3,20 de la madrugada
Lo primero que hizo Miguel el sábado por la mañana, recién llegado a Barcelona, fue salir a comprar una navaja de resorte y un cortauñas. Ambas cosas representan un poderoso símbolo para él. Son la demostración palpable de que el Miguel carcelario, el Miguel recluta y el Miguel sumiso se han acabado para siempre. En la mili le dijeron que, al entrar en el cuartel, uno debe colgar los cojones del palo de la bandera. Bueno, pues ha llegado el momento de bajarlos de allí y volver a ponerlos en su sitio, bien puestos.
El Ford Fiesta está aparcado en una de las callejas estrechas y oscuras que desembocan a la Ronda San Pablo. Tiene dos ruedas sobre la acera e impide el paso a los peatones, como toda la larga hilera de coches que invaden la calle. ¿Por qué elegir éste y no cualquier otro? Porque es un utilitario blanco, como hay cientos, y pasa desapercibido. Porque se ve cuidado por dentro, con mantas de colorines en los asientos y fotografías de la familia sobre el salpicadero, y eso es señal de que el motor estará en perfectas condiciones. El dueño, pulcro y cuidadoso, estará durmiendo tranquilamente en algún piso cercano, no teme a las multas porque se levanta temprano por la mañana, antes de que los guardias municipales hayan entrado en acción.
La pequeña lima del cortauñas sirve para forzar la cerradura y con la navaja se cortan los cables con que hacer el puente. El motor ronca, pletórico de salud. El depósito de gasolina está casi lleno. Un golpe seco de volante, otro más fuerte, algo se rompe y la dirección queda desbloqueada. Miguel manipula la palanca de cambios, hace unas maniobras, sale a la calzada y se pierde hacia el fondo de la calle, contento al comprobar que no ha perdido práctica. Lo ha hecho todo en menos de cinco minutos. Perfecto.
Recuerda sus buenos tiempos respirando satisfecho mientras recorre callejas, sale a una calle ancha y toma conciencia de que toda la noche es suya de nuevo. Renunció a ella durante ocho años, la evitó obligándose a quedarse en casa, en la cama, con los ojos abiertos y fumando y maldiciendo porque sabía que la noche es tentadora, te emborracha y te impulsa a actuar de forma irracional. Pero ahora todo eso acabó. Ahora, Miguel se lanza en brazos de la noche como si fuera su amiga más deseada. Cegado por la euforia, se salta un par de semáforos y se ríe cuando oye el estrepitoso frenazo de otros coches. Más tarde, se acobarda y decide respetar las señales. No quiere tener un accidente, ni que lo pare la poli. Tiene cosas muy importantes que hacer.
La ciudad respira de una forma hasta las tres de la madrugada, cuando la gente sale de las discotecas y de las salas de fiesta, y de otra manera distinta una vez pasada esa hora. Las parejas que se abrazan excitadas después de magrearse o de ver un espectáculo porno, y los matrimonios que se despiden de otros matrimonios, dan una vida especial a esas horas nocturnas. Todo está solitario y, de repente, en algunos puntos estratégicos, aparecen grupos que hablan en voz alta, o en voz muy bajita, o no hablan, y se desperdigan por toda la ciudad, en su coche, o en busca de un taxi, y es divertido tratar de adivinar qué están pensando, qué están tramando, qué harán a continuación.
Antes de las tres de la madrugada, fuera de las Ramblas y sus aledaños, Barcelona es una ciudad solitaria, abandonada. La gente se queda en casa viendo la tele o acude a sitios concretos, al cine, o al teatro, o a bailar… Rara vez sale simplemente a pasear. Los que sólo quieren estirar las piernas, tomar un refresco y ver pasar gente, van a las Ramblas que por eso están abarrotadas a toda hora. Los barceloneses buscan el grupo, el apiñamiento, ya sea en los espectáculos o en esa calle donde ya saben que estará todo el mundo. Todos juntos disfrutando de una misma diversión. Si no, mejor quedarse en casa. Y, después del fugaz revivir de las tres, se apaga la vida. Después de las tres, Barcelona vuelve a ser una ciudad fantasma, negra impresionante. Sería divertido ir a buscar alguna pandilla que esté desvalijando una tienda, se dice Miguel. Pero abandona la idea y enfila por segunda vez el Paseo de Gracia. Repentinamente, se le ha ocurrido algo mejor.
