XII

6 de la mañana

Anteayer, el señor García (el gigantón de pelo blanco y gafas de intelectual) alquiló un Citroën GX en una agencia de la Travesera de las Corts. Ayer, domingo, el señor Pérez, el pájaro, alquiló un Peugeot en el aeropuerto. Aparcaron ambos coches, uno tras otro, en el pasaje sin asfaltar que desemboca en la calle Gacela.

La zona es como un inmenso desierto calcinado, con grandes bloques de edificios cuadrados e inhóspitos. Lo que algún día serán jardines, de momento parecen solares de tierra apisonada donde ni siquiera puede crecer la hierba. En el callejón sin asfaltar no hay puertas ni ventanas y la calle Gacela tan abandonada como si se hubiera declarado zona catastrófica. En tres tiendas seguidas (una papelería, un colmado y una ferretería), hay letreros escritos a mano: «Cerrado por vacaciones del 1 al 15 de agosto», o bien «Cerrado del 12 al 31 de agosto».

Es el lugar ideal.

Después de aparcar los coches, el señor García y el señor Pérez fueron al hotel en taxi, pagaron la cuenta y retiraron sus equipajes. Fueron a encontrarse con el señor Fernández, el calvo, en un lujoso bar de la Diagonal. Dejaron las maletas en la furgoneta que Miguel había robado aquella misma tarde, y se fueron al cine.

Los tres han pasado la noche en blanco recogiendo vallas metálicas de las que se utilizan para delimitar los trabajos en la vía pública. A las cinco de la madrugada, el señor Fernández ha ido a reunirse con Miguel, y los otros dos han regresado a la calle Gacela, han apartado el Citroën y el Peugeot y han delimitado el aparcamiento con las vallas del Ayuntamiento. El señor Pérez ha ido a devolver el Peugeot al aeropuerto. El señor García, vestido con un mono azul de trabajador y un casco amarillo de plástico, se ha quedado vigilando el lugar cercado por las vallas. Lleva el pelo teñido de negro y ha sustituido sus gafas por lentillas. La espera se le ha hecho larga y aburrida. Nadie le ha molestado.

Entretanto, Miguel y el señor Fernández han conseguido un enorme camión Pegaso de tres ejes en las proximidades de la estación del Norte. No ha sido difícil forzar la cerradura ni hacer el puente.

Durante todo el trayecto hasta la calle Gacela, Miguel no ha dicho ni una palabra, no ha respondido a las bromas ni a la charla intrascendente del señor Fernández. Acepta la pastilla de anfetaminas que el otro le ofrece para mantenerse despierto, pero nada más. Desde el primer momento, se vio desplazado por la resolución y la eficacia de sus tres cómplices. Le arrebataron el protagonismo, la dirección del golpe, y se siente relegado a simple chico de los recados. Rechazaron el truco de los tebeos para la fuga, le dieron a entender que ni siquiera pensaban irse al extranjero, eligieron un lugar distinto al que había buscado para el asalto, le hicieron callar varias veces e incluso llegaron a desconfiar de él.

—¿Y si pescan a éste y canta? —preguntó el señor Pérez.

—¿Qué puede decir? —saltó en su ayuda el señor Fernández—. No nos conoce de nada, no sabe quiénes somos, ni cómo nos llamamos ni dónde vivimos,…

Miguel lo soporta todo porque sabe que, gracias a ellos, se encontrará con el Gallego, frente a frente a pistola en mano. Varias veces ha decidido matar al señor Pérez, que es quien más le molesta, en el transcurso del golpe. Un balazo en la cabeza y se acabó. Pero, luego, ha desistido. Lo más importante es el Gallego, Miguel, no vayas a estropearlo todo ahora.

El señor Fernández emplea casi un cuarto de hora en aparcar el camión en el pasaje sin asfaltar mientras Miguel y el señor García retiran las vallas. Al terminar la operación, se quitan los monos y los cascos, los dejan en la trasera del camión y se separan.

—Tú, Miguel —dice el señor García en tono demasiado exigente—, llévate la furgoneta a cualquier sitio, bien lejos. Desayunas, y aquí a las nueve. ¿Okey? Yo iré a devolver el Peugeot a la casa donde lo alquilé. Tú —al señor Fernández—, vigila por aquí y arréglatelas para espantar estorbos. ¿Okey? A las nueve, aquí.

7,30 de la mañana

El equipo del Furgón B sale de los vestuarios, atraviesa el vestíbulo de la empresa y, ya en la calle, se dirige a su vehículo. Luis, el más joven de los cuatro, va callado y taciturno. Se les dio a entender que hoy podrían hacer puente y, a la hora de la verdad, han tenido que ir al trabajo. «Nada, nada. Los del Banco dicen que como cada lunes». Luis se había hecho ilusiones respecto a una chica que acaba de conocer y le cabrea haberle dado plantón. Campillo, alto y desgarbado, le toma el pelo. A Campillo le importa un comino que no les hayan dado fiesta. Para él, la diversión empieza a las seis de la tarde, cuando las putas se asoman al exterior, y para eso cualquier día es bueno, tanto da que sea fiesta como que no.

—¿Sabes lo que te pasa a ti, Luis? —dice, subiendo a la cabina, junto al volante—. Que chingas poco…

Luis, el conductor, le dice que se vaya a la mierda.

Lisarte y Salvador montan en la parte de atrás. Uno prende la luz interior y el otro cierra la puerta trabándola con el pestillo de seguridad. Allí dentro, hace un calor espantoso, casi no se puede respirar. En verano, este encierro es peor que un horno. Salvador se seca el sudor y rezonga.

