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4 de la madrugada

El reloj Baume-Mercier, con sus dos esferas y sus dos horas distintas, es una máquina hipnótica. Son las cuatro de mañana y las doce de ayer, quédate con lo que más te convenga.

Una mano delicada acciona la manija de la puerta, chirrían los goznes. Ahí está. Maravillosa, maravillosos sus ojos, sus pechos abombando una blusa roja, los pantalones blancos ajustadísimos a su vientre y a sus piernas. El cabello en melena sobre los hombros. La Nena le mira sorprendida.

—Cierra la puerta con llave —dice él.

Ella tarda en reaccionar. Tarda unos segundos en apartar la mirada del cuerpo desnudo de Miguel. Los anchos hombros, las caderas estrechas, el sexo en reposo entre los muslos, las piernas nervudas. Le da la espalda, hace girar la llave y se vuelve hacia él con una expresión distinta. Sonriente, picara, ilusionada, brillan sus ojos, brilla su sonrisa.

—Ay, ay, ay, que hoy el Migue tiene malas intenciones… —dice. Y se sube a la cama.

Va a echar mano al sexo de Miguel, pero éste le sujeta la muñeca y la mira inexpresivo.

—¿Dónde has estado?

Eso la desconcierta. Una duda y reaparece la sonrisa.

—Ayer te estuve ayudando, Migue… Estuve siguiendo al Gallego.

Los ojos de Miguel siguen sin decir nada.

—¿Qué qué?

—Lo que te pasa a ti, tío, es que estás más solo que la una. Tú necesitas que te ayuden. Fui a ver dónde vive el Gallego, y ahora ya lo sé. El Manijo me dijo dónde trabajaba y, ayer, fui allí y estuve al quite. A las dos y cuarto llegó a la empresa, en una de esas camionetas verdes y rojas. Iba con otros tres. Esperé. A las tres menos veinte, salió de paisano, se despidió de los otros y se fue a su casa en coche. Lo seguí en el taxi de un amigo…

Mecagontumadre, puta de mierda, piensa Miguel.

—¿Le dijiste algo?

—Nada, ¿qué le voy a decir? Lo seguí, ¿no te digo que lo seguí? Y vive… Aquí lo tengo anotado… —busca en su bolso, saca un papel—. En la calle Borrell, en una casa moderna que hay cerca del Mercado de San Antonio. Hablé con el portero y me dijo el piso y todo…

Miguel le arranca el papel de las manos.

—¿Y no te podrías meter en tus cosas?

—Joder, tío —desencanto en la cara de la Nena—. Que lo hice por ayudarte…

—Tus ayudas me las paso yo por los huevos.

Se ha puesto muy seria. Saca del bolso un fajo de billetes.

—Toma, Ten. —Miguel parpadea, inmóvil—. Doscientas cincuenta mil. Pásatelas por los huevos, si quieres.

—¿De dónde has sacado eso?

—¡Y qué más da! Anda, cógelos.

—¿De dónde lo has sacado?

—Haciendo de puta. Y ahorrillos. En el Palmer cobro más de cincuenta mil, ¿sabes? Bueno, tómalos. —Echa el dinero entre las piernas de Miguel, justo ahí, y se levanta—. ¿Qué pasa si hago de puta? Lo hago por ti, ¿no? Y tú no me lo has pedido y lo hago porque quiero, ¿no? ¿Qué más quieres? ¿Quieres el dinero o me lo llevo?

Está dolida, como si el silencio de Miguel fuera un insulto. Muy seria, le tiemblan las comisuras de los labios.

—Ven acá —ordena Miguel.

—¿Qué quieres? —ahora, tiene miedo.

—Que vengas, joder —dice él, muy calmado.

—Escucha, Migue —le tiembla la voz—, que lo hice por ti y creí que no te importaría…

—Y no me importa. Ven —insiste él, tieso como un palo.

—Me vas a pegar —ella está al borde del llanto.

Miguel baja los ojos, vencido, y hace que no con la cabeza. La Nena se sienta en la cama, de espaldas a él.

—Migue, no todo el dinero viene de lo mismo… Yo tenía perrillas ahorradas, me quería comprar un piso, que si, que es verdad… Hace tres noches les dije a los del Palmer que abur, que adiós muy buenas, y me fui a la avenida de Sarriá, que allí se saca pasta, y me saqué diez mil por noche… Bueno… Lo hacía pensando en ti… Si quieres retiro treinta mil y quédate lo demás que, de verdad, de verdad de la buena, son mis ahorros y ésos te los doy porque quiero…

Inesperadamente, como en un arrebato, se quita la blusa. De espaldas a él, ha estado desabrochándola, eso era lo que estaba haciendo. Luego, siempre sin volverse, se quita los zapatos de tacón, se pone en pie y a duras penas se quita los estrechísimos pantalones. Lleva bragas rojas, caladas. También se las quita. Y, de repente, da media vuelta, magníficamente desnuda.

—¿Vale, Migue? —dice.