Recorre la Diagonal hasta la plaza de Calvo Sotelo y, algo más allá, tuerce a la derecha. El gran aparcamiento que había alrededor del Metamorfosis sigue estando ahí. La boite está cerrada y oscura. Todo está oscuro. Los coches parecen bestias al acecho. Para confundirse con ellos, Miguel apaga las luces del Ford Fiesta y avanza muy lentamente, en segunda.
Aquél día, la boite estaba abierta cuando ellos llegaron. Al Cachas se le había metido en la cabeza que quería follarse a una tía rica. Los demás se reían y lo seguían para ver cómo se las apañaría su jefe. El portero del Metamorfosis no les dejó pasar. «Completo», dijo. Y, sin embargo, luego dejó pasar a otras parejas, ellas con abrigos de pieles, ellos de smoking. Los cuatro chicos se retiraron a un rincón del aparcamiento…
… ¿Dónde fue, Miguel? ¿En ese rincón? ¿O en aquél…?
El Cachas estaba furioso. Temblaba de rabia y repetía mía y otra vez que aquella noche iba a joder con una tía rica, por la gloria de su madre. Entonces, vieron a la pareja del R-12.
¿Estabas buscando algo, Miguel? No, no había venido aquí para nada en particular. Pero le gusta lo que ha encontrado. Detiene el Ford Fiesta y se queda observando. Sonríe. Al principio, sólo ha sido un vago movimiento en el Alfa Romeo blanco que hay aparcado algo más allá. Luego, las voces. Hay dos personas en el coche. Murmuran, suena la risita idiota de una mujer.
Antes de darse cuenta de lo que está haciendo, Miguel ya se ha bajado del Ford Fiesta y se acerca cautelosamente, oculto por las sombras, al Alfa-Romeo. Ya puede oír lo que dicen sus ocupantes. Hablan en catalán.
—Fem-ho aquí, Moni, fem-ho aquí…
—No, no, no… Estás boig…
—Nena, que jo haig de tornar a casa aquesta nit… Moni, si te plau…
La navaja ya está en la mano derecha de Miguel. Los cojones ya vuelven a estar en su sitio, bien puestos. Con un movimiento brusco y preciso, abre una puerta trasera del Alfa-Romeo y se precipita al interior. El resorte de la navaja hace «chang». La mano izquierda agarra los cabellos rubios, pegajosos de laca, tira de ellos con fuerza, la navaja se posa sobre el cuello de la mujer, que lanza un gritito ahogado. El tío retira instintivamente su mano del escote.
—Vámonos de aquí —sisea Miguel con voz ronca—. ¡Venga, cabrón! ¡Vámonos!
La otra vez. No lo hicieron así. Abordaron a la pareja antes de que montara en el R-12. Las dos víctimas y los cuatro de la banda viajaron muy apretados en él.
El dueño del Alfa-Romeo tiene unos cincuenta y cinco años, una brillante calva rodeada de canas, y es gordito y elegante. Chaqueta de cuadros, camisa crema y un pañuelo anudado al cuello. Mira a Miguel con aire desconsolado, suplicando con la mirada. La rubia ha cortado en seco su grito inicial y ahora jadea violentamente, como en pleno orgasmo. Mantiene sus grandes ojos verdes, preciosos como joyas, fijos en el techo. No se atreve ni a pestañear. Sólo traga saliva y su cuello, al moverse, ejerce una ligera presión contra la navaja. Es una mujer de película, de ésas que parece que no vayan maquilladas. Lleva un vestido blanco, con un escote en V lo bastante profundo como para demostrar que no usa sujetador, y tiene la falda levantada casi hasta la ingle.
—No… No… Oiga… —balbucea el gordo.
—A la carretera de Vallvidrera. ¡Va! ¡Y como alguien nos diga algo, le rebano el cuello a tu puta! ¡Va, coño, va!
—Dale dinero… —gime ella.
—Le doy dinero… Váyase… —dice él.