—Vaya par de granujas… Chingar, chingar… No piensan en otra cosa.

Lisarte tiene cuarenta y dos años y ya se considera de la misma generación de Salvador. Conecta su pequeño ventilador a pilas y, dándose aire, sonríe con indulgencia.

—La leche… Pues lo mismo que pensábamos nosotros a su edad…

—Pero nosotros nos tirábamos a las putas, Lisarte, que es muy distinto. Nosotros lo hacíamos por divertirnos, y ellos se quieren tirar a sus novias…

Salvador da una fuerte palmada en la pared que los separa de la cabina. Se oye la voz de Campillo, muy eufórico:

—¡Nos vamos!

—La leche… —insiste Lisarte, por dar conversación—. A ver si tú no te querías tirar a tu mujer cuando era tu novia,… Lo que pasa es que entonces no se hacía y ahora se hace… Bueno, pues que se haga…

—Mira, Lisarte… Yo tengo una hija de catorce años…

El furgón se ha puesto en marcha.

8,15 de la mañana

—No te preocupes, Luis, coño, que acabarás tirándote a la Isabel… ¿Sabes qué dice Dalí, el pintor ése? Pues que, cuando tengas ganas de hacer una cosa, lo mejor es aguantarse hasta que no puedas más. Lo leí en una revista. Porque dice que, así, luego te sabe mejor. Yo, por ejemplo. Me voy a la calle Robadors y empiezo a mirar, ¿sabes? Hay una tía, allí, la Rosa que le dicen, que está de muerte. Bueno, pues yo me espero, tú. Yo venga a mirar y a ponerme cachondo, y la veo que se va con uno, y me imagino lo que estarán haciendo, ¿sabes? Y me viene la fiebre, en seguida me viene la fiebre y trempo en seguida, ¿sabes?, porque a mí cuando me da es que me da. Pero yo quieto, parao. Y vuelve la Rosa, y espero a que se vaya con otro, y además me tomo un par de mentas, ¿sabes?, para ponerme más a tono. Coño, que a veces me da un dolor de huevos que no lo puedo aguantar. Pero yo quieto. Y, cuando ya no puedo más, «¡Rosa, parriba!». Y, macho, salen unos polvos tremendos, ¿sabes? Unos revolcones…

Después de atravesar Barcelona de parte a parte por la Gran Vía, de enfilar la Meridiana y desviarse por Concepción Arenal, la furgoneta se detiene ante la sucursal 711 del Banco Transibérico. Con la parsimonia de la rutina, gestos aprendidos y repetidos miles de veces, Salvador, Campillo y Lisarte se meten en el banco. Ya está abierta la caja fuerte y a punto las sacas de billetes y monedas. Salvador firma el recibo. Tantos billetes de cinco mil, tantos de mil, tantos de quinientas… Total: 3080 750 pesetas.

Campillo y Lisarte sueltan las presillas que sujetan sus revólveres y, listos para desenfundar, cubren la acera. Salvador mete tres sacas en el furgón y los tres vuelven a sus puestos para seguir el recorrido habitual.

—Pero lo suyo es distinto, joder, Campillo —dice Luis, reemprendiendo la conversación.

—Claro, claro que es distinto… —responde Campillo sin hacerle mucho caso—. Pero mira que Dalí tiene unas cosas… Y dice que esto se tiene que hacer con todo, ¿sabes? Con el mear, con el cagar, con todo… Y tiene razón, el tío, ¿sabes? Porque, mira, cuando tienes muchas ganas de mear, y te aguantas, pues porque no tienes un water a mano, o algo así, y te estás meando y ya no puedes más… Macho, cuando por fin vas corriendo al meadero y te pones allí, ya con la gota en la punta del capullo, ¿sabes? Y, de repente, ya puedes, y sale, pssssssss… Joder, da un placer…

—Calla, coño, que me van a dar ganas de mear… —replica Luis. Y los dos se ríen.

9 de la mañana

Cuatro trabajadores vestidos con monos azules y cascos amarillos se reúnen en torno a un camión Pegaso aparcado junto a la calle Gacela. Uno de ellos parece el capataz y da órdenes enérgicamente. Mueven vallas metálicas del Ayuntamiento de un lado para otro. Se diría que están esperando algo o alguien que se retrasa. El que parece el capataz prende un cigarrillo, y cualquier espectador ocasional pensará que así son los obreros españoles. Se recuestan tranquilamente contra la pared, fuman, hacen ver que trabajan, arriba y abajo, pero, en total, nada. Si hay algún espectador, pronto se retira, aburrido, porque no es interesante ver a la gente sin hacer nada.

A los cuatro hombres, las pistolas les pesan en los bolsillos de sus monos.

9,20 de la mañana

El furgón B de Segurtrans se detiene frente a la sucursal número 826 del Banco Transibérico de San Andrés. Rodeada de muchas empresas, fábricas y oficinas, cerca del Polígono Industrial del Besos, esta sucursal suele trajinar mucho dinero. Incluso a mediados de mes tienen un buen volumen de caja. A esta sucursal no le interesa guardar demasiado dinero en las arcas por temor a los atracos. No es un buen barrio, dice su director, que vive continuamente asustado. Fue a instancias suyas, sobre todo, que se estableció esta recogida semanal de fondos.

Tantos de cinco mil, tantos de mil, tantos de quinientas, tantos de cien… Total: 3143 525 pesetas.

