12 de la noche
Miguel está haciendo tiempo, desde las diez, en un bar que hay frente al Palmer. Ha cenado un bocadillo de atún y ya va por la cuarta cerveza. Su lengua se mueve dentro de la boca desgranando una vertiginosa y feroz letanía de insultos, maldiciones, amenazas y recuerdos. De una nueva descripción detallada de las torturas que le infringirá al Gallego cuando lo pille, ha pasado a maldecir al Chava por cobarde y mal amigo, le ha dedicado los peores insultos que han pasado por su imaginación y le ha prometido que, cuando acabe con el Gallego, irá a ajustar cuentas con él. Luego, ha pensado en el Marujo, ha resuelto que ése sí que lo ayudará aunque sea a fuerza de patadas en los huevos y, por alguna extraña relación de ideas, ha recordado a la Nena. Se ha preguntado qué sería de ella, y ha renegado de los besos babosos y pestilentes del Caro, y ha vuelto por fin al tema del Gallego decidiendo que no estaría mal clavarle cristales en los ojos antes de empezar a hacerle daño en serio.
Entretanto, contempla la fachada del Palmer y, de vez en cuando, se le escapa algún movimiento de los labios, alguna palabra, algún gesto con las manos que reprime de inmediato. Sobre la gran puerta de madera oscura del local, una serie de bombillas en hileras paralelas se encienden y se apagan obsesivamente dando la impresión de que corrieran de un lado para otro. Enmarcan un rótulo luminoso escrito en redondilla, PALMER, y una palmera rosa y verde que también destella intermitentemente. Un portero de traje verde se pasea arriba y abajo de la acera, abre la puerta a los clientes que van llegando y se detiene, de vez en cuando, para echar una ojeada a las fotos que, en un marco, anuncian las atracciones del interior.
Por fin, Miguel sale del bar, atraviesa la calle y entra en la sala de fiestas. Setecientas cincuenta pesetas. Se caga en el Marujo por haberlo citado en un lugar tan caro y que, además, seguro que está controlado por la Brigadilla de la Guardia Civil. Es un local inmenso y frío. Casi vacío. Mesitas diminutas que se tumban con un soplo y sillas incómodas, con el eskay reventado, mostrando sus tripas de espuma amarilla. La pista es un gran rectángulo elevado, de algún material traslúcido, con luces de colores intermitentes bajo los pies de los bailarines. El conjunto da la sensación de un inmenso almacén desamparado y decorado con deshechos comprados a un trapero. Miguel pide un cubata de ginebra. Y el Marujo que no llega.
Suena estridente una música pachanguera y en la pista bailan un par de matrimonios (gordas ellas, calvos ellos), tres roqueros de chaquetas de cuero y cuatro chicas con pinta de furcias agotadas. Uno de los calvos pretende coquetear con una de peluca roja que baila levantándose las faldas, pero ella se huele que la esposa del tío anda cerca y hace como si no se percatara de nada. Mientras bailan, como quien no quiere la cosa, uno de los cazadoras de cuero agarra de la muñeca a la puta más jovencita, le habla al oído con mala leche y le hace daño. La nena se va de la pista, se sienta en una silla y se echa a llorar. Los otros dos se acercan al chulo y discuten con él sin perder el ritmo, como muñecos de cuerda que no pudieran dejar de bailar aunque quisieran.
Una mano se posa sobre el hombro de Miguel, le da un apretón cariñoso.
—¡Mecagondiez, Migue, qué fuerte estás!
Ahí está el Manijo. Cuadrado y sólido como un bloque de granito, con su sonrisa perpetua, su nariz aplastada, sus ojos tristones. Pero también él ha cambiado. Lleva el pelo rizado más largo que antes y formándoles una aureola en torno a la cabeza, como si llevara una peluca, como una señora recién salida de la peluquería. Se ha dejado crecer el bigote y ya no tiene la cara llena de granos. Además, usa traje de pana, camisa, ¡y corbata!
