IX

5 de la tarde

El Hotel Impala, en la esquina de una vieja manzana próxima a la Plaza Cataluña, tenía otro nombre antes de la guerra y era uno de los más lujosos de Barcelona. Ahora, su arquitectura de barroco estilo modernista se ha visto adulterada por puertas de cristal, lámparas funcionales de plástico y mostradores de formica. El antiguo nombre, pomposo y aristocrático, ha sido sustituido por otro de resonancias modernas y se anuncia en un cartel luminoso que oculta parcialmente el gran medallón donde constaba la fecha de construcción del edificio.

El portero, con su uniforme polvoriento, como si lo hubiera alquilado en una casa de disfraces, tiene aspecto de guardia civil retirado. El conserje parece recomendado por el director del Frenopático. Tiene un tic en el ojo derecho y tartamudea al comprobar por teléfono si los señores de la 326 esperan visita.

—Dicen que sí… Dicen que suba… —se traba en las es.

Miguel se mira en el espejo del ascensor y decide que está presentable. Lleva la cazadora de nailon azul marino, una camisa beige y los pantalones vaqueros. Y las gafas de sol. Recorre el pasillo del tercer piso taconeando enérgicamente con sus botas camperas, llega hasta la 326, acciona la manija y abre de golpe, sin llamar, muy decidido.

Los tres hombres estaban hablando de mujeres. Una frase se interrumpe a la mitad. «… Y la tía mirándome fijamente, y dale que te pego, y yo…». Miguel se siente como el boxeador que, al subir al ring, tropieza con las cuerdas y cae de bruces. No esperaba algo como aquello. Los tipos parecen serios hombres de negocios, el más joven tendrá unos treinta y cinco años y desprenden un halo inquietante, peligroso. Seguro que no han viajado a Barcelona para ponerse a las órdenes de un navajero de tres al cuarto, que es como se siente Miguel en este momento.

Uno de ellos es calvo casi por completo, tiene la boca y la nariz pequeñas y los ojillos risueños. Algo llenito aunque no decididamente gordo. Está de pie, inclinado sobre una mesa enana y sirviéndose whisky en un vaso. Sonríe acogedor y dice:

—¿Dientes? Pase, pase… Y cierre la puerta, por favor.

El segundo, sentado en un sillón de cuero, debe rondar los cuarenta y cinco. Parece enorme, muy ancho de espaldas, el vaso se pierde entre sus manos descomunales. Tiene el pelo blanco y lo lleva más largo de lo que suele verse en una persona de su edad. Las gafas de concha, sobre su nariz larga y ancha, son como un disfraz de intelectual que no engaña a nadie. Su mirada es casi dolorosa. Es una mirada que prescinde de las ropas de Miguel y de su actitud pretendidamente dominante para descubrir a un chorizo inexperto y demasiado joven. Éste y el calvo visten impecables trajes grises, camisas blanquísimas y corbatas oscuras. Podrían ser directores de empresa acostumbrados a dar órdenes incontestables, seguros de sí mismos e implacables a la hora de castigar a un subordinado.

El tercero, en cambio, tiene una insignificante pinta de pájaro. Le escasea el pelo, y el poco que tiene se eleva sobre su cráneo como una cresta. Es delgado, de rasgos angulosos, y tiene la nariz larga y ganchuda. Viste cazadora de cuero y camisa de diminutos cuadros azules y blancos, pero la raya de sus pantalones ha sido trazada con el mismo tiralíneas, con la misma precisión, que la de sus amigos. Sus mocasines brillan como el charol. Éste es el único que no mantiene su mirada sobre el recién llegado. Le ha bastado una ojeada para clasificarlo y, de inmediato, se ha vuelto hacia los otros como para un intercambio de opiniones.

—Siéntese, siéntese —dice el calvo. Tiene un vago acento sudamericano—. O, mejor, nos tuteamos. Siéntate. ¿Quieres un whisky?

—No, gracias.

Los dos sillones confortables están ocupados por el de pelo blanco y el de pinta de pájaro. El calvo se acomoda en la cama. Miguel tiene que sentarse en una silla que, de repente, le recuerda el banquillo de los acusados. Está nervioso. Delante de él, ve al defensor, al fiscal y al juez. Se quita las gafas de sol. Sabe que sus ojos suelen impresionar a la gente y, de momento, es la única arma a su alcance para imponerse.

—Bueno, ¿de qué se trata? —dispara el calvo.

—¿Quién os envía? —replica Miguel, tratando de aparentar eficiencia con su desconfianza.

—El Caro. Dijo que buscabas a tres tipos para un golpe, y aquí estamos.