Se repite el ritual para llevar el dinero hasta el furgón. Monta Campillo en la cabina, donde espera Luis; se encierran Lisarte y Salvador en la parte de atrás y siguen el recorrido. Atraviesan la autopista por debajo y enfilan el Paseo Valldaura. La próxima sucursal está unas manzanas más allá, entre la calle Rebeco y la calle Gacela. Luego, tendrán que torcer por esta última hasta la Rambla del Cazador para volver atrás hasta la Plaza Lluchmajor y seguir en dirección al centro.

En la parte de atrás, congestionados por el calor, Salvador y Lisarte siguen discutiendo.

—¡Si yo me entero de que mi hija no es virgen, la mato! ¿Me oyes? ¡La mato! —grita Salvador.

Y Lisarte no le cree ni una palabra.

En la cabina, Campillo describe por enésima vez las categorías en que se dividen las putas y cuáles son las que le gustan a él. Él siempre las elige señoras. Ni guarras, ni jovencitas, ni yeyés, ni exhibicionistas ni ninguna de las otras categorías. A campillo le gustan señoras. Y es difícil encontrar una puta que sea señora-señora, ¿eh?

A cada parada, las conversaciones se interrumpen automáticamente, como si alguien desconectara a los cuatro. Bajan del furgón convertido en autómatas muy serios, y miran a un lado y a otro desconfiando de todo. Aunque hoy poco hay que mirar. Las calles están prácticamente desiertas.

Tantos billetes de cinco mil, tantos de mil, tantos de quinientas… Total: 2789 500.

9,40 de la mañana

El señor Fernández está al volante del gran Pegaso. Le sudan las manos dentro de los guantes de goma. Lo que más le gustaría en este momento sería encender un cigarrillo. Pero no, imposible, tiene que mantener los cinco sentidos puestos en lo que ocurrirá a continuación. Sobre el asiento de al lado, está la Star del 9 largo. Por un momento, se imagina que caerá al suelo del camión y quedará fuera de su alcance. La coge y la mete en el bolsillo del mono.

El señor Pérez es el único que no lleva mono ni casco. Con una chaqueta gris que le viene grande, gafas de sol y una gorra de cuadros que oculta su cresta de pájaro, está irreconocible en el interior del Ford Fiesta. Sus dedos repiquetean nerviosamente en el salpicadero, cubiertos por unos guantes de hilo que resultarían extraños para cualquiera que se fijara en ellos.

El furgón entra en la calle Gacela, verde y rojo, impresionante. Como una fortaleza qué nadie pudiera detener.

Miguel y el señor García remolonean junto a un poste de la luz. Ven la furgoneta al mismo tiempo que el señor Pérez y, rápidamente, el señor García hace una señal al señor Fernández. Miguel siente una sacudida en su pecho, se le nubla la vista por un instante y no puede respirar. Ahí está. Ahí viene el Gallego. Por dios, ahí está, ahí viene el Gallego. Le sobresalta el bramido del Pegaso al ponerse en marcha. Las ideas giran y se confunden en su cabeza: la posibilidad de que pase un coche de policía en este preciso instante, la posibilidad de un tiroteo, ¿quién caerá? ¿Y si todo sale mal? De repente, el plan le resulta muy frágil. No puede salir bien. La furgoneta es como una fortaleza, ¿qué pueden hacer contra ella? Se acerca a más velocidad de la prevista. Miguel ya puede ver las caras del conductor y el acompañante. El conductor es joven, tiene la cara cuadrada y es muy ancho de hombros. El otro lo está mirando y habla animadamente, a saber qué le estará contando.

El furgón pasa delante de Miguel y Miguel sabe que todo saldrá mal. Lo mejor que puedes hacer es largarte, huye antes de que empiecen los tiros.

La tienda que hay al otro lado de la calzada se llama Papelería Ulises y en la persiana metálica que la ciega hay un papel donde se lee: «Vacaciones del 1 al 15 de agosto». A pesar de ello, en este momento, la persiana metálica se levanta y aparece un viejo de barba blanca, en mangas de camisa. Miguel vuelve sus ojos hacia la próxima bocacalle y ya no puede hacer nada por evitar la catástrofe.

En cuanto el morro del furgón de Segurtrans asoma por la esquina, el señor Fernández suelta el embrague y pisa el acelerador a fondo, al tiempo que quita el freno de mano.

El gran Pegaso, monstruo de hierro, cuadrado como un bloque de granito, sale disparado hacia adelante. Campillo estaba diciendo:

—Eso se ve a primera vista. Yo, en cuanto vi a la Rosa, ríe dije: «Sí, señor, ésta es una señora». Yo me pongo caliente…

Luis se imaginaba a la Rosa, la comparaba con su Isabel, pensaba: «Qué coño sabrás tú de señoras, macarra, que estás hecho un maca…».

En la parte de atrás, Lisarte acaba de ponerse de pie, saliendo en defensa de los jóvenes.

—¡La leche! ¡Cualquiera diría que habéis parido monstruos, la leche! ¡Si ya te digo yo que voso…!

—¡Qué no, coño, que no! —grita Salvador.

Y el Pegaso embiste al furgón, como un ariete descomunal, antes de que Luis pueda esquivarlo, antes de que pueda verlo siquiera. Hay un estruendo infernal, las voces son sustituidas por un estallido alucinante. Campillo pone los ojos en blanco, su cara se llena de sangre, y cae sobre Luis, lo abraza y le araña la espalda con manos temblorosas. La luz de la parte de atrás se apaga de repente. El furgón se sube la acera, rompe un árbol por la mitad y cae de lado. El techo arranca un formidable desconchón a la pared de enfrente.

