3 de la madrugada
La Nena lleva un jersey de punto, sin mangas y con un escote que deja ver casi cinco dedos del profundo corte que hay entre los dos tremendos pechos. No lleva sujetador. Una falda verde oscuro, con mucho vuelo, se enreda en sus piernas delgadas a cada paso. Está muy hermosa, más que el otro día. El pelo recogido en un moño le favorece más que la melena. La Nena debería llevar siempre el pelo bien corto.
Se encuentran en el vestíbulo del Palmer. La Nena sale en compañía del Gran Manfred que, vestido de calle y sin maquillaje, parece un oficinista aburrido. Por un segundo, la sonrisa de dientes superblancos destella en su carita redonda. Sólo un segundo. Cuando se acerca a Miguel se pone seria, aunque aún hay algo burlón en sus ojos.
—¡Qué! —dice—. ¿Ya te has decidido, Miguel?
Él la mira fijamente, sin saber qué decir, como hipnotizado, o como si pensara en otra cosa.
—¿Vienes, Pepa? —exclama el Gran Manfred desde la puerta.
Ella abre la boca y se pasa la punta de la lengua por los dientes.
—Pues… aún no lo sé… —dice, coqueta.
Miguel mueve la cabeza, que no, que no. Como aún lleva puestas las gafas oscuras, ella no puede ver la súplica en sus ojos.
—¡No! ¡No voy!
—¡Hasta mañana, pues!
Y se quedan allí, sin hacer ni decir nada, ella con esa carita picara de puta cara que se las sabe todas. El portero se cansa de esperar y se quita la levita verde, rezongando.
—¡Venga, Pepa, que nos vamos, joder!
Salen a la calle. Ella se cuelga del brazo de él y lo mira, hermosa, radiante e ilusiona.
—Jo, Migue, qué guapo estás.
Silencio. Avanzan lentamente, sin prisas, adaptándose él a la marcha de ella.
—¿Es verdad que aún estás enamorado de mí?
—¿Quién te ha dicho eso?
—El Marujo. Me dijo que no hacías más que preguntar por mí, y que querías verme y que, cuando llegaste a Barcelona, a la primera que quisiste ver fue a mí… Qué bien, ¿no?
Caminan por el Paralelo oscuro y desierto de las tres de la madrugada. Atrás ha quedado el bullicio de Conde del Asalto, la gente que salía excitada del Bagdad, y ante ellos se extiende la oscuridad de las Atarazanas, la Puerta de la Paz, y Colón, más solo que la una. Casi no circulan coches por la calzada. Ésta noche, no se siente el dueño de la ciudad. Está muy solo y perdido. Estaría muy solo y perdido, de no ser por ese brazo que aprieta fuertemente el suyo, esa cabecita que se apoya en él, esa voz viva de acusado acento andaluz que no para de hablar, que evita al menos el que Miguel vaya ahora mascullando entre dientes.
—Bueno, cuéntame, ¿qué has hecho en todo este tiempo? ¿Cuánto hace que no nos veíamos? ¿Recibiste mis cartas en la mili? Porque no contestaste ni una, cabronazo, que eres un cabronazo, más desaborío que un pez. Estoy contenta de verte. ¿Y tú? ¿Estás contento? Jo, tío, qué callado. Has estado en Zaragoza, ¿no? El Marujo me dijo que, cuando acabaste la mili, te fuiste a Zaragoza, en plan bien, trabajo legal y todo eso… Y yo, ya ves. ¿Te gusta nuestro número? ¿Eres celoso? ¿Te acuerdas de aquella vez, cuando te rompiste la pierna, detrás de la barraca de tus padres, cuando yo te dije que me la enseñaras?
Había sido la mejor época de la vida de Miguel. De todos los chicos del barrio, la Nena era la única que iba a verle, y los dos charlaban y jugaban sin miedo a las risas de nadie. La Nena tenía once años y Miguel tenía dieciséis, y ella le enseñó el pelo que empezaba a salirle en las inglés.
Llegan a la Pensión Miami y suben la empinada escalera, todo duerme en la casa. Avanzan a tientas por un pasillo interminable. A tientas, Miguel localiza la puerta de la habitación, la abre y prende la luz.
—¿Dónde puedo mear? —pregunta la Nena.
—Allí, al fondo.
Miguel se queda solo, asfixiado por aquellas cuatro paredes que no podían estar más cerca. Mea en la pila del lavabo, haciendo correr el agua y, muy nervioso, tembloroso, ya vuelven a estar aquí los nervios, joder, se acaricia el pito, se lo sacude un poco. Pero es inútil. Cuando la Nena regresa a la habitación, lo encuentra fumando, tumbado boca arriba en la cama. Cierra la puerta con llave y, sin más, se quita el jersey. Miguel no quiere mirarla, adivina las dos tetas que bailan al sentirse liberadas, los pezones oscuros en el centro. La Nena se pone de rodillas sobre la cama, una mano en la bragueta de él, y busca su boca. Miguel aparta la cara.