—¡Mecagondiez, tito, cómo has cambiado! ¿Cuánto hacía que no nos veíamos? ¡Joder, la de tiempo! —Fuma rubio y aspira el humo del cigarrillo con ansiedad, casi bizqueando—. ¿Dónde has estado todo este tiempo? En Zaragoza, ¿no? ¡Joder, mira que irte a Zaragoza! ¡Qué muermo! ¿Cómo está el ambiente por allí? Joder, joder, mírame al Migue…
Con su llegada, se han terminado la depresión y la soledad. El Manijo siempre te mira a la cara y, si tú no tienes ganas de hablar, él habla por los dos. Y si no quieres oírlo más, sabe perfectamente cuándo tiene que largarse. Después de todo, quizá sea el que menos haya cambiado.
—¿Dónde está el Gallego? —dice Miguel.
—Pero bueno, ¿qué pasa? Yo ahora te digo dónde está, tú sueltas la pasta y ¿qué? ¿Ya te vas? ¡Hombre, no me jodas! ¡Cuéntame tu vida, tito, joder!, que estás más serio que un piano…
—Y lo estaré hasta que joda al Gallego. Ése hijoputa del Chava se ha rajado.
—Toma, claro, el Chava… —El Marujo suelta el humo por la nariz—. ¿Tú cuánto estuviste a la sombra? ¿Cuatro años? Yo… —Se señala el pecho como orgulloso de sí mismo—. Yo he estado doce veces. En total, siete años, macho. Pero el Chava… Joder, el Chava, ése ha rapado cantidad. La primera vez que lo pescaron fue por lo del banco, ¿te has enterado de eso? Joder… Con dos carrozas, con pipas y todo el rollo, tito. Y a él le cayó la suave porque se hizo el tonto porque era el más joven de la historia, y que me han enrollado y todo eso, pero le echaron encima todo, tito, todo, que había hecho y lo que no. Todo. Y, macho… Una vez coincidimos en la Modelo y te juro que era un esqueleto, como una momia. Se pasó dos meses sin decir ni mu. Una vez, me lo cogen dos gitanos y me le dan una paliza que quedó como una llaga, tito. Y lo cogen los boquis y «Tú, a nevera». Le echaron las culpas de la bronca, tito, y lo enviaron a la de castigo. Entró con mal fado, tito, y eso es lo peor que te puede pasar. El Chava está muy escaldado…
—Pero ahora… Me dijo que hace algunas cosillas…
—¡Nada! Algunas timbas en el bar… Compra cosillas a los chorizos… Pero nada… El Chava ya no se moja el culo, tito, te lo digo yo. Fíjate qué te digo: más valiera que no le hubieras dicho nada.
—¿Y tú?
El Marujo mira alrededor ostensiblemente, moviendo todo el cuerpo. No quiere hablar de sí mismo.
—Me defiendo.
—De camello, ¿no?
—¿Quieres un poco de mierda? ¿Liamos un porro? —Miguel mueve la cabeza en señal de negación—. ¿No fumas? ¿Ni te pinchas? —Miguel repite el gesto y busca algo en el bolsillo trasero del pantalón—. Así me gusta. Oye, ¿qué te parece si me ayudas en el negocio? Hay pasta de sobra para los dos…
Cinco billetes de mil interrumpen su discurso.
—¿Dónde está el Gallego?
—Oye, tito —protesta el Marujo—, no te vayas a creer que este dinero es para mí, ¿eh? Somos amigos y no te cobraría por el favor… Lo que pasa es que me ha costado mucho averiguar todo lo que sé. He tenido a unos amigos buscando por ahí, y, esta pasta es para ellos…
—Corta el rollo.
—El Gallego está de poli de seguridad en una de esas compañías que llevan dinero de un lado para otro.
—Eso ya lo sabía.
El Manijo agarra a Miguel del brazo y se acerca mucho a él, hablando en un ansioso cuchicheo.