Miguel piensa «Ya está». Echa a correr hacia la puerta trasera del furgón, con la Bernardelli golpeándole la pierna, en el bolsillo del mono… Por delante suyo corre el señor García. Por detrás, el viejo de la papelería.

El señor Pérez pone en marcha el Ford Fiesta, sale del aparcamiento, se acerca al morro del furgón y, a través de los cristales astillados ve al acompañante abrazado al conductor en complicada postura. Se apea del coche con cara de susto.

El señor García llega a la trasera del furgón antes que Miguel. Forcejea inútilmente en la puerta.

—¿Están bien? —grita—. ¿Están bien?

—¡Quítese de ahí! —replica una voz autoritaria.

—¿Están bien? Y dentro:

—¡Lisarte! ¡Lisarte! ¡¿Me oyes?!

Un par de ventanas se han abierto en los edificios cercanos. Dos señoras despeinadas se asoman, asustadas.

Para Luis, el tipo de la gorra y las gafas de sol es un simple, transeúnte que acude en su ayuda. Alucinado por los chorros de sangre que escupe la nariz de Campillo, no puede pensar en nada, sólo abre la puerta y sale torpemente, braceando. Entonces, ve la pistola en manos del señor Pérez, una Parabellum que se apoya en su cuello.

—Abre la puerta de atrás.

Al otro lado del camión que ha quedado atravesado en la calle, empotrado en el furgón, se oyen voces desesperadas.

—¡Abra, abra, abra! —chilla el señor García, como un obrero que ha causado una desgracia y realmente está preocupado por ello.

Cuando llegan allí, Luis ya se ha separado un poco. Conteniendo un estallido de rabia, desprovisto ya del revólver, hace un esfuerzo por retener cada rasgo de los rostros que ve ante él. Hay tres obreros y un viejo con barba que no se entera de nada.

—Que abran —murmura el señor Pérez. Y Luis dice:

—¡Abrid, coño, que Campillo se ha matado!

En la oscuridad del interior, es horrible palpar el cuerpo de un amigo y mojarte las manos de sangre. En estos casos, uno se olvida de que transporta millones de pesetas. Uno sólo abre la puerta para respirar el aire puro del exterior. A uno no le gusta encontrarse encerrado con un muerto. Así que Salvador abre la puerta y lo primero que ve son pistolas, tres, cuatro pistolas en manos de tres obreros y un tío con gorra y gafas de sol.

—¡La pasta, vamos, de prisa! —grita el obrero más alto. Le empujan a un lado, contra Luis, junto al viejo de barbas que ha levantado las manos, y entonces repara en el más joven de los asaltantes. De inmediato reconoce esa cara y esas cicatrices, no podrá olvidarlas nunca. Reconoce esa mirada repugnante. Salvador Gallego Perca se siente más viejo que nunca. La pistola del jovenzuelo le apunta directamente el estómago.

En un piso, una señora habla por teléfono, muy excitada.

—¡Un accidente muy grande, sí, vengan de prisa! ¡Qué han chocado dos camiones!

El señor García ya está dentro del furgón y entrega bolsas al señor Fernández.

«Qué viejo estás», piensa Miguel. «Tan chulo que eras antes, ¿recuerdas?». Pero no dice nada. Frente a él, Salvador respira con dificultad, más blanco que el papel. «¿Qué pasará si aprieto el gatillo, hijoputa?».

—¡Vámonos! —grita el señor Fernández, con una bolsa en cada mano.

Rodean el camión a la carrera, se meten en el Ford Fiesta y el señor Pérez, al volante, lo pone en marcha. Chirrían las ruedas y brama el motor, marcha atrás, a toda velocidad. Gira el Ford Fiesta como una peonza, se encara al paseo Valldaura y se pierde hacia arriba.

El señor Fernández, el señor García y Miguel se quitan los monos y los cascos amarillos. Debajo iban impecablemente vestidos. Se convierten en ejecutivos respetables. El señor Pérez se quita las gafas y la gorra.

—¡Ahora, no corras! ¡No corras! —exclama el señor Fernández.

El señor García hurga afanosamente en las sacas. Sólo han cogido las que contenían billetes.

—¡Eeeeh! ¡Aquí hay mucho más de lo que pensábamos! —grita.

Salen fajos de cinco mil, de mil, de quinientas, todos sujetos con una goma elástica y con el papel donde el empleado del banco ha firmado su conformidad.

—¡Te toca más, chaval! —grita el señor García, riendo a carcajada—. ¡Nos toca más a todos!

Miguel está muy nervioso. Parpadea con mucha frecuencia. Todo su cuerpo es sacudido por movimientos involuntarios. Hasta su vientre. Tiene ganas de cagar. Mira por la ventanilla ansiosamente. En realidad están perdidos, ilocalizables entre las intrincadas calles de San Andrés, pero él nunca se había sentido tan nervioso, tan al descubierto… Le parece que todo el mundo los mira.

Ha durado muy poco. No habría tenido tiempo de disparar, aunque hubiese querido… Ha sido todo tan rápido…

El señor García cuenta dos fajos de cinco mil. Eso suma un total de 1500 000, a juzgar por lo indicado en los papeles de comprobación. Se los entrega a Miguel.

—Toma —dice—. Millón y medio. Esto para ti.

—¿Tanto? —protesta el señor Pérez.

—¡Si aquí hay más de diez millones! ¡Hay, mirad, dos, cuatro, seis, ocho, nueve…! ¡Cuatro millones y medio sólo en billetes de cinco mil! ¡Y dos, cuatro, seis, ocho, diez… puuuuf…! En billetes de mil, al menos hay dos millones más… Y, luego, los de quinientas, y los de cien…

—¡Está bien, coño! ¡Guárdalo ya!