—Migue… Miguelito…
Miguel suspira, alarga el brazo y acciona la perilla de la luz. En la oscuridad, nota los movimientos de la Nena que se baja de la cama y acaba de desnudarse. Luego, el zarandeo del colchón, el ñic-ñic del somier cuando ella vuelve a su lado, las manos que lo buscan, que encuentran su cara, y el beso que llega por sorpresa. Un beso ansioso y húmedo, una lengua experta que palpa el nacimiento de su sonrisa de calavera.
—¡Quita ya, joder! —exclama Miguel, en un susurro, y da media vuelta, encarándose con la pared.
La Nena se pega a su espalda.
—¿Qué te pasa, Migue? ¿Qué te pasa? Anda, di. Miguel está a punto de encender la luz, quitarse la babosa dentadura de la boca y meterla entre los labios de la Nena. Toma, joder, si quieres chupar, chupa, joder. Pero se queda quieto, muy quieto, paralizado, angustiado, pendiente de un solo punto de su cuerpo, el único punto al que parece que nada pueda afectarle, aprisionado por el calzoncillo, relajado, húmedo aún de meados. La Nena coloca una de sus piernas sobre las de Miguel y busca justo en ese punto, encuentra la cremallera…
Miguel le agarra con fuerza la muñeca y se mueve violentamente, volviéndose hacia ella. El somier hace ñic-ñic-ñic-ñic… Sus ojos se han acostumbrado a la oscuridad y puede ver el brillo de los otros ojos, la expresión de momentáneo terror.
—¡Qué me dejes en paz, me cago en la puta! —susurra peligrosamente. Le busca la cara con la mano libre y aprisiona las mejillas entre sus dedos callosos—. ¡Qué me dejes en paz, mala puta!
—¡Pero, Migue…!
—¡Qué ya no me llamo Migue, coño, que me llamo Dientes! ¡Soy el Dientes, el Dientes, el Dientes!
—¿Pero para qué me has traído aquí si no…?
Empuja la cara con todas sus fuerzas y la Nena hace mucho ruido al caer de la cama. Arrastra la sábana consigo, su cabeza retumba sonoramente contra el suelo y se oye un gritito.
—Lárgate —sigue cuchicheando Miguel—. Lárgate si no quieres estar conmigo… Vete con ese maricón bailarín de mierda. Vete a desnudarte por ahí, para que te vean todos, mala puta…
El silencio le obliga a callarse. El silencio y ese hipido que está a punto de estrangularle la voz al mismo tiempo que las lágrimas hacen impenetrable la oscuridad. La Nena tarde mucho en empezar a moverse de nuevo. Dios, por un momento creías que la habías matado, Miguel. La Nena se mueve lentamente, echa la sábana sobre la cama y el somier vuelva a sonar, ñic-ñic, bajo su peso. Ésta vez, la chica pone sumo cuidado en no rozarle siquiera.
Y pasa un rato, un rato muy largo de lágrimas que mojan la mejilla. Qué bonito sería si, a lo mejor, ahora la Nena te acariciara y descubriera que estás llorando. Qué coño de bonito, como me toque, la mato. Como me toque, le arranco los pezones. ¿Qué estará haciendo ella? ¿Estará llorando también? ¿Cuánto tiempo hacía que no te acostabas con una tía, Miguel? ¿Ocho años? Ocho años ocupados sólo por el Caro, en la cárcel, que te sobaba y te besaba y tú reprimías tus náuseas. Y, cuando se fue el Caro, los otros. Y, luego, en Zaragoza, el Caro otra vez, esos morreos asquerosos… ¿Y si te has vuelto maricón, Miguel? Ah, qué ganas de ponerte a chillar, como un cerdo cuando lo capan. Ah, qué ganas de dejar que el llanto brote libremente, a gritos, pegarte de cabeza contra la pared, dar puñetazos a diestro y siniestro, darle a la Nena una paliza para que se entere, machacarle la cabeza, estamparla contra el suelo, dejarla marcada para toda la vida para que todo el mundo sepa quién eres… Para que todo el mundo sepa quién es el Dientes.
—¿No duermes, Migue?
La voz de la Nena suena débil y tímida, pero serena y sin llanto que la deforme.
—No.
—¿Por qué no duermes?
No se mueve, no mueve ni una mano. Sólo apenas los labios. Y él también permanece quieto como una piedra.
—No duermo nunca.
—¿Nunca?
—Nunca.
—¿Pero nunca, nunca? ¿Ni un sueñecito?
—Hace ocho años que no duermo, Nena —silabea él, dominando ese suspiro que quiere estrangularlo.
—En la tele vi una vez a un tío así —dice ella con naturalidad—. Un tío que hacía cosas con palillos para no aburrirse, la Torre Eiffel y cosas así. Ése tampoco dormía nunca. ¿Pero no duermes nunca, nunca? ¿Ni una siesta, ni nada?
—Anda, cállate, Nena.
Suavemente. Sólo le faltaba pedirlo por favor. Busca a tientas el tabaco y el mechero. Le molesta la ropa y le gustaría desnudarse para no arrugarla, pero ni hablar. Prende el cigarrillo manteniéndose de cara a la pared. El instantáneo fogonazo le permite ver solamente un empapelado desgastado y oscurecido por miles de cuerpos sudorosos.