—¿De qué conocéis vosotros al Caro?

—En Zaragoza mucha gente conoce al Caro.

—Pero vosotros no sois de Zaragoza. Tú eres sudamericano, ¿no?

—Nosotros —interviene el de pelo cano, con profunda voz de bajo— no hemos venido aquí a pasar un examen. Eres tú. —También éste tiene acento sudamericano, y parece querer remarcarlo. Se expresa con una desenvoltura extraordinaria, como si estuviera acostumbrado a hablar en público—. Para todos los efectos, yo soy el señor García, éste es el señor Pérez y aquél el señor Fernández. Y hemos venido a que nos convenzas de un negocio. Tiene que ser un negocio serio. Nada de chiquilladas ni de ideas locas o estrafalarias. Hemos venido aquí a escuchar lo que tengas que decimos y sólo diremos «Amén» si nos hablas de algo de peso. Si no, aquí no ha pasado nada y chau. ¿Entendido? —Miguel abre la boca para replicar «Corta el rollo, a ver si te metes en el coco que aquí quien manda soy yo», pero el tío sigue—: Primera condición para que el asunto nos interese: al menos, un millón por cabeza. Si no, no merece la pena seguir hablando. —Miguel traga saliva. Le tiemblan las manos—. Claro que tú me dirás que puede haber mala suerte, que siempre hay un montón de millones, pero que ese día, qué casualidad, no había más que uno, o medio, o nada… Bueno, eso se puede comprender. Mala suerte. Pero entonces mandaremos nosotros, prepararemos un buen golpe y tú trabajarás para nosotros en las condiciones que nosotros fijemos. ¿Okey?

Miguel hace que sí con la cabeza. Está perdiendo terreno y lo sabe.

—Segunda condición —toma la palabra el señor Fernández, el calvo que se sienta en la cama. Mientras habla, en sus ojillos brilla una especie de alegría incontenible. Se diría que para él todo aquello no es más que un juego muy divertido—. Que el plan nos parezca bueno. Así que te toca hablar a ti y convencernos de que no habrá ningún error porque todo está previsto. Si no nos convences, pues nada. ¿Entendido?

Bebe un sorbo de whisky, sonríe ampliamente y se acoda en la cama quedando prácticamente tumbado en ella.

Miguel saca la cajetilla de Celtas y la llama del encendedor tiembla en el recorrido hasta la punta del cigarro. Carraspea para aclararse la voz y mira al suelo.

—Se trata de asaltar un furgón blindado. Una furgoneta de la compañía Segurtrans, Transportes de Seguridad, que… —se interrumpe. Hay un cierto revuelo ante él. Alguien ha silbado. Los mira y sigue—: …que cada lunes hace el recorrido por una serie de sucursales del Banco Transibérico.

—Nunca oí hablar de nadie que asaltara un furgón de esos… —dice el señor Pérez, el de pinta de pájaro, dirigiéndose a los otros dos.

—¿Qué piensas hacer? ¿Dinamitarlo? —ironiza el señor jarcia, el de pelo blanco.

Miguel hace un gesto de impaciencia. De repente, se da cuenta de que el plan no puede salir bien, es una locura… Y mentalmente maldice a esos tres hijos de puta, quién se habrán creído que son.

—Bueno, dejar que siga —intercede el señor Fernández—. ¿Piensas hacerlo en medio de la ciudad, a plena luz del día…?

Miguel suspira.

—Pienso hacerlo el día catorce de este mes. Es lunes. Y el martes, día quince, es fiesta, la Virgen de Agosto o no sé qué. Es puente y la ciudad estará vacía. La mitad de la gente aún no habrá vuelto de sus vacaciones, la otra mitad ya se habrá ido, y el resto hará puente de sábado a martes. Aquí no quedará ni dios.

Eso ha caído bien. Al menos, los tres tíos han comprobado que el chico piensa. El señor Fernández, el calvo, hace un gesto de asentimiento.

—No está mal. Pero… ¿Y si hacen puente también los del furgón? ¿Te has enterado de eso?

—Nos podemos enterar. Pero, si hacen puente los del furgón, montáis otro plan vosotros y os ayudo gratis.

Lo ha dicho con plena seguridad, de forma absolutamente convincente.

—Bueno, bueno, bueno, eso me ha gustado —aprueba el señor Fernández, como el profesor que felicita a su alumno—. ¿Y cuánto piensas sacar?