Maquinalmente, Miguel mete los billetes en su bolsa de deporte, junto a la pistola. Ha sido todo tan rápido… Sólo ha tenido tiempo de ver los ojos del Gallego. Esos ojos cansados, turbios, estúpidos, que poco a poco, como si alguien hubiera prendido una luz en el interior de su cabeza, han resucitado…

—¡Yo me bajo aquí, en ese semáforo! —dice Miguel, con voz entrecortada.

Los ojos del Gallego han brillado. Han tenido miedo, miedo de ti. Pero no era sólo miedo lo que has visto en ellos. También has visto vida. Vida. Sí, ha sido como una resurrección.

Abre la puerta antes de que se hayan detenido por completo, salta del coche, atraviesa una plaza y se pierde por calles que le resultan completamente desconocidas. Se pone las gafas oscuras y camina casi a tientas, muy de prisa, huyendo, huyendo. El no querrá reconocerlo nunca, pero va huyendo del Gallego, de esos ojos que resucitaban, como el monstruo de Frankenstein.

Cuando el Gallego ha bajado del furgón, tembloroso y con las manos manchadas de sangre, era un hombre viejo, derrotado, indefenso, muerto. Cuando ha reconocido a Miguel, se ha convertido en una persona distinta. Viva. Asustada, sí, pero llena de vitalidad. Ahora, vuelve a ser un hombre peligroso, Miguel. Ahora, vuelve a ser más fuerte que tú. ¿Por qué no has apretado el gatillo?

Miguel habla solo, entre dientes…

—No, no, no… Aún hay otras cosas que hacer… Esto ha sido sólo el primer paso… No, no, no… No, no, no…

… Y la gente, en la estación del Metro, se ríe de él a sus espaldas.

10,20 de la mañana

Cuando los dos coches K llegan a la calle Gacela, un par de ambulancias salen al Paseo Valldaura chillando como diablos, a toda velocidad. Una multitud que nadie se explica de dónde ha salido forma un corro en torno al camión Pegaso incrustado en el furgón verde y rojo. La Policía Municipal y los inspectores de la comisaría más cercana tratan de mantener los mirones a distancia con la fórmula de siempre. «Circulen, circulen».

De uno de los coches recién llegados saltan los de Identificación, con sus cámaras fotográficas y sus frascos de reactivos. Éstos se andan con menos contemplaciones. «¡Apártense, coño, fuera de aquí, que esto no es un espectáculo!». Para los de Identificación, los mirones siempre están demasiado cerca, borrando todas las huellas y pisoteando el lugar de los hechos.

Del segundo coche, han bajado dos hombres que también se abren paso entre la gente. Uno de ellos es grueso, un poco calvo, y suda abundantemente. Lleva la chaqueta al brazo y tiene las axilas manchadas de sudor. Su mano sujeta un pañuelo que usa continuamente para secarse la frente y la nariz ancha y carnosa. Se diría que suda hasta por los ojos. Se encara con uno de los inspectores que ya están allí.

—Somos Correa y Sevilla, —dice, telegráficamente, en plan telefilm—. De Atracos.

—Un muerto y un herido muy grave —contesta, en el mismo plan, el otro—. Se han llevado cerca de diez millones.

Sevilla es alto y tiene abundante cabello y barba negros. Viste una camisa gris de manga corta, muy holgada; pantalón vaquero y sandalias que dejan ver los dedos de sus pies. Sevilla y Correa tienen una cierta fama en el Grupo de Atracos porque, juntos, han resuelto eficientemente algunos casos difíciles. «No podían juntarse dos que encajaran mejor», dijo una vez el gracioso de la Brigada: «Todas las Correas llevan hebillas, ¿no?».

Guiados por el inspector que los ha recibido, llegan hasta el grupo formado por dos guardias jurados y un viejo de barba blanca. Hay un rápido intercambio de preguntas y respuestas.

—¿Se llevaron sus armas?

—Sí. Todas.

—Veo que han dejado sacas…

—Las de monedas. Sólo se han llevado los billetes.

—¿Hay constancia de las numeraciones?

—Creo que no, pero esto es cosa del Banco…

—¿Testigos oculares?

—Yo —dice el viejo de las barbas.

—¿Alguien más?

—Una chica —interviene el inspector de la comisaría—. Oyó el ruido del choque y se asomó a la ventana. No sabemos de nadie más.

—Bien… —dice Correa, suspirando y mirando a Sevilla.

—… Empecemos —añade Sevilla.

Los de Identificación gastan carretes y carretes de fotos, buscan huellas dactilares en el camión Pegaso y en el furgón de Segurtrans, estudian las pisadas y roderas del callejón y se pasean por toda la zona agachándose a cada paso para recoger algo del suelo.

Correa y Sevilla gastan litros de saliva hablando con testigos y litros de tinta tomando notas. Se interesan por la salud de los dos guardias jurados (sólo uno de ellos, Luis Guasch, tiene magullado el hombro derecho) y acaban citando a todo el mundo a las tres en la Brigada de Vía Layetana.

3 de la tarde

El muerto se llama Fernando Lisarte Olmos, cuarenta y dos años, casado, tres hijas de diecisiete, quince y seis años. El herido (está en coma en estos momentos) se llama Isidro Campillo Corpes, treinta y un años, soltero. Vivía con su madre anciana.

Los asaltantes se han llevado exactamente 8795 900 pesetas, dejando 217 875 en monedas.

