II

4 de la tarde

El Chava, y el Migue no se ven desde aquella noche en que fue desmembrada la banda, hace ocho años. La noche de los tiros, el pánico, los llantos, los chillidos y la cabeza del Cachas destrozada por un balazo. La noche en que el Gallego les echó el guante al Migue y al Marujo.

El Chava había ido a registrar el R-12, alejándose del lugar donde los otros violaban a la tía y golpeaban al novio. Regresaba triunfalmente con el radiocassette en las manos cuando vio el coche de la policía. Vio cómo apagaban todas las luces y cómo bajaban de él, en silencio y a traición, dos grises y dos de paisano. Instintivamente, tiró el radiocassette y echó a correr, agachado, hacia la derecha, entre los árboles, dejando atrás el tiroteo y la histeria del Migue. Se dejó caer por la pendiente, rodando sobre los matorrales espinosos y se perdió en la noche, entre las casas aisladas que salpican la falda del Tibidabo.

El Chava siempre había sido el más duro de la pandilla. Casi más, incluso, que el Cachas, que era el jefe. En el Barrio de la Mina se corrió el rumor de que él se las había apañado para quitar al Cachas de en medio y ocupar su puesto. Miguel sabía que eso no era cierto, pero cuando uno se hace mala fama en el Barrio de la Mina y la poli se presenta por allí preguntando por él en plan bronca, más le vale desaparecer. Y el Chava desapareció.

Miguel se enteró de todo esto por una carta que le escribió el Chava a la cárcel. Era una carta en la que, torpemente, casi como temeroso de las represalias de Miguel, contaba cómo había escapado y defendía, sin argumentos, su inocencia. En la carta, como prueba de buena fe y pidiéndole repetidas veces que guardase el secreto, le decía que por fin se había liado con Carmina y que vivía en su bar de la calle Cortinas.

Miguel le contestó con otra carta, más escueta.

«Quiero decirte que creo que lo que me dices es verdad. ¿Dónde está el Manijo? Daré cinco mil pesetas al que me diga dónde está y qué hace y dónde vive el Gallego, si es verdad como dicen que se ha salido de policía».

Durante el mes de permiso que le concedieron en la mili, Miguel fue a Barcelona con la única intención de ver al Chava. Encontró el bar y a Carmina, pero no lo encontró a él. Al parecer, se había liado con un par de tíos y habían hecho algunos trabajos. Lo pescaron y le salieron diez años. Desde entonces, Miguel no ha sabido nada más del Chava, hasta hoy.

El bar Julio está igual que la vez anterior. El marco de la puerta está pintado de rojo y en uno de los cristales empañado por el polvo una mano temblorosa ha escrito «Comidas Caseras Menú 130 ptas. Tapas» y ha dibujado algo parecido a un bocadillo. Dentro hay sólo cuatro parroquianos jugando a la manilla en torno a una mesa. Todo en aquel lugar, desde el mostrador hasta las boinas de los clientes, parece recubierto por una fina película marrón, pegajosa y maloliente. Detrás de la barra, de espaldas a la puerta, el Chava mete cervezas en un antiguo frigorífico. Va en mangas de camisa y lleva un sucio mandil azul. «Joder, cuánto tiempo hace», piensa Miguel. «Cuánto hemos cambiado todos». Se queda de pie frente a la barra, esperando a que el otro se vuelva. El Chava mete la última botella en el frigorífico, se agacha para quitar la caja vacía del paso y, entonces, le ve.

Joder, cómo hemos cambiado todos.

Al Chava lo llamaban así porque tenía cara de crío y, siendo el mayor de la pandilla, parecía el más joven. Aunque no había nadie que lo ganara a mala leche, era pequeño, de apariencia inofensiva y aire inocente y angelical. Se acercaba a los tenderos, pestañeando como sólo él sabía hacerlo y, haciéndose el niño tonto, los distraía mientras los demás afanaban la fruta. Ahora, parece que todo él se hubiera ensuciado. La mueca de su boca es desagradable y las arrugas que circundan sus ojos le dan una expresión de agresiva desconfianza… Su pelo oscuro ya escasea, manchando la brillante calva con guedejas grasientas. Su mirada se ha vuelto opaca e inexpresiva. La cárcel y la mala leche dejan su huella, qué le vamos a hacer.