—Y una mierda, me voy a ir. Tira, cabrón, tira, que te vas a enterar… Ya sabes quién me envía, ¿no? —añade en un arranque de inspiración—. Ahora, te vas a enterar… Lo que se debe se paga… Ahora vas a pagar como una puta, ya te digo yo que sí… Vas a pagar lo que le debes a tu amigo y mi comisión por haberme obligado a venir…
—Oiga… Esto es una equivocación…
El Alfa-Romeo se ha puesto en marcha. Salen a la Diagonal, enfilan el lateral y tuercen por la avenida de Sarria. Miguel recuerda frases que decía el Cachas aquella noche y las repite.
—… Y nada de ir con las largas, ni de dejar puesto un intermitente para llamar la atención… Somos tres amigos que van a divertirse…
Contiene una carcajada. Se siente más fuerte que nunca. Le tiembla el pulso y la navaja se aprieta un poco más contra el cuello sin arrugas, hermoso como para clavarle un mordisco. Un milímetro más y esto parecerá un matadero… Le gusta la idea.
—¡Tira, tira! ¡Qué, si aprieto un poco más, esto va a parecer el matadero! ¿No has visto nunca cuando a las vacas o a los cerdos los pinchan aquí, y sale un chorro de sangre, zas, un chorro como de aquí allá?
—¡No digas nada, Lolo! —gime ella, que no se atreve ni llorar.
—¡Cállate, puta de mierda! ¡Si a ti te gusta, cerda, que ya te estás mojando! ¿Eh, Lolo, que se está mojando? ¡Di qué sí, cabrón!
—Sí… ¡Sí, sí! ¿Qué quiere de mí? ¡No entiendo nada, no debo dinero a nadie…!
Salen de Sarria y emprenden las eses de la carretera de Vallvidrera.
—Dame un morreo, tía.
Ella no se hace de rogar. Clava los labios pintarrajeados en los del navajero y, sin que nadie se lo haya pedido, le mete la lengua hasta el fondo y le acaricia ansiosamente cada rincón de la boca. Su pecho sube y baja cada vez más agitado. Con la cabeza tan echada hacia atrás, las tetas se marcan escandalosamente en la fina tela del vestido, se distinguen perfectamente los pezones erizados como lanzas, y todo aquello es de Miguel, Dios, es suyo y sólo suyo, joder, y la tía va más caliente que una perra en celo.
—¡Quita ya! —grita Miguel, con desprecio, apartando su cara. En un arrebato, envía un escupitajo al hermoso rostro de muñeca. A ella le viene una arcada de asco, pero no se atreve a manifestarla—. ¡Quita ya, cerda, tía mierda, que te has puesto caliente! ¡Qué te mojas! ¿Oyes, Lolo? ¡Le pones la siria en el gañote y se pone más húmeda que los pantanos de Franco! ¡A ver si aprendes, maricón!
—Estoy… estoy enfermo… Estoy mal… —dice él—. Por favor… Paremos o nos matamos…
—Como pares, os mato yo a los dos, mierda de tío…
A la derecha de la carretera se abre un camino de tierra que baja entre los árboles del bosque.
—¡Por ahí! ¡Métete por ese camino! ¡Y, ahora, para! ¡Para ya! ¡Para!
Aquí fue. Ocho años atrás, un caluroso día de julio como hoy en el que el Cachas quería tirarse a una tía rica. Y ahora no queda ni rastro de lo ocurrido.
El Alfa-Romeo se detiene en seco. Lolo salta de él como si tratara de huir y se abraza a un árbol igual que el Cachas cuando le dio la bala en la nuca…
—¿Dónde coño vas…?
—¡Lolo, Lolo, que me mata!
… Pero el tío está vomitando con unos estertores de mil demonios. Miguel sabe que tiene que actuar de prisa. Sin soltar el pelo de la rubia, abre la puerta con la mano de la navaja y baja del Alfa-Romeo.
—¡Por favor, por favor, por favor! —chilla ella—. ¡Me está haciendo daño…!
Abre la puerta delantera. Suelta el pelo y coloca la punta de la navaja bajo la mandíbula de la tía. Respirando de aquella manera, al borde del sollozo, y con sus ojos verdes desorbitados por el terror, está buenísima.