—Transportes de Seguridad, Segurtrans, en la calle Baza, sin número, cerca del Cinturón de Ronda. ¡Espera! Cada lunes, el Gallego y otros tres, en una furgoneta, transportan millones, tito, millones. Pasan por dos o tres bancos de cerca de Santa Coloma y luego se vienen al centro parando en todas las sucursales del Transibérico y, en cada parada, cargan unas sacas así, como lo oyes, así. Y los llevan a la Central del Banco, en el Paseo de Gracia. ¿Qué te parece?
Las hipnóticas luces verdes, amarillas y rojas que titilaban bajo la pista han desaparecido y, en la oscuridad, los bailarines (calvos, gordas, putas y chulos) abandonan la pista.
—¿Qué tal joder al Gallego y llevarte unos cuantos millones a casa de una sola sentada?
Los pulmones de Miguel se están llenando de aire. Es un aire fresco, frío, casi helado. Algo purificador. Unos vapores que limpian la mala leche acumulada todo el día y que se instalan felizmente en el cerebro. A Miguel le vienen ganas de reír, pero se aguanta. Bebe un trago largo de cubata.
Como sintonizando con su estado de ánimo, los del local han decidido animar la fiesta. De las cortinas del fondo, surgen ruidos de equipos estéreo mal controlado. Pitidos, carraspeos, zumbidos, una música que sería euforizante de no oírse a mil kilómetros de distancia y con interferencias, y la voz de un cualquiera que pasaba por allí y le han pedido que hiciera de locutor en plan gratis. En cuanto acaba de vociferar cosas incomprensibles, suena de nuevo la música ratonil y se interrumpe como si alguien hubiera tirado el tocadiscos al suelo. Entonces, cuando uno menos lo espera, sale un tío alto y vestido con un frac de alquiler y empieza a contar chistes. Miguel no le presta ninguna atención, pero la gente se ríe y su alegría es contagiosa y, de repente, se encuentra retorciéndose de risa.
—Vale ya, tito, que te vas a ahogar —dice el Marujo, que no lo pierde de vista—. Vale ya.
—Y ahora —dice el tío de la pista—, voy a cantar una canción dedicada a mi órgano sexual preferido. —Y se pone—: ¡A-mapo-llaaaaa! ¡Lindísima a-ma-pollaaaaaaa…!
Y Miguel se troncha.
El patoso de los chistes acaba con su actuación, la gente aplaude como quien echa limosna al Domund, y vuelve a hablar de las interferencias cantando maravillas de una tal Zaida, «La Morena Sexy del Palmer». Y sale una africana para hacer ejercicios acrobáticos al ritmo del «Bésame Mucho». Miguel se termina el cubata.
—¿Quieres otro? —pregunta el Marujo—. ¡Venga, coño, que yo invito! ¿Otro?
La mulata tiene poco pecho, pero se mueve como para volver loco a cualquiera. Ha salido vestida de algo raro, con volantes y cintas en las mangas, pero en seguida se lo quita todo y, en pelota viva, se abre de piernas como pidiendo voluntarios. Miguel responde a la pregunta del Marujo haciendo que sí con la cabeza, pero sus pensamientos están muy lejos de allí. Está temblando como una hoja, le hierve el cerebro y parece que las ideas explotaran como fuegos de artificio en su cabeza. «Coño, el Gallego, coño, millones… Pero habría que hacerlo bien, muy bien… Joder al Gallego sacar un montón de pasta… Joder, Miguel si te lo montas como es debido…».
Siguen saliendo tías que se desnudan y excitan al personal. La Loca Agresiva, La Niña que Tiene Pesadillas, La Enmascarada de Plata… El presentador de las interferencias habla entonces de una «gran pareja de baile acrobático» y la mano del Marujo da un fuerte apretón al brazo de Miguel, que ya va por el tercer cubata. Un foco clava su círculo de luz en la cortina del fondo y, corriendo como si hubiera tropezado con una alfombra, aparece un espantajo dando trompicones. Va vestido como de trapecista, con leotardos plateados y brillantes botas de Llanero Solitario. Luego resulta que no ha tropezado, sino que está bailando. Da saltitos, levanta los brazos, gira sobre sí mismo como una peonza y, de repente, echa a correr hacia el fondo donde se le ha olvidado algo. Una chica sale a su encuentro.