Los de Identificación comunican que no se ha encontrado ninguna huella dactilar, ni pisada ni rodera significativas.

Ha sido hallado el Ford Fiesta utilizado para la fuga. Estaba en un chaflán del Ensanche. Su dueño, un joven ingeniero industrial, acababa de denunciar el robo y se ha puesto muy nervioso preguntando por su coche como si se tratara de su hijo secuestrado por alguna secta diabólica. En el interior del vehículo había un par de guantes de hilo, tres pares de guantes de goma, tres monos de trabajo, tres cascos de plástico amarillos, cuatro sacas (vacías) del Banco Transibérico, unas gafas de sol, una chaqueta gris, una gorra a cuadros y cinco revólveres Llama del calibre 38, pertenecientes a los guardias jurados, con toda su munición.

Se sabe que el Pegaso fue robado en las cercanías de la estación del Norte.

Empiezan a llegar los testigos. Sevilla se ha pedido voluntario para interrogar a la señora de Nieto, la que lo vio todo desde una ventana.

Es una chica joven. Tiene una mirada entre desafiante e insinuante, y sonríe tímidamente, haciendo de vez en cuando un gesto muy femenino para recoger su largo pelo negro detrás de la oreja. Su marido la acompaña durante el interrogatorio con actitud protectora, y asiste a los trámites con una media sonrisa, en plan de cachondeo. Sevilla hubiera preferido encontrarse con la señora Nieto a solas, pero piensa que es mejor así o igual se enamoraba de ella. Será por eso que ha empezado a odiar al señor Nieto y a sus chistes desde el primer momento. En realidad, la chica no aportaba nada a la investigación, pero Sevilla prolonga la encuesta porque le gusta su compañía.

—¿Pero cuántos asaltantes vio usted?

—Es que yo no sabía que era un asalto. Yo oí el ruido y me asomé y vi el choque y todo de gente alrededor…

—Pero luego vio que algunos corrían y se metían en el Ford Fiesta y se iban a toda velocidad, ¿no? ¿No le pareció eso raro?

—No sé. Bueno, sí, un poco raro, pero no sé.

—¿Cuántos se metieron en el Ford Fiesta?

—No sé. ¿Cuántos caben en un Ford Fiesta? Cuatro, ¿no? ¿Cuántos caben en un Ford Fiesta, Cuchi?

El señor Nieto sonríe de oreja a oreja, satisfecho de poder echar una mano.

—Depende de cómo se pongan —dice—. Así, acostados como sardinas, pueden caber hasta diez.

—¿Cómo iban vestidos los que se metieron en el coche?

—Bueno, no sé. Con monos azules, me parece. Y con casco de obreros.

—¿Todos?

—Bueno, no sé.

Nada por este lado. Suele suceder.

—¿Fue usted la que llamó al 092?

—No. Yo no llamé a nadie.

O sea: que hay un testigo que no se ha presentado. También suele suceder. La mujer histérica y el marido que le obliga a cerrar la ventana y a callarse, para no meterse en «líos». Habrá que localizarla.

Correa, en el despacho que le han prestado los de Homicidios, habla con el señor Vilardebó, el viejo de barba blanca, dueño de la Papelería Ulises.

El señor Vilardebó contesta a todas las preguntas con gran serenidad y precisión. Sus ojos azules miran directamente a los de Correa cada vez que éste levanta la vista del teclado de la máquina.

—No sé cuántos eran. La verdad es que tardé en darme cuenta de que aquello era un atraco. Yo vi que uno de los guardias ponía las manos arriba y no supe a qué venía aquello, me pareció raro, y luego vi la pistola y yo también levanté las manos.

—¿Quién sacó primero la pistola?

—Bueno… Yo vi una pistola, no sé quién la tenía, y luego todos los que iban vestidos de obreros sacaron más pistolas…

—¿Diría usted que fueron cuatro, cinco…?

—Bueno, yo allí delante vi a cuatro. Lo que no sé es si había alguno más…

—¿Podría describir a los cuatro que vio?

—No lo sé. Todo fue muy confuso, y pasó en muy poco tiempo. Había uno muy alto y fuerte, era el que forcejeaba con la puerta del furgón, gritando, como si de verdad todo fuera un accidente y estuviera preocupado… Era… Vestía de obrero… Tendría unos cincuenta años y parecía muy… enérgico…

—¿Recuerda su cara?

—No mucho… No sé… Cara cuadrada… Enérgica.

—Bien. Sigamos…

Entretanto, los dos guardias jurados están con otro inspector mirando, ficha por ficha, las fotografías de delincuentes habituales. Ésta tarea requiere muchas horas y mucha paciencia. Normalmente, a la primera vuelta se van seleccionando fichas de gente probable, y el testigo hace comentarios del estilo de «A lo mejor, éste sin bigote», «éste se parece al más joven», «éste podría ser, pero ahora está más viejo…». Y, a la segunda vuelta, a uno le parece estar empezando de nuevo porque ninguna de las caras seleccionadas tiene nada que ver entre sí. Salvador Gallego afirma rotundamente que ninguno de los fichados tomó parte en el asalto. Luis Guasch Portillo, el conductor del furgón, pide una tercera pasada, pero, para entonces, Sevilla y Correa han terminado ya con la señora Nieto y el señor Vilardebó y deciden dejarlo para más tarde.

6 de la tarde

Salvador Gallego Perea (cincuenta y dos años, casado, dos hijos) se ha mostrado evasivo en sus respuestas. Estaba demasiado asustado, casi no se fijó en nada. Había cuatro tipos, sí, pero sin características especiales. Parecían profesionales. Nada más.