—¡Tú, Lolo, maricón! ¿Sabes que Lolo es nombre de maricón? ¿A que es un maricón, nena, a que no se le levanta? —Ella es incapaz de decir nada—. ¡Lolo! ¡Echa la cartera al asiento del coche! ¡Maricón, que eres un maricón!
Agarra a la tía de los pelos otra vez, tira de ella con saña. Cuando llegan adonde está Lolo, éste ya ha sacado la cartera y, obediente, la echa sobre el asiento del conductor.
—¡Y el reloj!
El gordo se quita el reloj con gestos automáticos y lo suelta junto a la cartera. Está encorvado, avergonzado, no lo mira y teme la próxima náusea.
—¡Y la ropa, mecagondiós! ¡TODA TU ROPA, JODER!
Miguel estaba sentado a horcajadas sobre la tía, manteniendo el filo de la navaja contra su garganta y metiéndole mano febrilmente bajo la blusa, frotando con energía los pechos y pezones por debajo del sostén. Ella se la chupaba al Cachas, y lloraba y se ahogaba y le daban náuseas. El Maruja se reía, más allá, dando puntapiés al novio, que estaba hecho un ovillo y ya no reaccionaba. Miguel estaba a punto de correrse, temblaban sus dedos al contacto con los tiesos pezones de la tía, ¡Dios…! Estaba a punto de correrse, tendría que haberle levantado las faldas y habérsela follado por detrás. Pero el Cachas era el jefe, y él mandaba, y él era quién tenía que llevarse la tajada, él solo. Dios, a Miguel se le nublaba la vista, nunca había estado tan caliente. Pensaba: «Hijaputa, si hago así con la mano te rebano el cuello…». Pero no lo hacía porque ella se la estaba chupando al Cachas y el Cachas era el jefe.
Lolo se quita la chaqueta, la tira al interior del Alfa-Romeo. El pañuelo, la camisa color crema… Se queda en camiseta.
Y, entonces, empezaron a encenderse linternas, y oyeron el trueno: «¡Policía! ¡Quietos o disparamos!», y se produjo la desbandada. El Maruja lanzó un chillido histérico: «¡La poli!». Miguel descabalgó a la tía y echó a correr. En la precipitación, tratando de huir por la pendiente abajo, tropezando con piedras y árboles, el Cachas y él se golpearon hombro con hombro. Y, de repente, aquellos crujidos, crak-crack-crack, que Miguel no sabía que eran disparos. Y las balas silbando. La cabeza del Cachas, a su lado, hizo un ruido muy extraño y salpicó la cara de Miguel con algo muy caliente y húmedo. Y Miguel se volvió a mirarle, «corre, coño, corre». Pero el Cachas se había abrazado a un árbol y había caído de rodillas. Y no se movía. Tenía un ojo colgando y de la nariz salía un chorro de algo negro, de algo que a la débil luz de las linternas era como negro. Y Miguel se puso a gritar y a llorar, a llorar como nunca había llorado. Aullaba como si le estuvieran arrancando un brazo de cuajo. «¡Cachas, no! ¡Cachas, no!». Alguien lo agarró de la manga y tiró brutalmente de él disparándole un haz de luz a los ojos. A Miguel se le aflojaron las piernas y cayó de bruces. El tipo que lo agarraba de la manga era el Gallego.
Miguel empuja a la rubia, un chillido, y envía el puño izquierdo, con toda su furia, contra el estómago del Lolo. El gordo escupe otro vómito automáticamente, retrocede encorvado, incapaz de defenderse y con las piernas abiertas. Es como si lo estuviera pidiendo. Como si suplicara la patada que se clava ferozmente en su bragueta. Lolo cae de espaldas y se revuelca y llora a gritos. Miguel, muy nervioso, mucho, nunca lo había estado tanto, envía dos patadas al vestido blanco de la tía que repta por el suelo. Más chillidos. Monta al volante del Alfa-Romeo, da el contacto, todo funciona de puta madre en casa de los ricos, y da marcha atrás a toda velocidad. Emprende la carretera hacia lo alto de Vallvidrera, suspira y expulsa el aire de sus pulmones con todas sus fuerzas. ¡Por fin! ¡Esto es lo que estaba deseando, mecagonlaputa madre que os parió a todos! ¡Por fin, por fin, otra vez vuelves a ser el de antes! ¿Qué coño se creían? ¿Qué habías limpiado de verdad en estos cochinos ocho años?, ¿qué le habían domesticado? ¡Pues no! ¡Ahora aprenderán! ¡Ahora aprenderán estos maricones de mierda!