Miguel se queda de piedra, boquiabierto, todos los planes respecto al Gallego y a los millones desaparecen de su mente como si no hubieran existido nunca. Cualquiera diría que aquélla es la primera mujer que ve en toda la noche.
La chica viste un salto de cama blanco, a través del cual se transparentan los botones oscuros de sus pezones, la delicada curva de sus caderas, sus muslos delgados…
—¿La conoces, Miguel? ¿La conoces?
Miguel parece sacudido por una corriente eléctrica. Claro que ha reconocido aquella carita redonda, los ojos grandes y almendrados, la boca ancha de labios gruesos y carnosos. Miguel casi llora, con los ojos desorbitados, como platos, fijos en la bailarina. Y el Marujo apenas puede contener sus carcajadas. ¡Ha valido la pena traer a Miguel al Palmer! El Marujo sabía que se iba a divertir.
La última vez que la vio, la Nena era una mocosa de trece años que siempre pululaba en torno a la pandilla y sólo servía de estorbo. La hija de la Coño colgante, una pajillera de mala muerte que no la quería y que la había echado de casa cuando la chiquilla sólo tenía cinco años. Se había pasado toda la vida en la calle, durmiendo hoy aquí y mañana allí, hoy en la chabola de ésta, mañana en la de aquél, el otro donde cayera rendida. Normalmente, si uno quería encontrarla, podía ir a casa del Padrino, un viejo desdentado y solitario que la adoptaba siempre que no estaba borracho a cambio de quién sabe qué favores. Él le enseñó los números, y a sumar, y a restar, y a multiplicar diecinueve por nueve pensando que veinte por diez son doscientos, menos veinte son ciento ochenta y menos nueve son ciento setenta y una. Él le dijo que, de mayor, sería una puta, una puta predestinada desde la infancia. Y, cuando a la Nena le preguntaban cómo se llamaba, respondía «Puta», y la gente del barrio se partía de risa. Los chicos de la banda del Cachas soportaban impacientemente su presencia para tener de quién reírse cuando no había nada mejor que hacer. El primer día que se acercó a ellos tenía nueve años. Le preguntaron quién era, contestó «La Puta», y se rieron a carcajadas. Y el Cachas saltó, con ánimo insultante: «¿Pero tú follas?», y ella no sabía lo que era eso y, entristecida, dijo que no. «¡Entonces, qué vas a ser una puta! ¡Tú eres una Nena!». Y así le quedó el mote. Una puta era una persona mayor, divertida y experimentada. Una nena, en cambio, era un ser despreciable. Pero ella siguió junto a los chicos, junto al Cachas y al Chava y al Marujo y al Migue (a quien entonces aún llamaban Gachí, también de forma insultante), y no se separaba de ellos a pesar de sus risas y de sus bromas pesadas, porque sus risas eran más divertidas, más inocentes, más próximas a ella que las de los adultos. Le decían: «¡Enséñame el gatito, Nena!», y ella se levantaba la sucísima bata gris y se reía cuando los otros lo hacían. Nunca llevaba bragas.
Aparte de esto, la ignoraban por completo. Cuando ella tenía diez años, el Cachas ya se tiraba a dos tías del barrio, una de ellas casada, y eso le daba mucho ascendiente sobre los otros amigos. El Chava, en cambio, siempre prefirió ir de putas al Barrio Chino. Siempre le tiró el Barrio Chino, Lo consideraba una especie de objetivo en su vida. «Dentro de poco, cuando yo entre en la calle de San Pablo, o en la calle Las Tapias, la gente tendrá que aplaudir, tíos», decía. El Marujo sólo se reía, se reía de todo y de todos, y de la Nena en primer lugar, y no parecía interesado en follarse a nadie en particular. El Rey de las Pajas, le llamaban. Sólo Miguel hacía caso de la Nena, Le daba de fumar, y charlaban, y se miraban. Pero nada de meter mano, porque eso habría sido el ridículo y el descrédito ante los demás. «Fóllatela, macho, que ésta va por ti», se burlaban.