Luis Guasch Portillo (veinticuatro años, soltero) es quien se toma más en serio todo el procedimiento. Su declaración es la más clara, la más concisa, la más exacta. Vio a los cuatro asaltantes y, durante los cinco o diez minutos que duró el hecho, estuvo haciendo esfuerzos por retener cada uno de sus rasgos faciales. Se fijó perfectamente en el de nariz aguileña y cara afilada. Tendría unos cuarenta años y vestía la chaqueta y la gorra a cuadros encontradas en el coche robado. Fue el primero en sacar un arma. Se la apoyó a él en el cuello y le obligó a ir a la parte de atrás del furgón, rodeando el Pegaso que había quedado atravesado en la calle. Entonces, Luis Guasch vio, primero, al que describe como gordo y rechoncho, de cara redonda, que bajaba del camión. Él era quien lo había conducido durante la embestida. Estaba también el grandullón de unos cincuenta años. Pero el más fácil de describir es el joven. Tenía los ojos rasgados, como achinados, y una mirada de muy mala leche. Era bastante alto, como de un metro ochenta, tenía el pelo muy rubio y bastante corto, y no más de treinta años… Ah, y la barbilla y el labio superior cubiertos de cicatrices.

—¡Caramba, qué observador! —exclama Correa, muy satisfecho, mientras acaba de teclear a máquina la última descripción—. Nadie se ha fijado en ese detalle de las cicatrices…

—¿Nadie?

—Bueno, parece ser que ese viejo de la barba estuvo un poco apartado de todo el cisco y sólo veía al joven de refilón. Pero el señor Gallego…

—¿Salvador no ha dicho nada de esto?

Correa consulta la breve declaración que tiene al lado.

—Nada. Otro que no se fijó en nada.

—Pero… —Luis Guasch manifiesta un franco desconcierto.

—¿Qué? —salta Correa, al observarlo.

—No, nada…

—¿Alguna duda? ¿Algo más que añadir?

—No, no, pero…

—Cualquier detalle que se le haya ocurrido, por pequeño que sea, puede ser muy importante para la investigación.

—No, bueno, no creo que tenga importancia, todos estábamos muy nerviosos, pero… —Por fin, se decide—: Salvador… Salvador Gallego, en cuanto bajó del furgón, se quedó mirando fijamente a ese más joven. Y el joven sólo le prestó atención a él. Se quedaron los dos así, uno frente a otro, mirándose… Yo hubiera jurado, incluso, que se habían reconocido. Bueno, a lo mejor no se reconocieron pero, como se miraban tan fijamente, creí que… Bueno, no sé, es raro, pero todo es posible. Estábamos tan nerviosos que es fácil que Salvador no se fijara en nada…

—¿Y qué pasó luego? ¿Qué hicieron? Trate de recordar…

—Bueno, no sé… Se miraron, sólo se miraron. Me parece que el joven estaba a punto de apretar el gatillo, de disparar contra Salvador, ¿no? Y… sí, creo que Salvador se puso muy pálido, y estuvieron los dos un instante así… Me parece incluso que el mayor de los atracadores, el más alto, supiera que Salvador le diera las sacas del furgón. Sí, creo, que le dio una orden. Pero Salvador no hizo caso, como si no le oyera. Estaba muy asustado. Bueno, todos estábamos asustados… No es de extrañar…

8 de la noche

Pilar llora. Los chicos le miran inquietos…

—¡Salvador! ¡Salvador!

—¿Qué ha pasado, papá?

—¿Cómo estás, papá?

… Y pasa entre ellos sin hacerles el menor caso. Cruza el pasillo, llega al comedor, da la vuelta al sillón y, encarado al balcón y de espaldas a su familia, se queda quieto, muy quieto. Como entonces. Como en aquella época que no debiera haberse repetido jamás. La época del miedo continuo, de los gritos y los golpes.

Ha captado el mensaje. Al salir del furgón, en cuanto ha visto esos ojos de loco y esa boca cruzada de cicatrices, ha captado el desafío. Por unos segundos, ha sentido miedo ante la posibilidad de que aquel hijoputa apretara el gatillo y le diera el pasaporte allí mismo. Pero, pasados unos segundos, como leyendo en la mente de su enemigo, ha comprendido que las cosas no podían ir de aquella forma. Salvador Gallego Perca fue un lince mientras estaba en la Brigada porque en seguida sabía de qué pie cojeaban los que se enfrentaban con él. Y el cerdo de esta tarde ha resultado ser muy macho. Ha demostrado tener los huevos de no disparar.

Pilar y los chicos se miran horrorizados. El asalto ha trastornado a papá. ¡Otra vez! ¡Por favor, no! El médico dijo que se podía repetir, pero ellos se olvidaron, todo había ido tan bien desde entonces… ¡Por favor, otra vez, no! Pilar corre hacia él con el corazón en un puño. Los hijos no se atreven.

—¡Salvador!, ¿qué te pasa? ¡Salvador! ¡Contesta!

Y Salvador se vuelve para mirarla. En sus ojos hay aquella impertinente indiferencia, aquella insolencia insultante.

—Han estado a punto de matarme —dice, con gran calma, y casi se diría que orgulloso por ello. De repente, levanta la voz. Pero no mueve la mano. Toda la atención de Pilar está puesta en sus manos—. ¡Han estado a punto da matarme, eso es lo que me pasa! ¡Han matado a Campillo, y a Lisarte, eso es lo que pasa! —Baja la voz y sus ojos se clavan en el cristal con aquella expresión espantosa, la expresión de entonces… —. Y ahora querrán matarme a mí.