7.10 de la mañana
Después de aparcar el Alfa-Romeo en el Tibidabo, junto la basílica, Miguel ha hecho recuento del botín. En la cartera había tres billetes de cinco mil, cinco de mil, uno de quinientas y tres de cien. Tarjetas de crédito y la foto de una señora gorda junto a un jovenzuelo vestido de alférez. En la chaqueta, un talonario de cheques, llaves, una agenda y calderilla. Nada, porquería. El reloj es extraño, de una marca desconocida: Baume-Mercier. Tiene dos numeraciones y dos pares de manecillas que marcan dos horas distintas. Es negro y dorado y parece de baratillo, pero un tipo como el Lolo no llevaría bisutería en la muñeca. Ni haría grabar al dorso una dedicatoria como aquélla («A mi Manuel con un amor de su Beatriz 12 IX 53 / 12 IX 78») si el cacharro no fuera de oro puro.
Con la camisa crema ha frotado enérgicamente el volante, el cambio de marchas, el salpicadero, la cartera, el talonario y las manijas de las puertas. Al Chava le metieron diez años por culpa de las huellas dactilares.
Por fin, con gran tranquilidad, fumando un cigarrillo, ha caminado hasta el mirador para contemplar la ciudad. No ignoraba que su comportamiento era imprudente. Si el Lolo acudía al cuartelillo de la Guardia Civil y rastreaban la zona, pronto llegarían hasta el Tibidabo y encontrarían el Alfa-Romeo. Pero ha decidido desafiar al destino. ¿Por qué no? Eso también forma parte de la libertad. Si llega la poli, se fijarán primero en el coche y se entretendrán con él. Tendrás tiempo de huir, Miguel. Puedes saltar por encima de esta barandilla, descolgarte hasta ahí abajo y perderte por entre los edificios. Luego, te pierdes en el bosque. No podrán dar contigo, no te preocupes ahora de eso y disfruta de la vida.
Barcelona estaba muerta. Oscura. Un gran bloque negro con luces mortecinas que parecían ojos sin vista. En aquel momento, Miguel se ha hecho la ilusión de ser el único hombre vivo en el mundo, el dueño de ese amasijo de casas. O, mejor, el guardián. Como Dios. Estaba velando por toda aquella ciudad, por todas aquellas personas, que le pertenecían. Hacía frío.
Más tarde, el mar ha reflejado una luz muy tenue y muy blanca. Estaba amaneciendo. La luz ha cambiado el color del cielo y, por un instante, las estrellas han brillado con más intensidad. Miguel, sentado en un banco, prendiendo un cigarrillo con otro, ha pensado en eso. Las estrellas brillan con más fuerza justo antes de morir. Y, sin saber por qué, se ha dicho que también el Gallego brillará con más fuerza cuando se encuentren de nuevo.
De día ya, un lado del reloj marcaba las seis y el otro marcaba la una (¿cómo puede uno aclararse con este cacharro?), Miguel ha suspirado y ha decidido marcharse. A pie, sin prisas, hay tiempo para todo.
A las siete menos diez (dos menos diez en la segunda esfera), en la esquina de Paseo San Gervasio con Paseo de Valle Hebrón, ha forzado un viejo Simca verde. Con él, ha rodeado la ciudad en busca del primer Cinturón de Ronda. Sentía una apacible euforia. Dedicaba sonrisas mordaces a los conductores que corrían junto a él. ¡A trabajar, marmotas! Aún no os habéis despertado del todo, ¿eh? ¡Cagaos en los lunes! ¡Repetid todos conmigo: Me cago en el lunes, me cago en el lunes…! Pobres desgraciados.