Un día, en un descampado, ella le había dicho delante de todos: «¿Te la chupo, Migue?». Y él, con aire de suficiencia, retador, se la había sacado allí mismo. «¡Venga! ¡Chupa!». La Nena, muy obediente, se puso a la tarea. Pero los otros empezaron a reírse de los dos, se estaban descuajeringando, y Miguel, confuso y ruborizado, agarró a la Nena de los pelos, la tiró a un lado y le dijo: «¡Quita ya, que tienes mucho que aprender!». La Nena lloró desconsolada y los otros siguieron burlándose de ambos. «Míralo, qué finolis. Éste si no es la Úrsula Andress, nada, tío…». Después de aquel día, la Nena se agarraba al brazo de Miguel y le decía en voz baja: «¿De verdad no te gustó cómo lo hice? Tú trempaste, Migue… Di, ¿no te gustó?». Y Miguel decía: «¡Quita ya!».
Cuando la Nena tenía trece años, Miguel, de diecisiete, se tiraba a una viuda de la Avenida de Montserrat que le hacía regalos. Pero lo atrapó el Gallego y fue a parar a la cárcel, y a su hermano, en cada visita, sólo le pedía noticias del Chava, del Marujo y de la Nena. Su hermano, como mensajero, le contaba chismes acerca de la viuda, que si se había liado con un electricista, que si se había metido a puta, pero a Miguel le importaba un bledo la viuda.
—¿Y de la Nena qué se sabe?
—Nada. Se ha muerto su madre, la Coñocolgante, y ha desaparecido del barrio.
Y ahora el espantajo vestido de trapecista agarra a la Nena por la cintura, la levanta del suelo y la hace girar sobre su cabeza. Pero ¡Dios!, ¿ésa es la Nena? Tiene las piernas perfectas, como las de un anuncio de medias. Sólo con ver esas piernas ya te puedes poner caliente. ¿Ésta es la Nena, con ese cuerpo? El bailarín trata de estamparla contra el suelo pero ella, milagrosamente, no se golpea, pasa entre las piernas del tío y resbala sobre la pista con los muslos abiertos, muy abiertos, en un ángulo de ciento ochenta grados. Entonces, como si tomara una decisión trascendental, se abre el salto de cama y descubre sus magníficos pechos. Se pone en pie con facilidad admirable, tira a un lado la prenda y se queda prácticamente desnuda, con sólo un pequeño triángulo de lentejuelas en su bajo vientre. El bailarín se abalanza sobre ella, mete el brazo por entre sus ingles, la levanta en vilo y hace un nuevo intento de estrellarla contra la pista. Pero siempre le sale mal.
Miguel, inmóvil, con su hipnotizada mirada fija al frente, le dedica al trapecista una de sus largas peroratas mentales. «Hijoputa, como le hagas daño te rajo, como le metas mano te parto la cara, como se dé contra uno de los focos del techo salto ahí y te pateo, hijoputa, mecagontumadre, le aplasto los huevos…». ¡Qué tetas tiene la Nena, por Dios! Enormes, perfectamente redondas, macizas, saltan cuando ella salta, parecen blasfemias en medio de aquel cuerpo tan joven e inocente. El pezón apunta al techo, soberbio y provocativo como diciendo «¿Qué pasa con vosotros, mamones?». Pequeños pezones oscuros. Miguel apura el cubata de un trago. Sus ojos devoran ansiosos cada centímetro de aquel cuerpo quebradizo. La mínima cintura, caderas huesudas, piernas larguísimas… «¡Dios, Dios, Dios!», piensa Miguel a ratos, interrumpiendo su catarata de insultos contra el Gran Manfred.
