Correa localiza el expediente del chaval aporreado.
El 19 de julio de 1971, el portero de una conocida boîte de la Diagonal telefoneó al 091 notificando haber visto que cuatro chicos de edades comprendidas entre los dieciséis y los veinte años habían abordado a una pareja que acababa de salir del establecimiento, los habían obligado a subir en un coche y se habían ido con ellos por la Avenida de Sarria arriba. El inspector Salvador Gallego Perea estaba patrullando por las cercanías en un coche Z, en compañía de otro inspector, Cayetano Barabino Regio, y de dos números de la Policía Armada, y localizó el coche indicado por el portero de la boîte a la altura del kilómetro 5 de la carretera de Vallvidrera. Estaba vacío, pero cerca, en el interior del bosque, se oían gritos, voces y risas. En la confusión de la noche, los policías se sintieron amenazados y hubo un tiroteo en el transcurso del cual murió el jefe de la banda, Julián Gainza Gutiérrez, alias El Cachas, y fueron detenidos Miguel Vargas Reinoso, alias El Gachí, alias El Migue; y Mario Bolaño Guerra, alias El Marujo. En los interrogatorios preliminares, éste último confesó que el cuarto de la banda, el que había logrado escapar, era Sebastián Benítez Romero, alias El Chava. El informe termina diciendo que Miguel Vargas Reinoso no estaba en condiciones de ser interrogado.
Al llegar a este punto, el inspector Correa se remueve incómodo en su asiento.
Miguel Vargas Reinoso fue condenado a seis años y un día por robo en cuadrilla, violación y abusos deshonestos, de los que cumplió tres años y cinco meses. Mario Bolaño Guerra fue condenado a ocho años porque, a los cargos anteriores, se sumaba el de tenencia de estupefacientes.
Correa descuelga el auricular del teléfono y marca el número de Salvador Gallego. Le contesta él en persona, rápidamente.
—¿Podría usted venir a las cuatro, señor Gallego? Tengo algunas preguntas que hacerle.
4,30 de la tarde
—Siéntese —dice Correa muy severo.
Salvador se sienta y espera, muy tranquilo, con un brillo impertinente y burlón en sus ojos. Lo primero que ha visto al entrar en el despacho ha sido la ficha de Miguel Vargas Reinoso sobre la mesa. Enciende un cigarrillo. El inspector va al grano directamente.
—¿Reconoce a este hombre?
—No lo he visto en mi vida —responde Salvador, muy seguro de sí mismo.
Un silencio. Correa fuma con una mano, se seca el sudor con la otra y pasea por el estrecho despacho, pensativo. Cuando vuelve a hablar, parece muy cansado, muy paciente.
—Señor Gallego —dice—. Está usted en una situación difícil. Sí que ha visto antes a este hombre, porque era uno los que asaltaron el furgón, y además diría que es el único en quien usted se fijó. Además, éste es el chico a quien usted arreó bárbaramente el 19 de julio de 1971 en estas dependencias. Es raro que lo haya olvidado, ¿no?
—Si tuviera que recordar a todos los chorizos que curre…
—Tengo motivos para creer, señor Gallego, que está usted ocultándonos información importante para la investigación… Tengo casi la seguridad de que está usted protegiendo a uno… o a todos los asaltantes…
—¿Estoy detenido? —Salvador arquea las cejas, como si tío pudiese creerlo.
—Si estuviera detenido, le habría aconsejado que llamara usted a su abogado.
—Es curioso —sonríe Salvador—. En mis tiempos, yo habría dicho: «Si estuviera detenido, ya le habría vuelto la cara de un sopapo». Así cambian las cosas y la sociedad. Hoy, abogado por aquí, abogado por allá, y si un poli le toca un pelo a un detenido sale en el Interviú y todo el mundo señala con el dedo. Así va el país…
—No está aquí para juzgar el procedimiento de la policía, señor Gallego, sino para…
—Claro que sí. Todo el mundo juzga ahora el procedimiento de la policía, y por eso están las calles llenas de navajeros. Antes, nadie juzgaba el procedimiento de la policía.
—Y…
—Y había tantos navajeros como ahora —le corta Correa—, sólo que los periódicos no hablaban de ello porque convenía dar sensación de paz y tranquilidad…
Un policía de uniforme aparece en la puerta, interrumpiendo.