Y ahora, a las siete y veinticinco, dentro del Simca, monta guardia en el estrecho callejón sin asfaltar y lleno de baches donde está la sede central de la empresa Transportes de Seguridad. Hay tres furgonetas verdes, con el distintivo y la palabra SEGURTRANS en rojo, aparcadas frente a dos grandes portones cegados por persianas metálicas de los mismos colores y con idéntica inscripción. La excitación le oprime el agujero del culo, no le permite estar quieto, casi le ahoga. Pronto verá al Gallego y ése será el principio de su triunfo. Se mira las manos, callosas y endurecidas. Se palpa la muñeca derecha. Ni con dos manos podría abarcarla, exagera para sus adentros, muy satisfecho de sí mismo. Ésta vez, el Gallego no se encontrará con un chaval débil y asustadizo, como era Miguel cuando se conocieron.
No era difícil sacarse una pasta haciendo de chapera cuando uno iba aprendiendo los trucos. Uno se iba a los urinarios de la Plaza Cataluña, o a los de Avenida de la Luz, y estudiaba el terreno. En un urinario público se reúne gente de todo tipo. Jovencitos y adultos, viejos decrépitos vestidos con harapos y gente elegante. Los movimientos son mecánicos y desprovistos de sentido. El silencio sólo es roto por toses, carraspeos, suspiros de algún borracho que se siente aliviado, o mareado, al vaciar la vejiga. Lo que cuenta en este lugar es el juego de las miradas. Miradas descaradas, directas a los ojos, y miradas que bajan impertinentes de la cara a la bragueta, como calibrándote. Una mirada de desprecio replica a otra de angustiosa desesperación. Una mirada de reojo, de amenaza y desconfianza, provoca la vergüenza y la inseguridad en el tío que desvía rápidamente la vista. Miradas que chocan entre sí por milésimas de segundo y rebotan a otro punto cualquiera, disimulando. Los padrinos buscan con ojos de dolor y uno sólo tiene que ofrecerse y elegir. Las miradas lo dicen todo: «Estás bueno, me gustas», «tú tienes pasta, me interesas», «¿vamos?», «¿cuánto?», «¿quieres ver?», «¿puedo tocar?»… La oferta y la demanda, se llama a eso. El que no está en el rollo, no se entera de nada. Ve gente que mea y gente que espera, y nada más. No se percata del miedo que flota en el ambiente. Miedo a la poli, a meter mano en una bragueta y encontrarte con las esposas en torno a la muñeca. Miedo a los navajeros que enrollan a viejos carrozones desesperados para sacarles los cuartos y darles una paliza en cuanto están a solas. Miedo y tensión y soledad y angustia y necesidad entre aquellas paredes de azulejos blancos divididos por negras líneas de mugre y churretosos de meados y vómitos y quién sabe qué.
Miguel ya había elegido a su padrino cuando subió al escalón de porcelana y se encaró al urinario. Debía tener unos cuarenta años. Era alto, muy alto, más que Miguel, se le veía fornido y viril, no parecía una marica loca. Miguel pensó que sería uno de ésos que van al gimnasio tres veces por semana, y se engrasan el cuerpo y disfrutan admirando sus propios músculos y haciendo posturitas delante del espejo. Tenía el pelo negro y abundante, peinado hacia atrás. Sus ojos eran negros y hermosos, y reflejaban una inquebrantable determinación, y su boca era dura y sin labios, severa y autoritaria. Llevaba un bigote anticuado, no muy denso y perfectamente recortado. Vestía un chaquetón color tabaco, la raya de sus pantalones era perfecta y los zapatos marrones brillaban como si acabara de estrenarlos.
Miguel no lo sabía aún, pero aquel hombre era el Gallego.
—Ahí está el Gallego.
Es el primero de los cuatro guardias que acaban de salir de Segurtrans. Llevan uniformes verdes y parecen policías de película americana. Cazadoras cortas, chapas en el pecho, botas de caña alta en las que se hunden las perneras del pantalón y la copa de su gorra tiene forma como de estrella. Y el revólver, de gruesa culata, colgando a la altura de la mano, como lo llevaba John Wayne.
El Gallego no parece haber cambiado. Ha echado tripa, eso sí, y camina contoneándose, se ha esfumado la elegancia de aquel primer día. Pero sigue siendo muy alto y fornido, y conserva el bigote anticuado. Los otros guardias parecen párvulos a su lado.