El Marujo, sin decir nada (sólo se ríe, se ríe, se ríe, no puede contener el movimiento convulsivo de sus hombros y está completamente congestionado) va hasta la barra y habla con un camarero. Aprovecha el viaje y pide otro cubata para Miguel.
En la pista, los dos danzantes están con los brazos en cruz, sujetándose de una mano. Bruscamente, él tira de la Nena que, girando sobre sí misma, se enrolla entre los brazos del hombre y, de un gracioso salto, rodea con sus piernas la cintura celulítica y se encarama en él. Mientras evolucionan, dando vueltas como locos, el tío trajina en las cintas del culo de la Nena. Miguel enciende un cigarrillo y aprieta los dientes con fuerza, temiéndose ya lo que vendrá a continuación. La Nena da una voltereta hacia atrás, cae sobre los pies y empieza a bailar sola dejando el pequeño triángulo de lentejuelas entre los dedos del otro que hace un gesto triunfal, como si todo el mérito de la belleza de la chica fuera exclusivamente suyo. Y la Nena corre y salta, bordeando la pista para que la parroquia la vea de cerca. Se detiene y, cimbreando la cintura, se pasa la mano lascivamente por el delicioso triángulo dé pelo negro…
… Miguel piensa que aquello no le gusta, que la Nena no tiene ningún derecho a hacerle aquello, la muy hijaputa, no he pasado ocho años en el trullo para que ahora le enseñes el coño a todo el mundo, cabrona, te voy a baldar a hostias, te voy a dar un revés que te vuelvo la cara, puta barata, puta de mierda, y yo pensando en ti durante ocho años, y ahora… La Nena salta al centro de la pista, se tumba boca arriba, se abre bien de piernas. ¡Joder, y cómo lo enseña por si alguien no lo había visto bien!, y el trapecista se echa sobre ella, se mete entre sus piernas, ¡se la va a follar ahí mismo ese maricón de mierda!, y empiezan a revolcarse, mierda, mierda, mierda… La música llega a sus últimos compases, y se apagan las luces, ¡qué coño hacen esos dos cerdos con las luces apagadas ahí delante de todo el mundo!, y se prenden las luces de la pista, las rojas, azules y amarillas, y ahí están esos hijos de puta saludando al público que aplaude sin ningún entusiasmo. Entonces, la ira de Miguel se revuelve contra esa gentuza estúpida que no puede comprender lo bien que han bailado, lo bien que ha bailado la Nena. ¡Seguro que sólo habéis estado mirándole el chocho todo el rato!, mierdas, ¿no veis que es la mejor bailarina del mundo? Y rompe a aplaudir con más fuerza que nadie, frenética y estrepitosamente. El ruido de sus propias palmadas le impide oír las francas carcajadas del Manijo a su espalda. Y, al mismo tiempo, sus sonoros aplausos atraen la mirada limpia y brillante de la Nena. Por un momento, sus ojos se encuentran. Miguel se queda solo aplaudiendo, y ya sabe que ella lo ha reconocido, y mecagontumadre, hijaputa, ya verás la que te espera.