Se echa sobre Miguel y le besa cogiéndolo por sorpresa. Miguel se sorprende al reaccionar a ese ataque respondiendo sus besos con otros más apasionados aún. Lenguas que chocan y se confunden, labios húmedos que mojan las mejillas, y él que busca un pecho y saborea un pezón, dulce como ninguna otra cosa en el mundo. Le busca el sexo febrilmente, y ella busca el de él, y jadean y roncan desesperados feroces, cambian de postura y la cama hace ñic-nic, enroscan y desenroscan sus piernas, la Nena se esfuerza febrilmente en ponerlo a punto. No dicen nada, sólo se mueven como en una lucha sin reglas y sin cuartel, todo muy precipitado, todo muy enloquecido. Caen de costado, se toquetean, se acarician como si quisieran arrancarse pedazos de piel, y la cama ñic-ñic, y él que mete el dedo, y ella que lo masturba con fuerza, impacientemente. Dos segundos después de empezar están agotados, pero esto no puede acabar así. Sudan, tiemblan, jadean y evitan mirarse a los ojos. Y, por fin, ella que dice: «Déjame a mí», y se aplica con todo su ímpetu a la tarea de excitarlo, con la boca, con los dedos, en un vaivén frenético, y Miguel se rinde, y le salta el hipido a la garganta. «Déjalo. Déjalo, Nena, déjalo». Pero ella no desiste. Es el sediento que ha encontrado una antigua bomba de agua y acciona la palanca una y otra vez, una y otra vez, arriba y abajo, de aquí tiene que salir algo, joder, tiene que salir algo. Y él: «Déjalo, Nena, coño, déjalo». Y ella insiste con la boca, y su lengua es una caricia lejana, una caricia a millones de kilómetros, y él nunca se ha sentido más cansado, más agobiado, más solo y desgraciado. «Déjalo, Nena, déjalo, déjalo…».

—¡Déjalo, coño! ¡Te digo que lo dejes, ¿no?!

Y ella lo deja. Se queda muy quieta, de rodillas sobre la cama, dándole la espalda, sus nalgas muy cerca de la mejilla de Miguel, que la abraza enfurecido, moja aquellas nalgas con sus lágrimas y dice: «Qué mierda, Nena, qué mierda, Nena…».

La Nena se libra de sus brazos con un gesto de fastidio, se deja caer de lado, y se mete los dedos y se acaricia, mirando al techo, mirando a las paredes, a cualquier parte con tal de no verle a él y a sus lágrimas y su cara deformada por un dolor muy, muy grande. Y se acaricia y se acaricia y un ronroneo brota de su garganta, un gemido, y mueve la cabeza a un lado y a otro, y Miguel está tumbado boca arriba, mordiéndose los labios, tragándose los hipos y los gritos de dolor, y ella se revuelve sobre la cama haciendo «ay, ay, ay», y chocando, a cada movimiento, con las piernas de Miguel que se lanza sobre ella como una fiera.

—¡Déjalo ya, Nena! ¡Quita la mano de ahí!

La Nena le golpea con las piernas, en un pataleo ciego e irracional, y todo se convierte en un combate. Ella sigue diciendo «ay, ay, ay» muy lejos de allí, y sus dedos siguen dale que te pego, y él vuelve a la carga y agarra aquella muñeca y aparta aquella mano… La Nena se vuelve hacia él hecha una fiera, le refulgen los ojos de odio, se le deforma la boca en un grito infrahumano.

—¡No!

Salta de la cama y es inútil que Miguel caiga con ella al suelo. Los dedos han vuelto a su sitio y siguen, siguen, siguen. Y él «Que lo dejes, Nena», «que te hostio, Nena», y ella «Ay, ay, ay». Miguel no se atreve a hostiarla, porque levanta la mano y la mano no le obedece, y cierra el puño y el puño queda en alto, vibrante, los nudillos blanqueados, las uñas clavándose en la palma de la mano hasta que duele, duele, duele, y Miguel se muerde el puño como si se lo quisiera tragar, como una mordaza que apaga su grito de animal herido y atrapado en un cepo. Y ella dice «ay, ay, ay, ay, ay», y patalea como un animal antes de morir, como un toro al que le han clavado la puntilla, y exhala un suspiro y queda tendida en el suelo, enlazada con Miguel que llora inconteniblemente.

—Nena, Nena, Nena, Nena…

Después, la vida se inicia lentamente, con movimientos cansados, pieles que se rozan, cuidado de no hacernos daño. Ella lo mira. Miguel está boca abajo, con la cara pegada a las sucias baldosas, el culo levantado, las manos arañando el suelo como si quisieran arrancar de él toda la mierda. Y dice «Mierda, mierda, mierda, mierda». Y ella acaricia ahora la espalda del hombre más derrotado del mundo.

—¡Quita, déjame, no me toques!

La Nena insiste y él, poco a poco, se va relajando. Sus manos dejan de arañar el suelo para ir en busca de algo, un contacto, una caricia, un abrazo. Los dos se mueven como serpientes al acecho, muy despacio, y tratan de amoldarse el uno al otro, y por fin Miguel se encuentra en el regazo de ella, que huele a vida y a sudor, y besa su pecho, y lame su pezón. La Nena le acaricia la cabeza y su cara exhausta no expresa nada.

—No te vayas, Nena —dice él, de repente—. Nena, ya verás cuando haya jodido al Gallego, ya verás entonces… Nena, ya verás entonces, pero Nena, no te vayas. Nena…

El rostro exhausto de la Nena no expresa nada.