Hasta que llegaron a la central de policía en Vía Layetana, Miguel no empezó a reaccionar. Sólo había reparado, vagamente, en que el Maruja también había sido detenido, pero no echaba en falta al Chava, no se planteaba si habría podido huir o si lo habrían matado, como al Cachas. Las lágrimas y la imagen de aquel ojo colgando y del increíble chorro de sangre manando de una nariz le impedían concentrarse en nada. Pero, a la tenue luz del siniestro edificio, cuando se vio encarado al gigante del chaquetón color tabaco y vio sus ojos, su bigote anticuado, cuando oyó su voz grave y profunda, cuando se supo reconocido, empezó a temblar como un epiléptico.
—¡Tú! —oyó, al mismo tiempo que recibía un empujón—. ¡Pasa el primero!
—¡No! —gritó Miguel. Y quería decir más cosas, quería proclamar lo que le había hecho aquel hombre, pero no podía pronunciar otra cosa que—: No, no, no, no…
Para cuando pudo vomitarlo todo, ya era demasiado tarde…
—¡Es un maricón! ¡Me matará! ¡Me dio por culo! ¡Es un maricón! ¡Va por los…!
No había visto la pistola en la mano del hombre. No supo que la tenía hasta que empezó a recibir golpes en la boca. «¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!». Y cada «Cállate» era un golpe que le aplastaba los labios, que le llenaba la boca de sangre y de dientes, dientes que se iban desprendiendo uno a uno, que se iban rompiendo, dientes que le ahogaban. Y Miguel dejó de gritar para escupir, pero el otro lo perseguía y pegaba, pegaba, a la boca, a la boca, a la boca, y gritaba «Cállate, cállate, cállate», y luego patadas a la cabeza, y luego… y luego…
… Y, luego, cuando lo sacaron del Clínico y lo llevaron a la Modelo, cuando por fin pudo hablar, preguntó:
—¿Quién me hizo esto? ¿Quién me lo hizo?
—Por ahí dicen que fue el Gallego. Un hijo de puta.
Los guardias jurados han montado en el furgón que se pone en marcha de inmediato. Miguel, con la mirada congelada, los sigue en el viejo Simca color verde.
12,30 del mediodía
El inspector Correa, del Grupo de Atracos de la Brigada de Investigación Criminal, escribe a máquina con más energía de la necesaria. Manuel Maristany Gallardo, de cincuenta y tres años de edad, de profesión empresario, casado, con documento nacional de identidad número etc., etc., declara que, a las tres treinta de la madrugada del día 24 de julio, fue asaltado por un sujeto alto y delgado, de unos treinta años, etc., etc. Los dedos índices aporrean las teclas como si quisieran destrozarlas. De vez en cuando, interrumpen la tarea para buscar a tientas el arrugado pañuelo y pasarlo por la frente y la nariz. La máquina, una Underwood antigua, hace un ruido infernal.
El inspector Correa está dé muy mal humor y tiene tres poderosos motivos para ello. El primero de todos, y posiblemente el principal, es el espantoso calor húmedo y pegajoso que hoy pesa sobre la ciudad como un envoltorio asfixiante. El inspector Correa es una de esas personas que sudan abundantemente, a quienes se les forman bajo las axilas grandes y antiestéticas manchas. En verano, siempre se le puede ver con el pañuelo en la mano, fregándose la cara perpetuamente húmeda. Las gotas brotan de su frente como un manantial, se apelotonan en la hendidura de su ceño y se deslizan por la curva de su nariz ancha y carnosa. Más de una vez, ha tenido que romper una declaración o un informe porque, al releerlos, el sudor ha goteado sobre el papel. Al margen de la molestia que eso representa, el inspector Correa se tiene por una persona pulcra y odia los informes con borrones y las manchas bajo las axilas.
El segundo motivo de su mal humor reside en que el tal Manuel Maristany, de profesión empresario, domiciliado en la calle Santaló, sea un recomendado. El jefe de la Brigada ha llegado con él y le ha dicho a Correa:
—Atiéndame bien al señor Maristany, que se ve que lo asaltaron anoche. Tómale la declaración, ¿eh?, y te pones en seguida al trabajo, ¿eh, Correa? —Se ha vuelto a Maristany y le ha estrechado efusivamente la mano—. Repito, Manolo: lo siento. Con tanto paro y tanta democracia, estamos desbordados, esto es un caos. Confía en Correa, que es un buen chico. Cuídamelo, ¿eh, Correa?, que es un buen amigo. —Otro apretón de manos—. Lo dicho, Manolo: lo siento.