En la cárcel primero y en la mili después, Miguel se había angustiado al comprobar que nunca conseguía una buena erección, ni de noche ni de día, ni cuando pensaba en tías desnudas, ni cuando recordaba la locura de aquella noche en la carretera de Vallvidrera mientras le magreaba los pechos a la tía que se la chupaba al Cachas. Ni cuando el Caro lo llamaba a solas a su celda y lo besuqueaba y le metía mano. Pero en la mili y en la cárcel existe la leyenda del bromuro, que te lo echan en las comidas para que no trempes, y Miguel acabó por no preocuparse por eso. Se convenció a sí mismo de que su gran amor era la Nena, aquella muñequita de trece años que no llevaba bragas debajo de su bata gris y sucia. Hubo noches en que lloró pensando en ella, y sus largas letanías entre dientes fueron dedicadas a pedirle perdón. «Perdón, perdón, perdón, nenita. Aquél día me la estabas chupando muy bien, de maravilla lo estabas haciendo, pero los otros, el Marujo y el Cachas y el Chava, se reían de ti y de mí y por eso te agarré de los pelos y te dije que tenías mucho que aprender. No era verdad, Nenita, ¿eh a que me comprendes? Yo no tendría que habértelo dicho, sé que te pusiste muy triste… Perdón, perdón, perdón…». Y ahora vuelves a Barcelona, Miguel, y vienes pensando en la Nena y te la encuentras, joder, ¡cómo te la encuentras!, que hermosa está, qué piernas y qué cintura y qué tetas… Y exhibiéndolas delante de todo el mundo, como una cerda, mecagondiez, eso no se te hace a ti, Miguel.
Por los altavoces estropeados suena una música pachanguera y la voz de las interferencias anuncia que se ha terminado la función. «Tachan, tachan, señoras y señores, buenas noches, hala, pa casa».
—¡Quiero ver a la Nena! —protesta Miguel, como un chiquillo, volviéndose hacia el Marujo.
—Ahí está.
Sí, ahí está. Cuando daba saltos por la pista parecía más alta, más mujer. Ahora se acerca sobre los finísimos tacones de aguja de unos zapatos negros, pantalones blancos ceñidos y una blusa blanca que resalta escandalosamente sus pechos. Su pelo negro cae suave y brillante, sobre los hombros, en larga melena, y el flequillo cortado en línea recta enmarca perfectamente su cara redonda, sus ojos ilusionados e inocentes, su boca grande pintada de un rojo intenso, su sonrisa deslumbrante.
Miguel se pone en pie. Los dos quedan frente a frente sin saber qué decir. El Marujo es quien rompe el hielo.
—¿Qué te parece, Nena? ¿El Migue que llega a Barcelona y qué ve lo primero de todo? ¡A la Nena! ¡Venga, coño, decir algo!
Miguel se sorprende cuando ella se echa en sus brazos, le da un beso en la mejilla y se aprieta fuertemente contra él.
—¡Migue, Migue, cuántas ganas tenía de verte! —exclama con profundo acento andaluz—. ¡Qué podrías haber escrito, tanto tiempo, maricón! ¡Ay, mi Migue!
Miguel suspira. Abre la boca porque le falta aire, que no para hablar. Ya sabe que tendría que decir algo, tendría que estrechar a la Nena tan fuertemente como ella a él, pero…
Coloca sus manos en las caderas de la chica. Le queman los dedos al contacto con aquella cintura tan estrecha, madre, los huesos casi a flor de piel, y se separa de ella. Miguel está contento, muy contento, tiene ganas de sonreír, pero tú quieto, Miguel, que esta puta lo enseña todo a todo el mundo…
—Ya no me llaman Migue, Nena… —dice. Y mira al Manijo—. Ahora, me llaman el Dientes.
La mano de la chica, uñas pintadas de rojo brillante, acaricia con cuidado su barbilla resiguiendo cada una de las cicatrices blancas.
—Pobrecito… ¿Qué te hicieron, Migue? —murmura, francamente apenada.
Miguel suspira de nuevo. ¿Qué toca decir ahora?
—Estás muy guapa, Nena.
Ella sonríe y en sus ojos castaños destellan, como un grito de triunfo, la ilusión del día en que le pidió permiso a Miguel para chupársela, la promesa de que ahora sí sabe hacerlo, la alegría de reemprender algo que se interrumpió antes de empezar y el entusiasmo de estar a punto de conseguir lo que más desea en el mundo.
—Tú que me ves con buenos ojos.
Miguel nunca se había sentido tan lleno de vida. Siente como si le temblaran los pulmones. Carraspea y dice:
—Bueno, pero ahora me tengo que ir. Tengo que hablar con el Marujo. Ya nos veremos, Nena.