—No, Salvador, no. Salvador, no… —gime Pilar. Pero se traga el llanto, porque entonces Salvador no podía soportar que ella llorase—. Salvador… ¿Quieres que llame al doctor Ausá? Por favor, ¿quieres que llame al doctor Ausá?

«Hija de puta, tú tienes la culpa de todo. Tú y el doctor Ausá. No necesito a nadie, ni a ti, ni al doctor, ni a nadie. Ahora, ya tengo mi medicina. Mi medicina es el cabrón de esta mañana, el crío de las cicatrices, ¿cómo se llamaba?».

Se levanta del sillón y Pilar se aparta de un salto y se cubre la cara con las manos, previniendo un golpe…

—¡Papá! —grita Salvito, cerrando los puños, en plan gallito.

Mierda de críos, mierda de Pilar, todos tenéis la culpa. Entre todos, me encerrasteis en aquella cárcel insoportable, entre todos me disteis los electroshocks, me llenasteis de pastillas que me tenían idiotizado todo el día. Y el doctor Ausá decía: «… No todo el mundo es su enemigo, señor Gallego. También tiene amigos. También hay amor en su vida». Y él replicaba:

—Quiero tener enemigos. He pasado toda mi vida creándome enemigos y usted no puede quitármelos así, de repente, por las buenas, porque le da la gana… ¡Quiero tener enemigos!

Descuelga el auricular del teléfono, marca un número que sabe de memoria.

—¡Salvador! ¿Qué vas a hacer? —grita Pilar.

«No te preocupes. No te voy a pegar. Tengo cosas más importantes que hacer». El doctor Ausá decía que ése era el peor crimen que podía cometer: pegar a Pilar. Y Salvador le decía que sí, que sí, y pensaba que sí, porque no valía la pena perder tiempo y fuerza pegando a una tía mierda como ella.

Contestaban al otro lado del hilo.

—¿Barabino? —dice.

—Sí. Espere.

Espera. Pilar solloza a su espalda. Salvito dice:

—¡Papá! ¿Qué andas haciendo?

Y Salvador piensa que su hijo es un mierda, y por un momento imagina que su hijo fuera el hijoputa de las cicatrices. Entonces, sí estaría satisfecho. Se volvería en redondo y le pegaría en la boca con el teléfono, y el otro se defendería, le devolvería el golpe, y entonces sí que valdría la pena vivir.

—¿Diga?

—¿Barabino? Soy Gallego. Salvador Gallego.

—¡Hombre, Gallego! ¿Qué es de tu vida?

—¿Te acuerdas de aquel chaval que le rompí la boca, uno que le llamaban el Migue?

—¡Hombre, cómo no me voy a acordar!

—Oye, ¿tú te acuerdas de quiénes eran los de su banda? Yo no sé si puedo acordarme…

—Sí, hombre, espera… Bueno, ellos eran de la banda del Cachas, que le llamaban, aquél que murió de un tiro…

—Sí, sí, yo quiero decir los otros…

—Calla, hombre, sí. Había aquél que tenía tan mala leche, que lo detuvimos mucho después… ¡El Chava, que le llamaban! ¿Te acuerdas? Que lo pescamos después de aquello del banco y que resultó que había estado el día del tiroteo, pero que se escapó…

—¡Sí! Sí, sí, sí, ¿cómo se llamaba aquél?

—Espera, espera… Le llamaban el Chava… Sí, hombre, si me tengo que acordar… Si yo lo detuve y lo estuve interrogando… Era un nombre así como vulgar, como Martínez, o Hernández, o Gómez… ¡Sebastián, me parece que se llamaba! Sebastián Gómez, me parece…

—Oye: ¿Puedes mirarme qué ha sido de él?

—Sí, hombre, claro…

—¿Y aquel otro? ¿Aquél que detuvimos al mismo tiempo que al Migue, aquel muy cuadrado, así muy macizo, con unos ojos así como caídos…?

—Sí, hombre, claro. Ése era el… Marujo, que le llamaban.

—El Marujo, sí, hombre. Ése me parece que aún anda por ahí. Me parece que no hace mucho he oído hablar de él.

—Búscame a esos dos, Barabino, por favor, que es por un asunto que corre prisa. Y oye… ¿Te acuerdas de Benítez, el tío qué…?

—¡Sí, hombre, claro! ¡Se llamaba Benítez, Sebastián Benítez, se llamaba el Chava, ahora me acuerdo, Sebastián Benítez…!

—Vaya, hombre, menos mal… Pero yo me refería a Benítez, el confite aquel de la Plaza Real, que le dieron una paliza un poco antes de que yo me retirara…

—Ah, sí, hombre, Benítez. Ahora, tiene un colmado cerca del Borne…

—¿Y tú crees que me dará unos datos, si yo le pido?

—Hombre, claro. Ése aún está en funciones.

—Salvador, por favor, contéstame… —solloza Pilar cuando él corta la comunicación.

—Vete a la mierda. Iros a la mierda los tres. Se encierra en el dormitorio. Abre el armario y saca uno de los cajones de abajo. «Quieres guerra, ¿eh?», piensa sonriendo. Sopesa en su mano la Llama modelo XV de calibre 22. Pasa los dedos por los nudillos de hierro, que se amoldan perfectamente, como entonces. Exhala un suspiro de satisfacción y reconoce que esto era lo que estaba esperando hace tiempo… Hace mucho tiempo.