—Tiene una llamada, inspector.
Correa descuelga el auricular y habla por teléfono sin perder de vista a Salvador, que le devuelve una mirada socarrona y triunfante.
—Sí.
—¿Correa? Soy Sevilla… Oye, que tengo noticias. Uno que le llaman el Flaco estuvo por ahí diciendo que iba a dar el golpe de su vida. Voy a ver si lo encuentro. ¿Me esperas?
—Claro que sí. Yo también tengo noticias. Ya sé quién es uno de los asaltantes.
—¿Quién le ha puesto donde está? —pregunta Salvador en cuanto el otro acaba de hablar—. ¿Los rojos? ¿Ya controlan la entrada de policías en la Academia y todo, esos cerdos?
—Señor Gallego: Si lo que busca es que lo trate como usted trataba a sus detenidos, no tengo inconveniente en soltarle un trompazo ahora mismo. ¿Por qué dijo que no había reconocido al Migue?
—Porque no lo reconocí, ya se lo he dicho antes.
—¿A pesar de que, por culpa de ese chico, se promovió el escándalo que lo obligó a irse de la policía?
Salvador cierra los puños y frunce la boca con desprecio.
—Nadie me obligó a salir del Cuerpo. Me fui porque quise, presenté mi dimisión y sigo muy bien relacionado con sus jefes.
—Eso es mentira. ¿Por qué niega haberlo reconocido?
—¡No lo reconocí! —ruge Salvador entre dientes, como amenazando—. Dentro del furgón estábamos a oscuras y fuera había mucho sol. Además, Lisarte había muerto, salí todo manchado de sangre. Estaba deslumbrado, asustado y confuso… ¡No reconocí a nadie! ¡Sólo vi las pistolas!
—Está bien —accede Correa—. No diga nada. Supongo que esto es un delito de encubrimiento…
—Escuche… —cede Salvador, alterándose sólo un poco—. Escuche: usted ha dicho que ese atracador, cómo se llama, el jovencito… Usted dice que yo le rompí la cara hace años, ¿no?
—La boca, para ser más exactos. Por lo que sé, debe llevar dentadura postiza.
—Bueno, lo que sea. Más a mi favor. Pues la explicación es bien clara: ese tío quiere vengarse y para ello asalta mi furgón…
—O eso, o bien le facilita toda la información del recorrido, cantidad de dinero que transportan, lugar ideal…
—¡… Y le sugiero que asalte el furgón echándole encima un camión Pegaso!, ¿no? ¡Y yo dentro del furgón!, ¿verdad? ¡Coño, que Lisarte y Campillo han palmado, joder!
Correa deja pasar un minuto de silencio.
—… O bien… —dice, muy lentamente—. O bien, el Migue le gastó la putada de asaltar el furgón y le ha puesto a usted en esta situación difícil… Y usted, ahora, quiere tomarse la Justicia por su mano.
Se miran a los ojos y pasa más de un minuto.
—¿Estoy detenido o no?
—No —se rinde Correa—. No está detenido.
—¿Me puedo ir?
—Sí, lárguese, señor Gallego.
Salvador se pone en pie resoplando de la forma más grosera posible.
—Ah, un momento —añade Correa. Y levanta el dedo índice la mano con que sujeta el pañuelo—. Mañana, llamaré a Segurtrans y pediré que le den una semana de vacaciones… Para que se reponga del susto, ¿comprende?
—Gracias.
Salvador se va, pisando fuerte por el pasillo.
Correa sale del despacho y camina lentamente hasta la puerta de Homicidios, remoloneando y mirándose las puntas de los zapatos. En Homicidios está Lallana, un joven de pelo alborotado que viste desgarbadamente.
—Oye… ¿Tenéis mucho trabajo aquí?
—No, no mucho.
—Bueno… Ayúdame en esto del robo de los ocho millones, ¿quieres? Al fin y al cabo, también es asunto vuestro… Se cargaron a uno, ¿no?
—¿Qué quieres que haga?
Que vigiles día y noche a uno que se llama Salvador Gallego. Salvador Gallego Perca. Desde ahora mismo.