—El furgón sale cada lunes del garaje a las siete y media. Va hasta un barrio extremo y recoge dinero de varias sucursales antes de volver al centro de la ciudad. Lo pararemos después del segundo banco. Calculo que deben sacar millón ochocientas mil en cada parada y eso hace…

—… Tres millones y medio —interviene el señor García, impertérrito—. No es mucho. Podríamos esperar a que pasara por cuatro sucursales más, al menos, ¿no? Miguel niega con la cabeza.

—Demasiado peligroso, para el plan que tengo. Se mete ya en calles muy transitadas.

—Es poco, es poco… —repite el señor García.

—Es el millón por cabeza que reclamabais, ¿no?

—¿Tú con cuánto quieres quedarte? —interviene el señor Pérez, el pájaro.

—Con medio millón voy que chuto. Lo demás, para vosotros.

Se miran. Desconfían.

—Vamos a ver…

—Esto no encaja…

—¿Tú organizas el golpe y piensas cobrar menos que nosotros?

—Explícanos eso —exige el señor Fernández sin perder su aire divertido—. Esto es un negocio y no me fío de los que montan negocios para ganar menos que los demás. A ver, cuéntanos eso.

Miguel tarda en responder. Gana tiempo dando una chupada a su cigarrillo y expulsando el humo lentamente. Acaba de meter la pata y eso acelera su respiración y le produce una especie de zumbido en los oídos. No puede pensar. De buena gana, se levantaría, los enviaría a todos a la mierda y huiría, huiría para olvidarse del Gallego y de la venganza y de la Nena y del robo y de todo. Sonríe forzadamente.

—Quiero robar ese furgón —dice, dando a entender que no piensa dar explicaciones—, y al final repartiremos a partes iguales. Lo… Lo que quiero decir es que… Bueno, sin vosotros no se hace el robo, y vosotros pedís un millón y… si no hay más remedio, prefiero medio millón a no hacer el robo y quedarme sin nada…

No los convence, pero el señor Fernández hace un gesto de asentimiento, como si aceptara la explicación. El señor Pérez se frota los ojos, echa la cabeza hacia atrás y mira al techo. El señor García dice:

—No quiero misterios ni líos personales. Quiero un robo limpio, sin tiros. ¿Cómo piensas hacerlo? Ni se te ocurra bloquear el furgón y amenazar a los guardias. Los de delante tienen cristales blindados, y los de atrás van encerrados por dentro y no abrirán ni a su madre…

—¿Tenéis armas? —pregunta Miguel después de aclararse la garganta de nuevo.

—Pistolas. Dos del nueve largo y una del nueve corto. —Dice el señor Fernández—. ¿Bastará con eso?

—Sí, claro. De sobra.

—¡Esto no me gusta nada! —exclama el señor Pérez con los ojos enrojecidos—. ¡Vamos a ver! ¿De cuánta guita disponemos? ¿Quién pagará este hotel?

A Miguel le corre un estremecimiento por la espalda.

—Yo —dice.

—¿Sabes si controlan la numeración de los billetes? —sigue el señor Pérez, agresivo y dispuesto a descontarle el plan—. ¿Y has previsto la fuga?

Miguel tiene ganas de gritar, de mear, de cagar, está a punto de levantarse para salir corriendo. Si sigue en esta habitación cinco minutos más, se le van a saltar las lágrimas. Dios, en qué lío se ha metido…

—¡Todo está previsto! ¡La fuga también! Os iréis al extranjero, a Suiza o donde queráis, inmediatamente después del robo, y os llevaréis la pasta. La esconderemos debajo de un montón de tebeos…

—Lo que hagamos con la pasta —dice el señor García— y donde vayamos después del golpe es cosa nuestra. Al hablar de fuga, el señor… Pérez se refiere al momento inmediato al golpe…

—Todo está previsto, todo está previsto… —insiste Miguel, entre dientes, desesperado, a punto de estallar.

—Vamos a ver —interviene el señor Fernández, conciliador—. Empecemos por el principio. Calma, Tómate un whisky, chico, y cálmate…

Se levanta y sirve un par de whiskies más.

—No me gusta, no me gusta… —repite el señor Pérez.

—Óyeme… —le corta el señor Fernández sólo un poco bruscamente—. Aquí, todos vamos a salir beneficiados, ¿no? Lo que no haya pensado él, lo pensamos nosotros, ¿de acuerdo? Hasta el día catorce, aún queda más de una semana. Vamos ahora a lo más importante… —Le ofrece a Miguel uno de los vasos y le mira fijamente a los ojos—. ¿Cómo piensas asaltar el furgón, Dientes?

El señor García también lo mira, a la expectativa.

Miguel bebe un trago largo, suspira, y relata su plan.