Desaparece el destello de los ojos castaños, que se tiñen de sorpresa, desilusión, tristeza y despecho.
Muy nervioso, Miguel da media vuelta y se aleja.
—Vamos, Marujo, que tenemos que hablar.
El Marujo va tras él.
—¡Pero, bueno…! ¿Pero no vas a…? Yo creía que…
Salen al vestíbulo de cortinas rojas, saludan al portero de uniforme verde y ya están en la calle respirando a pleno pulmón. Cerca, la pandilla de las cazadoras negras discute a Miguel agarra a Marujo del brazo y le susurra ferozmente.
—¡Lo primero es lo primero! ¡Voy a joder al Gallego y voy a robar ese furgón! —El Marujo sonríe, mira al suelo y mueve la cabeza arriba y abajo—. ¿Me ayudarás?
—Claro que sí, Migue. Cuenta conmigo. No asaltaré el furgón, pero…
Miguel enseña los dientes como un perro rabioso.
—¡Qué te he dicho que me llames Dientes, joder! ¡No quiero que nadie sepa que estoy en Barcelona! ¡Soy el Dientes! ¡Ni Migue, ni Miguel, ni pollas!, ¿vale?
—Vale, tito, vale, no te pongas así. —El Marujo lo mira desafiante—. Que te lo tengo todo preparado, Miguel… Dientes.
—¿Por qué te crees que me tomé la molestia de buscar al Gallego y de enterarme de todo eso? ¿Por ti? ¡Vamos, hombre! ¡Es por mí, porque el Gallego también me jodió, que me hinchó la cara a hostias, tito! ¡Yo también quiero tomarme la revancha! —Baja la voz—: Que te lo tengo todo preparado. Yo no puedo meterme en esto, y más te vale. La poli me tiene muy controlado, tito, que no me dejan en paz, te lo juro, tito. Pero te lo tengo todo preparado… ¡Espera! Tres chavales. Tres chavales con muchas ganas. Yo aún no les he dicho nada, pero los conozco y sé que valen… ¡Joder, tito!, ¿no lo ves? Si nos metemos el Chava o yo en el tinglado, y pescan a uno, enseguida encontrarán a los otros, ¿no te enteras? Pero si lo haces tú con esos chavales y ellos no saben quién eres… ¿Lo ves o no? —Miguel traga saliva. Mira al suelo, mira al Marujo, mira alrededor.
—¿Cuándo puedo verlos?
—Dame tiempo. Éste… El miércoles, a las nueve de la noche. Donde tú quieras.
—En el bar del Chava.
—¿Estás loco? ¡No metas al Chava en esto! ¡No es de fiar!
—Tú haz lo que yo te digo.
—¡Pero el Chava no querrá nunca…!
—El Chava era tan amigo del Cachas como tú y yo, y se meterá en esto porque a mí me sale de los huevos.
—Bueno… Tú mandas. Ya sabes que puedes contar conmigo para cualquier cosa. ¿Dónde puedo localizarte?
—Eso no viene a cuento. Tú habla a esos tíos de un amigo que se llama Dientes, hazme la película, pero no digas quién soy, ¿de acuerdo? Y, ahora, me has dicho que los lunes el Gallego sale…
—… A las siete y media de la Central de Segurtrans, en la calle Baza. Es un callejón que hay cerca del Cinturón de Ronda, cerca del Metro de la Bórdela…
Mientras le cuenta cómo llegar hasta allí, los dos sonríen de excitación. Es como si estuvieran firmando un contrato, se amplían más y más sus sonrisas. ¿Cuánto tiempo hacía, Miguel? ¿Cuánto hacía que no mirabas a un tío y notabas muy a flor de piel que era amigo tuyo y que, joder, y que se está muy bien con los amigos? Mucho tiempo, Miguel. Ocho años. Pero ahora se acabó, Miguel, se acabó, y ya todo vuelve a ser como antes.