—El Chava te quiere mucho, Migue —murmura la Nena, soltando las palabras de repente, como si hiciera mucho rato que quisieran escaparse de su boca—. El Chava te quiere mucho. Fíate de él… Y no te fíes del Marujo.
—Que te calles.
—No es verdad que hayas estado preguntando todo el tiempo por mí, ¿verdad? —Miguel se calla porque los hipidos y las lágrimas van a salir otra vez, de un momento a otro, a pesar del tabaco—. El Marujo es un liante. Seguro que te llevó al Palmer para ver qué hacíamos y reírse luego. El Marujo siempre monta estos números y luego se ríe mucho contando la putada que ha hecho a fulanito o a menganito…
La respiración de Miguel marca el compás de los segundos que pasan, minutos enteros. Se acaba el cigarrillo. Lo apaga contra la pared, restregándolo y asustándose momentáneamente por la cascada de chispas que cae sobre la cama. Oscuridad de nuevo.
—Yo sí he pensado en ti todo este tiempo, Migue. Esperaba que volvieras.
No debe faltar mucho para el amanecer. Pasa tanto rato entre una frase y otra…
—No importa que me haya acostado con otros. Migue. Yo he pensado en ti, y ahora quiero ayudarte.
Más minutos, uno tras otro, y el llanto ha quedado atrás, todo es tan tranquilo, es tan agradable oír esa voz a tu espalda, Miguel.
—Te ayudaré a joder al Gallego, ¿vale? Tú sólo dime qué tengo que hacer.
El corazón late con fuerza, como un animal vivo que trepara por dentro del pecho hacia la garganta. Sus golpes suenan como martillazos entre la oreja y la almohada.
—¿Te puedo dar un beso?
—No.
Y la Nena se duerme mansamente.
7 de la mañana
El reloj Beume-Mercier de oro marca, a un lado, las siete de la mañana y, al otro lado, las dos. La luz empieza a entrar por el ventanuco que da al patio interior. Miguel se desliza sobre la cama, hacia los pies, con infinito cuidado, deteniéndose al menor ñic-ñic y al menor movimiento por parte de la Nena. Se pone en pie con dificultad y, por fin, se atreve a mirarla. Duerme enredada en la sábana, encogida, con la inocencia de una niña de película. La suave curva de las nalgas y de sus muslos se dibuja perfectamente bajo la tela. En el suelo, caídas de cualquier manera, sus ropas forman un montón oscuro que la tenue luz no permite distinguir con precisión.
Miguel sale de la habitación sin hacer ruido.
Como cada día, le sorprende que en la calle haya ya un sol radiante que daña la vida. A saber por cuántos filtros tendrán que pasar sus rayos, claraboyas y ropa tendida, antes de llegar a la estrecha habitación de mierda.
Se pone las gafas oscuras y camina sin rumbo fijo. No maldice entre dientes ni piensa en atacar a nadie. Se siente extrañamente tranquilo.
11 de la mañana
Habla desde una cabina de las Ramblas.
—Y te han llamado, Miguel —dice el Chava.
—¿Qué? ¿Quién?
—Un tío de Zaragoza. Me ha dicho que mañana tienes que estar en el Hotel Impala, habitación 326, tres, dos, seis, a las cinco de la tarde.
—¿Era el Caro? ¿Te ha dicho cómo se llamaba?
—Ha dicho que era el Baturro. Nada más. Se corta la comunicación.
Súbitamente, Miguel se siente enfermo. Un sudor frío y un temblor en las piernas. Sale de la cabina apoyándose donde puede y se deja caer en una silla cercana. Se le nubla la vista.
Corre hasta la pensión como el animal perseguido que busca la madriguera. No son más que las once. A lo mejor aún encuentra a la Nena. Sube las escaleras de dos en dos, recorre el pasillo atropelladamente sin hacer caso de la señora que trata de decirle algo, hurga con la llave en la puerta pensando cómo iniciará su conversación con la Nena, y la puerta no tenía echada la llave, se abre con facilidad.
La Nena no está.
Miguel se tumba en la cama, boca arriba, y prende un cigarrillo.
Y se hacen las doce, y la una, y las dos, y no baja a comer. Y se hacen las tres, y las seis, y las nueve, y por la ventana deja de entrar luz. Y el reloj Baume-Mercier, que parece una baratija, marca las once y las seis al mismo tiempo, y la una y las ocho, las dos y las nueve. Y las tres, y las cuatro y las cinco. Y la Nena no aparece. Y hace ya mucho rato que se ha terminado el tabaco, pero Miguel no ha salido a comprar más. Permanece agarrado a los barrotes de la cabecera, como un niño que se resiste a que lo lleven al médico, como un condenado que trata de aferrarse a donde sea para que no le arrastren al patíbulo, como un hombre que cuelga sobre un barranco y sabe que, si se suelta, caerá al vacío y todo habrá terminado.