El inspector Correa piensa que la policía debe tratar por igual a todo el mundo, ya sea un peón caminero o un Manuel Maristany Empresario. Él está dispuesto a esforzarse lo mismo por uno que por otro, y le molesta que el comisario venga con recomendaciones como dando a entender que, sin ellas, nadie haría caso del señor Maristany Empresario.
El tercer pilar de su cabreo, por fin, es el nerviosismo y la incongruencia del denunciante. Sus tartajeos y contradicciones le están sacando de quicio.
—… O sea, que no iba solo. ¿Y por qué no me lo ha dicho antes?
—Oiga… Verá… Mire…, Es que yo… Es que mi mujer no tiene que saber nada, ¿comprende? Por eso, he hablado con su jefe, porque quiero que todo sea confidencial… A la chica no hay por qué mencionarla…
—Claro que hay que mencionarla. Y tendré que hablar con ella… Podría estar conchabada con el asaltante, ¿se da cuenta?
—¿Conchabada…? No, no… ¡No, no, no!
—¿Cómo está tan seguro?
—Bueno, no es que esté tan seguro… Bueno, sí que lo estoy… Oiga, todo esto es confidencial, ¿eh?, que quede entre nosotros… En realidad, lo que a mí me interesa es el reloj…
Correa pierde la paciencia.
—Óigame, señor Maristany. Tiene suerte de ser amigo del comisario porque, si no, no me creería nada de lo que me está contando. Hay montones de personas que vienen a poner denuncias falsas para…
—¡Oiga, qué insinúa…!
—Insinúo que ya estoy harto de contradicciones. Primero, ha dicho que al navajero lo enviaba alguien a quien usted debe dinero, después dice que no le debe dinero a nadie, luego que iba solo, y ahora que iba con una chica… ¿Quiere hacer el favor de aclararse de una vez?
Maristany se pasa una mano por la frente, confuso.
—Está bien… Yo sólo… Compréndame…
—¿Cómo se llama la chica?
—Asunción Puig. Pero está fuera de toda sospecha… Es mi secretaria… —Maristany se pellizca el labio, y el lóbulo de la oreja, y se frota los ojos—. Y es hija de una amiga de mi mujer…
Correa escribe y el tableteo frenético de la máquina se superpone a los tartajeos del otro. ¿Segundo apellido de la chica? ¿Edad? ¿Dieciocho, seguro? ¿Domicilio? Maristany se arrepiente de haber acudido a la policía. Casi suda más qué el inspector.
—… Y, entonces, me hizo enfilar la carretera de Vallvidrera y, al llegar a un punto, me dijo que parase…
—¿A qué punto exactamente?
—Bueno, no sé… A cosa de medio kilómetro de una desviación a Molins de Rei. Un camino que sale, así, a la derecha, un camino de carro que baja, entre árboles… A unos cinco kilómetros de Barcelona…
La máquina hace traca-trac-trac-traca-trac…
—Bueno, veamos… Objetos robados…
—El… el coche, un Alfa-Romeo Giulietta… Unas tarjetas de crédito… Unas… veinte mil pesetas…
—¿Documentación?
—No, los documentos los llevaba en el pantalón y ahí no me registró… Lo más importante es el reloj… Es un regalo de mi esposa y… ¿sabe?… Y no me atreví a decirle nada… Pero pronto será nuestro aniversario y se dará cuenta de que no lo tengo…
—Marca.
—Es un Baume-Mercier, de oro macizo… Tiene dos esferas, negras, sobre dorado… ovaladas… Una marca la hora europea y la otra, la hora de Norteamérica… Como viajo tanto…
—¿En cuánto lo valora?
—Unas… Unas doscientas mil pesetas… Ah, y detrás lleva grabada una dedicatoria… Dice… «A Manuel de su Beatriz» y… y unas fechas…
La máquina hace traca-traca-traca-trac-trac-trac-traca…