También el Chava se ha quedado de piedra. Miguel, el Migue, no es que pareciera canijo, es que lo era. El más alto de la pandilla, pero también el más delgado y vulnerable. Era el que tenía que recurrir a mordiscos y arañazos en las peleas. Empezaron a llamarle El Gachí porque a veces chillaba como una nena y porque se llevaba todas las bofetadas. Pero fue el primero que sacó una navaja en aquel grupo de chavalines, y el primero que se enfrentó con el Cachas, amenazándole y diciendo «¡Al próximo que me llame Gachí lo rajo!», y sus ojos miraban de una forma tan extraña, resuelta y amenazante, que todos olvidaron aquel mote y, a falta de otro mejor, lo llamaron casi por su nombre: El Migue. Pero ahora, macho… La cara es casi la misma, eso no parece haber cambiado. El mismo pelo rubio y brillante, muy corto, y los ojos como de gato. Quizá haya cambiado la expresión de su boca. El Chava se fija enseguida en las cicatrices que deforman la línea de los labios. Lo realmente distinto, irreconocible, es su cuerpo. Se adivina una poderosa musculatura bajo la camisa amarilla, y sus muñecas apoyadas sobre el mostrador son casi más anchas que las del Chava.

—Coño, Migue.

—Coño, Chava.

El Chava sonríe y hace una mueca. Ya está bien, Miguel, se acabaron los años de penitencia, ahora estás entre amigos, los necesitas, ellos te ayudarán. Ahora, Miguel descubre que estaba asustado mientras iba al bar, asustado ante la perspectiva de que el Chava no estuviera allí, o de que no dijera «Coño, Migue», o de que no sonriera. Se emociona y se le hace un nudo en la garganta. Por fin, Miguel, todo vuelve a ser como antes. Como hace ocho años. Los amigos, la libertad.

Se dan un efusivo apretón de manos y el Chava observa su emoción y sonríe más y le pasa la mano por el pelo.

—Coño, Migue, coño, coño… ¿Qué haces por aquí? Joder, qué cambiado que estás…

—Pues anda que tú… ¿Cómo te fue en el trullo?

El Chava mira a otra parte y resopla. Sin soltar la mano del Migue, rodea el mostrador y tira de él hacia el fondo del bar. En la cocina, alguien está fregando platos.

—¿Qué tomas? ¿Una cerveza?

—Bueno.

Deja a Miguel junto a una mesa, tres o cuatro más allá de donde discuten los cuatro jugadores. Miguel se deja caer sobre una silla y se pasa la mano por la cara. Otra vez como antes, otra vez como antes. El Chava vuelve con dos cervezas.

—¿A qué te dedicas? ¿Qué haces? —pregunta en voz baja, para que no lo oigan los parroquianos. El tono cauteloso del que se ha acostumbrado a cuchichear en los pasillos de la cárcel.

—Voy haciendo. ¿Cuándo saliste, Chava?

—Hace un par de años. Y, luego, me enviaron a la Marina. Si hace sólo cinco meses que vuelvo a estar aquí, con mi mujer…

—¿Y te casaste?

—¡Coño, claro! Su padre era el dueño del bar y, si no pasábamos por la iglesia, nasti de plasti. Ahora, ya me ves…

—¿Y el Manijo?

El Chava arruga la nariz, mueve la cabeza como si hablaran de una desgracia.

—Viene por aquí de vez en cuando. Va de camello y está de mierda hasta las orejas.

—¿Y la Nena?

Se miran a los ojos. En la otra mesa, uno grita que, si su compañero hubiera tirado el as antes que la manilla, él hubiera podido sacar el rey, y luego un caballo y los otros hubieran fallado y la mano era suya.

—No sé nada de ella —responde el Chava—. El Manijo la ve de vez en cuanto, me parece.

—¿Y tú?

El Chava suspira, bebe, mira en dirección a la cocina.

—Voy haciendo, pero no quiero líos, Migue. Cuando me pescaron, me echaron toda la caballería encima. Las huellas dactilares, ¿sabes? El día que se cargaron al Cachas las dejé en el radiocassette. Lo guarda todo, la bofia. Nos atraparon por asaltar un banco… ¿Sabes que nos atrevimos? Pues sí, y entonces salió a relucir todo… Cantidad de cosas de las que ni me acordaba… Diez años me clavaron, ¿lo sabías? Diez años y cumplí siete…

—¿Y ahora?

—Nada… Alguna timba aquí, de noche, cuando echamos la persiana… Compro algunas cosas a gente… Las revendo… Tengo algunos contactos. Pero no quiero más líos. Migue. Nada de salir a la calle. Lo pasé muy mal en el talego, Migue… —Hace rato que sus palabras respiran miedo. Habla inclinado sobre la mesa, como si tratara de tocar el mármol con la barbilla, como si lo agobiara un peso enorme. Por fin, se decide a preguntar—: ¿Y tú qué haces?

—Me he limpiado del todo, Chava. Desde que salí de la mili, he trabajado en cosas legales… En mudanzas, en una autopista… Mira mis manos. Me he regenerado. Nada que ver con la poli.

—Pero preparas algo.

—Tienes que guardarme una pipa.

Automáticamente, el Chava se vuelve hacia la otra mesa. Su mirada se detiene también en la puerta de la cocina. Miguel saca el envoltorio grasiento de su cinto y lo coloca entre las manos del otro. Cualquiera diría que se trataba de la mano amputada a un cadáver. Muy nervioso, el Chava lo esconde bajo el mármol.

—¿Qué preparas, Migue? —pregunta, ansioso.

—Voy a joder al Gallego.

—Ni hablar. No cuentes conmigo.

De repente, Miguel parece que quiere saltar por encima de la mesa. El odio deforma su voz. Se contiene para no chillar.

—¿Quién te jodió, Chava? ¿Quién te interrogó cuando te atraparon? ¿Quién te ha metido tanto miedo en el cuerpo, Chava? Fue el Gallego, ¿no? Fue él, ¿no?

—¡No fue él! ¡Él ya no estaba en la poli!

—El Gallego se cargó al Cachas. Le pegó un tiro en la cabeza y le quedó un ojo colgando, ¡un ojo colgando, Chava, y yo lo vi como te estoy viendo a ti ahora, a esta distancia! Un ojo colgando, Chava, y fue el Gallego… —Sus dedos, temblorosos, se meten en la boca y se saca los dientes, todos en una pieza, rezumando babas—. ¡Y mira lo que me hizo a mí, joder!

—¡No grites, coño! ¡Guarda eso! Miguel no lo guarda. Pero baja la voz.

—Me han dicho que se salió de poli. No es cargarse a un poli, Chava…

—Es cargarse a un guardia jurado. Que es lo mismo. Miguel arquea las cejas. Devuelve la dentadura a su sitio.

—¿Qué?

—Mira, Migue… —dice el Chava tratando inútilmente de dominarse—. Lo que se dice por ahí es que lo echaron de la poli por tu culpa, por lo que tú dijiste que te hizo… Hubo bronca, ¿sabes? No, tú no lo sabes, pero yo sí. Hubo mucha bronca y lo echaron. Se volvió como loco. Me han dicho que estuvo en el manicomio y todo. Y luego se metió a guardia jurado, de ésos que llevan dinero de un lado a otro en camiones blindados…

—¿Por qué no me dijiste todo esto? —balbucea Miguel, decepcionado.

—Bueno, te has enterado, ¿no? Pues ya está.

—¿Por qué no me lo dijiste antes, Chava?

—Mira, dejémoslo, Migue. Yo paso, ¿oyes? Me borro de todo. Te guardo la pipa pero nada más, ¿vale?

—Ya hablaremos, tú y yo —dice Miguel, con rencor. Se pone en pie. Se le ha hecho un nudo en la boca del estómago y una mueca de asco le desfigura el rostro. Tiene que contenerse, o esa mueca se convertirá en un sollozo. Se vuelve hacia el Chava.

—Y no me vuelvas a llamar Migue —dice, jadeando—. A partir de ahora, todo el mundo me llamará Dientes. ¿Estamos?

Atraviesa el bar a grandes zancadas, con prisa por dejarlo atrás. Cuando sale a la calle, sorbe por la nariz y tiene los ojos llenos de lágrimas. ¡Mierda, ¿a qué viene tanto lloriqueo?! Si el Chava no quiere ayudarlo, que se joda. Miguel no necesita a nadie. El Dientes no necesita a nadie. Suspira. ¡Mierda, la soledad lo ha convertido en un llorón! Antes, no lloraba. Cuando el Gallego te estaba aporreando, no llorabas, Miguel. Sólo lo mirabas con rabia, desafiándolo. A ver si te atreves a darme otro golpe, hijoputa. La soledad te ha convertido en un llorón, Miguel.